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Té en el Ritz

Dar muestras de un dolor que no se siente es un oficio fácil para los falsos.

Macbeth, acto III, escena IV

Cuando en 2005 una sentencia judicial obligó al Hotel Ritz de Barcelona a cambiar su nombre poco importó a los barceloneses. El Palace jamás fue El Palace más que en el rótulo de su fachada en la Gran Via de les Corts Catalanes, en el membrete de su papel de cartas o en los brochures para turistas. Para los habitantes de la ciudad siguió siendo el Ritz. Pese al enfrentamiento judicial entre la cadena Husa y la familia Muñoz Ramonet, el hotel conservó el anagrama de la tradicional «R» en su suntuosa vajilla, sobre la puerta principal o en la ropa del hotel, además de en la memoria colectiva de la ciudad. No en vano casi un siglo avalaba esos oropeles y cortinas de terciopelo rojo.

Cuando el matrimonio Degard y Elsa pasaron bajo la barroca R dorada de la puerta de la Gran Via y atravesaron el vestíbulo iluminado por las lámparas de mesa —con su pantalla color crema correspondiente— afuera seguía lloviendo. El marido de Margot saludó por su nombre de pila a uno de los empleados que apareció para atenderles y le dio instrucciones con una amable firmeza que Elsa creía imposible en semejante hombrecillo.

—Estaré en el bar —dijo sonriente—. Acompañe a las señoras al Nineteen, por favor.

El empleado, que sin duda había reconocido a Margot —Elsa sospechaba que tenía instrucciones de domesticar a un elefante si ese hubiese sido el deseo de la actriz—, las acompañó a un acogedor comedor de pesados cortinajes de color crema bordados de oro, salpicado de mesas redondas y butacas con aspecto mullido forradas de terciopelo rojo. Resul­taba agradable cuando los escenarios de suntuosidad decadente que uno imaginaba encontrarse en un lugar como aquel encajaban a la perfección con la realidad de sus salones.

Margot escogió una mesa junto a la ventana y se acomodó en uno de los sillones. Elsa descartó el sofá de piel que había contra la pared y decidió sentarse junto a la actriz, de manera que ambas pudiesen contemplar las gotas de lluvia resbalando por el cristal oscuro. Al otro lado, el tráfico de la Gran Via, tranquilo a aquellas horas de la madrugada, se desdibujaba en luces rojas y blancas bajo la cadencia adormecedora de la lluvia primaveral.

—No importa cómo le llamen —susurró la diva cuando el camarero hubo tomado nota de su pedido—, el Ritz siempre será este refugio, recuerdo nostálgico de la época en que los grandes artistas del siglo XX paseaban por aquí sus excentricidades. Cary Grant, Sophia Loren, Michael Douglas, Sean Connery, Elton John... Este lujo ya no intimida, es de museo.

—Parece impostado, como un decorado teatral. Me siento como si fuese a tomarme un café en el gabinete de curiosidades de un aristócrata adinerado en el Londres de Chesterton.

—También se lo parecía a Salvador Dalí; él y su locura estuvieron viviendo aquí durante una temporada. Aunque el personal del hotel ya no sea el mismo, han tenido el encanto de recoger las anécdotas de su estancia y todavía hablan de cuando subió un caballo disecado a su habitación como si ellos hubiesen estado aquí en aquellos días. —Margot suspiró, melancólica—. La mayoría son tan jóvenes que ni siquiera saben quién es Dalí.

—Exageras —la riñó Elsa—. Tienes poca fe en el sistema educativo actual. Y además, tú también eres demasiado joven como para recordar la visita de Sophia Loren o la de Cary Grant.

—Cielo, a Cary Grant lo recordaría hasta en la tumba. ¡Es inolvidable!

Elsa pensaba en La fiera de mi niña, Luna nueva y Atrapa un ladrón cuando el camarero dejó sobre su mesa una bandeja llenísima de cosas ricas y bellas. Teteras de porcelana estampada con diminutas florecillas azules y verdes, tazas a juego, cucharillas con el emblema del Ritz serigrafiado, pequeñas bomboneras llenas de terrones de azúcar blanco, moreno, rosado, cuencos rebosantes de galletitas de mantequilla, platos con pirámides de sándwiches de pepino y un esponjoso, amarillo y magnífico bizcocho de limón bajo el amparo de una campana transparente.

Con aires solemnes, de geisha experimentada, Margot sirvió el té de jazmín y cortó una buena porción de bizcocho para cada una.

—Quizá sea demasiado joven para Cary, pero te aseguro que recuerdo bien a Xavier Cugat.

Elsa le dio un goloso mordisco a su bizcocho, lo saboreó sin prisa, sorbió despacito su té y pensó que aquello debía de ser lo más parecido a sentirse en el cielo de las ayudantes de dirección teatrales: junto a una encantadora y nostálgica diva que había conocido a Cugat, sentada en el salón del Ritz una noche de primavera, con la calidez del té recién hecho en el estómago y la placidez de un bizcocho de limón, mientras al otro lado del cristal la ciudad iba quedándose dormida bajo la lluvia.

—Cugat pasaba aquí largas temporadas. Se instalaba con su esposa o su compañera de turno, o con ambas (era com­plicado seguirle la pista en este sentido, tuvo muchísimas ­mujeres y las cambiaba con frecuencia), y por las noches monopolizaba el bar con sus músicos y sus amigos; tocando, bailando, bebiendo, cantando, improvisando hasta la salida del sol. Mi padre era segunda trompeta de la orquesta más leal de Xavier Cugat, hasta que se cansó de vivir a caballo entre Estados Unidos y Barcelona, y me llevaba con él algunas noches. Me asombraba la maravilla de todas aquellas personas disfrutando de la noche, de su mutua compañía, de la música, como si al amanecer no tuviesen una vida (probablemente dura) a la que volver.

Carpe diem —susurró Elsa dejándose llevar por la magia evocadora de las palabras de Margot.

—¿Te imaginas cómo debía de ser este sitio por aquella época?

—Sí —sonrió—, debía de ser como tú.

Margot soltó una carcajada, la había pillado desprevenida. A Elsa le gustaba verla así, despojada de cualquier personaje, sencilla y soberbia, tomándose un té de jazmín en una noche lluviosa y mordisqueando galletitas de mantequilla como si mañana no tuviese que volver a mancharse las manos con la sangre indeleble del rey Duncan.

—Me han diagnosticado diabetes —confesó la diva antes de enterrar sus labios en la taza de florecillas azules—. Pero tengo algo peor, algo que no muestran los análisis de sangre. Tengo miedo. Miedo de ser una vieja, de olvidar mis diálogos en medio de una función, de que los grandes directores ya no tengan papeles para una anciana, de que mis compañeros se rían a mis espaldas de mi senilidad.

—¡Margot!

—Lo siento, cielo. Estoy en horas bajas.

—Tú no eres una anciana —le aseguró Elsa cogiéndola de las manos y mirándola con sus ojos grises de hada—. Yo te he visto sobre el escenario. Nunca serás una anciana... a menos que quieras serlo.

—Serías un magnífico Gato de Cheshire —sonrió la diva con los ojos húmedos.

—No le des ideas a Max.

Elsa le trasmitió un último apretón antes de soltar sus manos y volverse hacia la mesa. Tomó otro sorbo de té para darle tiempo a recomponerse y se volvió a mirarla con el resto de su bizcocho hundido en la punta del tenedor.

—Antes pensaba que la tipificación de la belleza occidental —reflexionó Elsa suavizando su tono para acompasarlo a la lluvia sobre la Gran Via—, tan bien reflejada en los estereotipos de Hollywood, penalizaba a las actrices a medida que se hacían mayores. Pero ahora veo a Núria Espert, a Helen Mirren, a Judi Dench, a Emma Vilarasau, a ti y a tantas otras sobre el escenario y pienso que ninguna Anna López, por muy prometedora que sea...

—... cuando no se cae de sus tacones... —apuntó traviesa Margot.

—... puede ofrecer los registros que vosotras aportáis. Max nunca te habría llamado para interpretar a Lady Macbeth si tuvieses veinte años.

—Lo sé. Es un privilegio de mi edad interpretar personajes complejos.

—Y de tu talento. Y de tu experiencia. Estamos cambiando el mundo, Margot. Quizá vayamos despacio y cada centímetro nos cueste una década, pero no pienso perder el buen humor durante el trayecto. Y espero que tú tampoco.

—¿Has pensado alguna vez en volar sola? ¿En dejar a Max y dirigir tu propia obra de teatro?

—No. Sí. Quizá —sonrió Elsa atribulada.

Margot le devolvió la sonrisa, mordisqueó otra galletita de mantequilla y se imaginó a la inteligente pelirroja como una especie de Isabel Coixet de los escenarios teatrales. Elsa tenía la sensibilidad, el delicadísimo tacto emocional, para leer en las posibilidades de los actores y manejarse bien entre los recovecos de cualquier libreto. Estaba convencida de que la clave de la excelencia radicaba en la capacidad de cada director teatral de estrenar una obra clásica de siglos pasados y sorprender al espectador como si fuese la primera vez en el mundo que alguien contemplaba tal ingenio sobre las tablas.

—¿Cómo es de grave? —interrumpió Elsa los pensamientos de la diva.

—Diabetes tipo dos. De momento, necesito medicación y seguir las indicaciones dietéticas de mi médico.

—¿Y qué tiene que ver con que olvides tus diálogos?

—Nada.

Elsa se guardó el comentario y se llevó a la boca el esponjoso y dulce bizcocho de limón.

—Cuando era pequeña quería ser bibliotecaria —dijo al cabo de unos instantes de silenciosa camaradería contemplando la lluvia contra el cristal—. Estudié Historia y trabajo en el teatro. He dejado a mi novio porque se tiraba a otra en mi sofá, vivo con mis padres y voy a quedarme sin vacaciones de verano porque mi director está a las puertas de hacerse internacionalmente famoso. Parece que alguien se lo está pasando en grande desbaratando mis planes vitales.

—Y aquí estás. Escuchando las penas de una vieja deprimida.

—Y aquí estoy —repitió buscando la mirada de Margot—. Con una magnífica actriz que será incluso más legendaria que Max Borges en los libros de historia del teatro. Compartiendo un pedacito del mitómano pasado artístico de la ciudad, en una noche de primavera.

Margot alzó su taza de té a modo de brindis silencioso y sus ojos brillaron en la penumbra de pantallas de color crema del salón.

—Tu nombre pasará a los anales del teatro, no tu diabetes —le dijo Elsa.

—Me siento ridícula. Ahí fuera hay gente muriéndose de cosas espantosas mientras yo me lamento por mi pastillita diaria y mis primeras arrugas.

—Deberíamos respetar la tristeza de los otros, Margot, aunque también la propia. El dolor no es comparable, como casi nada en el universo, pero el sufrimiento humano tiene tantos matices como singular es el alma que lo padece.

—Una vez le pregunté a Max por qué había contratado a una historiadora sin formación teatral para ser su mano derecha (y su mano izquierda, ya puestos). Me dijo que porque poseías algo muy escaso sobre la faz del planeta.

—¿Paciencia para sobrevivir a las excentricidades de los actores y a las huelgas de tramoyistas?

—Sentido común, cielo. Sentido común.

Margot pensó que jamás había contemplado algo tan hermoso como esos ojos grises iluminados por la sonrisa enorme de aquella chica sabia.

—Nos lo llevaremos a Edimburgo —sentenció Elsa—. Nos hará falta.