18
La soledad del director
Vamos, mi buen señor, quitaos las arrugas de ese adusto ceño, sed alegre y jovial esta noche con vuestros invitados.
Macbeth, acto IV, escena III
Faltaban apenas treinta minutos para que se alzara el telón del Usher Hall cuando Max Borges perdió definitivamente la esperanza de que su ayudante de dirección apareciese con una excusa, plausible o no, sobre su ausencia. La había llamado incansable al móvil durante las últimas horas pero el teléfono seguía apagado. Por la mañana, cuando todo parecía aún posible, había consentido en desayunar con Margot y su esposo.
—No encuentro a Elsa —se había lamentado Max desmigajando una tostada con mantequilla que no le apetecía demasiado llevarse a la boca—. Su teléfono está desconectado y en recepción me han dicho que ha dejado su habitación esta mañana temprano y ha alquilado un coche.
—Ha volado —aportó el señor Degard de forma innecesaria.
Margot, que se hacía la despistada probando las mermeladas sin azúcar —a Francesc Soler le habría horrorizado saber que tenía a su disposición cinco variedades más aparte del reglamentario albaricoque—, evitó la mirada del director teatral.
—Tú sabes algo —la acusó Max señalándola con el cuchillo de la mantequilla.
—Si te refieres a que sé dónde está Elsa, te equivocas.
—Pero no te ha sorprendido que haya desaparecido.
—Algún día tenía que suceder. Esa chica merece volar sola. Va a ser una excelente directora teatral.
—No es propio de Elsa desaparecer antes de un estreno —medió el señor Degard—. Debe de haberle ocurrido algo importante.
Margot descartó las mermeladas aspartamizadas, se refugió en su taza de café con leche y decidió bajar de su fingido pedestal de diva para echarle una mano al —por primera vez ante sus ojos— desorientado Max Borges.
—Una de las cosas que más me gusta de ti como director es tu perfecto equilibrio —le explicó la actriz con esa voz rica en matices que tan bien sabía modular sobre el escenario para hipnotizar al público—. Sabes en todo momento cuándo intervenir y cuándo es preferible que cada actor se haga con su personaje a su manera. Es tarea ardua encontrar el punto justo entre controlarlo todo al milímetro y dejar aire para que los demás puedan aportar sus propios talentos. Tú eres genial encontrando ese punto medio, te sale de un modo natural. Si alguna vez te has preguntado por qué ningún actor te dice que no cuando le llamas, esa es la razón.
—¿También es la tuya?
—Una de ellas —sonrió Margot—. La más importante, sí. Me gusta trabajar contigo porque eres brillante, porque me ofreces papeles imposibles de rechazar, porque me retas. Y porque eres mi amigo.
Incómodo por el cariz personal del discurso de la diva, Max se pasó una mano por los alborotados cabellos oscuros y buscó un respiro apartando la mirada de los ojos de actriz. No había soltado el cuchillo de la mantequilla, se aferraba a ese estúpido objeto como si le otorgase la legitimidad de Excalibur al rey Arturo.
—Como te decía —continuó Margot—, admiro tu equilibrio profesional, pero temo que no seas capaz de mantenerlo fuera de los escenarios. Ignorar que te planteas dilemas, que tienes cosas a resolver aquí y aquí —la actriz señaló cabeza y corazón—, no te hace ningún favor.
—¿Dilemas? Yo no soy Hamlet.
—Serías un Hamlet terrible.
—Los pasaría a todos por la espada si con ello lograse dormir en paz por las noches.
Margot dejó impaciente su taza sobre la mesa. Max era un hueso duro de roer, se haría el despistado hasta las últimas consecuencias. Intentó una aproximación más directa.
—Tengo una pequeña crisis personal. Me he asomado al espejo y he empezado a pensar en que me hago vieja.
—Y un cuerno —se sobresaltó Max, centrándose de nuevo en su interlocutora—. Tú nunca te harás vieja.
La actriz soltó una breve carcajada y le guiñó un ojo a su marido para acallar cualquier réplica antes de que esta surgiera de entre sus labios.
—Hace algunas noches, tu Elsa me dijo exactamente las mismas palabras.
—Elsa es una persona sensata.
—Elsa es muchas cosas; la mitad de ellas las ha aprendido de ti, la otra mitad le venían de serie.
—La necesito.
Margot hizo un gesto triunfal y se irguió en su silla.
—Yo he reconocido la fuente de mi crisis, de mi ansiedad. Tengo miedo a que mi carrera se hunda en el aburrimiento o en las sombras porque mi edad o mi salud no me permitan dedicarme a actuar con tanta pasión como hasta ahora. Una vez identificado mi problema, puedo solucionarlo. No se acaba el mundo cuando sabes que puedes seguir luchando por aquello en lo que crees.
—No tengo ningún problema —se quejó un testarudo Max.
—Acabas de reconocerlo ahora mismo. Ponle remedio antes de que sea demasiado tarde. Aunque no te será fácil, Max, no hay peor enemigo que uno mismo.
Enzo Pooh entró en el comedor del hotel sonriente y recién duchado. Llevaba orgulloso de su brazo a Anna López. Margot cogió la muñeca de Max y le obligó a apuntar con el dichoso cuchillo en dirección a los recién llegados.
—Si quieres respuestas que te pongan en la pista sobre la fuga de Elsa, ahí tienes una oportunidad.
El director teatral, aunque no tenía previsto acostumbrarse a no ser él quien diese las órdenes, no se lo pensó dos veces y se plantó en la mesa del dramaturgo y su Lady Macduff con un par de imperiosas zancadas.
—¿Por qué se ha ido Elsa?
—Buenos días, Max —le saludó un Enzo feliz—. No te ofendas, pero el cuchillo de untar te resta algo de credibilidad si vienes a amenazarme de muerte.
—Enzo.
—No sabía que la maldición de Troya había huido.
—Pero sí que sabes por qué lo ha hecho.
—Comprendo que mi enorme intelecto te haga creer que sí lo sé.
—No es por tu cuestionable intelecto, es porque Elsa y tú, a saber por qué broma macabra del destino, sois buenos amigos. Si le ha contado a alguien qué le ha pasado, ese alguien eres tú.
La intimidada Anna López, que a esas alturas del diálogo había perdido cualquier esperanza de desayunar, se excusó con un murmullo y se fue del comedor.
—Has asustado a Lady Macduff.
—Pienso asesinarla en el cuarto acto. ¿Dónde está Elsa?
—No sé dónde está. Tampoco sabía que tenía planes de marcharse. Anoche estuve con ella.
Max Borges apretó los dientes y el dramaturgo escuchó cómo le crujían los huesos de la mandíbula.
—Estaba disgustada —se apresuró a añadir— porque en las condiciones de tu contrato con el Fringe y la Society of London Theatre no contabas con ella.
Enzo hubiese jurado que su director teatral preferido palidecía hasta parecerse al fantasma de Banquo si no supiera por propia experiencia que Max Borges era imperturbable como un roble en invierno. Estaba a punto de pronunciar un brillante discurso sobre la lealtad, las buenas intenciones y los despropósitos de las malinterpretaciones de los diálogos de los protagonistas de una tragicomedia cuando el director teatral dejó con suavidad el cuchillo que todavía apretaba en la mano sobre la mesa, se volvió sobre sus talones y se marchó. Enzo vio cómo las coderas de su americana de profesor del Magdalene desaparecían con rapidez por la puerta del comedor.
A treinta minutos de estrenar Macbeth en el Usher Hall, una extraña calma había poseído el espíritu de todo el elenco actoral del señor Borges. Si Margot Degard y Pere Ricart, los más expertos, estaban sorprendidos por la ausencia de nervios y desastres típicos de una noche de estreno, no se atrevieron a decirlo en voz alta. Les parecía de mal agüero que todo estuviese perfecto en su sitio, preparado y dispuesto, y tenían la extraña sensación de que esa circunstancia no podía más que augurar que la fatalidad ocurriría durante la representación. Todos los actores, incluso los más insensatos, estaban nerviosos antes de un estreno; no sabían cuál iba a ser la reacción del público, cuándo iba a reírse o con qué escena se emocionaría, si ellos serían capaces de trasmitir toda la pasión y la intensidad de sus respectivos personajes. Ese nerviosismo era fuente de desastres, de pequeños accidentes, responsable de que antes de que se alzara el telón todo pareciese abocado al más rotundo fracaso. La primera vez que se ponía una obra sobre el escenario suponía un examen exigente y brutal del elemento imprescindible que da sentido a cualquier obra de arte: el espectador.
—Señor —se oyó la vocecita de uno de los soldados ingleses—, alguien se ha quedado atrapado en el baño de los actores. Creo que es Banquo.
—Tengo náuseas por culpa de ese emparedado de atún del catering —añadió una de las brujas. Sus hermanas de caldero se apresuraron a solidarizarse asegurando que ellas sufrían el mismo trance.
—Se me ha vuelto a romper la corona —gruñó el rey Duncan interrumpiendo a las plañideras muchachas de blanco.
Margot y Ricart intercambiaron una mirada de alivio y se concentraron en sus ejercicios de vocalización y relajación. El mundo volvía a girar con su excéntrica normalidad.
Pero el señor Borges, huérfano de su ayudante de dirección, sintió cómo se hundía despacio en las arenas movedizas de una espesa tristeza. Ninguna ninfa pelirroja, con mangas de princesa medieval y adorables zapatitos, iba a susurrarle las palabras mágicas antes de sacar de apuros a toda aquella panda de desastres con ínfulas de interpretación teatral. Y aunque él no tenía por costumbre contratar a locos, le pareció que había faltado a su buen criterio en ese concreto proyecto.
Uno de los elementos dramáticos más socorridos de cualquier trama literaria es el imprescindible actor secundario. Estos roles, interpretados en la vida real por personas discretas y de confianza, tienen la importancia de actuar como acicate, bisagra o desencadenante de un giro en la historia. En aquella noche escocesa, a escasos minutos del estreno de Macbeth en el Usher Hall, fue el señor Degard —desempeñando a la perfección su papel de discretísimo secundario— quien rescató a Banquo del baño, encontró milagrosamente un tubo de pegamento con el que reparar la corona del rey Duncan y repartió, con la generosidad de un animador infantil regalando caramelos a su público, antiácidos estomacales a las brujas.
Cuando el telón se alzó en Edimburgo para el Macbeth de Max Borges, justo antes del concierto de U2 y tres días después del Hamlet de Dereck B. Plum, nadie le susurró al director teatral que todo iba a salir bien.
Pero, misteriosamente, así fue. En el duelo a muerte de la quinta escena del cuarto acto, bajo una suave lluvia de copos de nieve sintética, el público se puso en pie y rompió a aplaudir, pese a toda la penumbra, la sangre y la terrible sed de poder que inmortalizó William Shakespeare.