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Té con el primer ministro

Nada se tiene, todo está perdido cuando nuestro deseo se colma sin placer.

Macbeth, acto III, escena II

David William Donald Cameron, primer ministro del Reino Unido desde el 11 de mayo de 2010, primer lord del Tesoro y miembro de la Cámara de los Comunes del Parlamento británico por la circunscripción electoral de Witney, en Oxfordshire, se apeó del oscuro coche oficial como si todos los demonios del infierno, liderados por Macbeth en persona, le persiguieran.

—¡Joder! ¡Me cago en...!

El rojo púrpura de su habitualmente pálida cara alarmó a su jefa de protocolo, Mary Anne Cole. La señora acababa de salir del otro coche negro con un discurso tranquili­zador improvisado con hábil presteza, pero nunca hasta la fecha —llevaba con Cameron desde el principio de su le­gislatura— había visto al primer ministro en semejante tesi­tura.

—¡Pero qué coño..!

Cameron atravesó a grandes zancadas el camino de gravilla del bosquecillo de abedules y se quedó inmóvil ante la visión de la hermosa mansión de Flodigarry. La presencia de Mary Anne sobre unos tambaleantes zapatos de tacón blancos, a su izquierda, lo disuadió de seguir gritando palabrotas en voz alta. Ser gentleman a jornada completa y gobernar un país a menudo resultaba incompatible. Respiró hondo, se colocó bien el cuello de la camisa, alisó su corbata azul marino e intentó recuperar una respiración parecida a la de un ser humano al que no acaban de arrastrar hasta el culo del mundo a doscientos kilómetros por hora por las mal llamadas carreteras de la puñetera isla de Skye.

Era el segundo día de la campaña antiseparatista del primer ministro por las tierras de Escocia. En vista de los apurados márgenes de intención de voto que se manejaban en el referéndum por la independencia escocesa, su gabinete de crisis había considerado oportuno que Cameron en persona llegase hasta las mismísimas Highlands con su hermoso discurso de «os voy a demostrar por qué somos mejores juntos. God save the Queen, etc., etc.».

Los tres coches oficiales de su escolta bordeaban con parsimonia el lago Ness —el primer ministro debía comer con los concejales de la región en el Eilean Donan Castle y para ello quedaba más de una hora— cuando los agentes del MI5, conductor y copiloto, del vehículo en el que viajaba Cameron se volvieron locos. Sus móviles sonaron sin apenas interrupción y los fragmentos de conversaciones entrecortadas que llegaron a oídos del primer ministro empezaron a parecerle inquietantes, para volverse terriblemente alarmantes segundos después.

Los tres coches que constituían la comitiva inglesa en tierras de William Wallace se lanzaron a toda velocidad por las estrechísimas carreteras locales del norte de las Highlands, pasaron de largo el hermoso Eilean Donan Castle en Kyle of Lochalsh, y continuaron con intrépida prisa por los caminos de cabra medio pavimentados de la isla de Skye. Para cuando los gritos y las maldiciones del primer ministro —que para posterior remordimiento del señor Cameron incluyeron alguna referencia al destripamiento de parte del árbol genealógico de los agentes si no detenían el coche— les obligaron a reducir la velocidad, ya habían dejado atrás Portree, la capital de la isla.

—Lo siento, señor —se disculpaba por enésima vez James, el copiloto—. Solo seguíamos el protocolo de seguridad. Buscar una vía de escape y alejarse lo más rápido posible de la fuente de conflicto.

—Las órdenes venían de Londres, señor —le apoyó su compañero, un tal Bernie.

—Quiero que paréis el coche ahora mismo y me escuchéis atentamente —respiró hondo David Cameron—. Londres está lejos de aquí.

—Eso no va a ser posible de momento, señor.

—¿Cuál es la amenaza?

—Hemos recibido notificación de agentes armados y explosivos en las proximidades del castillo de Kyle. Posible amenaza terrorista cuyo objetivo sería usted, señor.

—¿Amenaza terrorista? ¿Aquí? ¡Ningún terrorista en su sano juicio dejaría la cálida contaminación de Londres para venir a asustar cabras!

—Ovejas, señor —le corrigió James—. Estos pastos son de ovejas scoffish black face. Puede diferenciarlas de las ovejas inglesas por la cara negra y las patas que...

—James, no estoy aquí por el sector agrario escocés. Aunque si algún amable paisano de estas tierras le pregunta al respecto, fingiré que no acabo de pronunciar esta frase.

—Sí, señor.

—Señor, me dicen desde Londres que podrían ser miembros del IRA.

—¡El IRA! Pero ¿es que en el MI5 no dan clases de historia? Estamos en 2014 y esto es Escocia. Alguien ha puesto demasiado whisky en la taza de té de media mañana del ministro del Interior. ¿Qué IRA ni qué...?

James atendió la enésima llamada entrante de su móvil y en cuanto finalizó la comunicación le confirmó a Bernie que podía parar el coche, que la amenaza terrorista estaba controlada y neutralizada.

—¿Neutralizada? —preguntó Cameron.

—Ha sido una falsa alarma, señor —reconoció James a regañadientes.

—¿Reconoce que era poco probable que el clan Na Gael hubiese resucitado?

—No sé, señor, no conozco la fe católica, aunque respeto su credo.

—Ni siquiera sabes quiénes son los del clan Na Gael —suspiró Cameron.

El primer ministro, que a esas alturas estaba convencido de ser el objeto de broma de algún programa de cámara oculta escocés, tuvo ganas de echarse a llorar.

—La semana pasada The Sun calificó a mi gabinete de interior como una pandilla de primates locos. Verás cuándo se enteren de este despropósito.

—Sí, señor.

—Por favor, Bernie, pare el maldito coche.

—Sí, señor.

—Allí parece que hay una casa.

—¿Dónde?

—Allí, escondida detrás de esos árboles con musgo colgante.

En cuanto hubo recuperado parte de su civilizada y afable imagen de político conservador, y sin apartar la vista de la hermosa fachada de piedra de Flodigarry Castle, David Cameron volvió a respirar hondo y guardó silencio.

—Ha sido una falsa alarma —intentó consolarle Mary Anne, incapaz de endilgarle su discurso tranquilizador—. Estas cosas pasan.

—¡Por el amor de Dios, Mary! Esto no es Irlanda, es Escocia. Estamos en el siglo XXI y yo no soy Gladstone.

—Tú eres mucho más guapo, David. Y las encuestas te tratan mejor.

—Cuando vuelva a Londres voy a prenderle fuego al MI5.

—No hay que tomar medidas drásticas en caliente.

—Y tan caliente. Van a salir ardiendo de sus apoltronadas y apolilladas sillas.

—Al menos no hemos atropellado ninguna oveja —le consoló Mary Anne—. Son scoffish black face.

—Necesito una taza de té.

Precedidos por James y Bernie —el resto del equipo se había dispersado por el bosque o estaba explorando la parte trasera del castillo, todavía recelosos de las intenciones del IRA—, David y Mary Anne entraron en el hotel. Duncan les recibió sonriente desde su habitual puesto en la recepción, parapetado tras el tarro de bastones de caramelo navideños. Si reconoció al despeinado y todavía algo sonrosado primer ministro no dio muestras de inmutarse.

—¿Sería posible disponer de un refrigerio, señor? —se encargó James de la intendencia. Mientras su comitiva era convenientemente agasajada por el eficiente Duncan, David Cameron se asomó a la salita floral. La chimenea estaba encendida y una pareja de ancianos, él tocado con una gorra de cazador y ella haciendo calceta, dormitaba a ratos en un enorme sofá floreado. Pese a estar hundidos entre los almohadones y tener aspecto de ovejas en mitad de una siesta, clavaron sus ojillos curiosos en el recién lle­gado.

—¡Mghdgash gdiatdjh! —se sorprendió el señor Lowell.

El primer ministro, temeroso de un encuentro con posibles votantes (o no votantes) al que todavía no se veía con ánimos de hacer frente, se apresuró a cruzar la abarrotada recepción en sentido contrario y a escabullirse de Mary Anne y los guardaespaldas con toda la rapidez de sus todavía temblorosas piernas.

Cameron rodeó la mansión, se encontró con el rústico y casi perdido entre la vegetación cartel de REFUGIO DE FLORA MACDONALD y no pudo resistir la tentación de empujar la pequeña puerta de madera entre los manzanos y penetrar en el pasillo vegetal de Alicia en el País de las Maravillas. Cuando llegó al otro lado, un luminoso cielo azul, enmarcado por jirones de nubes, limitaba suavemente con un mar en calma. Sobre el acantilado, en medio de un jardín amueblado con una mesa de madera lijada y varias sillas a juego, Elsa Soler contemplaba el infinito sentada en el banco de madera más cercano al precipicio, de espaldas a la mesa y a la mirada del recién llegado.

Al primer ministro —que no tenía la menor idea sobre si Flora MacDonald era o no pelirroja— le pareció haber viajado en el tiempo. La sobrenatural belleza del paisaje, con la melena de la muchacha mecida por el viento, le transportaba lejos de la locura que acababa de dejar atrás. Suspiró tan ruidosamente que Elsa se volvió sobresaltada.

—Disculpe, no era mi intención...

Max Borges habría estado orgulloso de la serenidad con la que su ayudante de dirección reconoció al primer ministro británico, tomó nota de su corbata desanudada, de su pelo enloquecido y de sus ojos llenos de lágrimas, y le sonrió como si acabase de encontrarse con un viejo amigo.

—¿Le apetece una taza de té? Todavía está caliente.

David Cameron se habría echado a llorar.

Se sentó en una de las sillas de madera, frente a la aparición pelirroja, y esperó a que ella le sirviera en una de las tazas limpias que había sobre la mesa. Dio un sorbo a la reconfortante bebida caliente, mordió una de las galletas de mantequilla y jengibre que Elsa le ofreció y sintió cómo aquel aire preñado de salitre llenaba sus pulmones y se volvía bálsamo calmante sobre los últimos espantosos acontecimientos.

Hasta que hubo comido tres galletas más no se vio capaz de hablar.

—Gracias —dijo—. ¿Qué es este sitio?

—Según la leyenda de las Highlands, Flora MacDonald durmió aquí una noche en su peligrosa huida tras la batalla de Culloden, en 1746.

—Qué ironía —se lamentó Cameron, que no hacia ni veinte minutos se había visto en la vicisitud de huir tan apresuradamente como el mismísimo Bonnie Prince Charles tras la derrota de Culloden.

—Disculpe mi curiosidad, pero ¿va a pronunciar un discurso en Flodigarry? Duncan no nos ha informado esta mañana.

Cameron suspiró ruidosamente. No recordaba haber suspirado tanto en su vida.

—No, no voy a dar ningún discurso. Ni siquiera estoy aquí. Me he salido del guion, me han empujado más bien.

—Ah, sé bien lo que es eso.

—¿Es usted actriz?

—No —contestó Elsa—, ayudante de dirección. Me dedico al teatro.

—Estamos lejos de Edimburgo.

—No sabe lo mucho que me alivia.

Al primer ministro David Cameron, descendiente directo del rey Guillermo IV de Inglaterra —tío y predecesor en el trono de la reina Victoria— y de una famosa actriz irlandesa llamada Dorothea Jordan, le gustaba creer que sus dotes oratorias de político conservador y su buena dicción le venían de herencia.

—Los actores no son tan malos... cuando te acostumbras —dijo.

—Supongo —le sonrió Elsa.

—Al final no importan los chistes del destino —reflexionó Cameron, volviendo a perder la vista en el infi­nito azu­lado de cielo y mar y pensando en su antepasada actriz—, todo está bien si uno tiene una buena taza de té caliente entre las manos y el paisaje escocés de Flora MacDonald.

—Mi madre opina algo parecido.

—¿Su compañía ha huido con usted?

—No, sigue en Edimburgo, representando Macbeth.

La vida es una sombra tan solo que transcurre; un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa.[13]

El primer ministro sonrió y se arriesgó a encontrarse con los ojos grises de la peculiar exiliada.

—No me mire así —se justificó—, uno no puede jactarse de ser descendiente directo del rey Guillermo IV si no puede citar a Shakespeare con cierta soltura.

—No sabía que tenía usted sangre de reyes.

—Y de una actriz, me temo. ¿Por qué se ha fugado?

—Porque ya no me necesitan.

—Eso podría ser la metáfora de una decena de cosas. No me haga caso, este paisaje me pone melancólico. —El primer ministro apuró su taza de té y se atrevió con una de las magdalenas de frutos rojos que le ofreció su improvisada anfitriona—. Disculpe mi curiosidad —dijo en cuanto hubo dado buena cuenta de casi la mitad del esponjoso dulce—, ¿qué hace aquí?

—Esperar algo inesperado.

—Curioso propósito.

—Es un consejo de mi madre. Opina que, cuando no sabes qué hacer, debes quedarte un tiempo quieta a la espera de que suceda algo que te ayude a encontrar de nuevo el camino. Algo con lo que no habías contado antes y que solvente tus dudas.

—Si los políticos escuchásemos más a nuestras madres que a nuestros gabinetes de asesores el mundo sería un lugar mejor —reflexionó el señor Cameron eliminando de su espantosa corbata las últimas migas de la magdalena—. En fin, gracias por el té, querida Flora. Le deseo que todos sus planes tengan un final feliz en las tierras de esta pérfida Albión; pues de momento, si otra falsa alarma del MI5 no me lo impide, tengo el firme propósito de que esta tierra siga siendo pérfida y Albión.

—Buena suerte, primer ministro.

—Buena suerte, querida Flora.

Cameron cogió una última galleta, «para el camino», y echó a andar hacia el túnel mágico de tundra trepadora y ramas. Le costó un esfuerzo titánico dejar atrás ese pai­saje de ensueño, esa calma arrebatadora, el silencio lejos de cualquier campaña. Responsabilidades aparte, lo más sencillo habría sido quedarse allí, para sentir la brisa del Atlántico en la cara y atreverse a coger la mano blanquísima de aquella chica. Le había gustado la filosofía de «que se detenga el mundo que no sé a dónde voy» de la hermosa pelirroja que con tanta generosidad había compartido su té con pastas. La vida civilizada —el señor Cameron tenía dudas de que tal cosa existiese fuera de la hora del té— había adquirido tal vertiginosa velocidad que le sorprendía cuando alguien a su alrededor encontraba tiempo para tener sentimientos o entender que los tenía.

—Oiga —lo llamó Elsa, presa de una súbita inspiración.

Cameron se giró para mirarla. Sus cabellos rojos ondeaban perfectos contra el azul y las nubes. Si volver a suspirar no le hubiese parecido excesivo para un hombre que se jactaba de recio carácter y ascendencia directa normanda —siempre fue el inglés normando y no el sajón el que se aventuraba por tierras desconocidas—, no se hubiese prohibido volverlo a hacer.

—No se vaya sin su bastón de caramelo.