Las hectáreas a la orilla de la laguna fueron tierra fértil para levantar obras inconclusas. Muchos años antes, cuando en la colonia acababan de darnos los lotes donde ahora está mi mercería, varias constructoras ya se disputaban en eternos litigios aquel amplio terreno a las afueras de la ciudad. Cada sexenio el plan cambiaba: hubo cimientos para construir un hospital, dos hoteles de lujo, departamentos exclusivos, una zona de negocios de élite, el primer club de golf para una reducida clase alta en aumento. Primeras piedras nada más. El montón de varillas y paredes quedaban erguidas a medias, y con el paso del tiempo parecían castillos de arena después de una lluvia.
Puse mi mercería en la colonia porque nos prometieron que sería la zona comercial más importante de la ciudad por estar en el límite natural de la urbanización y cerca del reino de los adinerados. Creímos en la plusvalía, esa palabra con la que nos venden la modernidad a quienes no nos acostumbramos a ver el paso del tiempo en los ladrillos de nuestras casas.
No hubo nada de lo prometido: usaron las edificaciones inconclusas para oficinas y áreas de obreros, construyeron lo que les hacía falta, y en un tiempo breve edificaron en el área vacía una planta de energía nuclear. El litigio fue resuelto. Sonaba el apellido del presidente de la república, las constructoras de sus cuñados y su preferencia por instalarse en el sur, porque a nadie le interesa lo que sucede con los vecinos de abajo. Todos piensan que somos el sitio menos estresante del país y que los problemas están en otra parte, que aquí el calor nos hace lentos y conformistas, en aquel entonces que una planta nuclear violara los reglamentos de seguridad y ecología era la norma, nadie discutiría su presencia. Cuando la central fue un hecho, la mayoría de las familias que vivían cerca huyeron de la zona porque tenían la firme convicción de que las radiaciones les provocarían una tercera oreja, bebés que nacerían ciegos, enanos o con seis dedos.
Durante algunos meses el gobierno hizo una campaña para limpiar el nombre de la central. La franqueza sobre su aparición era desplazada por promesas de desarrollo en la ciudad, generación de empleos, el petróleo era cosa del pasado, íbamos a convertirnos en una urbe como las del norte o el centro cuando ni siquiera sabíamos qué significaba ese dichoso progreso o sus daños colaterales. No entendí a ciencia cierta qué tipo de procedimientos realizaban en la planta, por qué la instalaron en ese terreno y no a kilómetros de distancia, del otro lado de la laguna. Solo sabía que era nuclear, y esa definición encerraba todas las preocupaciones y misterios posibles. La ciudad se coronó con las dos enormes chimeneas, que casi de inmediato velaron la superficie con un manto gris que se observaba desde lejos. Quién iba a decir que el chiste de «trabajador de la planta nuclear, empleado del sector 7G» de Los Simpson se convertiría en una realidad para muchos de mis conocidos. Era cosa de esperar a los peces de tres ojos en el área pantanosa de la laguna.
Con la apertura de la central, mis ventas fueron en picada. Los vecinos remataron sus casas al consorcio energético, en esos lotes se adaptaron comedores para los empleados, algunos bares, lavanderías y un par de talleres mecánicos. Hubo quienes tuvieron la idea de fragmentar sus viviendas en minúsculos departamentos para rentarlos a los obreros a precio muy bajo. La colonia se llenó de personas de todas partes que vivían deprisa entre su espacio de descanso y las fauces de la depredadora energética. Por las tardes, sin supervisión de la policía, el malogrado parque industrial era un páramo. Mi tienda perdió razón de estar ahí, pero moverla ahora a un sitio más comercial me resultaría carísimo.
Luego de unos meses de iniciadas las operaciones, el gobierno anunció que los exreclusos de la cárcel estatal trabajarían en la planta en el área de mantenimiento, como parte de su rehabilitación. Nunca he sido un hombre de prejuicios, pero creo firmemente que quienes no se transforman por medio de la religión estando presos, salen de la penitenciaría graduados con honores en artes delictivas. Más de cincuenta hombres cambiaron los muros y barrotes de la cárcel por el elefante gris del sur de la ciudad, el castillo nuclear de la laguna.
Como imaginé, comenzaron los robos en los alrededores, incluida mi tienda. En el primer atraco se llevaron la bicicleta y dinero en efectivo que olvidé sacar de la caja registradora. Habían entrado por la puerta trasera, sin necesidad de forzar la cerradura o romper el marco de madera. Al principio taché el robo como parte de mi mala suerte, gajes del oficio, nada que una cadena gruesa no pudiese solucionar, pero la situación empeoró cuando los dueños de otras tiendas cercanas se quejaron de lo mismo. ¿En qué puede beneficiarle a un ladrón poseer estambres, encajes y agujas con ojo grande y ojo chico? Mi negocio no tenía más que un montón de rollos de tela, a los que me costaba darles salida por la mala racha en las ventas.
Levanté una denuncia que jamás procedió, cambié el picaporte por uno que, según el vendedor, tenía un dispositivo de seguridad mucho más novedoso. Puse dos candados en las puertas trasera y delantera, reforcé las ventanas, pero daba la impresión de que en la universidad del delito estudiaron un semestre completo de cerrajería. El colmo fue cuando coloqué un par de cámaras de seguridad y al día siguiente vi en la cinta cómo los dos ladrones escogían los encajes que les parecían más finos, discutían entre ellos sobre cuál rollo llevarse, y trataban de destrabar la caja registradora con el fin de malbaratarla en cualquier mercado. Me di cuenta de los alcances de su desfachatez porque se tomaron la molestia de encender dos veladoras del altar dedicado a mis padres: en la grabación el par de ladrones se persignaba, encendía las velas y al calor de ellas comparaba unas tiras bordadas que eran la novedad en la tienda.
Estuve a punto de ir al Ministerio Público a ratificar mi denuncia y enseñarles la evidencia del robo, aunque los dos llevaban puestos pasamontañas quizá se pudieran revisar los videos para intentar distinguir los rasgos en las imágenes en blanco y negro, engrosar el expediente a la espera de que alguien más presentara pruebas de robos a otras tiendas. Grabé en un disco las imágenes de la visita, y antes de recoger mis llaves escuché el camión de desechos que salía de la central. Se detuvo para cruzar un tope frente a mi tienda, el escape hizo un ruido seco y prolongado, el sonido mecánico y burlesco de la risa, a la vez que soltaba bocanadas de humo espeso. No ratifiqué la denuncia. El disco terminó en el bote de la basura, limpié el retrato de mis padres, sacudí la repisa de madera y les encendí una veladora para no dejarlos entre sombras demasiado tiempo.
En la ciudad muchas prácticas de recreación fueron prohibidas al pasar los años. Cuando mi padre vivía y yo aún era adolescente, íbamos a los terrenos del otro lado de la laguna a cazar animales. Él decía que apuntarle a la presa era el único momento de comunión entre el cazador y su objetivo, había que sincronizar respiraciones para asestar en el instante preciso de la exhalación, mientras es más difícil tomar impulso para huir y el disparo resulta contundente. Hoy cazar está prohibido. Encontré el rifle en el cuarto de tiliches de mi casa, tuve que llevarlo con alguien para que lo ajustara y quitase el óxido acumulado en el cilindro. Fui con el pretexto de restaurarlo porque era una herencia familiar, pero al encargado —como era de esperarse— mis explicaciones no le interesaban. Estuvo listo en un par de días. Quedó como nuevo, con un silenciador que disminuía considerablemente el ruido, y yo volví a mirar por encima de los rieles. El hombre me lo entregó y salimos al patio a probarlo. Enfoqué lo mejor que pude pero la bala quedó insertada lejos de mi objetivo, una botella de plástico que habíamos colocado a escasos metros de distancia.
—Le va a costar trabajo recuperar el tino —me dijo—. ¿Por qué no toma unas clases?
Le recordé que portar armas de fuego ya era ilegal, mi economía no estaba para una multa por infringir la ley.
—Aquí nada está prohibido —agregó, mientras caminábamos hacia el interior de su local clandestino. Sacó de una gaveta un trozo de papel y apuntó un número—. Llame y pregunte por David, dígale que va de mi parte.
—Gracias —contesté sin acordarme de mi excusa de la semana anterior—. Viajaré de cacería a Sudamérica y quiero estar en condiciones de disparar.
Él echó una carcajada áspera.
—No me dé explicaciones. Aunque sí, seguramente en el sur todo es mucho más veloz y necesitará mejor tino.
Sin pensarlo demasiado llamé al tal David. El hombre hablaba extraño, me costó trabajo entenderle, pero con unas cuantas frases quedamos de vernos la tarde siguiente en un sendero junto al único río que pasa cerca de la ciudad. Antes de irme a la cita encendí otra veladora en el altar de mis padres. El cristal de la fotografía tenía un velo cenizo que limpié con la orilla de mi camisa.
Estuve en el lugar acordado quince minutos antes de las seis. La espera me ponía nervioso. Lo vi llegar en un Datsun viejo, leí Ferretería Bloom en una de las portezuelas. El tipo que bajó era más alto que yo, pelirrojo, con un ojo ligeramente cerrado y el mismo acento que no logré identificar cuando le llamé. No hizo falta que le dijera lo de Sudamérica, revisó el rifle y, con una sintaxis extraña, dijo que cobraba doscientos cincuenta por clase, debía pagar antes de comenzar a disparar, en cuatro o cinco clases recuperaría el tino. Un escozor me recorría el vientre, estaba nervioso. Pidió que nos moviéramos al claro del terreno, por ahí no pasaban autos y difícilmente se escucharían los disparos silenciados.
Sacó de su auto otro rifle y municiones. Cargué y descargué las dos armas varias veces, alineamos latas vacías para empezar a practicar. Los primeros disparos se incrustaron a varios metros de distancia de mi objetivo, luego de seguir parábolas imposibles. David observaba esos resultados, era silencioso, no pronunciaba más de dos frases continuas; no sabía si le costaba trabajo decirlas en español o solo le interesaba que lo viera e imitara. Nos encontramos en el mismo lugar todos los días durante una semana. Cuando yo acudía a la cita, el Datsun ya estaba en el claro del campo. Desde lejos distinguía el semblante nórdico del tal David, y luego su saludo, la voz como trueno. A la cuarta clase yo había recuperado el tino. Podía pegar a las latas colocadas de diferente manera, a mayor o menor distancia, incluso derribaba las que poníamos cerca de ramas. La quinta clase fue mera diversión.
—No te metas en problemas —me dijo al despedirse, y se fue en el ruidoso y viejo vehículo.
Coloqué algunas latas en la mercería, me puse los tapones para los oídos y disparé, no fallé ningún tiro. Mi plan era quedarme en la tienda, cuando escuchara a los ladrones dispararía a las latas y los asustaría. Eché la bolsa de dormir detrás del mostrador, la única luz interior era la del altar de mis padres, con eso bastaba para alcanzar mi arma y disparar. Estuve una semana durmiendo en la tienda, pero los ladrones no llegaron. Despertaba a la menor provocación, levantaba el rifle, apuntaba y me daba cuenta de que el ruido era de los gatos en la calle o alguna persiana movida por el viento. Quizá mi mercería definitivamente había pasado de moda. La calidad de mi sueño era terrible, mi espalda tampoco resistía demasiado dormir en esas condiciones, pero aquellos intentos frustrados perfeccionaron mi tino.
A la octava noche mi hermana me llamó de urgencia para llevarla al hospital porque tenía un tremendo dolor en el estómago y apenas podía moverse. Apagué la veladora del altar, cerré el negocio lo mejor que pude y pasé un buen rato haciendo los trámites para meterla al quirófano, debían extirparle el apéndice de inmediato. Volví a la mercería al amanecer, con la intención de abrir un par de horas, solo para darme cuenta de que habían robado. Ya no estaban los rollos de tergal importado, tampoco varios metros de gabardina. En la cinta de seguridad de nuevo se veía al par de ladrones entrar y salir sin ninguna dificultad, quitarse los guantes, escoger la mejor tela, discutir sobre cuál rollo sacar primero. A medida que los veía comparar la calidad del material crecía dentro de mí un odio inaudito. Deseaba tenerlos cerca y meterles una bala entre las cejas. Me disculpé con mis padres por maldecir tanto aquella mañana. El camión de desechos de la central nuclear tuvo dificultades para pasar el tope frente a mi negocio, de nuevo oí el escape destartalado como una risa mecánica, aventando humo y echándome en cara mi mala suerte.
Días después del último robo comenzaron a llegar clientes preguntando por tergal importado. Vendí todos los metros que me quedaban en la tienda y tuve que pedir más rollos a un proveedor. Esa semana cerré tarde, hasta que se iba el último cliente; recuperé un poco de dinero y pude invertir en mercancía. Fueron días con ventas como en mucho tiempo no había visto: abría temprano, comía en el local y terminaba la jornada durmiendo detrás del mostrador por si regresaban los ladrones por más tela. Iba a casa a bañarme y luego a casa de mi hermana a ver cómo seguía de su operación de apéndice.
Una noche caí rendido por el cansancio. Antes de la una de la madrugada oí cómo destrababan el candado y corrían la cadena. Encendí la lamparita que tenía a mi lado y vi la silueta de uno de ellos dentro de mi local.
—¡Hijo de puta! —le grité— ¡Así te quería encontrar! —Disparé a una lata cerca de la puerta, oí cómo el tipo se tropezaba y volví a gritarle—. ¡Hijo de tu puta madre! ¡Te voy a sacar los ojos!
Nunca he sido violento, pero estaba poseído por la ira. Disparé otra bala que no llegó al objetivo; en su lugar, le di a una tubería por donde pasaba el agua potable. Seguí maldiciendo al desgraciado mientras ponía a salvo la mercancía y limpiaba la inminente inundación del local. Lo vi saltar la barda del negocio contiguo y perderse en la oscuridad. Agradecí no haber encendido la veladora del altar para que mis padres no fuesen testigos de mi humillación.
No hubo señal de los ladrones durante varios días, pero no me sentía conforme con haberlos asustado. La situación con mi hermana era difícil, su operación de apéndice se infectó y su esposo continuaba de viaje. Me suplicaron que la cuidara mientras conseguían una enfermera nocturna. Durante tres noches dejé la televisión del local encendida, lo mismo que una lámpara. No podía descansar, estaba pendiente de los dolores de mi hermana, aunque lo que me inquietaba más era no vigilar la mercería. Desde que comenzaron los robos sentía ansiedad.
—Son los riesgos de los cambios demográficos y el proceso generacional que estamos viviendo —me dijo mi hermana cuando le platiqué el asunto de los robos a la mercería y cómo la llegada de la central nuclear les había jodido la vida a los vecinos de la colonia, en especial a mí, a la vez que ella me soltaba un discurso político y social con su lenguaje de profesora humanista.
Cuando se durmió, caminé por la planta baja de su casa; ya me había acostumbrado a tener el sueño ligero, estar en el mismo sitio solo aumentaba mi impaciencia. Encontré una honda entre los juguetes de mi sobrino y salí al patio a lanzar un montón de piedras con ella. Las clases de disparo agudizaron mi tino también con el juguete.
Aquella semana ningún ladrón apareció por el local, mis ventas seguían siendo buenas, no podía quejarme. Quería darle crédito de ello a un milagro. Continué durmiendo en la tienda. Durante el día despachaba suficiente tela, me favoreció el inicio de clases y la moda pequeñoburguesa de mandarse hacer uniformes con un sastre en lugar de comprarlos en cualquier almacén. Habían pasado dos semanas desde que los tipos fueron a robar por última vez. Aun así, los seguía esperando con el rifle cerca de la colchoneta.
Tuve la idea de poner un letrero en la puerta: Salimos de vacaciones, volvemos en una semana. Mantuve la tienda cerrada un par de días, utilicé ese tiempo libre para dar paseos, me entretenía arreglando cosas viejas, jugaba a derribar latas con la honda, incluso le di a varios pájaros. La excitación crecía cuando le atinaba al ala de uno o los mataba con un golpe certero. En esos actos de crueldad encontraba regocijo. Por las noches, mientras seguían abiertas lavanderías o bares, entraba sigilosamente a la tienda. Siempre cuidé que el local tuviese la oscuridad perfecta para que nadie sospechara mi presencia. Al amanecer iba a mi casa a bañarme y terminar de dormir en mi cama, porque la colchoneta estaba destrozándome las vértebras.
A la tercera noche, poco después de las diez, oí cómo utilizaban una llave maestra para abrir los dos candados de la puerta delantera y la cerradura nueva, corrían la cadena y la dejaban delicadamente a un lado. Los ladrones cuchicheaban, se reían, acercándose a tientas e iluminando con una lamparita el espacio donde estaban los rollos de tergal. Seguí sus movimientos más por los cuchicheos que por los pasos, casi inaudibles gracias al par de tenis que cada uno llevaba puestos. Ambos se quitaron los pasamontañas que siempre usaban, pero la penumbra no me dejaba ver por completo sus rostros. Tomé el rifle y mi lámpara.
—¡Hijos de puta! ¡De aquí no salen! —Mi grito los sorprendió. Dieron un salto, dejaron caer el rollo, luego buscaron torpemente la puerta. Disparé a oscuras pero no logré darles. Uno tropezó, el otro volvió y lo ayudó a levantarse.
Los tres salimos corriendo a la calle. No había nadie pero podía verlos con claridad, eran más pequeños que yo y bastante ágiles. Apunté y jalé del gatillo, el rifle ya no tenía municiones. Corrí para darles una paliza con los puños o tundirlos con mi arma, pero no lograba alcanzarlos. El más rápido dobló y se perdió al final de una calle, el otro parecía haberse lastimado la pierna, aun así iba varios metros delante de mí. Sentí algo en el bolsillo derecho, llevaba la honda de mi sobrino, en el izquierdo guardaba canicas. Coloqué una y disparé, rozó su oreja, lo hizo tambalear, perdió velocidad; preparé el siguiente disparo, la segunda canica le dio de lleno en la nuca. El tipo cayó.
Escuché un estruendo que puedo jurar me dejó sordo unos segundos, luego una inmensa nube de polvo llenó la calle, sin que entendiera qué estaba sucediendo. Nada se veía, la neblina granulada que salió de quién sabe dónde ocultaba todo. Hubo una sacudida y caí al suelo, fue un temblor bastante extraño. Segundos después me di cuenta de que provenía de la central nuclear. Poco a poco pude enfocar: mucha gente salía corriendo del edificio, se escuchaban las sirenas de alarma, los trabajadores se tapaban la boca y frotaban los ojos, sin dejar de correr, otros se habían hecho ovillo esperando que volviese a temblar. Vi al ladrón tirado en el suelo bocabajo, vencido, de su cráneo salía sangre. Fui hasta él, no reaccionaba. El muchacho, no mayor de veintitantos, tenía los ojos abiertos pero ya no veía nada.
En la televisión dijeron que fue de los pocos muertos del desastre en la central nuclear, algo de mala suerte porque no era empleado. El ladrón que lo abandonó no se imagina qué ocurrió de verdad, pero yo sé el resto de la historia. Mi tienda sigue abierta, por obra de algún milagro vendo más tergal que antes, levanto pedidos en muchas sastrerías, es como un segundo aire para mí, para el negocio. En la parte trasera acondicioné una cocineta, mandé a arreglar el baño y puse una cama. Paso todo el día ahí, sigo esperando a algún ladronzuelo. A diario limpio el retrato de mis padres, ojalá ellos, donde quiera que estén, se sientan orgullosos de lo bien que me va en el local. Me aseguro de llevar la honda conmigo a todas partes.