LA VIDA DE LAS MARIPOSAS

Catalina no perdía ocasión para decirme que estaba gordo, que había dejado de parecerme al de las fotos de cuando nos casamos, y ni con el entrenamiento a las siete de la mañana lograría mantenerme en forma. Veinte años de casados se vuelven una tortura asimilada, la indiferencia no molesta de la misma manera. Al principio sus comentarios me parecían irritantes, cada ofensa inmerecida me punzaba, pero qué iba a hacerle, así era ella: una mujer obsesiva e inconforme a la que amaba. Catalina era una de esas personas que no toleraban el polvo sobre los muebles de la casa. Aunque hubiese tenido un día pesado en la oficina, si un mueble le parecía sucio iba por un trapo y lo sacudía, luego a tallar la madera en círculos con cera para evitar que la mugre se pegase de nuevo. Si estábamos acostados y oía un ruido insignificante, salía a ver si era una cucaracha o un ratón en la cocina; se quedaba en silencio y atenta hasta dar con el ruido, o luego de varios minutos descartaba plagas inexistentes.

Durante un breve lapso, la ciudad se convirtió en un epicentro de desgracias. Pasó una semana entre el incidente de la central nuclear y el derrumbe de todo un edificio en la calle Resurgimiento, a pocas cuadras de mi casa. La noche que se reventaron los ductos de la planta tuve un llamado de emergencia, los primeros que debíamos estar ahí éramos los bomberos. Que solo hubiesen muerto diez personas por el desprendimiento de una pared y otro más en la calle fue una cifra histórica favorable para la pésima fama de las centrales nucleares, donde los estragos permanecen durante años y los muertos se cuentan con cifras de tres ceros. Los bomberos tenemos adiestramiento para lidiar con ese tipo de casos, sobre todo, hacer frente a la paranoia colectiva que sigue al desastre. Con la nube de polvo, un montón de curiosos se asomaron para ver qué había pasado, luego supieron que era un accidente en la central y hubo pánico porque creyeron que se intoxicarían y caerían muertos al instante, pero lo único que respiraron fue el aire sucio que levantó la miniexplosión.

Días después, llegó el presidente del país, con botas de plástico, casco y un séquito de funcionarios con máscaras antigás; en tanto los rescatistas habíamos respirado a pulmón abierto su ineptitud y corrupción desde que vibró el asfalto. En los noticieros dijeron que había venido a ver que a la ciudad no se la estuviera llevando la chingada; más bien lo hizo para limpiar el nombre de la central, porque ahí tenía suficiente dinero familiar invertido. Son cosas que pasan en los países desarrollados, la modernidad nos alcanza a pasos de gigante y no podemos hacer nada en contra de eso, leyó en su discurso, a la vez que el séquito de guayaberas o funcionarios ineptos aplaudían tal estupidez.

—Te ves más gordo en televisión —dijo Catalina mientras mirábamos el noticiero de la noche. En una toma abierta los trabajadores del Estado agradecían al cuerpo de bomberos la pronta intervención, y reiteraban la mentira de que estábamos en la ciudad más apacible del país—. Fíjate que el presidente se ve igual de demacrado que en los anuncios.

Ni él, mucho menos nosotros los bomberos, nos imaginábamos que al otro día, a las nueve de la mañana, un edificio completo recién construido se desplomaría y dejaría más de veinte muertos y otros tantos heridos, entre personas que vivían en apartamentos y los empleados puntuales de algunas oficinas recién trasladadas ahí. Era el primero de varios inmuebles construidos por un socio del gobernador. Del edificio de diez pisos únicamente quedaron los cimientos; por encima de la ciudad se alzó una nube de polvo, similar a la que llevaba tiempo instalada arriba de la central nuclear, solo que la de la calle Resurgimiento no tardaría en oler a muerte.

Ese día fue un vistazo al infierno. Llegué exhausto a la casa, sin deseos de pensar en más desgracias. No pude desconectarme, en la televisión dijeron casi nada sobre los veinte muertos y cincuenta heridos del desplome del edificio. Pensé en los niños que se retrasaron para ir a la escuela: habían quedado debajo de los escombros a las nueve de la mañana, en lugar de estar formados para los honores a la bandera. Durante días soñé con sus uniformes polvorientos manchados de sangre, y nosotros moviendo con cuidado las piedras para no aplastarlos más.

Las tragedias de terremotos que miraba en televisión siempre me parecieron lejanas, imposibles, hasta que sucedió esa a unas cuadras de mi casa. Los noticieros locales se encargaron de echarle la culpa a la central nuclear, argumentaron que el estallido de los ductos inició una vibración que terminó por hacer que el edificio colapsara tiempo después, y las consecuencias hubieran sido peores de haberse derrumbado un hospital o la escuela más cercana. Ningún programa se atrevió a mencionar a la pésima constructora y sus alianzas fraudulentas con el gobierno con inmuebles de mala calidad. Tampoco los reporteros que estorbaron mientras sacábamos heridos hablaron de los niños o las dos mujeres embarazadas que estuvieron a punto de no llegar con vida a la clínica. Las autoridades siempre piensan que la gente es estúpida, que hay formas de disfrazar la desgracia, pero los que llenamos camillas con muertos ya no creemos en sus excusas.

Desde cualquier ángulo que se le viera, el gobernador salía embarrado: al inicio de su período administrativo dio luz verde a la edificación de la central nuclear, lo suficientemente lejos de su residencia por si en verdad la planta producía mutaciones, pero con gente de confianza que le rindiera cuentas de las ganancias generadas por la transformación eléctrica. Al sur, lejos de aquí, habrá dicho, cerca de la frontera, en el rabo del país, total que si revienta no salpicará a nadie. A eso habría que agregar que el cuñado del presidente inundaba la nación con edificios mal construidos, muchos de ellos en litigio, que ya habían iniciado el estrepitoso derrumbe, real y figurado, lo mismo que su credibilidad ante la gente. Un par de noticieros ofrecían análisis superficiales de las dos catástrofes, pero en la ciudad eran muy pocos los periodistas que no recibían jugosos cheques para omitir sus comentarios mordaces, así que la mayoría alababa los logros presidenciales sin adjudicar la responsabilidad al gobierno y sus compadrazgos. Era más sencillo que la planta —inamovible— se tragara la culpa y todo saliera por las chimeneas a que alguien diera la cara por los escombros de la Resurgimiento.

Durante un comercial, cuando la pantalla quedó oscura, noté que una fina capa de polvo le hacía velo; observé con más calma: también los muebles tenían esa segunda piel gris que fácilmente pudo llegar desde el edificio derrumbado. No vi a Catalina. La busqué en la recámara, en la otra habitación que servía como una organizada bodega, tampoco la hallé en la cocina o el baño. Pensé que había salido a comprar, a caminar, a la lavandería; luego la vi entrar del patio, me dio un beso en la mejilla y fue a encerrarse en nuestra habitación. Siempre me gustó que Catalina oliera a flores, su piel despedía un aroma a néctar que me recordaba la infancia, la felicidad de los primeros años casados. No me dijo nada cuando me acosté a dormir sin haberme bañado, tal vez ella estaba igual de cansada o era una de esas noches raras en que no tenía ánimos de discutir.

Pasaron tres días para confirmar que nuestra casa era una sucursal de polvo del edificio en ruinas que yo seguía visitando en busca de víctimas atrapadas. El vapor se condensaba en gotas a la hora del baño caliente: veía disolver su paso líquido por la ceniza pegada en el espejo en algo semejante a lágrimas oscuras mientras me afeitaba. Catalina me hablaba poco, como si en silencio nos pusiéramos de acuerdo para convivir con toda esa mugre decorando el fastidio de nuestro matrimonio. A unos días del derrumbe del edificio, cuando salí a asegurar las puertas y ventanas y encender la alarma de la casa, vi a Catalina en la sala, sentada en el suelo mirando fascinada sus dedos. Parecía la cáscara de una fruta pequeña, el retazo de algo diminuto, traslúcido.

—Ahora voy —me dijo, pero solo volví a mirarla dormida junto a mí al día siguiente antes de irme a la estación.

No teníamos descanso en el trabajo, nuestra única estrategia sólida era turnarnos para la inspección de rutina a las afueras de la central nuclear y esperar alerta en caso de llamado, aunque lo verdaderamente importante era el derrumbe de la Resurgimiento. Íbamos de una clínica a otra transportando heridos para que se reencontraran con sus familiares, el personal no se daba abasto a la hora de acomodar enfermos porque ya no había camillas para los recién ingresados por algún choque o pleito callejero. El servicio médico debía continuar como fuese, en tanto los bomberos seguíamos removiendo escombros en la Resurgimiento, burlándonos de las autoridades que se lavaban las manos con el asunto del derrumbe. La jornada de trabajo se extendía a doce horas ininterrumpidas escuchando lamentos.

Un día llegué a casa muy tarde, con hambre, sintiéndome más viejo y gordo, más cansado, notando la realidad que Catalina me reprochaba: mi decadencia acumulada con los años. Vi todo igual de gris, la casa polvorienta, era como si las partículas brotaran de nosotros y nuestros muebles. Catalina vestía la misma ropa de la mañana, sentada en su tocador, distraída, no apartaba la mirada de sus manos. Le besé la nuca y vi el motivo de su entretenimiento: una tela transparente, que en realidad parecía una hoja seca bastante larga.

—No sé —me respondió cuando le pregunté qué rayos era eso—, han entrado en pequeños trozos por el patio y una de las ventanas, llevo todo el día buscándolos en la casa. Si presionas dos al mismo tiempo el calor de tus dedos puede unirlos, luego no te das cuenta de que fueron distintos pedazos; hubieras visto qué pequeño era esta mañana.

No contesté. Entré a bañarme y volví a ver cómo mi reflejo era surcado por lágrimas oscuras, el rastro del edificio escurría de aquel espejo.

Al día siguiente me fui a trabajar temprano y supuse que Catalina recuperaría el ánimo y volvería a la oficina, arreglada con la pulcritud de siempre, el traje impecable, el olor a flores que la distinguía desde joven. Además de ponerse lo primero que encontró, un vestido arrugado y probablemente sucio, estuvo de vuelta en la casa al medio día. Tiempo después, una de sus compañeras me dijo que no llegó a la oficina, algunos vecinos la vieron caminando por la Resurgimiento durante horas.

De regreso esa noche, todo el cansancio de la jornada me dejó apenas energía para echarme en un sillón de nuestra sala a ver el noticiero. Le dije a mi mujer que seguían apareciendo restos humanos en los cimientos del edificio. El inconfundible olor a muerte continuaba guiándonos. En veinte años de servicio como bombero no terminaba de acostumbrarme a la desgracia.

—Esto debe ser por el calentamiento global —contestó, al tiempo que examinaba otro pedazo de esa cáscara—. La naturaleza juega de manera muy extraña.

Intenté hacer conversación un par de veces más sin ser correspondido, por lo menos que me dijera que el perfume de mi desodorante le parecía nauseabundo, recibir una de sus críticas agudas, pero no hubo nada de eso. Catalina estaba lejos de mí. Le cambié el tema y fue como hablarle a la pared. Preferí acostarme. Durante un par de minutos pensé que desde que nos casamos, Catalina había comenzado a hartarse, ella requería una vida propia, entretenimiento en el que yo no participara. La naturaleza tiene reglas extrañas para el matrimonio.

Me levanté a orinar de madrugada. Catalina seguía en su silla del tocador, aplastando suavemente con los dedos el retazo traslúcido que comenzaba a semejar una telaraña. Ni siquiera volteó a verme.

Eran las cinco de la madrugada cuando me llamaron de emergencia de la estación porque habían hallado algo sorprendente en los cimientos del edificio. Me vestí y traté de salir sin hacer ruido. Eché un último vistazo; ella relucía impecable en medio del cuadro gris que comenzaba a ser toda mi casa.

—Con cuidado, Rob —me advirtió un rescatista al llegar al sitio junto con los otros bomberos—, ponte la máscara para esto.

Pasamos por en medio de un agujero que despejaron con el fin de sacar víctimas o lo que encontráramos debajo de las toneladas de cemento. Al parecer, era el cuarto donde guardaban material de limpieza del edificio, un par de columnas lo habían preservado del derrumbe y apenas comenzaba a emanar el olor a descomposición de un cadáver.

Dos rescatistas tomaron suficientes fotos antes de levantarlo: una bolsa gigantesca y transparente, que a simple vista parecía hecha con jirones de lino viejo, tenía dentro el cuerpo de alguien. Miré con detenimiento y no pude evitar relacionarlo con una momia. Lo que vi me recordó a los adefesios sobrenaturales transmitidos por la televisión noventera, cuyas imágenes luego se hicieron virales en internet. Aún se reconocían ciertas facciones, el tipo putrefacto parecía más o menos de mi edad.

—Ya investigamos —dijo otro compañero—. La identificación dice que es uno de los vigilantes, pero nadie sabía de él desde antes que sucediera lo de la central. Se supone que no vino a trabajar durante esos días y por eso descartaron que estuviera en el edificio a la hora del derrumbe. Tampoco tiene familia, los datos los proporcionó el jefe de personal.

Me quedé ahí hasta que se fueron los del noticiero, los rescatistas, los curiosos que se enteraron y avisaron a otros curiosos. Entre diez y quince se amontonaron esperando ver la bolsa de lino con lo que llevase dentro. Uno de mis compañeros se peleó con un tipo que fotografió al cadáver, y cuya siguiente acción sería vender las fotos a una revista semanal acostumbrada a alimentar el morbo de los lectores. No me sorprendió: la muerte siempre resulta ser un fenómeno de inquietud fascinante.

Faltaban algunas horas para terminar la jornada, pero no tenía energía para seguir entre los escombros del edificio, ni de ir al absurdo rondín del estúpido accidente en la central. Fingí incontenibles náuseas por el cuerpo deforme del velador y me fui. Entré a la sala de mi casa y la visión se me nubló un poco: una espesa nube que tardé en reconocer se movía, producía un zumbido inentendible y se desplazó hasta extinguirse por la puerta del patio. De algún sitio debieron llegar cientos o miles de mariposas pequeñas, gris azuladas, que durante unos segundos revolotearon en mi sala y se fueron.

Catalina no estaba. Cerca de nuestra cama vi la cáscara con la que pasó algunos días jugando. Era ya una inmensa tela traslúcida y rígida, del tamaño de cualquier sábana, rota en diversos lugares. De ella solo quedaban jirones. No pasó mucho tiempo para que me diera cuenta de que mi mujer se había ido. Me tumbé en la cama en silencio un rato. A un lado de la cabecera vi una pequeña mariposa que no salió con las demás, acerqué el dedo para que se posara en él, que se quedara un rato conmigo. Revoloteó un poco y siguió el camino de las otras. La naturaleza tiene reglas extrañas.