CACERÍA DE ERRATAS

Sobre una mesa que servía de escritorio, una docena de libros componían la torre que, a la menor provocación, podría desplomarse. Al lado descansaba una agenda abierta con la última página hacia arriba, en la hoja se leía el encabezado: Lecturas 2018. Le seguía una lista de veinte libros: título, autor, editorial, y una X al final del renglón, a veces dos, marcando que el libro se leyó dos veces.

El pequeño cuarto no tenía ductos de aire, solo un ventilador de techo, cuyo zumbido podía dar una idea del tiempo transcurrido en segundos, minutos, como principio para suponer horas y días. Un foco ahorrador era encendido lo necesario, bañando el espacio con luminosidad blanca. Los muebles reafirmaban la austeridad: la mesa, el catre, un par de sillas, un refrigerador viejo, la parrilla eléctrica de dos quemadores, una radio descompuesta y una televisión que nada más captaba la señal de dos canales, el local y el de las telenovelas. La tele permanecía apagada la mayor parte del tiempo, aunque durante la mañana se veía mejor.

Para Salvador era grotesco mirar a mujeres pasadas de cuarenta años, con los senos inflados como pelotas de caucho y vistiendo minifaldas, saltar y gritar histéricamente en los programas matutinos de chismes. Pensaba que esos papeles eran apropiados para las adolescentes que aun con jeans y playeras se veían bien en televisión, no para señoras con hijos de la edad de él. En un par de ocasiones dijo que, hasta para un tipo humilde crecido en una ranchería de la selva y ajeno al espectáculo, como era su caso, existía un límite para la ridiculez. Un día escuchó a otro compañero decir que el jefe tenía como novia a una de esas mujeres, no sabía si de aquel programa o de otro, pero daba lo mismo.

El trabajo de Salvador consistía en vigilar. No podía ir muy lejos del cuartito, más bien debía permanecer ahí. Entre las telenovelas o leer, prefería lo segundo. Era mitad de junio y Salvador había leído veintiún libros. Disfrutaba la narrativa. Últimamente la vigilancia no requería mucho esfuerzo físico, así que cada tanto, habiendo tomado sus precauciones, tenía oportunidad de ir a la biblioteca por libros. Después de alguna lectura quedaba interesado en uno o dos ejemplares al que el autor había mencionado.

A la edad de dieciocho, un viaje de estudios le cambió la vida: salió del círculo violento donde vivía, una ranchería en el corazón de Guatemala, para desplazarse muchas horas en un autobús destartalado y representar a la prepa de su comunidad en una serie de exámenes de conocimientos para alumnos brillantes en la capital del país. El director de la escuela le compró un traje sastre y zapatos nuevos que le apretaban por los malos remiendos de las costuras. Era lo que más recordaba de esa primera salida: no el hotel con agua caliente ni que lo transportaran en una camioneta del año, sino vestir como el gentilhombre de sus libros. Recorrer museos y edificios históricos le dolió como nunca nada.

Salvador recibió un reconocimiento por su desempeño escolar, y entre las conferencias a las que asistió aquel fin de semana en la capital guatemalteca les habló un escritor sobre las maravillas de la lengua española, del complejo proceso evolutivo del lenguaje y cómo desde el río Bravo hasta la Patagonia estábamos hermanados por el mismo idioma. Salvador volvió a su ranchería en otro autobús igual de destartalado que el primero, con el traje sastre que años después sus papás venderían para comprar el féretro de uno de sus hermanos menores, y en la mochila todos los libros que pudo meter de las diferentes conferencias a las que asistió luego de los exámenes. Regresó a su escuela y leyó todo lo que pudo, sus ejemplares nuevos y los del escueto rincón de lectura, incluso los volúmenes de botánica y geografía que llevaban varias décadas haciéndose migas en las repisas. De aquel viaje habían pasado más de siete años, y si durante el regreso en el maltrecho autobús Salvador hubiera tenido noticias de él en el tiempo futuro, no hubiese creído que acabaría como vigilante en una bodega.

Durante la época de su trabajo dentro del cuartito se había dado a la tarea de hallar erratas. Todo comenzó porque en el libro de un autor mexicano con prestigio en aumento encontró doce erratas. Estuvo a punto de no terminarlo, pero una fuerza, una ley implícita le exigía finalizar cualquier libro que comenzara, aunque fuese malo o desde la segunda página ya no le causara interés. Jamás dejó una lectura inconclusa. A veces tenía ánimos para leer capítulos enteros en voz alta, modulaba de acuerdo a los personajes, como suponía que eran las puestas en escena, siempre y cuando se creyera en confianza de hacerlo.

Luego de las doce erratas se sintió tan ofendido como lector, que escribió a la editorial y depositó la carta en la oficina de correos; no le interesaba si se perdía en el ir y venir de carteros, o si la rompían apenas llegara a su destino: quería desquitarse por haber comprado un libro lleno de errores. Un par de semanas después su sorpresa fue enorme: al apartado postal que utilizaba desde hacía años llegó un paquete, y dentro, la edición conmemorativa de El Quijote, tres libros más de autores jóvenes y un mensaje de la editorial: Muchas gracias por escribirnos, lamentamos las erratas, nuestra gente está trabajando en ello. Salvador se puso tan contento que leyó con entusiasmo los libros de los jóvenes promesa, sin que alguno le gustara lo suficiente, y continuó su búsqueda de erratas.

El clima era cambiante: calor, bochorno, lluvia intensa, el pronóstico de que una onda gélida azotaría el sur del país era casi imposible pero más valía prevenir. Se preguntó si el frío llegaría hasta su pueblo. Luego del estallido en la central nuclear se podría esperar cualquier cosa. A veces, en medio de alguna mala lectura, pensaba en su familia en Centroamérica, sus hermanos del otro lado de la frontera, a los que no veía en años.

Después de su viaje académico a la capital, entró a trabajar como jardinero en casa de un ingeniero chileno afincado en México que hacía una investigación en la selva, del lado guatemalteco. Él y su esposa le hablaban bien de las oportunidades mexicanas, de cómo un muchacho inteligente y trabajador como él podría abrirse camino con facilidad, acceder a una de las becas del gobierno, trabajar medio tiempo para mantenerse porque los estudios eran prácticamente gratis.

Las descripciones del país del otro lado de la frontera embelesaron a Salvador —¿así hubiese sido si un gringo le hubiera dicho maravillas de Texas o Arizona?— y la idea de ir a probar suerte se instaló en su cabeza. Rechazó una ayuda del gobierno guatemalteco para estudiar una carrera técnica y ser maestro en su comunidad, y se entusiasmó con invertir sus ahorros de jardinero en el viaje a México. El ingeniero y su esposa no tardaron en terminar la investigación selvática y debían volver a su casa de campo cerca del lago de Chapala.

—Aquí están mi teléfono y la dirección de mi oficina, avísame cuando cruces la frontera y dime a dónde te dirigirás para ver en qué podemos ayudarte —ofreció el ingeniero extendiéndole una tarjeta de presentación.

Un par de meses más tarde Salvador se despidió de su familia, del pueblo, de su país, cruzó la frontera en un trayecto infernal que prefería no contarle a nadie. En una semana ya lo habían asaltado y despojado de sus pocos ahorros. Llamó al ingeniero pero no dio con él. Intentó localizar a su esposa y fue imposible. Probó varios días consecutivos sin obtener resultados.

Era joven y con energía, lo inmediato fue emplearse limpiando parabrisas, luego ayudó a cargar bolsas a las afueras de un supermercado; se mudó cientos de kilómetros a una ciudad sin tantos centroamericanos, trataba de huir de la fama de sus compatriotas aunque el acento lo traicionara. Trabajó como mesero en fondas, su empleo recurrente, se mudó de ciudad otra vez, puso en regla sus papeles, consiguió un lugar en una tienda de autoservicio; tuvo novias, nada serio, quiso entrar a estudiar pero las cosas no eran tan baratas como el ingeniero y su esposa le describieron. Se comprometió con una vecina que lo dejó a los tres meses por un policía, emigró de ciudad para no encontrárselos. Obtuvo trabajo como velador de una tienda, le pagaban poco y renunció, pidió el puesto de cuidador de cerdos y borregos en un rancho a las afueras de la ciudad, tuvo que lidiar con los animales que se le escapaban todo el tiempo y se quedaban pastando cerca de la laguna. Con una diligencia admirable los arreaba de nuevo y encerraba a todos en el corral. Gracias a que se le veía en la carretera haciendo uso de su agilidad para mover animales lo ficharon para tomar ese trabajo de vigilante que nadie quería. Se prometió estar ahí solo un mes, luego seis, pero ya estaba a punto de cumplir un año.

Continuaba ahorrando, enviaba algo de dinero a su familia y sobrevivía con lo demás; compraba libros que se apilaban junto a su catre, comida que calentaba en una parrilla eléctrica, a veces iba a tomar cervezas solo. Cuando la suerte estaba de su lado, conseguía acostarse con alguna mesera en la parte trasera del bar que visitaba. Siempre se decía que si lograba obtener una paga suficiente por aquel trabajo iría a ver a sus padres. No podía presumirles que llegó a ser médico o maestro, ni siquiera consiguió entrar a la universidad, las cosas en México no eran tan sencillas, la burocracia, las palancas estaban en contra de un desterrado como él, o dicho con las palabras que sus padres entenderían mejor: había más mierda de la necesaria. Las pocas veces que conseguía hablar por teléfono desde una caseta la pregunta obligada era si por fin se había graduado como doctor, si era maestro de primaria o se había casado, si le iba bien donde sea que estuviese. Sentía vergüenza de sí mismo, pero lo importante eran sus ahorros, que en el pueblo guatemalteco nunca hubiese podido reunir.

Cuando la onda gélida entró de lleno en la ciudad, sus compañeros le llevaron un par de cobertores, él los dejó ahí por si acaso, lo más probable era que no los usara. Tantos años respirando la humedad en la selva, sin posibilidad de encender troncos secos en la estufa porque no tenían petróleo para esos lujos, le habían procurado unos pulmones resistentes.

Salvador tenía deseos de abrir las ventanas para que entrara el sol, estaba acostumbrado a espacios amplios, a la selva, y permanecer en un cuartito tantas horas lo abrumaba, pero una de las pocas instrucciones de su jefe había sido que por ningún motivo lo hiciera. Total hermetismo en la pieza, órdenes eran órdenes, había que acatarlas, los desobedientes no tenían cabida, sobre todo habiendo tantos como él ansiosos de salirse de sus pueblos e ir a la ciudad a hacer ese trabajo. Cualquier inquietud debía ser controlada en silencio, con los ojos fijos en sus lecturas, sin meterse en problemas. Se había hecho amigo de un bibliotecario quien le prestó La metamorfosis, lo leyó en un día y le pareció bueno, pero deprimente, o se sintió así por la imposibilidad de no hacer otra cosa además de vigilar y leer, mareado por la luz blanca sobre su cabeza.

Era junio de 2018 y Salvador había leído veintiún libros, hallado cuarenta y tantas erratas en todos ellos, sin contar los de la editorial de la carta. El renglón donde aparecía Franz Kafka tenía cuatro X. Era tiempo de empezar el libro que le obsequiaron por su desempeño como cazador; por la cantidad de páginas estaba seguro que casi nadie lo había leído completo. Quería saber si la lucha contra los molinos de viento era tan aparatosa como suponía, de no ser así, ¿por qué la tendrían en todas las imágenes que aludían al personaje más conocido en lengua española? También le intrigaba la frase de los perros que ladran cuando alguien camina, se la oyó a su jefe un par de veces después de ver el noticiero, y podía jurar que él no tenía idea de quién fue Cervantes. Su edición de aniversario era garantía de muchas horas de lectura.

Lo primero que hizo después de su rondín vespertino fue asegurarse de tener café suficiente en las provisiones, necesitaba acompañar ese libro con algo. Apenas empezó a leer se acordó de sus abuelos, unos indígenas lacandones que hablaban el español con dificultad, y pensó en la similitud de sus palabras mal pronunciadas con el idioma antiguo.

—La lengua nos hace hermanos —dijo en voz alta, acordándose de otro discurso que escuchó años antes.

Salvador pactó una tregua con su tarea de buscador de erratas. Pasaron los días y disfrutaba inmensamente la lectura, tanto que se le hacía difícil desprenderse del libro para cumplir con sus obligaciones dentro del cuartito. Salía a la caminata por las demás bodegas abandonadas para vigilar los movimientos, que ningún detalle o irregularidad escapara de su vista; cumplía minuciosamente con el encargo para no tener que soltar el libro a los pocos minutos debido a algún ruido cercano. A veces se preguntaba cuántos meses o años seguiría así, recorriendo la selva que unía a su país natal con el adoptivo, si podría irse como el resto de sus paisanos, mientras más al norte era mucho mejor. Hacer bien su trabajo en el cuartito le podría garantizar que el jefe lo mudara a la otra frontera, la importante, la que siempre le interesó, lejos de la selva del sur, donde lo único que había florecido en años era una planta nuclear recién estallada.

Leyó dos veces el capítulo XXXVIII, el discurso de las armas y las letras, y aunque al principio se acordó de su vida en Guatemala, de su padre con un viejo revólver detrás de la puerta por si entraban los rebeldes, se dijo a sí mismo que prefería su vida actual, la de las letras. Avanzaba en su lectura y volvía a recordar. Al final quedó indeciso. Aprovechó los cambios de capítulo para salir a vigilar a media noche. Siempre se preguntaba cómo sería su destino de haberse quedado en Guatemala. Acababa de cumplir veinticinco años y poseía más billetes de los que su padre pudo ahorrar en décadas. El dinero seguía siendo insuficiente para comprar un par de vacas o entrar a la escuela, pero alcanzaba para que pagara su pasaje de visita a casa y cumpliera con la promesa que cada año se quedaba flotando. Es muy sencillo engañar a los analfabetas, pensaba Salvador, siete años y muchos kilómetros lejos de la casa paterna, aunque una mentira a ellos se siente como un montón de piedras sobre la espalda, organizadas para el siguiente derrumbe.

A punto de llegar al capítulo LX escuchó ruido de vehículos que se aproximaban, música a todo volumen, gritos que reconoció de inmediato. El hombre sentado en la silla frente a él se movió desesperadamente. Trató de zafar ambas manos, que tenía amarradas al respaldo de la silla hacía casi dos meses y solo soltaba bajo la vigilancia de Salvador en intervalos cortos, lo mismo que las piernas, sujetas a las patas de la silla; a nadie le convenía que se gangrenara por falta de circulación.

—Tranquilo, no es nada —dijo el lector—, si te alteras cuando venga el jefe, te va a dar un culatazo como aquella vez, mejor quédate en paz.

El amordazado emitió sonidos que se quedaron atrapados en el trozo de tela alrededor de su boca. Su intento de enfocar bajo el paliacate rojo que le tapaba la visión seguía siendo inútil. Salvador colocó con cuidado un pedazo de papel en medio del libro para no perder la lectura. La puerta se abrió de súbito, y junto con tres hombres —el jefe, su hermano y un escolta— entró el irregular frío de la inexplicable onda gélida.

—Salvador —dijo el más importante de los tres—, hoy nos llevamos a este, ve con los muchachos para que lo metan a la camioneta.

Mugía, los gruñidos del amordazado pasaban a ser balbuceos inentendibles.

—¡Ya cállate, pendejo! —indicó el jefe—. Deberías estar agradecido con tu mujercita por vender la casa de Mayami, dicen que la remató para sacarte de aquí.

Tuvieron que cargarlo porque las piernas no le respondían, las tenía inactivas desde hacía mucho. Entre dos metieron al hombre al interior de una camioneta con los vidrios polarizados y placas de Texas. El jefe le dejó a Salvador varios billetes amarrados con una liga, y él agradeció en su interior que no citara falsamente al Quijote, porque sería echarle a perder lo poco que sabía sobre Cervantes.

El ruido de los motores fue tragado por la distancia. Las llantas de las camionetas chillaron por última vez antes de abandonar el predio. Salvador echó un vistazo al terreno entre las bodegas y la periferia de la central nuclear. Ni un alma a la vista. Una ráfaga de aire gélido estuvo a punto de derrumbar la pila de libros sobre la mesa.