DÍA 30

Afuera se extendía una postal de color incierto. A las siete de la mañana la neblina no se había disipado, y el frío seguía pegado a sus huesos. Llevaba semanas despertando en la madrugada, no acababa de acostumbrarse a ese tipo de dolor. Nora imaginaba que su pérdida se había llevado la capacidad de descanso, alguna partícula que le permitía reunir energía suficiente durante las horas de sueño y al otro día estar con ánimo. Pensaba en todas las cosas que se derrumban de un momento a otro.

Se levantó de la cama para encender la cafetera y regresar a cobijarse media hora más. Era viernes, día de quincena, podía entrar a la oficina a las nueve, no pasaría nada. En el magisterio y otros departamentos de burocracia esos días se deja de trabajar a las once, como si la vida de la procesión de uniformados en verdad estuviese en otra parte.

Siete y media, la temperatura continuaba igual. No tuvo que prender la televisión para saber que la onda gélida azotaba todo el país, incluso el sur, la selva tan olvidada siempre por los caprichos meteorológicos. No supo si la neblina solo estaba fuera o también en la habitación, con el frío emanando del cuerpo de Carlos a su lado. Él se movió, respiró hondo y se incorporó. No le dio los buenos días ni le besó la frente, lo primero que hizo —y lo hacía desde que perdieron al bebé— fue ir por una taza de café y quedarse en la cocina mirando a la ventana, con la vista clavada en el concreto de los edificios cercanos, en ese gris sólido al que se estaban confinando con el crecimiento abrupto de la colonia.

Cerca de la cama aún estaba el folleto de la inmobiliaria que Nora fue a visitar el día que se derrumbó el edificio de la calle Resurgimiento, hacía un par de meses, cuando los rescatistas la llevaron de urgencia para salvar una de las dos vidas. «Construyendo sueños», decía la propaganda de un nuevo fraccionamiento a las afueras de la ciudad, con la fotografía de una familia feliz en medio de áreas verdes. Aquella mañana firmaría el contrato del segundo préstamo para la remodelación de la casa, entonces pretendían terminar lo más pronto posible la habitación que se quedó a medias y en la cual ya no ponían un pie desde el accidente. Tampoco tenían motivos para irse a vivir al fraccionamiento que les habían ofrecido.

Ella y Carlos no escuchaban la radio ni encendían la televisión como antes, mientras se vestían y hablaban a medias de lo que les esperaba en el trabajo. Los únicos sonidos eran de sus movimientos por las habitaciones, confirmando que seguían con vida y no se trataba de sus propios reflejos, reverberando en una casa donde apenas cabían dos que no tenían posibilidad de parecerse a las familias felices de los folletos. Para Nora la ciudad era una provincia insoportable, que en su afán de crecimiento comenzaba a engullirlos uno a uno, creando ruinas, alimentándose de sus descendientes.

Los viernes la rutina de ella cambiaba. Tardaba más bañándose, observaba a detalle su cuerpo, las proporciones, sentía la textura de la piel y el cada vez menos abundante cabello, la flacidez que quedó en su vientre cuando todo fue ruina; pensaba en la parte de ella que se convirtió en recuerdo. Se preguntaba si así es como se siente ser una madre sin hijo. Antes de salir del baño escuchó el motor del coche, luego cómo el zumbido se perdía al avanzar cada vez más rápido. Carlos salía todos los viernes a las ocho para comprar el periódico, volvía cuando ella no estaba en la casa. Nora imaginaba la cantidad de posibilidades que existían de que Carlos también se sumiera en una nube gris por la mañana, como ella cuando se derrumbó el edificio de la Resurgimiento.

La noche anterior tuvo un sueño extraño, aunque de un tiempo a la fecha no recordaba uno que guardase coherencia a pesar de las infusiones relajantes que le habían recomendado amigas y tías. Soñó con ladrones que caminaban por las habitaciones de la casa y se quedaban en la que seguía siendo obra negra. Carlos y ella no los veían, aunque el ruido delataba que buscaban algo desesperadamente. En su sueño, Carlos trató de matarlos, pero en vez de eso encontró a un niño pequeño, un bebé ciego. No llegó al final de la fantasía, despertó sin saber qué había pasado con el niño, aunque era viernes, y los viernes le sobraba el tiempo para retomar cosas sin importancia.

Tras varios días con la onda gélida, el frío se estaba convirtiendo en su segunda piel, como una alerta de que seguía en la ciudad con Carlos, un trabajo autómata, las demandas por la hipoteca, el accidente, el crédito del coche y los abrumadores viernes de quincena. Trabajar en el décimo piso, en una oficina con cien o doscientos burócratas no fue lo que pensó cuando le ofrecieron ser encargada de proyectos de educación comunitaria: imaginó el campo y zonas rurales, no un escritorio blanco para recibir documentación de maestros del sindicato, poner sellos, archivar papeles del gobierno, ordenar quejas de jubilados y huelguistas. Inició en una pequeña oficina del centro, después llegó la constructora de la central nuclear a llenar la ciudad con edificios de muchos pisos, y las dependencias de gobierno fueron las primeras en intentar ponerse a la vanguardia enviando a sus trabajadores a poblar los inmuebles. En el de ella había desde aseguradoras, despachos de abogados y contadores hasta las direcciones y las coordinaciones públicas más absurdas. Para suerte de Nora, los viernes se trabaja poco, y el resto del tiempo podía pensar en todo lo que no tenía.

Cada viernes subía caminando hasta el sexto piso, tomaba el ascensor ahí y llegaba a su oficina. Aquel día hizo la rutina de siempre. Cuando se abrió la puerta, estaba un hombre con camiseta azul, sin saco ni chamarra, en tanto el termómetro de pared marcaba por primera vez 4°C en ese resquicio del país.

—Buenos días —saludó ella. El hombre le contestó con la misma frase parca.

El elevador se descompuso entre los pisos ocho y nueve, con una pequeña sacudida, casi a punto de llegar al de Nora, que era el ombligo de la construcción. Golpes a los botones, forcejeo, el interruptor de emergencias no funcionó, tampoco había conexión en el celular para pedir ayuda. El elevador atorado un viernes de quincena.

—No tardan en venir a abrir —dijo ella, reflejando su ansiedad en palabras tranquilizantes.

El tipo apenas sonrió, y continuó con la vista clavada en la puerta. Nora se tronó los dedos, tragó saliva, revolvió las pocas cosas que llevaba en su bolso, luego lo cerró.

—¿Le gusta trabajar aquí? —preguntó el hombre. Ella movió la cabeza, musitó un no apenas audible—. A mí tampoco, desde mi ventana solo se alcanza a ver cemento, casas y edificios que antes no estaban. Aunque le dé risa, todo está creciendo muy rápido. Veo la planta nuclear a lo lejos, esas bodegas inútiles que hay alrededor, y ya comienza a marearme la mancha gris encima de la central.

El elevador dio un ligero brinco y se encendieron las luces de los botones, ya funcionaba.

—No baje en su piso —dijo el hombre—, deme un momento, por favor.

Una voluntad poco común en Nora la impulsó a seguir en el elevador. Él oprimió el último botón, donde estaban la administración del edificio y un par de empresas importantes. Le pidió que lo siguiera.

—Buenos días, don Jorge —saludó la recepcionista, sin inmutarse por su ropa de verano en plena onda gélida.

Pasaron un par de minutos para que Nora se diera cuenta de que estaba con Jorge Ildera, el responsable de la construcción de la planta nuclear. Lo había visto en televisión un par de veces, hablando para los noticieros nacionales, haciendo frente a las quejas de ecologistas, saludando de abrazo al gobernador. En el recibidor de su oficina estaba la fotografía de él, con un impecable traje y varios kilos de más, junto al presidente de la república. Entró detrás de Ildera. La oficina del hombre recordaba la ambientación de una película setentera, se parecía más a una biblioteca que a un despacho empresarial de transformación energética. El reloj marcó las nueve y media de la mañana.

—Señora, ¿usted cree en la reencarnación? —ella movió la cabeza negativamente—. Mi hijo nació ayer, fue casi un milagro, no podíamos concebir y ayer por fin lo tuvimos, un niño hermoso y fuerte, pero ciego.

Nora no contestó. El hombre abrió una ventana, un frío sórdido se coló en la oficina. Al fin ella pudo decir que lo sentía mucho.

—Yo no, porque soy su padre y mi deber es cuidarlo, darle todo lo que tengo; lamentándolo no consigo regalarle unos ojos —Nora continuó callada—. Pero soy un hombre de fe, creo en la naturaleza, sobre todo en la reencarnación.

Jorge respiró hondo, llenó sus pulmones de ese aire casi espectral, cerró los ojos y se abandonó al espacio abierto que se extendía delante, muy parecido a una postal de color incierto.