No puedo dejar de pensar en Leonor: el perfume que usaba después del baño, las canciones que tarareaba porque no conocía la letra, las historias de locura de la familia de su padre.
—¿Te conté que cuando mi abuela murió y estábamos en el sepelio mi abuelo bailó sobre su tumba? —le dije que no, que me contara—. Sí, así como lo oyes, bajaron el ataúd y antes de empezar a echar la tierra, él se paró sobre las tablas y bailó; no sabíamos qué hacer, supusimos que había quedado loco.
Leonor y yo llevábamos algunos años de relación. Me advirtieron que siempre mentía acerca de lo que le decía a la gente: inventaba direcciones, datos, acontecimientos importantes, pero juraba que lo de sus abuelos fue una historia cierta. Quizá había algo en su cabeza para que dijera todo tipo de cosas.
—Leonor, voy a dejar de trabajar, me saldré del periódico porque ya no soporto a los imbéciles de mis compañeros, seré biógrafo de tus recuerdos, los venderemos a un guionista para cortometrajes, para que algún artista haga las ilustraciones, quedará un buen libro, vamos a forrarnos de billetes y a comprar una casa —le dije una tarde que llegué hastiado de corregir las notas mal redactadas de los reporteros. El plan nunca se concretó.
Leonor mentía en muchos aspectos de su vida, decía la verdad en otros, a la larga eso me gustó, que yo conociera la mitad de todo y el resto fuese suposición. Nunca quiso que tuviéramos hijos, no se lo dije, pero me parecía lo mejor. Un tipo me venía siguiendo, me contó en uno de nuestros aniversarios como excusa por haber llegado una hora tarde, en tanto yo estaba a punto de largarme del restaurante y regresar a la casa.
—Tuve que meterme a una tienda y salir por la puerta de la otra calle para escapar. El tiempo se me fue en mirar hacia atrás a ver si el tipo había dejado de seguirme.
Varios de nuestros pleitos giraban en torno a las cosas que le creía y las que no. Nunca confié en que fuera cierto lo del perseguidor.
—Deberías hacerme caso —dijo—, es un hombre alto, estoy segura que de otro país, un pelirrojo al que no se le ven las pestañas porque las tiene demasiado rubias, me ha seguido varias veces; si no me crees iré directamente a la policía.
Discutimos sobre sus prejuicios raciales, y al final opté por pasar a buscarla todos los días a la oficina. Peleamos porque después de eso ella creía que el único acosador era yo.
Leonor olía a rosas y naranjas después de bañarse, siempre sacaba a cuento que era el agua de colonia con la que su abuela emprendió la huida a nuestro país junto con cientos de refugiados vascos.
—Solo viajó con eso, dos mudas de ropa y sus identificaciones —me decía Leonor—. Mi abuela no tenía idea de a dónde iba ni durante cuánto tiempo; murió hace años, yo era niña, pero me gusta acordarme de ella a través del olor de rosas y naranjas.
A Leonor siempre la recordaré por la misma combinación dulce y cítrica. Tendré en la memoria sus historias, lo mucho que la amo.
—Ya te dije que sé manejar perfectamente, aprobé el examen al primer intento, mira mi licencia —refunfuñaba cuando no le permitía conducir. Tenía fe en el documento certificado, en quien no podía confiar era en Leonor—. Deberías hacerme caso, recuerda que tengo sangre de sobreviviente.
Me contaba de nuevo alguna de las variantes del exilio de su familia europea. No sé cómo podían caber tantas versiones de la misma historia en Leonor. Tal vez era su manera de hacerse la interesante, incluso conmigo.
—A una becaria de la oficina también la siguió el pelirrojo —me platicó Leonor otra de las múltiples veces que llegó tarde a la casa—. Debe ser uno de esos locos que se dedican a acosar mujeres y tapizar su casa con las fotografías que les toman a lo largo del día, por eso no confío en los tipos a los que no puedes mirarles las pestañas.
Ella no confiaba en casi nadie. Durante una conversación con su familia hablaron de que Leonor tuvo un amigo imaginario, y su madre se explayó en anécdotas sobre lo que el famoso personaje le decía a la niña.
—Las cosas rotas siempre eran responsabilidad del amigo, nosotros llevamos años escuchándole las mismas historias —me dijo su madre—. Por si te interesa, el niño que acompañaba a mi hija también era pelirrojo.
Luego de media década juntos, yo me había familiarizado tanto con las historias de Leonor, que a veces involuntariamente contaba alguna a mis amigos, y después temía que la locura fuese contagiosa. Si tuviésemos un hijo ¿sería mitómano? Solía preguntarme en silencio, si acaso los genes transmitían la locura.
Una noche Leonor llegó más tarde que de costumbre. No respondía el celular. Fui a su oficina y ya estaba cerrada. Cuando apareció en el apartamento mi preocupación se transformó en furia.
—Acompañé a Crista, la becaria de la que te conté, fuimos a la policía, el pelirrojo la persiguió y trató de tocarla, volvió a la oficina muy asustada. Soy la única con la que habla y no quise dejarla ir sola porque tenía miedo de que la fuese a sorprender en la calle.
Nunca le creí una palabra sobre el pelirrojo, ese cuento pertenecía a la mitad de cosas que Leonor inventaba.
—¿Y si dejamos de trabajar y nos mudamos a la playa? —me dijo cuando estábamos acostados y yo le daba la espalda después de haber peleado—. Mi abuelo aún tiene una casa en la costa, no la conoces pero te va a gustar.
Todos los hombres tienen un límite, y varias veces creí llegar al mío. Me hubiera gustado poseer la voluntad de separarme de Leonor, pero sentía una gran necesidad de quedarme con ella. Tal vez por esa dependencia no renunciaba a la redacción del periódico: creía que dando forma a los datos duros de los reporteros, tejiendo una trama verosímil, por sencilla que fuera la noticia, hacía un contrapeso a mi situación con Leonor. Y viceversa: ella era el escape del olor a putrefacción que imperaba en la ciudad.
Al poco tiempo Leonor enfermó del estómago y dejó de ir a la oficina. Invertía mi hora y media de comida en la redacción para ir rápido a casa, asistirla con el baño, ponerle su loción favorita, porque se sentía demasiado débil para hacer muchas cosas. Decía la verdad: el médico dio fe de su enfermedad debido a una infección estomacal de la que no debíamos preocuparnos mucho, pero tampoco dejarla pasar.
Una de las tardes que nos reunimos para comer vimos en la televisión una noticia escalofriante: encontraron en el sótano de una casa el cadáver en descomposición de una mujer de aproximadamente treinta años. El asesino había escapado, un pelirrojo de nombre Hans, exguardaespaldas, que llevaba tiempo trabajando en la ciudad con diferentes nombres e identificaciones. La fotografía coincidía perfectamente con la descripción de Leonor, al tipo no se le veían las pestañas porque las tenía demasiado rubias.
—¿Viste? Es el hombre que me seguía.
La afirmación de Leonor fue un montón de puñaladas en mi conciencia.
En su oficina, el tema del tal Hans impactó a todos. Un pelirrojo de cualquier recoveco de Europa que acosa a varias mujeres de cierta área comercial de la ciudad no era un asunto intranscendente. La noticia pasó por mis manos en la redacción del periódico, el hombre seguía prófugo y tal vez su condición de extranjero le dio más fama que la que consiguen otros delincuentes. Las autoridades formaron un expediente de identidades inexistentes que había adoptado y trabajos donde entregó documentos falsos. Los feminicidios que ocurrían todo el tiempo en la ciudad y sus alrededores no eran tan mencionados en los medios ni mucho menos perseguidos por las autoridades como ocurrió con Hans, el extranjero, porque prácticamente y en muy poco tiempo blindaron entradas y salidas de las autopistas para dar con él.
Leonor fue a trabajar solo dos semanas y salió de vacaciones.
—¿Te gustaría que nos mudáramos a la casa de mi abuelo? —volvió a proponerme. Con ella no se podía negociar, tenía el carácter de una adolescente.
—Sí, lo de la casa es cierto, yo tengo las llaves, pueden venir por ellas —me dijo la madre de Leonor a través del teléfono, minutos después.
Acordamos pasar un fin de semana en la costa, tiempo suficiente para que se distrajera de Hans, el perseguidor, y lo que pudo sucederle a Crista. A punto de subir al coche, Leonor regresó al apartamento por una bolsa que había dejado sobre la cama.
—Casi olvido la loción —pronunció entre risas—. Mi herencia de exiliada.
Cuando Leonor y yo nos conocimos le dije que me gustaba manejar en carretera, pisar el acelerador a cierta velocidad hacía que me olvidara del inconstante ritmo de la ciudad y de otras cosas. Era relajante no tener que esquivar transeúntes despistados o rebasar a la mala para cumplir con las funciones de reportero inmediato si estábamos escasos de personal. El gobierno había cumplido la amenaza: las carreteras fueron blindadas para dar con el pelirrojo hostigador de mujeres, o esa fue la versión oficial, pero en realidad las autoridades sentían que la impunidad los estaba rebasando al haber hallado una nevera con restos humanos, narcomensajes y recuerdos de algunos sicarios.
—¿Me dejas conducir? —pidió ella, mostrando alegre la licencia recién renovada—. Este camino me trae recuerdos, ¿te he contado sobre mis abuelos paternos y los cocoteros de su casa?
Afirmó que conocía muy bien la ruta, que el GPS no era necesario porque durante muchos años viajó seguido a la costa. Había desconfiado demasiado de Leonor, dejé que manejara por donde la memoria le dictase. El cansancio de tantos días por las amplias jornadas en la oficina logró vencerme, apenas me acomodé en el asiento del copiloto quedé dormido; descansé un buen trayecto, despertaba a veces solo para escuchar a Leonor cantar lo que sintonizaba la radio.
Un grito me sacó del umbral del sueño, el golpe contra un inmenso árbol me clavó en la inconsciencia de nuevo. Tuve muchas heridas, se me fracturaron tres costillas, los doctores dijeron que Leonor murió al instante, no quise indagar en pormenores. Los peritos supervisaron cada detalle del accidente: grava suelta hizo derrapar el vehículo en una curva. En el asiento de atrás el equipaje permaneció intacto, no se derramó ni una sola gota de la loción de Leonor. El auto no quedó impregnado de rosas y naranjas. El golpe contra el árbol fue frontal, inmediato.
Creo que los años juntos me contagiaron un poco de su locura, creo que al final todas las historias que contaba eran para darle más emoción y sentido a mi vida. Necesité mucha fuerza de voluntad para no repetir el baile de su abuelo sobre las tablas aquella vez frente a la tumba