Pocas cosas lo enfurecían tanto como que interrumpieran su hora de comida. En casa no tenía posibilidad de descansar lo necesario o dormir una siesta completa, los hijos de su mujer llenaban el espacio con gritos, pleitos, zapatazos, berrinches y manos sucias. Las instalaciones de la televisora eran su refugio desde que se casó con toda la familia. Había trabajado quince años para el canal y escalado varios puestos hasta ser titular de noticias y productor asociado de los programas matutinos con bajo rating. A través del noticiero de la noche se dio a conocer en la esfera política gracias a su estilo controversial. Algunos funcionarios lo llamaban para darle beneficios a cambio de promoción entre la audiencia. Supo subir y moverse en el círculo de corrupción y apariencias de los periodistas del sur del país. Debería estar en la cúspide de su carrera, con ofertas en medios nacionales, pero eso requería un esfuerzo extra que, por comodidad, Daniel Levy no sentía necesidad de cumplir.
El canal había atravesado momentos críticos: los tacharon de vendidos por su marcada preferencia en la última contienda electoral, de distorsionar las noticias, omitir nombres de implicados en fraudes, de presentar encuestas sin validez oficial y hacer una campaña a favor de la central nuclear en desprestigio de las pocas marchas ecologistas que hubo antes de su construcción. Daniel Levy se reía ante eso, preguntaba a sus detractores si acaso alguna televisora o periódico era libre para arrojar la primera piedra. Consiguió despuntar gracias a su astucia e interés por ganar a costa de lo que fuera, pero luego de varios escándalos políticos en el negocio de la comunicación, se sentía exhausto. La crisis de la mediana edad no solo le afectaba en lo familiar, sino que conducía su carrera por una pendiente peligrosa para la que él tenía los frenos desgastados.
El estallido en la central fue un hit, como decían en la redacción, un tremendo golazo.
—Tiene que venir —le dijo un chico del staff cuando dio el primer glorioso bocado a su cena—, lo lamento pero tiene que venir de inmediato.
Salieron de un cuarto insonorizado, el único sitio tranquilo de la televisora, por lo que no vivió el momento preciso en el que buena parte del sur de la ciudad fue tragada por una nube de polvo, mucho menos escuchó el estruendo ni sintió la sacudida del asfalto. El canal estaba al norte, hasta ese sitio no llegó la nube gris, y pasaron un par de minutos para que supiera qué había ocurrido.
En la redacción miró el caos: el constante timbre de los teléfonos, gente iba y venía de una oficina a otra, intentaban localizar información sísmica o contactar a trabajadores de Protección Civil de la ciudad. Algunos se preparaban para ir al área de radio y comenzar transmisiones.
—Fue en la central, estalló el reactor, es un caos, nos llamaron por teléfono unos vecinos —le explicó el jefe de redacción—. Los muchachos ya van para allá, te están esperando en el estacionamiento, tienes que ir con ellos a cubrir el evento.
No lo pensó dos veces: cuando Estados Unidos invadió Irak fueron uno de los pocos medios de comunicación del país que, gracias a su bajo perfil, tuvo acceso a zonas restringidas en Bagdad. Así se dio a conocer Daniel Levy entre un reducido pero influyente gremio periodístico, y eso catapultó a la televisora como una de las más importante de la región sur. No perdían ocasión de estar en primera fila durante olimpiadas y mundiales de futbol. Aunque se tratara de un canal venido a menos, salían a buscar la noticia a cualquier sitio del planeta, en tanto eso les asegurara amplias ganancias y beneficios con el gobierno o empresas cerveceras. Había sucedido una crisis, así que con radiación o sin ella él era el titular de noticias en la noche, debía estar en el lugar de los hechos, aunque fuera cansado y con el estómago vacío.
Bajaron de la furgoneta con viejas máscaras antigás que guardaban de la última fumigación al edificio, con el fin de hacer una cobertura en directo y agregar dramatismo a la transmisión. Toda la ciudad se preparó durante la semana para el final de la telenovela del horario estelar, y hubo que interrumpirla para transmitir algo mucho más trascendental. La nube de polvo se había dispersado, la única réplica que lograron sentir sacudió el vehículo, pero continuaron en el camino, avanzando sigilosamente. El sitio donde estalló el reactor fue acordonado de inmediato, ya tenía las cintas amarillas que restringían el paso. Él sentía un ligero mareo, no sabía si era por los nervios o la incertidumbre al estar en su primera explosión nuclear, si se debía al hambre y poco descanso, tal vez las cosas en serio iban muy mal allá afuera.
Luego del remolino de pensamientos que disipó poco a poco, se preguntó si su mujer y los hijos de ella estarían bien. El camarógrafo le hizo una señal para indicarle que estaban al aire, haría tomas de él dentro de la furgoneta y a través del vidrio panorámico algunas de la central, comunicarían paso a paso su entrada al edificio. Levy esperó la señal, podía empezar a narrar.
—Hola, soy Daniel Levy y estamos transmitiendo directamente desde la central nuclear, en el sur de la ciudad, es la zona cero, el lugar más peligroso en varios kilómetros a la redonda, posiblemente el más peligroso en el planeta, repito: esta es la central nuclear, la radiación podría ser igual o peor que Chernóbil, pero transmitimos en vivo para todos ustedes aquí, donde nadie más tiene acceso; camarógrafo, algo se mueve al fondo, por favor, enfoca y amplía la toma.
A cuadro salió un tipo vestido de café, sin máscara antigás, levantando los pulgares como señal de que todo estaba bien.
—Aquí no pasa nada —gritó—, solo hubo polvo y cables quemados, los ingenieros ya tienen todo bajo control. Adentro se desprendió una pared, están por llevarse a los heridos, hay muy pocos estragos, ya nos están auxiliando los bomberos, mejor váyanse porque vienen los demás para comenzar a limpiar; miren, miren, no pasó nada —decía el trabajador mientras inhalaba y exhalaba profundamente el aire polvoriento de la zona cero frente a la cámara.
Daniel Levy quedó anonadado, no sabía si bajarse a constatar la gravedad de la situación, incluso olvidó que la grabación seguía. Pronto apareció otro tipo con el mismo uniforme, también les hizo señas de que se fueran porque estorbaban el paso a las ambulancias, les gritó que el reactor de por sí estaba mal y se quemó, el estallido fue del ducto de alimentación, pero no se había registrado nada tóxico, los heridos pronto serían trasladados al hospital.
El camarógrafo daba indicaciones de que se bajaran a ver si era verdad, mientras Levy continuaba petrificado. El chofer de la furgoneta fue el primero en descender y les abrió la puerta para que fueran a hacer tomas del sitio donde aún se veía polvo.
—Estamos en la central, en la ce-central, y aquí hu-hubo un accidente —balbuceó Levy al aire.
Otro trabajador vestido de café salió a gritarles que se fueran, estorbaban el paso, y con furia les aventó una piedra. Levy no se dio cuenta de que el técnico en la camioneta no había interrumpido la transmisión, se quitó la máscara antigás delante de la cámara y respiró profundamente. En tiempo real el presentador maldecía, no había nada, ninguna Chernóbil ni intoxicación; la transmisión fue cortada cuando el técnico escuchó los puta madre de Levy, en tanto se tallaba la cara con desgano.
Ninguno de la furgoneta se quedó en la zona cero. Protección Civil aseguró que les pasarían la lista de personas heridas, había muertos por el desprendimiento de un panel que siempre estuvo endeble, y bastó la explosión del ducto del reactor para que se derrumbara. Evidentemente no existía peligro de radiación. Daniel Levy no quiso bajar de la furgoneta, mucho menos hacer frente a los demás que continuaron a la espera de noticias para transmitir, aprovechando la interrupción de la telenovela.
—Ánimo, Daniel —le dijo el camarógrafo—, probablemente nadie tome en cuenta ese pequeño error.
Daniel hubiera deseado que la televisora estuviese a muchos kilómetros de distancia, que a esa hora reapareciera el tráfico, o de plano no tener que llegar. No tenía que ser un erudito para suponer que su prestigio ya estaba por los suelos.
—Qué papelazo, eh —se burlaron los chicos del staff en cuanto la furgoneta llegó a las instalaciones del canal.
Levy encontró al floor manager mirando el video en el momento preciso en el que dijo que era la nueva Chernóbil y el trabajador de la planta lo desmintió.
—Te apuesto a que en menos de media hora ya nos convertimos en la burla de toda la ciudad. Hay que agradecerle a la telenovela por la audiencia y a ti por tu pendejez —dijo en un tono menos jovial desde su escritorio.
Uno a uno se fueron sus compañeros, el responsable de noticias autorizó que solo pusieran una cintilla con la información inmediata: estallido de ductos en el reactor de la planta, algunos muertos y heridos, más información mañana en el noticiero.
Pasada la media noche, Levy fue por su Mustang 75 al estacionamiento, lo encendió con furia y manejó a casa. Antes de entrar en la privada donde vivía decidió cambiar el rumbo, enfiló con prisa hacia el sur de la ciudad. Conforme se acercaba a la central, los cofres de los autos eran más polvorientos, igual que cuando los volcanes lanzaban fumarolas, tiñéndolo todo a su paso. Bajó del Mustang e inhaló profundamente varias veces, rabioso y frustrado. Estornudó por acción del polvo. La furia lo poseyó tanto que pateó una llanta del coche. Cerca pasaron dos ambulancias, llenando el espacio con su sirena de sonido agónico.
Entró al condominio de madrugada. Su mujer y los hijos de ella dormían. Deseó descansar un par de horas, había tenido el peor de sus días, pero rodaba en la cama sin conciliar el sueño. Poco después de las seis, la casa se llenó del ruido que tanto detestaba. Su mujer apresuraba a los chicos para que se pusieran los uniformes y desayunaran sin pelear.
—¿Me viste en lo de anoche? —preguntó Levy.
—¿Verte cómo? —respondió ella, maquillándose con una mano y abrochándose el cabello con la otra.
Él se dio la vuelta, cubrió su cabeza con una almohada y se quedó dormido, no oyó cuando todos se fueron. Casi al medio día lo despertó el timbre del celular. Vio varias llamadas perdidas y un mensaje de texto donde le decían que era urgente que se presentara en el canal.
Sobre su escritorio algún bromista dejó una máscara antigás y una nota que decía Chernóbil en el plástico de la frente. Levy sentía hervir la cabeza.
—Las noticias corren con prisa, fuiste comidilla en Estados Unidos —dijo uno de sus compañeros, y le enseñó un video en el que unos presentadores latinos se burlaron de su aparición en la central luego de la explosión—. Ya te imaginarás la carrilla que nos están dando a nivel nacional, también saliste en el noticiero del canal dos.
Aventó la máscara hacia un rincón de la oficina. El teléfono de escritorio sonó, evidentemente no serían felicitaciones.
—Señor Levy, tiene llamada del licenciado, se lo comunico —anunció una secretaria.
El tipo del otro lado de la línea era el dueño del canal, el único hombre al que podían referirse con el título de licenciado, y el responsable de hacer acuerdos para que el gobierno en turno pagara cuotas y extendiera permisos a la televisora.
Con un nudo en el estómago, como hacía años no sentía, Levy escuchó la instrucción del licenciado: se incorporaría al noticiero hasta el día siguiente, esa noche una joven recién contratada entrevistaría al representante de la central nuclear para que diera explicaciones sobre lo ocurrido. Daniel podía irse a su casa el resto del día.
—Como entenderás —explicó el licenciado—, en este momento somos una vergüenza, y no es conveniente que seas tú el entrevistador. Descansa hoy, en virtud de la reacción de la gente con la entrevista te incorporarás mañana.
Levy no pudo replicar. Sintió un escozor en el estómago, quizá el café que había bebido buscaba desesperadamente salir. Balbuceó, pero el licenciado se despidió diciéndole que ya hablarían después.
Por la prontitud de su desgracia, no tuvo tiempo de preguntar quién era la presentadora ni qué excusas darían a la audiencia. A Levy le palpitaba la cabeza de coraje, tuvo que aflojar el nudo de su corbata para respirar hondo y tranquilizarse.
—Unos murieron de inmediato cuando la pared los aplastó, otros siguen muy graves, sobre todo los quemados —oyó decir a uno de los redactores—. Hay que manejar eso con mucho tacto para no generar más morbo.
Preguntó a qué se referían con eso, el que le contestó fue el de las noticias de la radio, un tipo igual de ambicioso y convenenciero que le recordaba a él mismo unos años antes.
—Que en nuestra Chernóbil hubo varios muertos por el desprendimiento de una pared, el estallido del ducto principal provocó su colapso. Esta mañana en el programa hablamos con Protección Civil, el jefe de bomberos nos dio la exclusiva, ¿a poco pensaste que la gente solo se muere intoxicada?
Daniel Levy quiso clavarle el puño entre la nariz y la boca pero no lo hizo, contuvo su cólera y salió rumbo al estacionamiento.
Metió la llave del Mustang y la giró con fuerza, pero solo obtuvo un ruido ahogado, el coche no encendió. Lo intentó un par de veces más sin obtener resultado. Azotó los puños contra el volante, bajó del auto y pateó las llantas, poseído por una impotencia que desconocía. Creyó tener suerte de que un coche de la televisora saliera en ese momento, pero el chofer le dijo que iban de urgencia a cubrir otro evento a las afueras, no podrían desviarse rumbo al oeste y dejarlo en su casa. A esa hora su mujer iría por los niños a la escuela para llevarlos a ver a su padre, lo último que Levy deseaba era compartir un vehículo con ellos, escucharlos pelear y a la niña pequeña hacer rabietas porque una vez más no la dejarían quedarse toda la tarde con él. Empezó a caminar con furia, como el día era nublado las veinte cuadras resultarían menos pesadas.
—¡Ey, Levy! —oyó a lo lejos, casi a la mitad de su trayecto— Cuidado con la radiación.
El que gritó fue un tipo un poco mayor que él, con el traje sucio y roto, sentado en el suelo a punto de comer una hamburguesa, con una botella de aguardiente en la mano.
—¡Chernóbil! —volvió a gritar el pordiosero, rompiendo en carcajadas.
Daniel fue hasta él y le pidió que lo repitiera. Sentado en el suelo, el hombre apartó la mirada de su comida y dijo, o más bien paladeó al emitir Cher-nó-bil.
Levy estalló. Le dio una patada en la mano y la hamburguesa quedó desperdigada por el piso. El vagabundo no tuvo tiempo de defenderse, Levy lo tundió a golpes mientras seguía escuchando su risa, las tres sílabas de la desgracia: Cher-nó-bil, Cher-nó-bil, una y otra vez estrellándose en su cara, al igual que el aliento alcohólico mezclado con la voz chillona. La burla era peor que los rasguños que el hombre le propinaba al tratar de defenderse. Rodaron por el suelo, a Levy lo enfureció que ese indigente le recordara el ridículo que hizo en la industria de la comunicación a nivel mundial. No era posible que cualquiera se mofara así de él, que ya había estado junto a los corresponsales de guerra del otro lado del océano y entrevistado a los mejores atletas olímpicos después de sus victorias. El tipo aprovechó que estuvieron bastante cerca y le escupió la cara. Logró zafarse ante el asco de Levy, recogió la botella de aguardiente y se fue riendo. Sin dejar pasar un segundo, Levy se limpió con un pañuelo el asqueroso residuo.
No le contestó a su mujer cuando le preguntó por qué llegaba con el traje sucio y arrugado, no quería saber nada de ella ni de sus hijos, ni del Mustang, ni de los problemas con el exmarido, mucho menos de algo que tuviera que ver con la central nuclear. Sin mucha gana, se quitó la ropa y se acostó. No necesitó las pastillas de siempre, en cuanto cerró los ojos se quedó dormido.
Despertó en automático mientras oscurecía, vio el reloj, el noticiero del que era titular estaría empezando. En el foro sustituyeron el escritorio por dos sillones. En una toma abierta, como queriendo dar la sensación de informalidad, una mujer no mayor de veintitantos y con estatura de modelo entrevistaba al representante de la central nuclear, que le miraba las piernas con desfachatez. Ella leía sin matices las preguntas del telepromter, el tipo respondía sin dejar de mirarla lascivamente, a veces explayándose en frases como el presidente está al tanto de la situación, muy pronto tendremos la visita presidencial para descartar accidentes y otras estupideces que no articuló bien por ver las extremidades de la muchacha. A opinión de Levy, la entrevista era un asco, pero cumplía la función que el dueño del canal y el gobierno seguramente habían pactado.
No dio explicaciones sobre los muertos que Protección Civil mencionó en la mañana, ni de las consecuencias que un accidente así podría acarrearle a la central y obviamente a la población cercana a la laguna. Si Levy lo hubiese entrevistado con seguridad habría hecho pedazos sus argumentos, pero del otro lado de la pantalla solo estaban la chica de las piernas largas con su sonrisa impecable y el servidor público, adiestrado hasta las orejas en complacer a la población asegurándoles calma.
—Quiero comentarte que ni en sueños nos acercamos a Japón o Ucrania —explicó el hombre con una risa estúpida—. Contrario a lo que digan los presentadores, nuestra central no convertirá a la ciudad en una nueva Chernóbil.
Ambos rieron a costa de la humillación de Levy. Aquel día fue de los peores en su carrera. Maldijo el momento en que quiso hacerse el intrépido con lo de Chernóbil. Cualquier repunte que deseaba tener próximamente se había ido a la mierda. La cabeza de Levy era una madeja de ideas inconexas. Recordó el pleito del medio día con el vagabundo, el escupitajo que le aventó, y tuvo tanta repulsión que de inmediato llenó la tina para remojarse y tallar su cuerpo con jabón y estropajo. Quería desprenderse del polvo, del asco acumulado durante todo ese día. Cerró los ojos unos minutos, sumergió la cabeza para abstraerse de todo y la volvió a sacar. Pasó la mano por su cara y vio que tenía varios pelos cafés en la palma. Pensó en el gato, quizá durmió ahí mientras no había nadie. No tuvo deseos de pensar, se secó y fue a acostarse de nuevo. Trató de conciliar el sueño y poco a poco lo consiguió.
Sin embargo, no pudo dormir más de una hora. Rodaba, unas gotas de sudor le perlaban la frente. Sintió una molestia en la garganta, carraspeó para aclararse la voz y se escuchó ronco. Su mujer también se movió en la cama, él pensó en guardar silencio, no valía la pena despertarla y que lo cuestionara sobre su humillación pública. Tardó en quedarse dormido de nuevo, tuvo que aventar al suelo las dos almohadas porque estaban llenas de pelos cafés que no tardarían en metérsele por la nariz y empeorar todo. Maldijo al gato, a los hijos de su mujer, a la central nuclear y la chica de las noticias.
Antes de las siete de la mañana hubo bullicio en la casa. Levy recordó que ese día tenían una excursión, su mujer y los niños estarían fuera hasta el anochecer. Eso le pareció estupendo, pero no se levantó sino hasta las nueve en punto; su celular registró varias llamadas perdidas del canal. Se vistió lo más rápido que pudo. No se rasuró, le daba lo mismo ir con una incipiente barba a las instalaciones del canal. En la escalera recordó que había dejado el Mustang en el estacionamiento de la televisora. El sol ya estaba en lo alto, comenzaba a hacer tanto calor que decidió pedir un taxi en lugar de ir a pie. Mientras esperaba, le comenzó un entumecimiento en ambas manos, tenía los dedos engarrotados. Intentó estirarlos sin ningún resultado, volvían a retorcerse; lo hizo varias veces pero sus manos seguían igual.
El taxi lo recogió. No pudo dar la indicación de su destino, las palabras se le agolparon en la garganta. Tartamudeó, aunque el problema no era la poca coordinación de su cerebro y la lengua, sino que no podía recordar la dirección de la televisora.
—¿Quiere que lo lleve al canal? —Levy asintió. Tuvo suerte de que el taxista le hubiera dado varios servicios antes—. Sí, no se preocupe, ya me habían mandado aquí los de la estación, fíjese que yo veo su noticiero siempre, incluso lo vi el domingo, cuando transmitió el accidente.
Seguro descifró la molestia de Levy, porque se calló de inmediato y puso la radio, pero por el retrovisor continuó mirándolo con una burla que se le escapaba por los ojos. Llegaron a la puerta del canal, Levy tuvo problemas para sacar su cartera, en tanto el taxímetro seguía corriendo. Estiró los dedos y le dolieron, pero solo así pudo extraer el billete.
Predominaba una inusual calma en el piso de noticias. Varios de sus compañeros no habían llegado, y los pocos que dejaron rastro de su presencia sobre los escritorios llenos de papeles quizá estarían en la cafetería. Tuvo un estremecimiento y recordó que no comió el día anterior. Tal vez la falta de alimento le provocó los dedos entumidos, pero no tenía ánimos de compartir mesa con los demás. Casi por instinto fue a la sala de juntas y sacó del frigobar dos sándwiches de un desgraciado que perdía su desayuno, y una lata de Coca-Cola de alguien más. Con pocos bocados devoró los sándwiches, apenas masticando antes de tragar. No pudo abrir la lata, los dedos entumidos se habían hinchado y le costó trabajo clavarlos en la hendidura para tirar de la bisagra. Sintió una sed que comenzó a quemarle la garganta. Dentro del frigobar no había botellas de agua. Volvió a intentar con la lata pero fue inútil. Furioso, aventó el refresco al extremo de la sala de juntas. Escuchó cómo reventaba contra el suelo y vio el líquido oscuro escurrir cerca de las patas de las sillas.
Para su buena suerte, en un pasillo antes de la escalera de emergencia vio un dispensador de agua. No pudo separar un cono para servirse, pero la sed era tanta que se agachó y bebió directamente del grifo. El agua fría le escurría por las comisuras mientras tragaba. Se incorporó torpemente y estuvo a punto de tirar el garrafón de su base metálica. El traje negro y la corbata quedaron mojados por todas partes. Pensó de nuevo en su estómago, aún con hambre. Iba a regresar a la sala de juntas a ver qué más podía sacar del frigobar cuando escuchó la voz de una secretaria.
—Señor Levy, le hemos llamado toda la mañana, el licenciado quiere verlo, pase rápido a su oficina.
Recordó que no llevaba el celular. Antes de entrar, como una madre con sus hijos, la secretaria sacudió migajas y un montón de pelos cafés que Levy tenía pegados en las solapas del traje. Lo anunció con el dueño del canal, y pasó de inmediato.
El jefe clavó la mirada en las marcas de agua que Levy tenía sobre la superficie negra de algodón. A sus espaldas varios monitores que captaban señales de otros canales y la transmisión en vivo de su televisora, como Daniel le recomendó hacía tiempo, cubrían casi la totalidad de una pared. El hombre le pidió que tomara asiento, se aclaró la voz y empezó a hablar.
—Voy a ser muy puntual en esto, Daniel, porque somos amigos, te conozco desde hace mucho, sabes que he apreciado tu trabajo, pero a partir de esta noche cambiaremos el formato del noticiero, tendrás una compañera, se alternarán las notas. Después del ridículo que pasamos con lo de la central no podemos arriesgar más.
El entumecimiento que Levy sentía en ambas manos pasó a ser un escalofrío en todo su cuerpo. Estaba furioso, quería reclamarle esa medida. Años antes, cuando tuvieron dificultades para despedir a un par de presentadores que no levantaban rating en un programa, Daniel le había propuesto al dueño del canal implementar cotitulares, así la audiencia no sentiría un cambio brusco al despedir presentadores innecesarios. Era el destino inmediato de Daniel, su propia recomendación vuelta en contra suya.
—Pepepero, licenciado —comenzó a reprochar Levy—, es mi noticiero, yo lo lelevanté, yo coconseguí alianzas con políticos, traje dinero presidencial para la televisora, nono me puede hacer esto.
Daniel apenas podía hablar, trató de ponerse de pie y reclamar, pero al intentarlo sintió un temblor en las piernas, tuvo que sentarse porque de lo contrario acabaría en el suelo, que era como se sentía en ese momento.
—Lo levantaste, Daniel, y lo enterraste el día que dijiste esa tremenda estupidez al aire, no tienes idea de la cantidad de llamadas que recibimos, no solo de burla por parte de la audiencia, muchos medios nacionales nos telefonearon y somos el hazmerreír en varios países. ¿Querías verte muy acá, muy corresponsal de la BBC? Con tu idiotez de Chernóbil nos jodiste delante del presidente, ¿ya se te olvidó cuánto nos costó hacer la campaña a favor de la central? —el dueño del canal levantaba la voz pero luego hacía un esfuerzo por guardar la compostura, en tanto veía el rostro desencajado de Levy—. Debías cubrir un accidente en la planta nuclear, no decir un montón de pendejadas al aire y que fuera responsabilidad mía limpiar tu cagadero —Levy jamás había oído al licenciado decir un solo insulto—. Así que ahora, como nos jodiste, te jodes, y vas a tener una cotitular por tiempo indefinido.
—Pepero, pepero... No lo voy a pepermitir.
—¿Ves, Daniel? Ni siquiera puedes hablar, estás jodido. Aquí el que permite cosas soy yo. Ve de una vez a redacción para ponerte de acuerdo con tu compañera, instrúyela en esto.
Las piernas de Levy seguían temblando, le costó trabajo caminar hacia la salida sin derrumbarse en el suelo. Sintió deseos de vomitar, la rabia le había vuelto a entumir las manos y le provocó un dolor de cabeza como pocos. Maldijo al dueño del canal, había sido su perro fiel durante años, lo ayudó a tomar decisiones, concretar tratos con la esfera política del sur del país a fin de conseguir permisos y dinero para el canal, y así era como lo destituían del noticiero. No fue a la redacción, salió del edificio sin mirar atrás. Tenía la certeza de que ya todos sabían la mala nueva. Los dedos engarrotados le hicieron casi imposible meter la llave en el Mustang para arrancarlo, pero otra vez fue inútil, el coche no reaccionaba. Detuvo un taxi y, tartamudeando, dio el nombre de su privada, al oeste.
A medio camino pidió que el auto se detuviera y bajó para vomitar. De su esófago brotó un líquido amarillo que le amargó la boca. El taxista le ofreció una botella de agua que tenía en la guantera, Levy no pudo abrirla porque sus dedos estaban más enroscados que antes, el tipo la destapó y la sostuvo para que se enjuagara. Levy se sentía incapaz de hablar, le dio la cartera al taxista y le indicó que sacara un billete para cobrarse el servicio, el taxista tomó uno pequeño, le devolvió la cartera y lo ayudó a meter la llave en la cerradura de la casa. Desde el recibidor, vio cómo el taxista se detenía a decirle algo al vigilante de la privada, ambos voltearon en dirección a la casa y luego el taxi amarillo se fue, dejando una pequeña nube de polvo que salía del escape.
Las extremidades inferiores de Levy se habían entumido, no las podía estirar, incluso notó un arco pronunciado entre ellas. De nuevo sintió asco y vomitó sobre la alfombra. Esta vez el líquido le pareció más amargo que la anterior. El dolor de cabeza no lo dejaba pensar con claridad. Gritó un par de veces, pero no había nadie en la casa, probablemente la señora de la limpieza se había ido con los demás a la excursión. Agarrándose de las paredes subió al segundo piso y se tumbó en la cama bocabajo, cerca de la orilla, por si la bilis o lo que fuera lo sorprendía. No quería ahogarse con el propio veneno de sus entrañas. Se sentía tan mal que no contuvo las ganas de llorar. A su mente llegó la burla del borracho el día anterior, las tres sílabas aniquiladoras: Cher-nó-bil. Escupió la poca amargura que le quedaba en la boca y se durmió.
Horas después, el dolor de cabeza que producía el constante timbre del teléfono junto a la cama lo despertó. Comenzó a estornudar, había aspirado algunos pelos cafés que yacían sobre las almohadas. Sacudió las sábanas, había demasiados. Sintió un escozor en todo el cuerpo. Con los dedos retorcidos por el entumecimiento, trató de desabotonarse la camisa. Su esfuerzo fue inútil. Forcejeó, al final rompió los botones y se la quitó. Hizo lo mismo con el pantalón, aunque le costó trabajo lograr que el cinturón cediera. El timbre sonaba una y otra vez, cuando entraba el tono de la contestadora colgaban sin dejar mensaje.
Miró su cuerpo y se horrorizó: estaba lleno de vello, el pecho tapizado con pelos lacios y largos, se palpó la espalda, la situación era la misma. Se acercó al tocador para mirar su reflejo: la barba muy crecida, sus cejas se veían más largas y despeinadas que durante la mañana, pero lo que terminó de aterrarlo fue su boca, de la que asomaban dientes enormes y separados, no se parecían en nada a la alineada dentadura que presumía en los comerciales. El timbre continuó sonando. Levy no tomó el auricular, se palpó el cuerpo, la mandíbula prominente, sentía náuseas otra vez. Al fin alguien grabó un mensaje en la contestadora: era la secretaria del noticiero, ya casi empezaban y debía llegar urgentemente para salir al aire. Levy no podía hablar, de su boca salían quejidos. Se aclaró la voz varias veces, tosió, era inútil articular palabra. El gato de su mujer entró a la habitación y gruñó, se colocó en posición de ataque, pero luego de unos segundos perdió interés y salió brincando.
La penumbra en la recámara le indicó que anochecía. De un manotazo encendió la luz y continuó observándose: las piernas arqueadas lo habían encogido considerablemente, incluso el cuello estaba más grueso, sus hombros un poco más alzados. Todo su cuerpo cubierto de un pelo café. Las facciones le habían cambiado con la deformidad de los dientes; algo en su estómago le indicaba una necesidad forzosa de alimento. Continuaba lúcido. Pensó que era una pesadilla. El dolor de cabeza le confirmó lo contrario, aquel monstruoso reflejo era el suyo.
Con una mano engarrotada atinó a darle al botón de la tele. Las noticias del horario estelar comenzaron y dio la bienvenida la chica de la minifalda que entrevistó antes al representante de la central.
—Buenas noches, como mi compañero Daniel Levy se encuentra enfermo, aprovecho la ocasión para presentarme como su colaboradora en esta nueva etapa del noticiero. Iniciamos.
Levy hizo un ruido similar a un rugido.
Sin poder hablar, apenas arrastrando los pies, el cavernícola bajó la escalera de su casa y tiró de la manija. Tuvo suerte de que la calle de la privada estuviera vacía y aún no hubieran encendido las luces. En su mente no dejaba de retumbar Chernóbil, Cher-nó-bil, y la voz aguardentosa del vagabundo. Sintió envidia. Caminó rumbo al sur, al menos aún podía orientarse. A cada paso deseaba otra explosión, tóxicos nocivos que le regresaran la rectitud a su espalda, que le devolvieran la dignidad que perdió en la zona cero.