Manhattan, diciembre de 2019
A principios de diciembre Manhattan se transformaba invariablemente en una ciudad que Maggie no siempre reconocía. Aquellos días, los turistas acudían en masa a los espectáculos de Broadway y abarrotaban las aceras ante los centros comerciales de Midtown, como un río de peatones que se deslizaba lentamente. Las boutiques y los restaurantes estaban a rebosar de clientes aferrados a sus bolsas, sonaban villancicos de altavoces ocultos y la decoración navideña brillaba en los vestíbulos de los hoteles. El árbol de Navidad del Rockefeller Center aparecía iluminado por luces multicolores y los flashes de miles de iPhones, y el tráfico urbano, que ni en el mejor de sus momentos era fluido, llegaba a congestionarse de tal modo que a menudo era más rápido ir andando que tomar un taxi. Pero caminar suponía un desafío en sí mismo; con frecuencia un viento helado azotaba a los viandantes entre un edificio y el siguiente, por lo que era necesario llevar ropa interior térmica, varias capas de forro polar y chaquetas con la cremallera subida hasta el cuello.
Maggie Dawes, que se consideraba a sí misma un espíritu libre consumido por sus ansias viajeras, siempre había acariciado la idea de pasar unas Navidades en Nueva York, aunque dicha idea se asemejaba más a una postal de las que le hacen exclamar a uno «¡mira qué bonito!». En realidad, como muchos neoyorquinos, hacía lo imposible por evitar Midtown en esa época vacacional. Solía no alejarse demasiado de su casa en Chelsea o, incluso con más frecuencia, volaba a climas más cálidos. Puesto que era fotógrafa de viajes, a veces se veía a sí misma menos como una neoyorquina y más como una nómada que casualmente tenía una dirección permanente en la ciudad. En un cuaderno que guardaba en el cajón de su mesita de noche tenía anotada una lista con más de cien lugares que todavía quería visitar, algunos de ellos tan poco conocidos o recónditos que solo llegar hasta ellos ya sería todo un reto.
Desde que dejó la universidad hacía veinte años, la lista no había dejado de aumentar, con lugares que despertaban su imaginación por una u otra razón, aunque sus viajes le hubieran permitido conocer muchos otros destinos. Con la cámara colgada del hombro había visitado todos los continentes, más de ochenta y dos países, y cuarenta y tres de los cincuenta estados americanos. Había tomado decenas de miles de fotografías, desde imágenes de la vida salvaje en el delta del Okavango en Botsuana a instantáneas de la aurora boreal en Laponia. Algunas tomadas mientras recorría el Camino Inca, otras de la costa de los Esqueletos en Namibia, o de las ruinas de Tombuctú. Había aprendido a bucear hacía doce años, y había pasado diez días documentando la vida marina en Raja Ampat; y hacía cuatro años atrás había subido caminando hasta el famoso Paro Taktsang, también conocido como el «nido del tigre», un monasterio budista construido en un acantilado en Bután con vistas panorámicas de los Himalayas.
Muchos se maravillaban con frecuencia al saber de sus aventuras, pero ella sabía que la palabra «aventura» tiene muchas connotaciones, y no todas ellas positivas. Ejemplo de ello era la aventura en la que se hallaba inmersa en ese momento (así es como ella misma a veces la describía para sus seguidores de Instagram y suscriptores de YouTube), la que la mantenía recluida en gran medida en su galería o bien en su pequeño apartamento de la calle Diecinueve Oeste, en lugar de atreverse con escenarios más exóticos. La misma aventura que en ocasiones le hacía pensar en el suicidio.
Aunque ella nunca lo haría. La idea la aterrorizaba, tal como había reconocido en uno de los muchos vídeos creados para YouTube. Durante casi diez años sus vídeos habían sido bastante simples, tal como solían ser las publicaciones típicas de otros fotógrafos: describía el proceso de toma de decisiones al tomar fotos, ofrecía varios tutoriales de Photoshop, hacía reseñas de nuevas cámaras y sus muchos accesorios, y normalmente publicaba dos o tres vídeos al mes. Esos vídeos de YouTube, además de sus posts de Instagram, páginas de Facebook y el blog en su página web, siempre habían sido populares entre los frikis de la fotografía, además de mejorar su reputación profesional.
Sin embargo, hacía tres años y medio que subió, en un impulso, un vídeo a su canal de YouTube sobre el diagnóstico que se le había hecho recientemente, algo que nada tenía que ver con la fotografía. Ese vídeo era una descripción inconexa y sin ningún tipo de filtro del miedo y la incertidumbre que sintió de repente cuando supo que tenía un melanoma en estadio IV; seguramente no debería haberlo subido nunca. Ella suponía que solo recibiría el eco de alguna voz solitaria desde los vacíos confines de Internet, pero por alguna razón el vídeo consiguió captar la atención de otras personas. No sabía por qué ni cómo, pero ese vídeo, de todos los que había publicado en su vida, había suscitado visualizaciones, comentarios, preguntas y votos favorables, primero en un goteo, luego en un flujo constante y finalmente en forma de aluvión, de gente que nunca había oído hablar de ella o de su trabajo como fotógrafa. Sintiéndose en la obligación de responder a aquellos que se habían conmovido con su grave situación, había publicado otro vídeo sobre su diagnóstico que se hizo aún más popular. Desde entonces, una vez al mes, subía un vídeo sobre ese tema, básicamente porque sentía que no tenía otra opción. Durante los últimos tres años, había hablado sobre los distintos tratamientos y cómo se había sentido, y a veces incluso mostraba las cicatrices de la cirugía. Hablaba sobre las quemaduras y las náuseas producidas por la radiación, y sobre la pérdida del cabello, y se preguntaba abiertamente por el sentido de la vida. Reflexionaba sobre el miedo a la muerte y especulaba sobre la posibilidad de la vida eterna. Eran temas delicados, pero, quizá para mantener a raya su propio abatimiento al hablar sobre asuntos tan tristes, hacía todo lo que estaba en su mano para que el tono de los vídeos fuera lo más liviano posible. Suponía que esa era en parte la razón de su popularidad, pero ¿quién podía saberlo realmente? Lo que sí sabía con certeza era que, de alguna manera, casi contra su voluntad, se había convertido en la estrella de su propio reality en la red, que había comenzado esperanzada, aunque con el tiempo gradualmente se había centrado en el inevitable y único final.
Y a medida que el gran final se aproximaba, tal vez como cabía esperar, su audiencia aumentó aún más.
En el primero de los Vídeos sobre el cáncer, como ella mentalmente denominaba la serie, por oposición a sus «vídeos reales», miraba fijamente a la cámara con una sonrisa irónica y decía: «De buenas a primeras, lo odié. Luego empezó a crecer en mí».
Sabía que probablemente era de mal gusto bromear sobre su enfermedad, pero es que todo aquello le parecía absurdo. ¿Por qué a ella? En esa época tenía treinta y seis años, hacía ejercicio regularmente y su dieta era bastante saludable. No había antecedentes de cáncer en su familia. Había crecido en Seattle, donde casi siempre estaba nublado, y después había vivido en Manhattan, lo cual descartaba un historial de excesiva exposición al sol. Nunca había ido a un centro de bronceado. No tenía sentido, pero eso era lo que pasaba con el cáncer, ¿no? El cáncer no hacía discriminaciones; simplemente sucedía, era una cuestión de mala suerte, y después de algún tiempo finalmente aceptó que la pregunta adecuada era en realidad: ¿por qué a ella NO? No era alguien especial; hasta ese momento de su vida, en ocasiones se había considerado inteligente, interesante o incluso guapa, pero la palabra «especial» nunca se le había ocurrido.
En el momento en que le diagnosticaron el cáncer habría jurado que estaba en perfecto estado de salud. Hacía solo un mes que había visitado la isla Vaadhoo en las Maldivas para hacer un reportaje fotográfico para Condé Nast. Tenía la esperanza de capturar la bioluminiscencia visible en la orilla que hacía que las olas brillaran como una línea de estrellas, como si el océano estuviera iluminado desde dentro. El plancton era la causa de la espectacular luz espectral. Dedicó también algún tiempo a hacer fotografías para su uso personal, para ponerlas quizás a la venta en su galería.
Un día a media tarde, se dedicó a explorar una playa casi desierta cercana a su hotel, cámara en mano, intentando visualizar la imagen que deseaba captar cuando anocheciera. Su intención era inmortalizar la orilla, tal vez con alguna roca en primer plano, el cielo y, por supuesto, las olas justo en el momento en que rompían. Llevaba más de una hora tomando diferentes instantáneas desde ángulos y ubicaciones distintos en la playa cuando una pareja pasó a su lado de la mano. Absorta en su trabajo, apenas registró su presencia.
Poco después, mientras examinaba la línea donde rompían las olas a través del visor, oyó la voz de la mujer tras ella. Hablaba en inglés, aunque con un evidente acento alemán.
—Perdone —dijo—, veo que está ocupada y siento molestarla.
Maggie apartó la cámara.
—¿Sí?
—Me resulta un poco violento decirle esto, pero ¿ya ha pedido que le examinen esa mancha negra en la parte posterior del hombro?
Maggie frunció el ceño intentando sin éxito ver la mancha situada entre las tiras del bañador a la que se refería la mujer.
—No sabía que tenía una mancha ahí… —Miró a la mujer entrecerrando los ojos confundida—. ¿Por qué le interesa tanto?
La mujer, de unos cincuenta años y cabellos cortos y canosos, hizo un gesto comprensivo con la cabeza.
—Tal vez debería haberme presentado. Soy la doctora Sabine Kessel —empezó—. Soy dermatóloga en Múnich. La mancha parece anormal.
Maggie parpadeó.
—¿Se refiere a que podría ser cáncer?
—No lo sé —contestó, con una expresión prudente—. Pero si yo fuera usted, pediría que la examinaran lo antes posible. Por supuesto, puede que no sea nada.
«O podría ser algo grave», era lo que no hacía falta que añadiera la doctora Kessel.
Aunque le llevó cinco noches conseguir lo que quería de la sesión fotográfica, Maggie estaba satisfecha con las imágenes todavía sin procesar. Tendría que trabajar intensamente en su postproducción digital (ese proceso de los nuevos tiempos casi siempre responsable del verdadero arte en fotografía), pero ya sabía que el resultado sería espectacular. Entretanto, y aunque intentó no preocuparse demasiado, concertó una cita con el doctor Snehal Khatri, un dermatólogo del Upper East Side, cuatro días antes de volver a la ciudad.
La biopsia se realizó a principios de julio de 2016 y posteriormente se le recomendaron algunas pruebas complementarias. Ese mismo mes se le hizo una resonancia magnética y una tomografía por emisión de positrones en el hospital Memorial Sloan Kettering. Cuando llegaron los resultados, el doctor Khatri le pidió que tomara asiento en el consultorio, y le informó en un tono suave y con la debida gravedad que tenía un melanoma en estadio IV. Ese mismo día se la derivó a una oncóloga llamada Leslie Brodigan, que sería quien supervisaría su tratamiento. Tras aquellos encuentros, Maggie llevó a cabo sus propias pesquisas en Internet. Aunque la doctora Brodigan le había dicho que esas estadísticas generales no tenían demasiada relevancia a la hora de predecir lo que iba a suceder en cada caso individual, Maggie no podía evitar obsesionarse con las cifras. La tasa de supervivencia después de cinco años en las personas diagnosticadas con un melanoma en estadio IV, según lo que había encontrado, era inferior al quince por ciento.
Todavía atónita y sin podérselo creer, Maggie grabó su primer vídeo sobre el cáncer el día siguiente.
En su segunda cita, la doctora Brodigan, una dinámica rubia de ojos azules que parecía personificar el concepto de «buena salud», volvió a explicárselo todo sobre su enfermedad, puesto que el proceso en conjunto había sido tan abrumador que Maggie apenas podía recordar algunos detalles de su primer encuentro. Básicamente, un melanoma en estadio IV significaba que el cáncer había hecho metástasis no solo en distantes ganglios linfáticos, sino también en otros órganos, en su caso el hígado y el estómago. La resonancia y la tomografía PET habían puesto de relieve la presencia de crecimientos cancerosos que invadían partes todavía sanas de su cuerpo como un ejército de hormigas que devorasen lo dispuesto en una mesa de pícnic.
En resumen: los siguientes tres años y medio quedaron desdibujados entre tratamientos y períodos de recuperación, con ocasionales destellos de esperanza que iluminaban los oscuros túneles de la ansiedad. Se sometió a cirugía para extirpar los nódulos linfáticos afectados, y la metástasis en el hígado y el estómago. A la cirugía siguió la radiación, que resultó ser espantosa, le dejó manchas negras en la piel, además de cicatrices horribles que se sumaron a las del quirófano. También se enteró de que había diferentes tipos de melanoma incluso en estadio IV, lo cual implicaba distintas opciones de tratamiento. En su caso se incluía la inmunoterapia, que aparentemente funcionó durante un par de años, hasta que con el paso del tiempo dejó de hacerlo. Y luego, en el pasado mes de abril, había empezado con la quimioterapia, que se prolongaría durante meses, y aunque odiaba cómo le hacía sentirse, estaba convencida de que sería efectiva. ¿Cómo podría no serlo, se preguntaba, si parecía estar matando todas las demás partes de su cuerpo? En esa época, apenas se reconocía a sí misma en el espejo. La comida casi siempre sabía demasiado amarga o demasiado salada, lo que hacía que le resultara difícil comer, por lo que perdió más de diez kilos de su ya menuda complexión. Sus ojos marrones de forma ovalada ahora parecían hundidos y sobredimensionados por encima de los pómulos salidos, y la piel de su cara se le antojaba como estirada sobre una calavera. Siempre tenía frío y llevaba gruesos jerséis incluso en su caluroso apartamento. Había perdido toda su melena castaña, que empezó a salir de nuevo lentamente pero solo en algunas zonas, de color más claro y con cabellos más finos que los de un bebé; se acostumbró a llevar un pañuelo o un sombrero casi todo el tiempo. El cuello parecía ahora tan frágil y larguirucho que lo escondía bajo una bufanda para evitar vérselo en el espejo.
Hacía poco más de un mes, a principios de noviembre, se había sometido a una nueva ronda de exploraciones TAC y PET, y en diciembre había vuelto a verla la doctora Brodigan. Parecía más apagada de lo habitual, aunque sus ojos rebosaban compasión. Entonces le dijo a Maggie que, aunque más de tres años de tratamiento habían ralentizado el avance de la enfermedad en algunos momentos, su progresión en realidad nunca había cesado del todo. Cuando Maggie le preguntó qué otras opciones de tratamiento tenía a su disposición, la doctora había desviado con delicadeza la atención a la calidad de vida del tiempo que le quedaba.
Era su forma de decirle a Maggie que iba a morir.
Maggie había abierto la galería hacía más de nueve años junto con otro artista llamado Trinity, que usaba la mayor parte del espacio para sus esculturas gigantes y eclécticas. El verdadero nombre de Trinity era Fred Marshburn, y se habían conocido en la inauguración de la exposición de otro artista, la clase de evento a la que Maggie casi nunca asistía. Trinity ya tenía un éxito notable en aquella época y durante mucho tiempo había fantaseado con la idea de abrir su propia galería; sin embargo, no tenía la menor gana de llevar realmente la gestión de una galería, ni de pasar su tiempo en una. Pero al ver que congeniaban y que sus fotografías no podían hacer sombra a su obra, al final llegaron a un acuerdo. A cambio de que gestionara el negocio que pudiera derivar de la galería, ella ganaría un modesto salario y, además, podría exhibir una selección de su propio trabajo. En aquellos tiempos se trataba más de una cuestión de prestigio (podría decirle a todo el mundo que tenía su propia galería) que del dinero que Trinity podía ofrecerle. En los primeros dos años, solo vendió un par de copias de su propia obra.
Como por aquel entonces Maggie seguía viajando continuamente, más de cien días al año de media, la gestión diaria de la galería recayó en una mujer llamada Luanne Sommers. Cuando Maggie la contrató, Luanne era una acaudalada mujer divorciada con los hijos ya mayores. Su experiencia se limitaba a su pasión amateur por el coleccionismo y un ojo experto para encontrar gangas en Neiman Marcus. Como puntos a su favor, destacaba su buen gusto en el vestir, que era una persona responsable, diligente y con ganas de aprender; y no tenía inconveniente en ganar poco más que el salario mínimo. Tal como ella misma decía, su pensión conyugal bastaba para permitirle una jubilación de lujo, pero corría el riesgo de volverse loca si solo se dedicaba a hacer vida social.
Luanne resultó tener un talento natural como comercial. Al principio, Maggie la había instruido sobre los elementos técnicos de todas sus fotos, así como sobre la historia que se escondía tras cada una de ellas, lo cual con frecuencia era para los compradores tanto o más interesante que la imagen en sí misma. Las esculturas de Trinity incluían toda clase de materiales (tela, metal, plástico, cola y pintura, además de artefactos procedentes de vertederos, astas de ciervo, tarros de pepinillos y latas), y eran lo suficientemente originales como para inspirar animados debates. Ya era uno de los favoritos habituales de los críticos, y sus obras iban saliendo a pesar de su asombroso precio. Pero la galería no se publicitaba ni alojaba la obra de demasiados artistas invitados, así que el trabajo en sí mismo no era excesivo. Había días en los que solo entraban unas pocas personas, y se podían permitir cerrar la galería las últimas tres semanas del año. Era un arreglo que durante mucho tiempo resultó beneficioso para Maggie, Trinity y Luanne.
Pero sucedieron dos cosas que lo cambiaron todo. En primer lugar, los Vídeos sobre el cáncer de Maggie atrajeron a un público nuevo a la galería. No eran los típicos entusiastas avezados en arte contemporáneo o fotografía, sino turistas procedentes de lugares como Tennessee y Ohio, gentes que habían empezado a seguir a Maggie en Instagram y YouTube porque sentían que conectaban con ella. Algunos de ellos se habían vuelto verdaderos fans de sus fotografías, pero muchos otros solo querían conocerla en persona o comprar una de sus copias firmadas como recuerdo. El teléfono empezó a sonar constantemente con pedidos de todos los rincones del país, además de los que no paraban de llegar a través de la página web. Maggie y Luanne hacían todo lo que podían por estar al día, pero el año anterior ya habían tomado la decisión de no cerrar la galería durante las vacaciones porque la gente seguía acudiendo en masa. Cuando Maggie se enteró de que en breve tendría que empezar con la quimioterapia, se dieron cuenta de que no podría trabajar en la galería durante meses, por lo que era evidente que necesitaban contratar a otra persona. Al plantearle Maggie esa cuestión a Trinity, él se mostró de acuerdo de inmediato. Y como si hubiera sido cosa del destino, al día siguiente entró en la galería un joven llamado Mark Price que preguntó si podía hablar con ella, algo que en ese momento le pareció a Maggie una posibilidad demasiado buena para ser verdad.
Mark Price acababa de graduarse en la universidad, aunque podría haber pasado por un estudiante de secundaria. Maggie en un principio supuso que era otro admirador más de los Vídeos sobre el cáncer, pero tenía razón solo en parte. Admitía que se había familiarizado con su trabajo gracias a su popularidad en la red (le encantaban sus vídeos, reconoció), pero también había traído consigo un currículum. Explicó que buscaba trabajo y que la idea de introducirse en el mundo del arte le resultaba extremadamente atractiva. El arte y la fotografía, añadió, facilitaban la comunicación de nuevas ideas, a menudo de una manera que no estaba al alcance de las palabras.
A pesar de su recelo ante la idea de contratar a un admirador, Maggie le recibió ese mismo día, y durante la charla se hizo patente que Mark había hecho los deberes. Sabía mucho de Trinity y su obra; mencionó una instalación específica que estaba exhibiéndose en ese momento en el MoMA, y otra en la universidad New School, estableciendo comparaciones con algunas de las últimas obras de Robert Rauschenberg, demostrando que sabía de qué hablaba, pero sin resultar pretencioso. También contaba con un profundo e impresionante conocimiento de la obra de Maggie, aunque eso no la sorprendió. No obstante, aunque había respondido a todas las preguntas de modo satisfactorio, seguía sin sentirse cómoda; no podía dilucidar si su deseo de trabajar en una galería era sincero o tan solo se trataba de otra persona que quería presenciar su tragedia personal de cerca.
Cuando la entrevista llegaba a su fin, Maggie le dijo que no estaban buscando a nadie (era objetivamente cierto, aunque solo fuera cuestión de tiempo), a lo que él respondió preguntando educadamente si estaría dispuesta a aceptar su currículum. En una visión retrospectiva, Maggie pensaría que fue su manera de formular esa petición lo que la había encandilado. «¿Estaría dispuesta, no obstante, a aceptar mi currículum?» Le pareció anticuado y cortés a un tiempo, y no pudo evitar sonreír cuando alargó la mano para cogerlo.
Esa misma semana Maggie subió una oferta de empleo en algunos sitios web relacionados con la industria del arte y llamó a varios de sus contactos en otras galerías, para dar la voz de que necesitaba contratar a alguien. La bandeja de entrada se llenó de solicitudes y currículums, y Luanne entrevistó a seis candidatos mientras Maggie se recuperaba en casa de la primera perfusión con náuseas o vomitando. Solo una candidata pasó la primera entrevista, pero, al no presentarse a la segunda, también quedó descartada. Frustrada, Luanne visitó a Maggie en su casa para ponerla al día. Maggie no había salido de su apartamento en días, y estaba tumbada en el sofá, dando sorbitos del smoothie de helado con frutas que Luanne le había traído, una de las pocas cosas que Maggie todavía conseguía obligarse a ingerir.
—Cuesta creer que no podamos encontrar a nadie cualificado para trabajar en la galería —dijo Maggie moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Les falta experiencia y no tienen ni idea de arte —resopló Luanne.
«Tú tampoco», es lo que podría haber replicado Maggie, pero guardó silencio, perfectamente consciente de que Luanne había resultado ser un tesoro como amiga y como empleada, todo un golpe de suerte. Serena y cálida, hacía mucho que Luanne había dejado de ser una mera compañera de trabajo.
—Confío en tu buen juicio, Luanne. Seguiremos buscando.
—¿Estás segura de que no hay nadie más que valga la pena entrevistar entre todas las personas que ya se han ofrecido? —dijo Luanne en un tono quejumbroso.
Por la razón que fuera, en la mente de Maggie surgió como un destello la imagen de Mark Price, preguntando con la máxima educación si estaría dispuesta a aceptar su currículum.
—Estás sonriendo —dijo Luanne.
—No, no es verdad.
—Reconozco una sonrisa cuando la veo. ¿En qué estabas pensando?
Maggie dio otro sorbito del smoothie, ganando tiempo, hasta que finalmente decidió soltarlo.
—Un joven acudió un día antes de ofertar el puesto —admitió, antes de empezar a describir su encuentro—. Todavía no lo tengo muy claro —concluyó—, pero su currículum está seguramente encima de mi escritorio, en el despacho. —Se encogió de hombros—. No sé siquiera si todavía está disponible.
Cuando Luanne se enteró de cuál era la motivación original del interés de Mark por el puesto, frunció el ceño. Ella entendía mejor que nadie la composición de los ciudadanos que acudían a la galería, y reconocía a aquellos que seguían los vídeos de Maggie, gente que a menudo la veía como si fuera su confidente, alguien con quien podría empatizar y a quien podría compadecer. Con frecuencia aspiraban a compartir sus propias historias, el sufrimiento que habían tenido que soportar y las pérdidas. Por mucho que Maggie deseara ofrecerles algún consuelo, ese apoyo emocional a menudo resultaba excesivo, teniendo en cuenta que ella misma apenas podía evitar derrumbarse. Luanne hacía todo lo posible por protegerla de quienes buscaban ese contacto de forma más agresiva.
—Déjame que eche un vistazo a su currículum y después hablaré con él —dijo—. A partir de ahí, iremos decidiendo paso a paso.
Luanne contactó con Mark a la semana siguiente. Tras su primera conversación, tuvieron lugar dos entrevistas adicionales de carácter más formal, entre ellas una con Trinity. Cuando posteriormente habló con Maggie, elogió a Mark de forma efusiva, pero ella insistió en volver a encontrarse con él, simplemente para estar segura. Tardó cuatro días en reunir la energía para ir a la galería. Mark Price llegó puntual, y entró en el despacho vestido con traje y acompañado de una delgada carpeta. Mientras estudiaba su currículum, Maggie empezó a sentirse fatal; advirtió que era de Elkhart, Indiana, y al leer la fecha de graduación en la Universidad Northwestern, hizo un rápido cálculo mental.
—¿Tienes veintidós años?
—Sí.
Con el cabello peinado esmeradamente con raya, sus ojos azules y su cara de niño, parecía un adolescente bien arreglado, listo para ir al baile de graduación.
—¿Y te especializaste en teología?
—Sí.
—¿Por qué teología?
—Mi padre es pastor. Con el tiempo quiero matricularme en un máster de Estudios Pastorales también. Para seguir sus pasos.
Nada más decir esas palabras, Maggie se dio cuenta de que no le sorprendía en absoluto.
—En ese caso, ¿a qué se debe ese interés por el arte si tu intención es ordenarte como pastor?
Mark unió las manos por las puntas de sus dedos, como si estuviera eligiendo con cuidado lo que iba a responder.
—Siempre he creído que el arte y la fe tienen mucho en común. Ambos permiten explorar lo sutil de las propias emociones y encontrar la respuesta a la cuestión de qué representa el arte para cada persona. Tu obra y la de Trinity siempre me hacen pensar, y aún más importante, me hacen sentir de una manera que a menudo me provoca una sensación milagrosa. Como la fe.
Era una buena respuesta, y, sin embargo, Maggie sospechaba que Mark estaba ocultando algo. Apartando aquellos pensamientos, continuó con la entrevista, preguntando por aspectos más habituales de su historial laboral, y conocimientos de fotografía y escultura contemporánea, antes de finalmente volver a reclinarse en la silla.
—¿Por qué crees que eres la mejor opción para la galería?
Mark parecía no inmutarse ante aquel interrogatorio.
—Para empezar, tras conocer a la señorita Sommers, tengo la sensación de que podríamos formar un buen equipo de trabajo. Con su permiso, tras nuestra entrevista dediqué algún tiempo a visitar la galería, y después de haber investigado un poco más, he ordenado algunas de mis ideas sobre las obras expuestas actualmente. —Se inclinó hacia delante para ofrecerle la carpeta—. He facilitado una copia a la señorita Sommers también.
Maggie hojeó el contenido de la carpeta. Se detuvo en una página al azar y leyó atentamente un par de párrafos que había escrito en relación con una fotografía que Maggie había tomado en Djibouti en 2011, cuando el país estaba sumido en una de las peores sequías de las últimas décadas. En primer plano podían verse los restos del esqueleto de un camello; detrás había tres familias ataviadas con ropas de colores brillantes, cuyos miembros caminaban sonrientes, incluso riendo, por la cuenca seca de un río. El cielo cuajado de nubes de tormenta se había tornado naranja y rojo al ocaso, en un vívido contraste con los huesos descoloridos del esqueleto y las grietas de desecación que ilustraban la ausencia de precipitaciones en mucho tiempo.
El comentario de Mark demostraba una sorprendente sofisticación técnica y una madura apreciación de las intenciones artísticas de Maggie: había intentado mostrar una felicidad inverosímil en medio de la desesperación, ilustrar la insignificancia del ser humano frente al caprichoso poder de la naturaleza, y Mark había articulado bien aquellas intenciones.
Maggie cerró la carpeta, sabiendo que no necesitaba examinar el resto.
—Obviamente estás bien preparado y, teniendo en cuenta tu edad, pareces asombrosamente bien cualificado. Pero no es eso lo que más me preocupa. Sigo queriendo conocer la verdadera razón de que quieras trabajar aquí.
Mark frunció el ceño.
—Creo que sus fotografías son extraordinarias. Al igual que las esculturas de Trinity.
—¿Eso es todo?
—No estoy seguro de a qué se refiere.
—Te seré sincera —empezó a decir Maggie, suspirando largamente. Estaba demasiado cansada y enferma, y tenía demasiado poco tiempo como para no ser franca—. Trajiste tu currículum incluso antes de que publicáramos la oferta de trabajo y has reconocido que eres admirador de mis vídeos. Eso me preocupa, porque, a veces, las personas que han visto los vídeos sobre mi enfermedad tienen una falsa sensación de complicidad. No podría trabajar con alguien así. —Alzó las cejas—. ¿Acaso te imaginas que nos haremos amigos y tendremos conversaciones profundas y significativas? Porque eso es bastante improbable. No creo que vaya a pasar mucho tiempo en la galería.
—Lo comprendo —contestó, impasible y con amabilidad—. Si yo fuera usted, seguramente me sentiría igual. Lo único que puedo asegurarle es que tengo la intención de ser un empleado excelente.
Maggie no tomó la decisión en ese momento, sino que prefirió consultarlo con la almohada y deliberarlo al día siguiente con Luanne y Trinity. A pesar de la persistente duda de Maggie, ellos se mostraron dispuestos a ponerlo a prueba, y Mark comenzó en la galería a principios de mayo.
Afortunadamente, desde ese momento Mark no había dado a Maggie ningún motivo para cuestionarle. La quimioterapia siguió dejándola fuera de juego todo el verano, por lo que únicamente pasaba unas pocas horas a la semana en la galería, pero en las pocas ocasiones que coincidían, Mark había demostrado ser un profesional consumado. La recibía saludándola animadamente, sonreía con facilidad y siempre se refería a ella como «señora Dawes». Nunca llegaba tarde al trabajo, nunca había llamado diciendo que se encontraba enfermo y casi nunca la molestaba, limitándose a llamar con suavidad a la puerta de su despacho cuando un comprador o un coleccionista de los de verdad solicitaba específicamente hablar con ella, y Mark le consideraba lo suficientemente importante como para semejante intrusión. Quizá porque se había tomado la entrevista al pie de la letra, nunca hizo referencia a los últimos vídeos que Maggie había subido, ni le hacía preguntas personales. A veces expresaba su deseo de que se encontrara mejor, pero eso no la molestaba, porque en realidad no preguntaba nada, sino que dejaba a su criterio si quería contarle algo o no.
Pero, sobre todo, lo principal era que su trabajo era impecable. Trataba a los clientes con cortesía y de forma encantadora, dirigía con elegancia hacia la salida a los fans de los Vídeos sobre el cáncer, y sobresalía en las ventas, probablemente porque no era en absoluto insistente. Contestaba las llamadas de teléfono normalmente al segundo o tercer tono, y se encargaba de envolver con esmero las copias pedidas por correo antes de enviarlas. Solía quedarse un par de horas después de que la galería cerrase sus puertas para acabar todas las tareas pendientes. Luanne estaba tan impresionada que confiaba plenamente en él para dejarle a cargo durante el mes de vacaciones que pasaba casi cada año en Maui, en diciembre, con su hija y sus nietos, desde que empezara a trabajar en la galería.
Maggie había llegado a darse cuenta de que nada de eso había supuesto una gran sorpresa. Lo que la sorprendía era que en los últimos meses sus reservas en relación con Mark lentamente habían dado paso a una sensación cada vez mayor de confianza.
Maggie no podía precisar con exactitud cuándo había sucedido. Al igual que unos vecinos que coincidieran regularmente en el ascensor, su relación de carácter cordial se fue asentando en una confortable familiaridad. En septiembre, tras empezar a sentirse mejor después de la última perfusión, había comenzado a pasar más tiempo en el trabajo. Los sencillos saludos que Mark le dedicaba daban paso a una charla trivial que después fluía suavemente hacia temas más personales. A veces aquellas conversaciones tenían lugar en la salita para hacer la pausa que se encontraba al final del pasillo del despacho; en otras ocasiones, en la misma galería, cuando no había visitantes. Casi siempre tenían lugar cuando ya habían cerrado las puertas, mientras procesaban y empaquetaban entre los tres los pedidos de copias realizados por teléfono o a través de la página web. Normalmente Luanne llevaba la voz cantante en la conversación, comentando las lastimosas citas de su exmarido o anécdotas de sus hijos y nietos. A Maggie y a Mark les gustaba escucharla: Luanne era todo un entretenimiento. De vez en cuando, algunos de los comentarios de Luanne les hacía poner a uno de ellos los ojos en blanco («estoy segura de que mi ex está pagándole la cirugía plástica a esa vulgar cazafortunas»), y el otro sonreía apenas, en una forma de comunicación privada exclusiva entre ambos.
Sin embargo, a veces Luanne tenía que irse enseguida después de cerrar. Mark y Maggie trabajaban entonces mano a mano, y, poco a poco, Maggie aprendió a conocer bastante bien a Mark, aunque él se abstuviera de hacerle comentarios personales. Le hablaba de sus padres y de su infancia, y lo que le contaba a Maggie a menudo se le antojaba como algo parecido a la clase de crianza imaginada por Norman Rockwell, con lectura de cuentos antes de dormir y juegos de hockey y béisbol incluidos, y sus padres asistiendo a todos los eventos del colegio que recordaba. También le hablaba con frecuencia de su novia, Abigail, que acababa de empezar un máster en economía en la Universidad de Chicago. Al igual que Mark, había crecido en una localidad pequeña, Waterloo, en Iowa. Mark le había enseñado innumerables fotos de ambos en su iPhone. En ellas podía apreciarse una bella joven pelirroja con un tono de piel luminoso propio del medio oeste, y Mark había mencionado que pensaba proponerle matrimonio cuando acabara los estudios. Maggie recordaba haberse reído tras oír ese comentario.
—¿Por qué queréis casaros tan jóvenes? —había preguntado—. ¿Por qué no queréis esperar un par de años?
—Porque —respondió Mark— es la persona con la que me gustaría pasar el resto de mi vida.
—¿Cómo puedes saberlo?
—A veces, uno simplemente lo sabe.
Cuanto mejor le conocía, más le parecía que sus padres habían tenido tanta suerte con él como él decía haber tenido con ellos. Era un joven ejemplar, responsable y amable, que desmentía el estereotipo de los milenial como jóvenes vagos que se creían con derecho a todo. Sin embargo, a veces le sorprendía sentir aquel creciente afecto por él, aunque solo fuera porque tenían tan pocas cosas en común. Su juventud había sido… poco usual, por decirlo de algún modo, por lo menos durante un tiempo, y la relación con sus padres con frecuencia tirante. Ella no había sido como Mark en absoluto. Mientras él había sido estudioso y se había graduado con los máximos honores en una de las mejores universidades, ella había tenido que esforzarse durante casi toda su vida escolar, y no había llegado a concluir siquiera tres semestres en una escuela universitaria pública. A la edad de Mark, ella se había contentado con vivir el momento y resolver los problemas sobre la marcha, mientras que él parecía tener un plan para todo. Maggie sospechaba que, de haberlo conocido cuando era joven, no le habría concedido ni un día; a sus veintitantos tenía la mala costumbre de elegir exactamente la clase de hombres que no le convenían.
No obstante, Mark a veces le recordaba a alguien que había conocido hacía mucho tiempo, alguien que antaño lo había sido todo para ella.
Para cuando se acercaba el Día de Acción de Gracias, Maggie ya consideraba a Mark como un miembro de pleno derecho de la familia de la galería. No sentía que su relación con él fuera tan cercana como la que tenía con Luanne o Trinity (después de todo, llevaban años juntos), pero sí se había convertido en algo semejante a un amigo, y dos días después de aquella celebración, los cuatro se habían quedado hasta tarde en la galería después de cerrar. Era un sábado por la noche, y puesto que Luanne pensaba volar a Maui al día siguiente, y Trinity, al Caribe, abrieron una botella de vino para acompañar la bandeja de fruta y quesos que Luanne había encargado. Maggie aceptó una copa, aunque no podía concebir la idea de ser capaz de beber o comer nada.
Brindaron por la galería, ya que aquel había sido el mejor año desde sus inicios, y estuvieron conversando agradablemente durante una hora. Cuando ya iban a despedirse, Luanne le dio a Maggie una tarjeta en un sobre.
—Hay un regalo en su interior —dijo Luanne—. Ábrelo cuando me haya ido.
—No he podido comprarte nada.
—Eso da igual —replicó Luanne—. Poder volver a verte tal y como te conocí estos últimos meses ha sido el mejor regalo para mí. Pero asegúrate de abrirlo antes de Navidad.
Una vez Maggie confirmó que así lo haría, Luanne se acercó a la bandeja y tomó un par de fresas. Trinity estaba hablando con Mark a poca distancia. Como iba a la galería con menos asiduidad incluso que Maggie, pudo escuchar cómo Trinity le hacía la misma clase de preguntas personales que ella misma ya había formulado en los pasados meses.
—No sabía que jugabas al hockey —comentó Trinity—. Soy muy fan de los Islanders, aunque no hayan ganado otra Copa Stanley en siglos.
—Es un deporte fabuloso. Jugué en todos los cursos hasta que empecé en la Northwestern.
—¿Acaso no tienen un equipo?
—Yo no era lo suficientemente bueno para jugar a nivel universitario —admitió Mark—. Aunque a mis padres pareció no importarles. Y eso que creo que no se perdieron ninguno de mis partidos.
—¿Vendrán en Navidades a verte?
—No —respondió Mark—. Mi padre ha preparado un viaje para visitar Tierra Santa con una veintena de miembros de nuestra iglesia estas vacaciones. Nazaret, Belén, etcétera.
—¿Y tú no vas a ir con ellos?
—Es su sueño, no el mío. Además, tengo que estar aquí.
Maggie vio cómo Trinity la miraba de reojo antes de volver a prestar toda su atención a Mark. Se inclinó hacia delante para susurrarle algo, y aunque Maggie no pudo oírlo, supo exactamente qué le había dicho Trinity, porque tan solo hacía unos minutos que le había comunicado a ella misma su preocupación: «Asegúrate de echar un ojo a Maggie mientras Luanne y yo estamos fuera. Estamos un poco preocupados por ella».
En respuesta, Mark simplemente hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Trinity tenía una percepción más amplia de la que seguramente era consciente, aunque cabe decir que tanto él como Luanne ya estaban al corriente de la cita que Maggie tenía con la doctora Brodigan el 10 de diciembre. Y en aquella visita, la doctora Brodigan había conminado a Maggie a concentrarse en su calidad de vida.
A 18 de diciembre, había pasado más de una semana desde aquel día funesto y Maggie seguía sintiéndose casi como paralizada. Todavía no le había hablado a nadie de su pronóstico. Sus padres siempre se habían mostrado convencidos de que, si rezaba lo suficiente, Dios de algún modo conseguiría sanarla, y decirles la verdad le requería más energía de la que podía hacer acopio. Y lo mismo era aplicable a su hermana, aunque de un modo distinto; en resumen, no tenía el coraje suficiente. Mark le había enviado un par de mensajes para ver cómo estaba, pero comentar su situación por esa vía le parecía absurdo, y, además, no se había sentido preparada para ver a nadie todavía. En cuanto a Luanne, o incluso Trinity, suponía que podía llamarlos, pero ¿para qué? Luanne se merecía disfrutar del tiempo que estaba pasando con su propia familia sin preocuparse por Maggie, y Trinity también tenía su propia vida. Por otra parte, ninguno de los dos podía hacer nada al respecto.
En lugar de eso, abrumada por su nueva realidad, había pasado gran parte de los últimos días en su apartamento, o dando breves y lentos paseos por el vecindario. A veces simplemente se quedaba al lado de la ventana, con la mirada perdida, acariciando con aire ausente el pequeño colgante que pendía de la cadena que nunca se quitaba; en otras ocasiones, se sorprendía observando a la gente. Cuando se mudó a Nueva York, se había sentido fascinada por la incesante actividad a su alrededor, viendo cómo la gente se precipitaba hacia el metro o escudriñando los altos edificios de oficina a medianoche, sabedora de que todavía había gente sentada ante su escritorio. Al seguir el movimiento frenético de los peatones bajo su ventana, le venían a la cabeza recuerdos de su primera edad adulta en la ciudad y de la mujer más joven y más saludable que había sido. Le parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces; al mismo tiempo, tenía la sensación de que los años habían pasado en un abrir y cerrar de ojos, y su incapacidad para comprender esa contradicción provocaba una introspección más profunda de lo que era habitual en ella. El tiempo, pensó, siempre le resultaría inaprensible.
Aunque no había esperado un milagro, ya que en lo más profundo de su interior siempre había sabido que la cura era algo imposible, ¿no habría sido fantástico saber que la quimioterapia había ralentizado un poco el cáncer para concederle uno o dos años más? ¿O que había un nuevo tratamiento experimental disponible? ¿Acaso sería mucho pedir que se le otorgara un último entreacto antes de que empezara el final?
Eso era lo que tenía luchar contra el cáncer. La espera. Los últimos años habían venido marcados en gran parte por la espera. Esperar la cita con el doctor, esperar el tratamiento, esperar la mejoría tras el tratamiento, esperar que funcionase realmente, esperar hasta que estuviese lo suficientemente recuperada como para probar algo nuevo. Hasta que la diagnosticaron, siempre había considerado el hecho de esperar como algo irritante, pero poco a poco la espera se había convertido sin lugar a dudas en la realidad que definía su vida.
«Incluso ahora —pensó de repente—. Aquí estoy, a la espera de morir.»
En la acera, al otro lado del cristal, veía a la gente arrebujada en su ropa de invierno, exhalando vaho por la boca mientras se apresuraba hacia destinos desconocidos; en la calzada brillaban las luces traseras de los automóviles que formaban largas hileras y se desplazaban lentamente por estrechos carriles flanqueados por bonitos edificios de ladrillo. Gente que se dirigía a sus ocupaciones diarias, como si no sucediera nada fuera de lo ordinario. Pero ahora nada le parecía normal y corriente, y dudaba que algún día pudiera volver a sentir que algo volvía a ser normal.
Los envidiaba, envidiaba a esos extraños a los que nunca conocería. Vivían sus vidas sin contar los días que les quedaban, algo que ella nunca volvería a hacer. Y como de costumbre, había toda una muchedumbre. Se había acostumbrado a que la ciudad siempre estuviera abarrotada, independientemente de la hora o la época del año, lo que lo hacía todo mucho más complicado, incluso las cosas más simples. Si necesitaba ibuprofeno de la farmacia Duane Reade, siempre había cola; si tenía ganas de ver una película, también. Cuando tenía que cruzar la calle, estaba inevitablemente rodeada por otras personas, gente que se apresuraba y daba empujones para subir a la acera.
¿Para qué tanta prisa? Ahora se planteaba esa cuestión, igual que otras muchas. Como todo el mundo, se arrepentía de algunas cosas, y ahora que se le acababa el tiempo, no podía evitar regodearse en ellas. Deseaba que el tiempo volviese atrás para deshacer algunas de sus acciones; había perdido algunas oportunidades que ya nunca podría recuperar. En uno de sus vídeos había hablado honestamente sobre algunas de esas cosas que lamentaba, admitiendo que no se había reconciliado con ellas, y que tampoco estaba más cerca de encontrar respuestas que cuando se enteró por primera vez de su diagnóstico.
Tampoco había llorado desde su última visita a la doctora Brodigan. En lugar de eso, cuando no estaba mirando por la ventana o dando un paseo, se concentraba en lo mundano. Dormía una media de catorce horas al día, y ya había comprado los regalos de Navidad por Internet. Había grabado otro vídeo sobre el cáncer sobre esa última cita con la doctora Brodigan, pero todavía no lo había subido. Se hacía traer smoothies e intentaba tomárselos sentada en la sala de estar. Había intentado incluso en los últimos días comer en el restaurante Union Square Cafe. Siempre había sido uno de sus locales preferidos para tomar una comida deliciosa en la barra, pero aquella visita acabó siendo un desperdicio, ya que seguía sin poder saborear todo lo que pasaba a través de su boca. El cáncer le arrebataba otra de las alegrías de su vida.
Ahora faltaba una semana para Navidad, y mientras el sol iniciaba su descenso, sintió la necesidad de salir del apartamento. Se puso múltiples capas, suponiendo que pasearía un rato sin rumbo fijo, pero en cuanto puso un pie en la calle, las ganas de deambular sin más se desvanecieron con la misma rapidez con que habían venido. En lugar de eso, empezó a caminar hacia la galería. Aunque no haría gran cosa, sería reconfortante comprobar que todo estaba en orden.
La galería se encontraba a varias manzanas de distancia y ella avanzaba con lentitud, intentando evitar a cualquiera que pudiera tropezar con ella. El viento era gélido y cuando empujó las puertas del establecimiento media hora antes del cierre, estaba temblando de frío. Estaba más concurrida que de costumbre; esperaba una menor afluencia de público debido a las fiestas, pero obviamente se había equivocado. Por suerte, Mark parecía tenerlo todo bajo control.
Como sucedía siempre que hacía su aparición en la galería, algunas cabezas se giraban hacia ella, y podía advertir por la expresión de algunas caras que la reconocían. «Lo siento, amigos. Hoy no», pensó repentinamente, ofreciendo un rápido saludo antes de precipitarse hacia el despacho. Cerró la puerta tras de sí. Había un escritorio y una silla de oficina, y en una de las paredes había estanterías llenas de libros de fotografía y recordatorios de sus viajes a lugares remotos. Al otro lado del escritorio había un pequeño sofá doble de color gris, justo lo bastante grande para que pudiera acurrucarse en él si sentía la necesidad de tumbarse. En la esquina había una mecedora profusamente grabada, con cojines estampados de flores, que Luanne había traído de su casa de campo, y que daba un toque cálido a la moderna oficina.
Tras depositar los guantes, el gorro y la chaqueta sobre el escritorio, Maggie se ajustó de nuevo el pañuelo y se dejó caer en la silla de oficina. Dirigió su atención hacia el ordenador, comprobó con gesto automático las cifras de ventas semanales y advirtió un repunte en el volumen, pero se dio cuenta de que no estaba de humor para estudiar los números de forma detallada. En lugar de eso, abrió otra carpeta y empezó a repasar sus fotos favoritas, hasta detenerse por fin en una serie de imágenes de su viaje a Ulan Bator, Mongolia, el pasado enero. En ese momento no podía saber que iba a ser su último viaje internacional. Durante su estancia allí, la temperatura había permanecido muy por debajo de cero, con ráfagas de viento que congelaban la piel expuesta en menos de un minuto; le había costado mucho conseguir que la cámara siguiera funcionando, porque los mecanismos empezaban a quejarse con tan bajas temperaturas. Recordaba haber guardado de forma repetida la cámara bajo su chaqueta para que recibiera su calor corporal, pero aquellas fotos eran tan importantes para ella que se había enfrentado a los elementos durante casi dos horas.
Quería encontrar la manera de documentar los niveles tóxicos de la contaminación del aire y sus efectos visibles en la población. En una ciudad de un millón y medio de personas, casi todas las casas y negocios usaban carbón en invierno, lo cual hacía que el cielo apareciera gris incluso en los días más luminosos. Se trataba de una crisis sanitaria, además de medioambiental, y su intención era que aquellas imágenes impulsaran a la gente a pasar a la acción. Había publicado innumerables fotos de niños cubiertos de suciedad por salir afuera a jugar. Había capturado una asombrosa imagen en blanco y negro de una tela mugrienta que se había usado como cortina para una ventana abierta, con el fin de poner en relieve que en el interior no podía haber unos pulmones sanos. También quería capturar una panorámica con marcado contraste de la ciudad, y finalmente había conseguido la imagen que deseaba: un brillante cielo azul que de forma repentina daba paso, sin ninguna clase de transición, a una bruma pálida, casi de un amarillo enfermizo, como si el mismo Dios hubiera trazado una línea recta perfecta, dividiendo el cielo en dos partes. El efecto era absolutamente impresionante, especialmente después de haber pasado varias horas retocándola en la postproducción.
Mientras miraba la imagen en la tranquilidad de su despacho, fue consciente de que nunca podría volver a hacer algo parecido. Probablemente nunca volvería a viajar por trabajo; tal vez ni siquiera saldría de Manhattan, a menos que cediera ante la insistencia de sus padres y regresara a Seattle. Tampoco había conseguido cambiar nada en Mongolia. Además del reportaje fotográfico que había enviado al New Yorker, varias revistas de información, incluidas Scientific American y el Atlantic, habían intentado también sensibilizar sobre los peligrosos niveles de contaminación en Ulan Bator, pero en todo caso la calidad del aire solo había empeorado en los últimos once meses. Había sido, pensó, un nuevo fracaso en su vida, igual que su batalla contra el cáncer.
Aquellos pensamientos no tenían por qué estar relacionados, pero en ese instante se conectaron, y de pronto notó cómo se agolpaban las lágrimas en sus ojos. Se estaba muriendo, estaba muriéndose de verdad, y de repente se dio cuenta de que esas serían sus últimas Navidades.
¿Qué debería hacer en esas últimas y preciosas semanas? ¿Y qué suponía eso en relación con la realidad de su día a día? Ya dormía más que nunca, pero ¿significaba «calidad de vida» dormir más para estar mejor o dormir menos para que los días parecieran más largos? ¿Y qué tenía que ver eso con sus rutinas? ¿Debería molestarse en concertar una cita para hacerse una limpieza dental? ¿Debería gastar el mínimo con sus tarjetas de crédito o despilfarrar su dinero? ¿Acaso importaba? ¿Qué podría importar todo eso realmente ahora?
Cientos de pensamientos y preguntas aleatorios invadieron su mente; perdida en ellos, sintió que se ahogaba antes de dejarse llevar por completo. No era consciente de cuánto tiempo había durado aquel arrebato; el tiempo se desvaneció. Cuando por fin se hubo desahogado, se puso en pie y se enjugó las lágrimas. Echó un vistazo por la ventana de espejo situada por encima de su escritorio y advirtió que la galería estaba vacía y la puerta de entrada cerrada. Curiosamente, no podía ver a Mark, a pesar de que las luces seguían encendidas. Se preguntó dónde podría estar y de pronto percibió unos toquecitos en la puerta. Incluso su manera de llamar era amable.
Consideró la posibilidad de justificarse de algún modo hasta que su crisis dejara de ser evidente, pero ¿por qué debería molestarse? Hacía tiempo que había dejado de preocuparle su aspecto físico; sabía que estaba horrible hasta en su mejor momento.
—Pasa —dijo. Extrajo un pañuelo de una caja que había sobre el escritorio y se sonó la nariz mientras Mark atravesaba el umbral.
—Hola —dijo en tono suave.
—Hola.
—¿La pillo en mal momento?
—No, está bien.
—Pensé que esto le podría gustar —dijo, ofreciéndole un vaso de papel—. Es un smoothie de banana y fresa con helado de vainilla. Puede que sirva de ayuda.
Maggie reconoció la marca estampada en el vaso de papel, era de un restaurante a dos portales de la galería, y se preguntó cómo podía haber sabido Mark cómo se sentía. Tal vez había sospechado algo al verla ir directamente al despacho, o quizá simplemente se acordó de lo que Trinity le había dicho.
—Gracias —dijo aceptándolo.
—¿Está usted bien?
—He tenido momentos mejores. —Maggie dio un sorbo, agradecida de que fuera lo suficientemente dulce como para llegar hasta sus confusas papilas gustativas—. ¿Cómo ha ido hoy?
—Ha habido mucho trabajo, pero no tanto como el pasado viernes. Hemos vendido ocho copias, entre ellas el número tres de Rush.
Cada una de sus fotos se vendía en una edición limitada de veinticinco copias numeradas: a un número inferior, un precio más alto. La foto que Mark mencionaba recogía la hora punta en el metro de Tokio, el andén rebosante de miles de hombres vestidos con lo que parecían trajes negros idénticos.
—¿Le ha ido bien a Trinity?
—Hoy no, pero creo que tiene buenas posibilidades en un futuro próximo. Jackie Bernstein pasó por aquí con su asesor.
Maggie asintió. Jackie ya había comprado anteriormente dos de sus obras, así que a Trinity seguro que le encantaría saber que estaba interesada en adquirir otra.
—¿Qué tal ha ido la página web y la venta telefónica?
—Seis confirmaron, dos pidieron más información. No debería costarnos demasiado preparar las ventas para su envío. Si quiere irse a casa, puedo encargarme yo.
En cuanto Mark dijo eso, en su mente surgieron otras preguntas: «¿Quiero irme a casa realmente? ¿A un apartamento vacío? ¿Regodearme en mi soledad?».
—No, prefiero quedarme —objetó, rechazando la propuesta con la cabeza—. Por lo menos un rato.
Percibió la curiosidad que sentía Mark, pero sabía que él no preguntaría nada más. De nuevo se dio cuenta de que las conversaciones mantenidas durante las entrevistas de trabajo habían dejado su impronta.
—Estoy segura de que estás siguiendo mis publicaciones y vídeos en redes sociales —empezó a comentar—, de modo que seguramente tienes una idea general de lo que está pasando con mi enfermedad.
—En realidad no. No he visto ninguno de sus vídeos desde que empecé a trabajar aquí.
Maggie no esperaba eso. Incluso Luanne miraba sus vídeos.
—¿Por qué no?
—Supuse que preferiría que no lo hiciera. Y al recordar su preocupación inicial a la hora de contratarme, me pareció que lo correcto era no hacerlo.
—Pero sí sabías que tuve que someterme a quimioterapia, ¿no?
—Luanne lo comentó, pero no conozco los detalles. Y por supuesto, las pocas veces que usted estaba en la galería parecía…
Al ver que dejaba la frase por terminar, Maggie la acabó por él:
—¿Como muerta?
—Iba a decir que parecía un poco cansada.
«Por supuesto que parecía cansada. Si es que quedarse calva, tener la piel de color verde, estar demacrada y encogida pudiera explicarse diciendo que nos hemos levantado demasiado temprano.»
Pero Maggie sabía que Mark solo estaba intentando ser amable.
—¿Tienes un momento antes de que empieces a preparar los envíos?
—Por supuesto. No tengo nada planeado esta noche.
En un impulso Maggie se dirigió hacia la mecedora y le indicó por señas que se pusiera cómodo en el sofá biplaza.
—¿No vas a salir con amigos?
—Sale un poco caro —dijo—. Y salir normalmente significa ir a tomar unas copas, y yo no bebo.
—¿Nunca?
—No.
—Guau —exclamó—. Creo que nunca he conocido a un joven de veintidós años que no haya bebido nunca.
—En realidad tengo veintitrés.
—¿Ha sido tu cumpleaños?
—No fue nada del otro mundo.
«Seguramente no», pensó Maggie.
—¿Lo sabía Luanne? No me dijo nada.
—Tampoco se lo comenté.
Maggie se inclinó hacia delante y alzó su vaso de papel.
—Felicidades con retraso por tu cumpleaños.
—Gracias.
—¿Hiciste algo divertido? Me refiero para celebrar tu cumpleaños.
—Abigail vino para pasar el fin de semana y vimos Hamilton. ¿La has visto?
—Hace algún tiempo. —«Pero no volveré a verla», pensó sin molestarse en hacer el comentario en voz alta. Era una de las razones de no querer estar sola. Para que pensamientos como aquellos no desencadenaran otra crisis. La presencia de Mark de algún modo hacía que le resultara más fácil mantenerse entera.
—Nunca había ido a un espectáculo de Broadway —prosiguió Mark—. La música era fantástica y me encantó el componente histórico y la danza y… En realidad, todo. Abigail estaba como electrificada; juraba que nunca había experimentado algo parecido.
—¿Cómo está Abigail?
—Está bien. Acababa de empezar sus vacaciones, así que ahora seguramente estará de camino a Waterloo para ver a su familia.
—¿No quiere venir aquí a verte?
—Hay una especie de pequeña reunión familiar. Es una gran familia, no como la mía. Cinco hermanos y hermanas mayores que viven repartidos por todo el país. La Navidad es el único momento del año en el que pueden reunirse.
—¿Y no querías ir con ella?
—Estoy trabajando. Ella lo entiende. Además, va a venir el día 28. Pasaremos algún tiempo juntos, veremos cómo cae la bola en fin de año y cosas así.
—¿Me la presentarás?
—Si usted quiere, sí.
—Si necesitas más tiempo libre, dímelo. Estoy segura de que puedo arreglármelas sola durante un par de días.
Maggie no estaba segura de conseguirlo, pero sintió que debía ofrecérselo.
—Se lo diré si me hace falta.
Maggie dio otro sorbito del smoothie.
—No sé si te lo he dicho últimamente, pero lo estás haciendo realmente bien.
—Disfruto con el trabajo —contestó.
Mark no dijo nada más y ella nuevamente se dio cuenta de que él había elegido no preguntarle nada personal, lo que significaba que tendría que facilitarle la información voluntariamente o quedársela para sí misma.
—La semana pasada tuve una cita con mi oncóloga —afirmó esperando darle un tono neutro a su voz—. Cree que otra ronda de sesiones de quimioterapia será más perjudicial que positiva.
La expresión en el rostro de Mark se suavizó.
—¿Puedo preguntar qué significa eso?
—Significa que ya no habrá más tratamientos y que comienza la cuenta atrás.
Mark palideció al comprender lo que no había dicho de forma explícita.
—¡Oh, señora Dawes!, eso es terrible. Lo siento. No sé qué decir. ¿Hay algo que pueda hacer?
—No creo que nadie pueda hacer nada. Pero, por favor, llámame Maggie. Creo que llevas trabajando aquí lo suficiente como para que ambos utilicemos nuestros nombres de pila.
—¿Está la doctora segura?
—Los resultados de las exploraciones no son buenos —continuó Maggie—. Está muy extendido por todas partes. En el estómago, el páncreas, los riñones, los pulmones. Y aunque sé que no vas a preguntar, me quedan menos de seis meses. Probablemente unos tres o cuatro, tal vez incluso menos.
Para sorpresa de Maggie, los ojos de Mark empezaron a llenarse de lágrimas.
—¡Oh, Dios mío…! —dijo, y la expresión de su rostro se suavizó de repente aún más—. ¿Te importa si rezo por ti? No ahora, me refiero a cuando llegue a casa.
Maggie no pudo evitar sonreír. Por supuesto que Mark quería rezar por ella, como futuro pastor que era. Sospechaba que nunca había dicho una palabra malsonante en su vida. Maggie pensó que era un chico muy dulce. Bueno, técnicamente era un hombre joven, pero…
—Me gustaría mucho.
Durante unos instantes ninguno de los dos habló. Luego Mark movió suavemente la cabeza en un gesto de negación y apretó los labios.
—No es justo —dijo.
—¿Desde cuándo la vida es justa?
—¿Puedo preguntarte cómo estás? Espero que me perdones si me estoy entrometiendo.
—No pasa nada —respondió Maggie—. Supongo que he estado un poco aturdida desde que me enteré.
—Tiene que parecer una pesadilla.
—A veces sí. Pero otras veces no. Lo curioso es que físicamente me siento mejor que en otros momentos de este año, cuando hacía quimio. A veces me parecía que morir seguramente era mejor. Pero ahora…
Maggie dejó vagar la mirada por las estanterías, fijándose en los souvenirs que había coleccionado, cada uno de ellos conectado a los recuerdos de algún viaje. De Grecia a Egipto, Ruanda y Nueva Escocia, Patagonia y la Isla de Pascua, Vietnam y Costa de Marfil. Tantos lugares, tantas aventuras.
—Es extraño saber que el fin es tan inminente —admitió—. Origina muchas preguntas. Le hace a una cuestionarse en qué consiste todo esto. A veces creo que he vivido una vida maravillosa, pero luego, pasados unos instantes, me sorprendo obsesionándome con las cosas que me he perdido.
—¿Como por ejemplo?
—El matrimonio, para empezar —dijo—. Sabes que nunca he estado casada, ¿verdad? —Mark asintió, y ella prosiguió—. Cuando era joven, no podía imaginarme seguir soltera a mi edad. Me criaron de otra manera. Mis padres eran muy tradicionales y suponía que yo sería como ellos. —Permitió que su mente divagara hacia el pasado, y los recuerdos emergieron hacia la superficie—. Por supuesto, no se lo puse fácil. Por lo menos no como tú.
—No siempre he sido el hijo perfecto —protestó—. Yo también me metí en líos.
—¿De qué tipo? ¿Algo serio? ¿Tal vez porque no ordenaste tu cuarto o porque llegaste un minuto tarde después de la hora acordada? Ah, no. Nunca llegaste tarde, ¿verdad?
Abrió la boca, pero de ella no salió una palabra, porque sabía que estaba en lo cierto. Debía de haber sido la clase de adolescente que se lo pone más difícil al resto de su generación, simplemente porque él estaba destinado a ser fácil.
—El caso es que he empezado a preguntarme qué habría pasado de haber elegido otro camino. Pero no me refiero solamente al matrimonio. Qué habría pasado si hubiera sido más aplicada en los estudios, o si me hubiera graduado en la universidad, o si hubiera trabajado en una oficina, o mudado a Miami o Los Ángeles en lugar de Nueva York. Cosas así.
—Resulta obvio que no necesitabas un título universitario. Tu carrera como fotógrafa es admirable, y los vídeos y publicaciones sobre tu enfermedad han inspirado a mucha gente.
—Es muy amable por tu parte, pero en realidad no me conocen. Y en última instancia, ¿no es eso lo más importante en la vida? ¿Que las personas que eliges te conozcan y te quieran?
—Quizá —concedió Mark—. Pero eso no anula lo que has ofrecido a los demás con tu experiencia. Es una acción poderosa, que incluso puede cambiar la vida a algunas personas.
A Maggie volvió a sorprenderla cuánto le recordaba a alguien que había conocido hacía mucho tiempo, tal vez debido a su sinceridad o a sus maneras anticuadas. No había vuelto a pensar en Bryce en años, por lo menos no de forma consciente. Durante la mayor parte de su vida adulta, había intentado mantener a una distancia prudencial los recuerdos que tenía de él.
Pero ya no había motivos para seguir haciéndolo.
—¿Te importa que te haga una pregunta personal? —preguntó Maggie, imitando su estilo discursivo peculiarmente formal.
—En absoluto.
—¿Cuándo te diste cuenta de que estabas enamorado de Abigail?
En cuanto pronunció su nombre, pareció estar bañado de ternura.
—El año pasado —respondió, reclinándose en los cojines del sofá—. Poco después de graduarme. Habíamos salido cuatro o cinco veces, y quería que conociera a sus padres. El caso es que íbamos de camino a Waterloo, los dos solos. Paramos a comer algo y, a la salida, decidió que quería tomar un helado. Afuera hacía un calor abrasador y, desgraciadamente, el aire acondicionado del coche no funcionaba demasiado bien, de modo que el helado empezó a derretírsele, claro está. Mucha gente se habría sentido molesta, pero ella simplemente empezó a reír como si fuera lo más divertido del mundo mientras intentaba comerse el helado antes de que se derritiera del todo. Tenía helado por todas partes, en la nariz y los dedos, en el regazo, incluso en el pelo, y recuerdo que pensé que me gustaría tener a alguien así a mi lado para toda la vida. Alguien que pudiera reírse de las contrariedades y ver la alegría en toda ocasión. En ese momento supe que era ella.
—¿Se lo dijiste?
—Oh, no. No fui lo bastante valiente. El pasado otoño por fin conseguí reunir el valor necesario.
—¿Y ella también te dijo que te amaba?
—Sí. Fue un alivio.
—Debe de ser una persona maravillosa.
—Sí que lo es. Tengo mucha suerte.
Aunque Mark sonreía, sabía que seguía afligido.
—Ojalá pudiera hacer algo por ti —dijo, en un tono suave.
—Basta con tu trabajo aquí. Bueno, eso y también que te quedes hasta tarde.
—Estoy contento de poder estar aquí. Pero me estaba preguntando…
—Adelante —le animó Maggie, con un gesto de la mano que sostenía el smoothie—. Puedes preguntarme lo que quieras. Ya no tengo nada que ocultar.
—¿Por qué no te has casado? Me refiero a que tú creías que acabarías casada, ¿no?
—Hubo varias razones. En los inicios de mi carrera quería concentrarme en ella hasta que me hubiera establecido. Después empecé a viajar mucho, y luego llegó la galería y… Supongo que estaba demasiado ocupada.
—¿Nunca conociste a nadie que te hiciera replantearte todo eso?
En el silencio que se hizo a continuación, Maggie se llevó la mano de forma inconsciente a la cadena que pendía de su cuello, buscando el pequeño colgante con forma de concha, comprobando que seguía allí.
—Creo que sí. Sé que le amé, pero no era el momento adecuado.
—¿Por el trabajo?
—No —respondió—. Eso pasó mucho antes. Pero estoy bastante segura de que no habría sido bueno para él. No en aquel entonces, de todos modos.
—No puedo creerlo.
—No sabes cómo era yo. —Dejó el vaso a un lado y juntó las manos sobre su regazo—. ¿Quieres que te cuente la historia?
—Sería un honor.
—Es un poco larga.
—Esas suelen ser las mejores historias.
Maggie bajó la cabeza, percibiendo cómo las imágenes empezaban a emerger hacia la superficie en su mente. Sabía que con aquellas imágenes las palabras saldrían por sí solas.
—En 1995, cuando tenía dieciséis años, empecé a llevar una vida secreta —comenzó a contar.