Ocracoke, 1995
A decir verdad, para ser honesta, mi vida secreta en realidad empezó cuando tenía quince años y mi madre me encontró en el suelo del baño, con mala cara, abrazando la taza del váter. Llevaba vomitando cada mañana durante la última semana y media, y mi madre, con más experiencia sobre esas cosas que yo, se precipitó a la farmacia y me hizo orinar sobre un palito en cuanto volvió a casa. Cuando apareció la marca de color azul, se quedó mirando fijamente el palito largamente sin decir nada, y luego se retiró a la cocina, donde estuvo llorando a intervalos intermitentes durante el resto del día.
Eso fue a principios de octubre, y para entonces estaba de algo más de nueve semanas. Seguramente lloré tanto como mi madre aquel día. Me encerré en mi cuarto aferrada a mi peluche favorito (no estoy segura de que mi madre siquiera se diera cuenta de que no había ido al instituto), mirando fijamente por la ventana con los ojos hinchados, viendo cómo diluviaba sobre las brumosas calles. Era el típico tiempo de Seattle; incluso ahora dudo que haya un lugar más deprimente en el mundo entero, sobre todo si tienes quince años y estás embarazada, con la certeza de que tu vida ha concluido antes incluso de tener la oportunidad de comenzar.
No hace falta decir que no tenía ni idea de qué iba a hacer. Eso es lo que recuerdo con más claridad. Me refiero a que ¿cómo podía saber qué quería decir ser madre o tan siquiera ser adulta? Claro está, por supuesto, que a veces me sentía mayor de la edad que tenía, como cuando Zeke Watkins, el jugador estrella del equipo de baloncesto universitario, me dirigió la palabra en el aparcamiento del instituto, pero una parte de mí seguía sintiéndose como una chiquilla. Me encantaban las películas de Disney y celebrar mi cumpleaños con tarta de helado de fresa en la pista de patinaje; siempre dormía con una osita de peluche y ni siquiera sabía conducir. Francamente, tampoco tenía siquiera tanta experiencia con el sexo opuesto. Solo había besado a cuatro chicos en toda mi vida, pero, en una ocasión, los besos dieron paso a algo más, y, poco después de pasadas tres semanas tras aquel día lleno de lágrimas y vómitos, mis padres me enviaron a Ocracoke, en las islas Outer Banks de Carolina del Norte, un lugar que ni siquiera sabía que existía. Supuestamente una pintoresca localidad costera que los turistas adoraban. Allí viviría con mi tía Linda Dawes, la hermana de mi padre, mucho mayor que él, una mujer que solo había visto una vez en mi vida. También hablaron con mis profesores para que no perdiera demasiado en cuanto a los estudios. Mis padres mantuvieron una larga conversación con el director del instituto, y una vez este hubo hablado con mi tía, decidió confiar en ella para que supervisara mis exámenes, se asegurara de que no hacía trampa y de que enviaba todas las tareas. Y de esa forma tan simple, de pronto me convertí en el secreto de la familia.
Mis padres no me acompañaron a Carolina del Norte, lo cual hizo mi partida mucho más difícil. En lugar de eso, nos despedimos en el aeropuerto en una gélida mañana de noviembre, pocos días después de Halloween. Acababa de cumplir dieciséis, estaba de trece semanas, aterrorizada, pero no lloré en el avión, gracias a Dios. Tampoco lloré cuando mi tía me recogió en ese aeropuerto de mala muerte en medio de la nada, ni siquiera cuando nos registramos en un motel cochambroso cerca de la playa, ya que teníamos que esperar para coger el ferri hacia Ocracoke a la mañana siguiente. Para entonces, casi me había convencido a mí misma de que ya no iba a llorar.
No sabía cuánto me equivocaba.
Tras desembarcar del ferri, mi tía me enseñó rápidamente el pueblo antes de llevarme a su casa, y para mi desgracia, comprobé que Ocracoke no se parecía nada a lo que me había imaginado. Supongo que había visualizado bonitas casitas en colores pastel entre las dunas, con vistas tropicales del océano que se extendían hasta el horizonte; un paseo marítimo lleno de hamburgueserías y heladerías, lleno de adolescentes, quizás incluso una noria o un tiovivo. Pero Ocracoke no era así en absoluto. Tras dejar atrás las barcas de pesca del puerto diminuto en el que atracaba el ferri, lo que vi era… feo. Las casas viejas y ajadas por las inclemencias del tiempo; no había playa, ni paseo, ni palmeras a la vista; y el pueblo (que es como mi tía lo llamaba) parecía completamente desierto. Mi tía comentó que Ocracoke era básicamente un pueblo pesquero habitado por menos de ochocientas personas durante todo el año, pero yo únicamente llegué a preguntarme cómo alguien podría querer vivir allí en cualquier estación.
La casa de la tía Linda estaba justo en la orilla, encajada entre otras casas igual de ruinosas. Se alzaba sobre pilones, con vistas a la ensenada de Pamlico Sound, con un comprimido porche delantero y otro de mayor tamaño al que se accedía por la sala de estar, que daba a la laguna. El interior tampoco era amplio: la sala de estar también era pequeña, con una chimenea y una ventana cerca de la puerta de entrada; había una zona reservada a la cocina y al comedor, dos dormitorios y un único baño. No pude localizar el televisor, lo que de repente me hizo sentir pánico, aunque no creo que ella se diera cuenta. Me enseñó la casa y al final me llevó al cuarto que me había destinado, al otro lado del pasillo, frente a su habitación, que solía estar destinado a la lectura. Lo primero que pensé es que no se parecía en nada a mi dormitorio. No era ni la mitad de grande. Había una cama doble encajada bajo la ventana, además de una mecedora acolchada, una lámpara de lectura y una estantería repleta de libros de Betty Friedan, Sylvia Plath, Ursula K. Le Guin y Elizabeth Berg, además de algunos tomos sobre catolicismo, santo Tomás de Aquino y la madre Teresa. Tampoco había un televisor allí, pero había una radio, aunque parecía que tuviera más de cien años, y un reloj antiguo. El armario, si es que merecía ese nombre, tenía apenas treinta centímetros de fondo, y la única manera que se me ocurrió de organizar mi ropa fue plegarla y apilarla en montones verticales en el suelo. No había mesita de noche, ni cajonera, lo que de repente me hizo sentir como si fuera un huésped inesperado que iba a pasar una sola noche, en lugar de los seis meses previstos.
—Me encanta esta habitación —dijo mi tía dando un suspiro, dejando mi maleta en el suelo—. Es tan confortable…
—Es bonita —me obligué a decir. Una vez me dejó sola para deshacer la maleta, me desplomé en la cama, todavía sin poder creer que estuviera allí. En esa casa, en ese lugar, con esa pariente. Miré por la ventana y advertí las planchas de madera de color óxido de la casa del vecino, deseando a cada pestañeo poder ver el estrecho de Puget o las montañas nevadas de la cordillera de las Cascadas, o incluso la costa rocosa y agreste que había conocido toda mi vida. Me acordé de los abetos de Douglas y los cedros rojos, incluso de la niebla y la lluvia. Pensé en mi familia y mis amigos, que bien podrían encontrarse en otro planeta, y el nudo que tenía en la garganta se intensificó aún más. Estaba embarazada y sola, varada en un lugar horrible, y lo único que deseaba era dar marcha atrás al reloj y cambiar el pasado. Todo, los ups, los vómitos, la salida del instituto, el viaje hasta allí. Quería volver a ser una adolescente normal (qué diablos, habría aceptado volver a ser una niña), pero de pronto recordé la marca azul del test de embarazo, y sentí que iba aumentando la presión detrás de los ojos. Puede que fuera fuerte durante el viaje, incluso hasta ese momento, pero cuando abracé a mi osita de peluche contra mi pecho, inhalando su olor familiar, el dique simplemente cedió. No fue un sollozo hermoso como los de las películas de Hallmark; era un llanto furioso, con gemidos y resoplidos que me estremecían y que parecía que no iba a parar nunca.
Mi osita de peluche no era bonita ni había sido cara, pero dormía a mi lado desde que podía recordar. La fina capa de pelo color café aparecía desgastada en algunas partes y uno de los brazos estaba unido por una costura al estilo Frankenstein. Le dije a mi madre que le cosiera un botón cuando se le cayó uno de los ojos, pero ese defecto la hacía aún más especial, porque a veces yo también me sentía defectuosa. En tercero utilicé un rotulador permanente para escribir mi nombre en la planta del pie de la osita y así marcarla como mía para siempre. Cuando era más pequeña solía llevarla conmigo a todas partes, mi propia versión de un arrullo. En una ocasión la dejé por descuido en Chuck E. Cheese, donde se había celebrado una fiesta de cumpleaños de un niño, y cuando llegué a casa lloré tanto que acabé vomitando. Mi padre tuvo que conducir cruzando toda la ciudad para volver allí y recuperarla, y después de aquello estoy bastante segura de que la mantuve aferrada a mí durante casi una semana.
En todos esos años se había rebozado en barro, manchado de salsa de espaguetis y empapado de babas mientras dormía; cuando mi madre decidía que había llegado el momento de lavarla, la ponía junto a mi ropa en la lavadora. Yo me sentaba en el suelo, observando la lavadora y después la secadora, y me la imaginaba dando vueltas entre los pantalones y las toallas, con la esperanza de que no acabara destrozada en el proceso. Pero «osita-Maggie», que era una contracción de «la osita de Maggie», al final salía limpia y todavía caliente. Mi madre me la devolvía y de repente volvía a sentir que no me faltaba nada, como si el mundo volviera a estar en orden.
Cuando fui a Ocracoke, osita-Maggie era la única cosa que sabía con certeza que tenía que venir conmigo.
La tía Linda vino a ver cómo estaba durante mi crisis, pero parecía no saber qué hacer o decir, y aparentemente decidió que seguramente era mejor dejarme resolverlo por mí misma. Me alegré por una parte, pero por otra me sentí triste, porque me hizo sentir aún más aislada de lo que ya estaba.
De alguna manera sobreviví a aquel primer día, y luego el siguiente. Me enseñó una bicicleta que había comprado de segunda mano en un mercadillo, que parecía tener más años que yo, con un sillín cómodo, ancho como para alguien el doble de grande que yo, y una cesta al frente, colgada del enorme manillar. Hacía años que no iba en bici.
—Hice que un joven del pueblo me la arreglara, o sea, que debería funcionar correctamente.
—Genial —fue lo único que conseguí decir.
Al tercer día, mi tía volvió al trabajo y salió de casa mucho antes de que me despertara. Sobre la mesa había dejado una carpeta con mis deberes, y me di cuenta de que ya me estaba quedando atrasada. Nunca había sido una buena estudiante, ni en mis mejores momentos, sino más bien mediocre, y odiaba el momento en que salían las notas. Y si antes no me preocupaba en exceso destacar en los estudios, ahora incluso estaba menos motivada. También me había dejado una nota para recordarme que tenía dos pruebas al día siguiente. Aunque intenté estudiar no conseguía concentrarme, y ya sabía que iba a suspenderlas, lo que al final se cumplió.
Después de eso, quizá porque sentía aún más pena por mí de lo habitual, mi tía pensó que sería buena idea que saliera de casa y me llevó a su trabajo. Era una pequeña cafetería restaurante que ofrecía mucho más que comida. Se especializaba en bollos que se horneaban frescos cada mañana y se servían con salsa de salchicha, o como una especie de sándwich, o como postre. Además de desayunos, también había libros de segunda mano a la venta y se alquilaban videocasetes, se podían enviar paquetes por UPS, se ofrecía la posibilidad de tener buzón de correo, enviar un fax, escanear documentos y hacer fotocopias; y, además, ofrecía los servicios de Western Union. Mi tía era la propietaria, junto a su amiga Gwen, y abría a las cinco de la mañana para que los pescadores pudieran tomar un bocado antes de salir a faenar, lo cual significaba que ya solía estar allí a las cuatro para empezar a cocinar. Me presentó a Gwen, ataviada con un delantal sobre los pantalones vaqueros y una camisa de franela, y con su cabello rubio canoso recogido en una desaliñada cola de caballo. Parecía bastante amable, y aunque solo pasé una hora en el local, tuve la impresión de que se trataban mutuamente como un viejo matrimonio. Podían comunicarse con una simple mirada, predecir lo que la otra necesitaba, y se movían tras el mostrador como si estuvieran bailando.
Había un flujo de trabajo constante pero no excesivo, y me pasé casi todo el rato hojeando los libros usados. Había novelas de misterio de Agatha Christie y wésterns de Louis L’Amour, junto con una nada despreciable selección de libros de autores superventas. También había una hucha para donativos, y mientras estaba allí, una mujer que había ido a tomar un café y un bollo dejó una caja con libros, casi todos ellos novelas románticas. Mientras les echaba un vistazo, pensé que, si mi mes de agosto hubiera sido menos romántico, no me encontraría en ese lío.
El local cerraba a las tres entre semana, y después de que Gwen y la tía Linda salieran a la calle, mi tía me enseñó el pueblo de nuevo con más detenimiento. Nos llevó quince minutos, pero no cambió en lo más mínimo mi primera impresión. Después fuimos a casa, y me recluí en mi cuarto durante el resto del día. Por muy rara que me pareciera la habitación, era el único sitio en el que tenía algo de intimidad cuando la tía Linda estaba en casa. En los momentos en que no estaba haciendo como buenamente podía mis deberes, podía escuchar música, deprimirme y pasar demasiado tiempo reflexionando sobre la muerte, cada vez más convencida de que el mundo y, sobre todo, mi familia, estarían mejor sin mí.
Tampoco estaba muy segura de qué pensar de mi tía. Tenía el pelo corto, gris y unos cálidos ojos color miel, el rostro profundamente marcado por las arrugas. Siempre caminaba con prisas. Nunca se había casado ni tenido hijos, y a veces resultaba un poco mandona. Había sido monja y, aunque había dejado las Hermanas de la Caridad hacía casi diez años, seguía creyendo en la máxima «todo tan limpio como el alma». Tenía que ordenar mi cuarto diariamente, lavar mi ropa y limpiar la cocina antes de que volviera a casa a media tarde, y también después de cenar. Supongo que era lo justo, puesto que estaba viviendo en su casa, pero, por mucho que me esforzara, nunca parecía hacerlo todo lo bien que se esperaba. Nuestras conversaciones al respecto solían ser breves, una afirmación seguida de una disculpa. Más o menos así:
—Las tazas todavía estaban húmedas cuando las pusiste en el armario.
—Perdón.
—Todavía hay migas en la mesa.
—Lo siento.
—Olvidaste usar 409 cuando limpiaste la cocina.
—Perdón.
—Tienes que estirar la colcha de la cama.
—Lo siento.
Debí pedir perdón unas cien veces la primera semana en su casa, y la segunda fue aún peor. Suspendí otra prueba y cada vez aborrecía más las vistas desde el porche. Con el paso del tiempo llegué a pensar que, incluso aunque hubiera estado en una fabulosa isla tropical, las vistas habrían acabado siendo aburridas. Me refiero a que el océano nunca parece cambiar. Cuando lo miras, siempre hay agua. Claro que las nubes pueden ser distintas, y justo antes de la puesta de sol el cielo tal vez brilla con tonos anaranjados y amarillos y rojos, pero ¿qué tiene de bueno ver una puesta de sol cuando no se puede compartir con nadie? Mi tía no era la clase de mujer que parecía apreciar esas cosas.
Y por cierto, estar embarazada era un asco. Seguía sintiéndome indispuesta cada mañana, y a veces me costaba llegar al baño a tiempo. Había leído que algunas mujeres nunca se marean, pero no era mi caso. Llevaba cuarenta y nueve mañanas seguidas devolviendo y tenía la sensación de que mi cuerpo quería batir algún tipo de récord.
Lo único positivo de vomitar era que no había engordado mucho, tal vez un kilo como máximo a mediados de noviembre. Francamente, no quería engordar, pero mi madre me había comprado el libro Qué se puede esperar cuando se está esperando, y aunque solo lo hojeé a regañadientes una noche, aprendí que muchas mujeres solo ganan un kilo o dos el primer trimestre, lo cual hacía que mi caso no fuera tan especial. Después de eso, se engordaba medio kilo de media por semana, hasta justo antes del parto. Cuando hice el cálculo, serían unos catorce kilos más para mi complexión más bien pequeña, y me di cuenta de que mis abdominales probablemente quedarían reemplazados por un barril. Aunque tampoco es que antes tuviera un abdomen de tabla de lavar.
Aún peor que los vómitos eran las hormonas enloquecidas, lo cual en mi caso significaba acné. Por mucho que me lavara la cara, los granos erupcionaban en mis mejillas y en la frente como constelaciones en el cielo nocturno. A Morgan, mi perfecta hermana mayor, no le había salido un grano en la vida, y cuando me miraba en el espejo, pensaba que podría haberle dado una decena de los míos y todavía su piel tendría mejor aspecto que la mía. Aun así seguramente seguiría siendo guapa, lista y popular. En casa nos llevábamos bien, aunque cuando éramos más pequeñas habíamos estado más unidas, pero en el instituto mantenía las distancias y prefería la compañía de sus propios amigos. Sacaba todo sobresalientes, tocaba el violín y salía en no uno, sino dos anuncios de televisión para unos grandes almacenes de la ciudad. Si a alguien le puede parecer fácil que me comparasen con ella durante toda la infancia, debería replanteárselo. Y encima con el embarazo, estaba bastante claro por qué era de lejos la favorita de mis padres. Francamente, creo que también hubiera sido mi hija preferida.
Para el Día de Acción de Gracias estaba oficialmente deprimida. Eso le sucede, por cierto, aproximadamente a un siete por ciento de las embarazadas. Entre los vómitos, los granos y la depresión, había hecho triplete. Era una suertuda. Me estaba quedando atrás en los estudios y la música de mi walkman era cada vez más triste. Incluso Gwen intentó sin éxito animarme. Había llegado a conocerla un poco mejor desde que nos presentamos por primera vez (venía a cenar dos veces por semana) y me había preguntado si quería ver el desfile del Día de Acción de Gracias de Macy’s. Trajo un pequeño televisor y lo puso en la cocina, y aunque para entonces ya casi se me había olvidado qué aspecto tenía semejante aparato, no consiguió tentarme para que abandonara mi cuarto. En lugar de eso, me quedé sola intentando no llorar mientras imaginaba a mi madre y a Morgan preparando el relleno o haciendo pasteles en la cocina, y a mi padre en la butaca disfrutando del partido de fútbol. Aunque mi tía y Gwen hicieron una comida similar a la que solía cocinar mi familia, simplemente no era lo mismo, y apenas tenía apetito.
También pensaba mucho en mis mejores amigas, Madison y Jodie. No me habían dejado contarles la verdad sobre mi marcha; en vez de eso, mis padres le habían dicho a todo el mundo, incluidos los padres de Madison y Jodie, que me había ido a vivir con mi tía en un lugar remoto debido a su «delicado estado de salud», y que mi disponibilidad para atender el teléfono era «limitada». Sin duda habían hecho que sonara como si me hubiera ofrecido voluntaria para ayudar a la tía Linda, siendo como era una persona tan altruista. Sin embargo, para evitar que se descubriera la mentira, se suponía que no debía hablar con mis amigas mientras estaba fuera. No tenía móvil (en aquella época pocos jóvenes disponían de uno), y cuando mi tía se iba a trabajar, se llevaba el cable del teléfono fijo con ella, lo cual supongo que convertía en verdad lo de que tenía disponibilidad «limitada» para atender el teléfono, en la misma medida en que era cierto lo del «delicado estado de salud». Me di cuenta de que mis padres podían ser igual de taimados que yo, lo cual era toda una revelación.
Creo que fue más o menos en aquella época cuando mi tía empezó a preocuparse por mí, aunque intentaba minimizar su inquietud. Mientras comíamos las sobras del Día de Acción de Gracias, mencionó en tono indiferente que últimamente no parecía especialmente vivaracha. Esa fue la palabra que usó: «vivaracha». Se había relajado un poco en cuanto a la limpieza también, o tal vez eso se debía a que estaba limpiando mejor, pero, por la razón que fuera, no se quejaba tanto en los últimos tiempos. Estaba segura de que se estaba esforzando por entablar conversación.
—¿Estás tomando tu vitamina prenatal?
—Sí —respondí—. Está rica.
—En un par de semanas irás al ginecólogo en Morehead City. He concertado la cita esta mañana.
—Genial —dije. Removí la comida que había en el plato, con la esperanza de que no advirtiera que no estaba comiendo.
—La comida en realidad tiene que entrar en la boca —dijo—. Y luego tienes que tragártela.
Creo que estaba intentando ser graciosa, pero yo no estaba de humor, de modo que simplemente me encogí de hombros.
—¿Quieres que te prepare otra cosa?
—No tengo tanta hambre.
Apretó los labios antes de recorrer con la mirada la sala, como si estuviera buscando las palabras mágicas que volverían a ponerme vivaracha.
—Oh, se me olvidó preguntarte: ¿llamaste a tus padres?
—No. Iba a hacerlo antes, pero te llevaste el cable.
—Podrías llamarles después de cenar.
—Supongo que sí.
Blandió el cuchillo para cortar un poco de pavo.
—¿Cómo vas con los estudios? —preguntó—. Vas atrasada con los deberes y las pruebas no te han salido demasiado bien últimamente.
—Me estoy esforzando —respondí, aunque en realidad no era cierto.
—¿Qué hay de las matemáticas? ¿Te acuerdas de que tienes unos cuantos exámenes importantes justo antes de las vacaciones de Navidad?
—Odio las mates, y la geometría es absurda. ¿Por qué importa si sé cómo medir el área de un trapecio? No es que vaya a necesitar usar eso en la vida real.
La oí suspirar. Volvió a mirar a su alrededor.
—¿Has redactado el trabajo de Historia? Creo que también hay que entregarlo la semana que viene.
—Ya está casi listo. —mentí. Me habían mandado hacer una reseña sobre Thurgood Marshall, pero ni siquiera había empezado.
Podía sentir sus ojos posados en mí, preguntándose si debía creerme o no.
Aquella noche volvió a intentarlo.
Estaba en la cama con osita-Maggie. Me había retirado a mi cuarto después de cenar, pero ahora mi tía estaba ahí de pie, ya en pijama.
—¿Se te ha ocurrido salir a tomar el aire? —preguntó—. Por ejemplo, ¿dar un paseo o dar una vuelta en bici antes de empezar a hacer los deberes por la mañana?
—No sé adónde ir. Casi todo está cerrado en invierno.
—¿Y la playa? Es un lugar tranquilo en esta época del año.
—Hace demasiado frío para ir a la playa.
—¿Cómo lo sabes? No has salido en días.
—Eso es porque tengo demasiados deberes y demasiadas labores domésticas.
—¿Has pensado en intentar conocer personas de tu edad? ¿Hacer amigos?
Al principio no estaba segura de haber oído bien.
—¿Hacer amigos?
—¿Por qué no?
—Porque nadie de mi edad vive aquí.
—Claro que sí. Te enseñé la escuela.
El pueblo tenía una sola escuela para los niños desde educación infantil a la secundaria; habíamos pasado al lado cuando hicimos el recorrido por la isla. No era como el colegio de una sola aula que había visto en las reposiciones de La casa de la pradera, pero tampoco era mucho más grande.
—Supongo que podría ir al paseo marítimo, o tal vez a los bares. Ah, no, Ocracoke tampoco tiene nada de eso.
—Solo digo que igual te iría bien hablar con alguien aparte de mí o Gwen. No es sano estar tan aislada.
«No me cabe la menor duda», pensé. Pero lo cierto es que no había visto ni un solo adolescente en Ocracoke desde mi llegada, y… Ah, sí, estaba embarazada, lo cual se suponía que era un secreto, entonces, ¿qué sentido tendría buscar otros jóvenes de todos modos?
—Estar aquí no es positivo para mí, pero eso no parece importarle a nadie.
Se recolocó el pijama, como si estuviera buscando palabras en la tela, y decidió cambiar de tema.
—He pensado que quizá sería buena idea que tuvieras un profesor particular —prosiguió—. En todo caso para Geometría, aunque tal vez también para las demás materias. Para revisar tu trabajo de Historia, por ejemplo.
—¿Un profesor particular?
—Creo que conozco a la persona perfecta.
De pronto me visualicé a mí misma sentada al lado de un vejestorio que olería a Old Spice y naftalina, y al que le gustaría hablar de los viejos buenos tiempos.
—No quiero un profesor particular.
—Los exámenes finales son en enero, y tienes muchas pruebas en las próximas tres semanas, algunas importantes. Les prometí a tus padres que haría todo lo que estuviera en mi mano para que no tengas que repetir tu segundo año en el instituto.
Odiaba que los adultos usaran eso de la lógica y la culpa, así que inicié la retirada hacia lo que era obvio.
—Lo que tú digas.
Alzó una ceja y permaneció en silencio.
—No olvides que el domingo iremos a la iglesia —dijo finalmente.
«¿Cómo podría olvidarlo?»
—Lo tengo presente —mascullé.
—Tal vez podríamos comprar un árbol de Navidad a la salida.
—Genial —dije, pero lo único que deseaba en realidad era taparme la cabeza bajo las sábanas con la esperanza de que eso la impulsara a abandonar su lugar bajo el umbral. Pero no fue necesario; tía Linda se dio la vuelta y se fue. Poco después oí cómo cerraba la puerta de su dormitorio y supe que estaría sola el resto de la noche, con mis oscuros pensamientos como única compañía.
Por muy horrible que fuera el resto de la semana, los domingos eran lo peor de lo peor. En Seattle no me importaba ir a la iglesia porque había una familia con cuatro chicos, los Taylor, todos ellos mayores que yo, el más joven tenía como mínimo un año más. Eran la perfecta banda de chicos, con dientes blancos y el pelo que siempre parecía peinado con secador. Al igual que nosotros se sentaban en el primer banco, ellos siempre a la izquierda y nosotros a la derecha, y yo los miraba a hurtadillas aunque se suponía que estaba rezando. No podía evitarlo. Desde que tengo memoria, siempre estaba locamente enamorada de uno u otro, aunque nunca llegué a hablar con ninguno de ellos. Morgan tuvo mejor suerte; Danny Taylor, uno de los hermanos medianos, que en esa época era un jugador de fútbol bastante bueno, la llevó a tomar un helado un domingo después de la iglesia. Yo entonces estaba en octavo, y sentí unos celos terribles de que se lo hubiera pedido a ella y no a mí. Recuerdo que me quedé esperando sentada en mi habitación y mirando fijamente el reloj, viendo cómo pasaban los minutos; cuando Morgan por fin volvió a casa, le supliqué que me explicara cómo era Danny. Morgan, en su línea, simplemente se encogió de hombros y dijo que no era su tipo, lo que hizo que deseara estrangularla. Morgan hacía que los chicos casi babearan al verla simplemente caminar por la calle, o tomando un refresco de cola en la zona de restauración del centro comercial del barrio.
El caso es que en Seattle había algo interesante que ver en la iglesia, más concretamente cuatro «algos» muy guapos, y eso hacía que el tiempo pasase rápido. Aquí, en cambio, la iglesia no era solo una obligación, sino un evento de todo el día. No había iglesia católica en Ocracoke; la más cercana era la de Saint Egbert en Morehead City, y eso significaba que había que tomar el ferri de las siete de la mañana. El ferri solía tardar dos horas y media en llegar a la isla Cedar, y desde allí había que conducir cuarenta minutos más hasta la iglesia. El servicio era a las once, lo cual quería decir que teníamos que esperar otra hora hasta que empezara, y la misa duraba hasta mediodía. Por si eso no fuera suficiente, el ferri de regreso a Ocracoke no salía hasta las cuatro de la tarde, y eso significaba que teníamos que seguir matando el tiempo.
Por supuesto, después de la misa, comíamos con Gwen, que siempre venía con nosotras. Al igual que mi tía, había sido monja, y para ella asistir al servicio el domingo era lo mejor de la semana. Era amable, sin duda, pero si se pregunta a cualquier adolescente si le gustaría salir a comer con dos exmonjas de cincuenta años, se puede adivinar la respuesta. Después íbamos a comprar, pero no era divertido como en el centro comercial del paseo marítimo de Seattle. Me llevaban a un Wal-Mart de alimentos al por mayor (o sea, para comprar harina, manteca, huevos, beicon, salchichas, queso, suero de leche, distintas clases de café y otros ingredientes para hornear); después visitábamos mercadillos donde buscaban libros a buen precio de autores superventas y escogían películas en videocasete para alquilarlas luego en Ocracoke. Si a eso sumábamos el trayecto en ferri por la tarde, eso significaba que no volvíamos a casa hasta casi las siete, mucho después del ocaso.
Doce horas. Doce largas horas. Solo para poder asistir al oficio en la iglesia.
Cabe decir, por cierto, que había un millón de maneras mejores de pasar un domingo, pero hete aquí que cuando estaba amaneciendo me encontraba esperando en el muelle con la chaqueta abrochada hasta la barbilla, saltando de un pie a otro, mientras el aire gélido hacía que pareciera que estuviéramos fumando cigarrillos invisibles. Entretanto, mi tía y Gwen se susurraban cosas al oído, riendo, con aspecto feliz, seguramente porque no estaban sirviendo bollos y café antes del alba. Llegado el momento, mi tía subía con el coche al ferri, donde esperaba aparcado junto a una decena de vehículos más.
Desearía poder decir que el trayecto era placentero, o interesante, pero no era así, sobre todo en invierno. No había nada que ver a menos que una disfrutase mirando fijamente el cielo gris y el agua aún más gris, y si hacía frío en el muelle, en el ferri era cincuenta veces peor. El viento parecía atravesarme, y no habían transcurrido ni cinco minutos cuando mi nariz empezaba a gotear y las orejas se me ponían de color rojo escarlata. Gracias a Dios había una cabina de gran tamaño en el centro del ferri, en la que era posible guarecerse del mal tiempo, con un par de máquinas que ofrecían tentempiés y unos cuantos asientos, y allí era donde solían acomodarse Gwen y mi tía. Yo me iba al coche y me tumbaba en el asiento trasero, mientras deseaba estar en cualquier otro sitio y pensaba en el lío en que me había metido.
El día después de que mi madre me hiciera orinar sobre el test de embarazo, fuimos a ver a la doctora Bobbi, que debía tener diez años más que mi madre. Fue la primera vez que iba a un médico que no fuera un pediatra. El nombre real de la doctora Bobbi era Roberta, y era ginecóloga. Ella me había traído al mundo, y también a mi hermana, de modo que con mi madre se conocían desde hacía tiempo, y estoy bastante segura de que mamá se sentía avergonzada por el motivo de nuestra visita. Una vez la doctora Bobbi confirmó mi embarazo, me hizo una ecografía para comprobar que el bebé estuviera bien. Me subí la camiseta, uno de sus ayudantes me puso una sustancia viscosa en la barriga, y pude escuchar el latido. Fue bonito y absolutamente aterrador a la vez, pero lo que más recuerdo es cuán surrealista parecía todo, y cuánto deseaba que todo fuera simplemente una pesadilla.
Pero no era un sueño. Como era católica, el aborto ni siquiera era una alternativa, y cuando supimos que todo estaba en orden, la doctora Bobbi nos dio una charla. Nos aseguró a ambas que yo era lo suficientemente madura físicamente para llevar a buen término el embarazo, pero el componente emocional era otra historia. Dijo que iba a necesitar mucho apoyo, en parte porque se trataba de un embarazo inesperado, pero sobre todo porque todavía era una adolescente. Además de sentirme deprimida, podría sentir rabia y decepción. La doctora Bobbi nos avisó de que también era probable que me sintiera desligada de las amistades, lo que lo haría todo mucho más difícil. Si con posterioridad hubiera podido ponerme en contacto con la doctora Bobbi, le habría dicho que había acertado en todo.
Con la charla todavía como un eco en mis oídos, mi madre me llevó a un grupo de apoyo para adolescentes embarazadas en Portland, Oregón. Estoy segura de que había grupos de apoyo similares en Seattle, pero no quería que ningún conocido se enterase accidentalmente, y mis padres tampoco. De modo que, después de casi tres horas en el coche, me encontraba en el cuarto trasero de una asociación cristiana para jóvenes, donde me senté en una de las sillas plegables que habían dispuesto en círculo. Había otras nueve chicas, algunas de las cuales parecían estar intentando pasar sandías de contrabando escondidas debajo de la camiseta.
La persona a cargo de la reunión, la señorita Walker, era una trabajadora social, y nos hizo presentarnos una a una. Después se suponía que debíamos hablar de nuestros sentimientos y experiencias. Lo que pasó en realidad es que las demás chicas hablaron de sus sentimientos y experiencias, mientras yo simplemente guardaba silencio.
De veras que fue lo más deprimente del mundo. Una de las chicas, aún más joven que yo, comentó cuánto habían empeorado sus hemorroides, mientras que otra habló largo y tendido de cuánto le dolían los pezones, para después levantarse la camiseta y mostrarnos las estrías. Casi todas seguían yendo al instituto, aunque no todas, y comentaban la vergüenza que sentían cada vez que tenían que pedir al profesor que las dejase ir al baño, a veces hasta dos y tres veces en una sola clase. Todas ellas se quejaban de que el acné había empeorado. Dos de ellas habían dejado los estudios, y aunque ambas decían que su intención era volver al instituto, no creo que nadie las creyera. Todas habían perdido amigos, y a una la habían echado de casa y ahora vivía con sus abuelos. Solo una de ellas, una guapa chica mexicana que se llamaba Sereta, mantenía contacto con el padre de la criatura, y aparte de ella, ninguna iba a casarse. Todas pensaban criar a sus bebés con ayuda de su familia, excepto yo.
Cuando acabó la reunión, mientras caminábamos hacia el coche, le dije a mi madre que nunca volvería a asistir. Se suponía que eso debería ayudarme y hacerme sentir menos sola, pero me hizo sentir exactamente lo contrario. Lo que yo quería simplemente era que acabara todo lo antes posible para recuperar mi vida anterior, o sea, lo mismo que deseaban mis padres. Eso era, por supuesto, lo que les hizo tomar la decisión de enviarme aquí, y aunque me aseguraron que era por mi propio bien, y no del suyo, no acababa de creerles.
Después de la misa, la tía Linda y Gwen me arrastraron por la rutina «almuerzo/tienda de comestibles/mercadillo» antes de dirigirse a un solar de gravilla cercano a una ferretería, en el que había tantos árboles de Navidad a la venta que parecía un bosque en miniatura. Mi tía y Gwen intentaban que disfrutara de la experiencia y no paraban de pedirme mi opinión; por mi parte, me limité a encogerme de hombros con frecuencia, y al final les dije que eligieran el que quisieran, puesto que de todos modos a nadie parecía importarle lo que yo pensaba, por lo menos en lo relativo a las decisiones que afectaban a mi vida.
En algún momento entre el sexto o el séptimo árbol, tía Linda dejó de preguntarme, y al final escogieron sin mí. Una vez pagado el árbol, observé cómo dos hombres ataviados con monos de trabajo lo ataban a la baca del vehículo, al que después nos subimos.
No sé por qué razón, el trayecto de regreso al ferri me recordó el del aeropuerto en mi última mañana en Seattle. Tanto mi madre como mi padre me habían acompañado para despedirse, lo cual era un tanto sorprendente, ya que mi padre apenas había sido capaz de mirarme desde que supo que estaba embarazada. Me llevaron hasta la puerta y esperaron hasta que llegó la hora de embarcar. Ambos estaban muy callados, y yo tampoco es que dijera gran cosa. Pero a medida que se acercaba la hora de salida, recuerdo que le dije a mi madre que tenía miedo. Lo cierto es que estaba tan aterrorizada que habían empezado a temblarme las manos.
Había mucha gente a nuestro alrededor y ella debió de notar mis estremecimientos, porque me tomó de las manos y me las apretó con fuerza. Luego me llevó a una zona menos concurrida, para tener un poco de privacidad.
—Yo también tengo miedo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque eres mi hija. No hago más que preocuparme por ti. Y lo que ha ocurrido es… un suceso desafortunado.
«Desafortunado.» Últimamente usaba mucho esa palabra. Acto seguido, me recordaba que debía irme por mi propio bien.
—No quiero irme —respondí.
—Ya lo hemos hablado —replicó—. Sabes que es por tu propio bien.
«Bingo.»
—No quiero dejar a mis amigas. —A esas alturas, fueron las únicas palabras que conseguí decir, con la voz sofocada—. ¿Y si la tía Linda me odia? ¿Y si me pongo enferma y tengo que ir al hospital? Ni siquiera tienen un hospital.
—Tus amigas seguirán aquí cuando vuelvas —me aseguró—. Y ya sé que parece mucho tiempo, pero mayo llegará mucho antes de que te des cuenta. En cuanto a Linda, cuando estaba en el convento solía ayudar a chicas que igual que tú se quedaban embarazadas. ¿Te acuerdas de que te lo conté? Te cuidará. Te lo prometo.
—Ni siquiera la conozco.
—Tiene buen corazón —dijo mi madre—, si no, no irías allí. En cuanto al hospital, tu tía sabrá qué hacer. Pero aún en el peor de los casos su amiga Gwen es una comadrona cualificada. Ha traído al mundo a montones de bebés.
No estaba segura de que eso me hiciera sentir mejor.
—¿Y si el pueblo me parece horrible?
—¿Cómo puede ser tan malo? Está justo en la playa. Y, además, te acuerdas de nuestra conversación, ¿no? Que a corto plazo tal vez sería más fácil si te quedaras, pero en el futuro seguramente te complicaría la vida.
Se refería a las habladurías, no solo las que me afectarían a mí, sino también a mi familia. Aunque ya no estábamos en la década de los cincuenta, los embarazos en adolescentes no casadas seguían estando estigmatizados; incluso yo misma tenía que admitir que ser mamá a los dieciséis era demasiado pronto. Si se corría la voz, para los vecinos, los compañeros de clase y los demás feligreses, siempre sería «esa chica». Para ellos siempre sería «esa chica» que se quedó embarazada después del primer año de instituto. Tendría que soportar sus miradas moralizantes y su condescendencia; tendría que ignorar las murmuraciones al pasar a su lado por los pasillos. La fábrica de rumores produciría una profusión de preguntas sobre quién adoptó el bebé, o si querría volver a ver al niño en el futuro. Aunque no me lo dirían a la cara, se preguntarían por qué no me había preocupado de usar algún método anticonceptivo, o por qué no insistí en que se pusiera un preservativo; sabía que muchos padres (incluidos los amigos de la familia) me utilizarían como ejemplo ante sus propios hijos, refiriéndose a mí como «esa chica», aquella que tomó malas decisiones. Y todo eso caminando como un pato por los pasillos y con necesidad de orinar cada diez minutos.
Claro está que mis padres me habían hablado de todo ello muchas veces. Mi madre se daba cuenta, sin embargo, de que yo no tenía ganas de repetir la conversación, y entonces cambiaba de tema. Solía hacerlo con frecuencia cuando no quería discutir, sobre todo si estábamos en público.
—¿Te lo has pasado bien en tu cumpleaños?
—Estuvo bien.
—¿Solo bien?
—Estuve vomitando toda la mañana. Me resultó un poco difícil entusiasmarme.
Mi madre juntó las manos.
—Aun así, me alegro de que tuvieras la posibilidad de visitar a tus amigas.
No hacía falta que añadiera: «Porque será la última vez que las verás en mucho, mucho tiempo».
—No me puedo imaginar que no voy a poder estar en casa por Navidad.
—Estoy segura de que la tía Linda hará que también sea especial.
—Pero no será lo mismo —me quejé.
—No —admitió mi madre—. Seguramente no. Pero iremos a verte en enero y será estupendo.
—¿Vendrá papá?
Mi madre tragó saliva.
—Tal vez —respondió.
«Lo cual significa que tal vez no», pensé. Les había oído hablar sobre el tema, pero mi padre no se había comprometido. Si ahora apenas podía soportar mirarme, ¿cómo se sentiría cuando mi cuerpo estuviera esforzándose en personificar un Buda femenino?
—Desearía no tener que irme.
—A mí también me gustaría que no tuviera que ser así —dijo—. ¿Quieres hablar con tu padre un momento?
«¿No deberías preguntarle tú a él si quiere hablar conmigo?» Pero de nuevo me guardé para mí la pregunta. ¿Qué sentido tenía hacérsela?
—No pasa nada —respondí—. Es solo que…
Al no acabar la frase, mi madre me ofreció una mirada empática. Y, curiosamente, a pesar de que tanto ella como mi padre se estaban deshaciendo de mí, tuve la sensación de que realmente se sentía mal al respecto.
—Sé que todo esto es muy difícil —susurró.
Me sorprendió al rebuscar en el bolso para sacar un sobre que me entregó. Estaba lleno de dinero, y me pregunté si mi padre estaría al corriente. No es que a mi familia le sobrara el dinero, pero mi madre no me dio ninguna explicación. En lugar de eso, permanecimos juntas sentadas unos cuantos minutos más hasta que nos llegó el aviso de embarque. Antes de subir, mis padres me abrazaron, pero incluso en ese momento, mi padre miró hacia otra parte.
No había pasado ni un mes, pero ya tenía la sensación de que mi vida era completamente distinta.
En el trayecto de regreso en el ferri hacía casi tanto frío como por la mañana, y el gris del cielo se había convertido en un azul casi brillante. Había decidido quedarme en el coche un rato, aunque las compras hacían imposible que me tumbara en el asiento de atrás. Intentaba hacerme la mártir, ya que ni la tía Linda ni Gwen parecían comprender que, a pesar del árbol de Navidad, los domingos seguían siendo lo peor.
—Como quieras —había dicho mi tía encogiéndose de hombros después de que hubiera rechazado su ofrecimiento de acompañarlas a la cabina. Ambas habían salido del coche y subido las escaleras que conducían al nivel superior, y enseguida desaparecieron de mi vista. De algún modo, aunque estaba incómoda, conseguí conciliar el sueño, y me desperté pasada una hora. Encendí mi walkman y escuché música durante otra hora hasta que se acabaron las pilas y se hizo de noche, y no pasó mucho tiempo hasta que empecé a sentirme agarrotada y aburrida. A través de la ventana, bajo las brillantes luces del ferri, pude ver a unos cuantos hombres mayores congregados al lado de los coches, con el mismo aspecto que solían tener los pescadores, y probablemente lo fueran. Al igual que mi tía y Gwen, al final subieron a la cabina.
Me removí en el asiento y sentí la llamada de la naturaleza. De nuevo. Por sexta o séptima vez ese día, aunque apenas había bebido nada. Olvidé mencionar que mi vejiga se había transformado de repente: de ser algo en lo que casi nunca había reparado a un órgano hipersensible y altamente inoportuno, que hacía imperativo saber exactamente dónde podía encontrar un aseo en todo momento. Las células de mi vejiga empezaban de pronto y sin previo aviso a vibrar de forma histérica con el mensaje «Tienes que vaciarme en este mismo instante, o si no…», y había aprendido que no tenía otra opción. «¡Si no…!» Si Shakespeare hubiera intentado describir la urgencia de la situación, seguramente habría escrito: «Orinar o no orinar…, esa nunca es la cuestión».
Salí del coche, subí corriendo los escalones y entré en la cabina, donde vagamente advertí que mi tía y Gwen estaban charlando con alguien en una de las mesas. Encontré el servicio rápidamente, y por suerte no estaba ocupado, pero cuando me disponía a volver a la salida, tía Linda me hizo una seña para que me uniera a ellas. En lugar de eso bajé la cabeza y salí de la cabina. Lo último que me apetecía era mantener otra conversación con adultos. Mi primer instinto tras bajar la escalera fue dirigirme al coche de nuevo. Pero hacerme la mártir no estaba surtiendo efecto y las pilas del walkman se habían muerto, así que ¿para qué volver al coche? En vez de eso decidí explorar, con la idea de matar algo de tiempo. Me imaginé que probablemente debía quedar media hora hasta que el ferri atracara (ya podían verse las luces de Ocracoke en la distancia), pero desafortunadamente el recorrido turístico no fue mucho más interesante que en Pamlico Sound. Estaba la cabina situada en el centro, los coches aparcados en la cubierta inferior y lo que supuse era la sala de control, donde estaba el capitán, justo encima de la cabina, y adonde estaba prohibido subir. No obstante, sí advertí que había unos cuantos bancos vacíos hacia la proa, y sin nada mejor que hacer, me dirigí hacia allí.
No tardé mucho en darme cuenta de por qué estaban vacíos. El aire era gélido, el viento parecía traer consigo agujas que se clavaban en la piel, y aunque me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta, todavía podía notar que temblaban. A ambos lados avisté las crestas de pequeñas olas en medio de las oscuras aguas del océano, breves destellos que parecían centellear, pero la visión de aquellas olas de poca altura me hizo pensar en él, aunque no es lo que quería.
J., el chico que me metió en este lío.
¿Qué podría decir de él? Era un surfista de diecisiete años de California del Sur, guapo y moreno, que estaba pasando el verano en Seattle con un primo que resultó ser amigo de una de mis amigas. La primera vez que le vi fue en una pequeña fiesta a finales de junio, aunque no era de esas sin la presencia de padres, ríos de alcohol y humo de marihuana saliendo por debajo de las puertas de los dormitorios. Mis padres me habrían matado. Ni siquiera era en una casa, sino en el lago Sammamish, y mi amiga Jodie conocía al primo de J., quien le trajo consigo. Jodie me convenció de que fuera, aunque yo no tenía muchas ganas, pero en cuanto llegué, no tardé ni dos segundos en advertir su presencia. Tenía el pelo largo, rubio, hombros anchos y estaba muy moreno, en un tono casi imposible para mí; mi piel prefería imitar a una brillante manzana roja cuando se veía expuesta al sol. Incluso de lejos pude ver cada músculo de su abdomen, como si fuera una especie de exhibición de anatomía humana viviente.
Estaba hablando con una chica de último año de uno de los institutos públicos que me pareció reconocer vagamente, Chloe, aunque en realidad no la conocía, y que también era guapísima. Era obvio que estaban juntos; estaba segurísima, no podía evitar darme cuenta, puesto que se estaban besando y básicamente uno encima del otro. Pero eso no me impidió seguir mirándolo desde mi toalla el resto de la tarde, casi del mismo modo en que me comía con los ojos a los Taylor en la iglesia. Tengo que admitirlo, en los últimos tiempos me había obsesionado un poco por los chicos.
Todo debería haber acabado ahí, pero, curiosamente, no fue así. Debido a mi amistad con Jodie, volví a verlo el Cuatro de Julio, y esa sí que fue una fiesta nocturna, obviamente por los fuegos artificiales, pero había muchos padres presentes. Y de nuevo un par de semanas después en el centro comercial. Siempre estaba con Chloe y parecía no advertir mi presencia en absoluto.
Pero entonces llegó el sábado 19 de agosto.
¿Qué puedo decir? Acababa de ver con Jodie La Jungla de Cristal 3: la venganza, aunque ya la había visto antes, y después fuimos a su casa. Esta vez sus padres no estaban. Su primo había venido con J., pero Chloe no. Por alguna razón, J. y yo acabamos hablando en el porche trasero y, como si fuera un milagro, parecía interesado en mí. También fue más amable de lo que esperaba. Me habló de California, me preguntó por mi vida en Seattle, y al final mencionó de pasada que él y Chloe habían roto. Poco después me besó, y era tan guapo que, simplemente, perdí el control. En resumen, acabé en el asiento de atrás del coche de su primo. No tenía la intención de tener relaciones sexuales con él, pero, seguramente como todo el mundo a mi edad, tenía curiosidad, ya sabemos a qué me refiero. Quería saber qué tenía eso de maravilloso. No me forzó. Simplemente pasó, y en menos de cinco minutos había acabado todo.
Después siguió siendo amable. Cuando me iba para llegar a tiempo a casa antes de mi hora límite, las once, me acompañó hasta el coche y volvió a besarme. Me prometió volver a llamarme, pero no lo hizo. Tres días después, le vi abrazado a Chloe, y cuando se besaron, me giré antes de que pudiera verme, sintiendo la garganta como si acabara de tragar papel de lija.
Más adelante, cuando supe que estaba embarazada, le llamé a su casa en California. Jodie consiguió su número gracias a su primo; J. no me lo había dado, y cuando le dije quién era, pareció no acordarse de mí. Solo cuando le recordé lo que había pasado le vino a la memoria el tiempo que pasamos juntos, pero incluso entonces tuve la sensación de que no tenía la menor idea de qué habíamos hablado, ni siquiera de qué aspecto tenía. A eso hay que sumar que me preguntó por qué le llamaba, en un tono más bien enfadado, y no hacía falta sacar la mejor puntuación en un test de aptitud para darse cuenta de que yo no le interesaba lo más mínimo. Aunque mi intención era decirle que estaba embarazada, colgué antes de contárselo, y nunca más volví a hablar con él.
Mis padres no sabían nada de eso, por cierto. Me negué a contarles nada del padre, lo agradable que parecía al principio, ni siquiera que me había olvidado por completo. Eso no habría cambiado nada, y para entonces ya sabía que daría al bebé en adopción.
Hay otra cosa que tampoco les conté.
Tras aquella llamada que hice a J., me sentí estúpida, y por muy decepcionados y enfadados que estuvieran mis padres, yo me sentía aún peor conmigo misma.
Mientras estaba sentada en el banco, con las orejas rojas y la nariz empezando a gotear, vi algo que se movía con el rabillo del ojo. Me di la vuelta y vi a un perro trotando con un envoltorio de Snickers en la boca. Era casi igual que Sandy, mi perra en Seattle, tal vez un poco más pequeño.
Sandy era un cruce de golden retriever y labrador, y parecía que nunca dejaba de mover la cola. Sus ojos, de un suave color caramelo, eran muy expresivos; de haber intentado jugar al póquer, lo habría perdido todo porque sería incapaz de tirarse un farol. Siempre sabía exactamente qué estaba sintiendo. Si la alababa por algo, sus ojos brillaban de alegría; si estaba disgustada, mostraban de lleno compasión. Hacía nueve años que formaba parte de la familia, desde que estaba en primero de primaria, y casi siempre había dormido a los pies de mi cama. Ahora solía dormir en la sala de estar porque sus caderas empezaban a fallar y le costaba subir escaleras. Pero, aunque le estaban saliendo canas en el hocico, sus ojos no habían cambiado nada. Seguían expresando la misma dulzura, especialmente cuando le acariciaba la peluda cabeza con las manos. Me preguntaba si se acordaría de mí cuando volviera a casa. Por supuesto, eso era una tontería. Sandy no podría olvidarme nunca. Siempre me querría.
¿Verdad?
«¿Verdad?»
La nostalgia hizo que acudieran las lágrimas a mis ojos. Me los restregué con las manos, pero mis hormonas volvieron a aflorar, insistiendo en que ¡ECHABA TANTO DE MENOS A SANDY! Sin pensar, abandoné el banco. Vi al doble de Sandy trotando hacia un tipo sentado cerca del final de la cubierta en una tumbona, con las piernas estiradas. Llevaba una chaqueta de color verde oliva y advertí que tenía al lado una cámara montada en un trípode.
Me detuve en seco. Por mucho que quisiera ver y, sí, también acariciar al perro, no estaba segura de si quería entablar una conversación forzada con el propietario, sobre todo si se daba cuenta de que había estado llorando. Estaba a punto de dar media vuelta cuando el chico murmuró algo al perro. Observé al perro mientras retrocedía y trotaba hacia una papelera, en la que se apoyó subido a sus patas traseras y cuidadosamente depositó el envoltorio de Snickers.
Parpadeé sorprendida, pensando «Guau, eso es bastante chulo».
El perro regresó al lado de su amo, se acomodó, y estaba a punto de cerrar los ojos cuando el hombre dejó caer un vaso de papel vacío sobre la cubierta. El perro se levantó rápidamente, cogió el vaso y lo dejó en la basura antes de volver a su sitio. Poco después volvió a caer otro vaso al suelo, y no me pude contener.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté al final.
El hombre se giró y solo entonces me di cuenta de mi error de cálculo. No era un hombre, sino más bien un adolescente, quizás uno o dos años mayor que yo, con el pelo de color chocolate y ojos oscuros que chispeaban divertidos. La chaqueta, confeccionada con lona de color verde oliva con intrincadas costuras, era curiosamente elegante, especialmente para ese lugar del mundo. Enarcó una ceja, y tuve la incómoda sensación de que me estaba esperando. En medio del silencio, me embargó el asombro al pensar que mi tía estaba en lo cierto. En verdad había alguien de mi edad en la zona, o como mínimo se encontraba de camino a Ocracoke. La isla no estaba únicamente habitada por pescadores y exmonjas, o mujeres mayores que comían bollos y leían novelas románticas.
El perro también parecía examinarme. Alzó las orejas y movió la cola con fuerza, la suficiente como para que se oyeran los golpes en las piernas del chico. Pero a diferencia de Sandy, que amaba a todo el mundo inmediata e intensamente, y habría venido trotando a saludarme, de nuevo puso su atención en el vaso para repetir velozmente su actuación anterior y depositarlo en la papelera.
Entretanto, el chico no dejaba de observarme. Aunque estaba sentado, pude ver que era musculoso, esbelto y guapo, pero mi fase de volverme loca por los chicos prácticamente se había desvanecido desde que la doctora Bobbi me puso aquel pringue en la barriga y escuché los latidos. Bajé la mirada, deseando haber vuelto al coche antes y arrepentida de haber empezado a hablar. Nunca había sido buena en contacto visual, con excepción de las fiestas de pijamas en las que hacíamos duelos de miradas con mis amigas, y lo último que necesitaba era otro chico en mi vida. Sobre todo, en un día como hoy; no solo había estado llorando, sino que no me había puesto maquillaje, y llevaba unos pantalones vaqueros anchos, unas Converse de caña alta y una chaqueta de plumas que seguramente me hacía parecer el muñeco gigante de Michelin.
—Hola —aventuró finalmente, interrumpiendo mis pensamientos—. Estoy disfrutando del aire fresco, simplemente.
No respondí. En lugar de eso, seguí concentrándome en el agua, fingiendo no haberle oído y con la esperanza de que no me preguntara si había estado llorando.
—¿Estás bien? Parece que hayas estado llorando.
«Estupendo», pensé. Aunque no quería hablar con él, tampoco quería que pensara que era una desgracia emocional.
—Estoy bien —afirmé—. Estaba en la proa y el viento ha hecho que me lloren los ojos.
No estoy segura de que me creyera, pero fue lo suficientemente amable como para actuar como si así fuera.
—El cielo está bonito.
—No hay mucho que ver cuando se pone el sol.
—Tienes razón —convino—. Todo el viaje ha sido hasta ahora bastante tranquilo. No valía la pena siquiera coger la cámara. Soy Bryce Trickett, por cierto.
Tenía la voz suave y melódica, aunque eso me daba igual. Mientras tanto, el perro había empezado a mirarme fijamente, dando golpetazos con la cola. Lo cual me recordó por qué había comenzado a hablar.
—¿Entrenas a tu perro para que tire la basura?
—Lo intento —dijo, antes de esbozar una sonrisa, con hoyuelos incluidos—. Pero es joven y todavía tengo que insistir. Se escapó hace un rato, y por eso teníamos que volver a practicar.
Ahora mi atención estaba fija en aquellos hoyuelos y tardé un instante en recuperar el hilo.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué entrenas a tu perro para que sepa dónde se tira la basura?
—No me gusta ver basura tirada, y no quiero que el viento acabe llevándola al océano. No es bueno para el medio ambiente.
—Me refiero a por qué no la tiras tú simplemente.
—Porque estaba sentado.
—Eso es medio egoísta.
—A veces el medio justifica el fin, ¿no?
«Ja, ja», pensé. Pero en realidad me había dejado atrapar por el juego de palabras, reconociendo a regañadientes que era un tanto original, en lo que a juegos de palabras se refiere.
—Además, a Daisy no le importa —prosiguió—. Cree que es un juego. ¿Quieres conocerla?
—Pausa —le dijo al perro antes incluso de que pudiera responder, y Daisy rápidamente se puso en pie. Se acercó a mí para dar vueltas alrededor de mis piernas, gimiendo y lamiéndome los dedos con la lengua. No solo se parecía a Sandy, sino que además tenía el mismo tacto, y mientras la acariciaba me sentí transportada a una vida más simple y feliz en Seattle, antes de que todo empezara a torcerse.
Pero la realidad volvió con idéntica rapidez, y me di cuenta de que no tenía ganas de prolongar aquello. Le di un par de palmaditas a Daisy como despedida y me metí las manos en los bolsillos intentando pensar en una excusa para marcharme de allí. Pero Bryce no desistió.
—Creo que no he pillado tu nombre.
—No te lo he dicho.
—Es cierto —dijo—. Pero seguramente puedo adivinarlo.
—¿Crees que puedes adivinar mi nombre?
—Suelo acertar —contestó—. También sé leer la palma de la mano.
—¿En serio?
—¿Quieres que te lo demuestre?
Antes de que pudiera responder, se levantó con elegancia de la tumbona y avanzó hacia mí. Era un poco más alto de lo que esperaba y desgarbado como un jugador de baloncesto. No como un pívot como Zeke Watkins, pero sí tal vez como un escolta.
Al acercarse a mí, pude apreciar motitas de un tono avellana en sus ojos marrones, y de nuevo advertí la expresión un tanto guasona que había visto antes. Parecía estar examinando mi rostro, y cuando pareció satisfecho, hizo un gesto para señalar mis manos, que seguían metidas en los bolsillos.
—¿Puedo ver tus manos? Simplemente pon las palmas hacia arriba.
—Hace frío.
—No tardaré mucho.
Me parecía todo un poco raro, cada vez más, pero pensé que daba igual. Tras mostrarle las palmas de mis manos, se inclinó hacia ellas, concentrado. Alzó un dedo.
—¿Te importa que pase el dedo por encima? —preguntó.
—Adelante.
Repasó con delicadeza las líneas de mis manos, una tras otra. Me pareció un gesto extrañamente íntimo, y me sentí un poco incómoda.
—No eres de Ocracoke, eso es seguro —entonó.
—Guau —comenté, intentando evitar que se diera cuenta de cómo me sentía en ese momento—. Increíble. Y que hayas acertado seguramente no tiene nada que ver con el hecho de que nunca antes me habías visto por la zona.
—Me refiero a que no eres de Carolina del Norte. Ni siquiera eres del sur.
—Tal vez te hayas dado cuenta de que no tengo un acento sureño.
De pronto me di cuenta de que él tampoco tenía acento de allí, lo cual era curioso; siempre había creído que todo el mundo en el sur debía sonar como Andy Griffith. Siguió recorriendo las líneas de mis manos unos instantes antes de retirar el dedo.
—Vale, creo que lo tengo. Puedes volver a poner las manos en los bolsillos.
Así lo hice. Esperé, pero no dijo nada.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Ya tienes todas las respuestas?
—No todas. Pero sí unas cuantas. Y estoy bastante seguro de cuál es tu nombre.
—No, no lo sabes.
—Si tú lo dices…
Aunque fuera guapo, ya había tenido bastante de aquel juego, y había llegado el momento de irme.
—Creo que me voy a sentar en el coche un rato —dije—. Hace cada vez más frío. Encantada de conocerte.
Me di la vuelta y di un par de pasos antes de escuchar cómo se aclaraba la voz.
—Eres de la costa oeste —exclamó—. Pero no de California. Déjame pensar… ¿Washington? ¿Tal vez Seattle?
Esas palabras hicieron que detuviera mis pasos y, cuando me giré hacia él, me di cuenta de que no podía ocultar mi sorpresa.
—Tengo razón, ¿a que sí?
—¿Cómo lo has sabido?
—De la misma forma que sé que tienes dieciséis años y eres estudiante de segundo año. Sé también que tienes hermanos mayores y estoy casi seguro de que es… ¿una chica? Y tu nombre empieza con «M»… No es Molly ni Mary, tampoco Marie, es más formal. Como… ¿Margaret? Solo que seguramente te haces llamar Maggie o algo parecido.
Noté que mi mandíbula se desplazaba hacia abajo ligeramente, demasiado sorprendida como para decir algo.
—Y no te has mudado a Ocracoke de forma permanente. Solo te vas a quedar unos meses, ¿verdad? —Movió la cabeza de un lado a otro, y de nuevo hizo aparición su sonrisa—. Pero creo que ya es suficiente. Como ya te dije antes, yo soy Bryce, y me ha gustado conocerte, Maggie.
Pasaron unos cuantos segundos hasta que pude finalmente articular como un graznido la pregunta:
—¿Has sabido todo eso solo con mirar mi cara y mis manos?
—No. Casi todo me lo dijo Linda.
Tardé un momento en comprender.
—¿Mi tía?
—He estado hablando con ella un rato mientras estaba sentado con ellas. Señaló en tu dirección cuando pasaste al lado de nuestra mesa y me habló un poco de ti. Soy el que te arregló la bicicleta, por cierto.
Le escruté con más detenimiento y recordé vagamente que mi tía y Gwen estaban hablando con alguien en la cabina.
—Entonces ¿qué ha sido todo ese rollo sobre mi cara y las palmas de mis manos?
—Nada. Simplemente una broma.
—No me ha hecho mucha gracia.
—Tal vez no. Pero tendrías que haber visto tu cara. Eres muy guapa cuando no sabes qué decir.
Casi no estaba segura de haber oído bien. «¿Guapa? ¿Acaba de decir que soy muy guapa?» Volví a recordarme a mí misma que eso ya no tenía importancia.
—Yo también te habría dicho todo eso, sin que hiciera falta el truco de magia.
—Tienes razón. No volverá a suceder.
—¿Por qué te ha hablado mi tía de mí? —Me preguntaba qué más le habría contado.
—Quería preguntarme si estaría interesado en ser tu profesor particular. Ya lo he hecho en alguna ocasión.
«Debe estar tomándome el pelo», pensé.
—¿Vas a ser mi profesor particular?
—No me he comprometido todavía. Antes quería conocerte.
—No necesito un profesor particular.
—Entonces perdona.
—Mi tía se preocupa demasiado.
—Ya veo.
—Entonces, ¿por qué suena como si no me creyeras?
—No tengo la menor idea. Supongo que todavía estoy pensando en lo que me dijo tu tía. Pero si no necesitas un profesor particular, me parece perfecto. —La expresión de su rostro era relajada, los hoyuelos seguían en su sitio—. ¿Qué te parece la zona de momento?
—¿Qué zona?
—Ocracoke —respondió—. Ya llevas unas cuantas semanas, ¿no?
—Es un poco pequeño.
—Eso seguro. —Se rio—. También me llevó un poco acostumbrarme.
—¿No has crecido aquí?
—No —contestó—. Soy un dingbatter, como tú.
—¿Qué es un dingbatter?
—Alguien que no es originariamente de aquí.
—Eso no existe.
—Aquí sí —repuso—. Mi padre y mis hermanos también son dingbatters. Pero mi madre no. Nació y creció aquí. No hace muchos años que nos mudamos. —Señaló con el pulgar por encima del hombro un modelo antiguo de ranchera de color rojo desvaído y enormes neumáticos—. Tengo otra tumbona en el coche, si prefieres sentarte. Es mucho más cómoda que los bancos.
—Debería irme. No quiero molestarte.
—No me molestas en absoluto. El trayecto estaba siendo bastante aburrido hasta que has hecho tu aparición.
No estaba exactamente segura de si estaba flirteando, y debido a esa misma incerteza, no dije nada. Bryce aparentemente interpretó mi silencio como un «sí» y siguió hablando.
—Estupendo —dijo—. Voy a por la tumbona.
Antes de darme cuenta la había colocado mirando hacia el océano, al lado de la suya, y me quedé mirando mientras él volvía a sentarse. De pronto me sentí en cierto modo atrapada, pero me dirigí hacia la tumbona y me senté cautelosa a su lado.
Estiró las piernas y dijo:
—Es mejor que el banco, ¿no?
Estaba intentando asimilar lo guapo que era, y que mi tía, la exmonja, había preparado todo aquello. O tal vez no. Lo último que mis padres seguramente querrían para mí es que volviera a conocer a alguien del sexo opuesto, y probablemente ya se lo habrían dicho.
—Supongo que sí. Aunque sigue haciendo frío.
Mientras decía eso, Daisy se acercó lentamente y se tumbó en el espacio entre nosotros. Alargué la mano hacia ella y le di una palmadita.
—Ten cuidado —dijo Bryce—. En cuanto empiezas a acariciarla, se pone algo así como insistente, para que no pares nunca.
—No pasa nada. Me recuerda a mi perra. En casa de mis padres, me refiero.
—¿Ah, sí?
—Aunque Sandy es más vieja y un poco más grande. La echo de menos. ¿Cuántos años tiene Daisy?
—Cumplió uno en octubre. O sea, que debe tener unos catorce meses.
—Parece muy bien entrenada para ser tan joven.
—Debería estarlo. Llevo entrenándola desde que era un cachorro.
—¿Para tirar la basura?
—Y otras cosas. Como no escaparse. —Volvió la atención hacia el animal, para hablarle en un tono más animado—. Pero sigue encontrando la manera de hacerlo, ¿verdad que sí? Buena chica.
Daisy gimió, moviendo la cola enérgicamente.
—Si no eres de Ocracoke, ¿hace cuánto que vives aquí?
—En abril hará cuatro años.
—¿Qué trajo a tu familia a Ocracoke?
—Mi padre era militar, y cuando se jubiló, mi madre quería estar más cerca de sus padres. Y como nos hemos tenido que mudar varias veces debido a su trabajo, mi padre pensó que sería justo que mi madre decidiera dónde establecernos por más tiempo. Nos dijo que sería una aventura.
—¿Y lo ha sido?
—A veces —dijo—. En verano es muy divertido. La isla puede llegar a estar abarrotada, especialmente hacia el Cuatro de Julio. Y la playa es verdaderamente hermosa. A Daisy le encanta correr por la arena.
—¿Puedo preguntar para qué es la cámara?
—Para lo que me parezca interesante, supongo. No he visto gran cosa hoy, tampoco antes de que oscureciera.
—¿Alguna vez pasa algo interesante?
—El año pasado un bote de pesca se incendió. El ferri se desvió para ayudar a rescatar a la tripulación, puesto que la guardia costera todavía no había llegado. Fue muy triste, pero la tripulación salió ilesa y conseguí hacer unas fotos alucinantes. También hay delfines, y cuando salen a la superficie a veces puedo tomar una buena instantánea. Pero la verdad es que hoy la he traído para mi proyecto.
—¿Cuál es tu proyecto?
—Conseguir el rango de Eagle Scout. Estoy entrenando a Daisy, quería hacer algunas fotos bonitas de ella.
Fruncí el ceño.
—No lo pillo. ¿Puedes convertirte en Eagle Scout por entrenar a tu perro?
—La estoy preparando para que más adelante pueda recibir un entrenamiento más avanzado —explicó—. Está aprendiendo para convertirse en un perro de ayuda a la movilidad. —Como si pudiera anticipar mi próxima pregunta, aclaró—: Para gente en silla de ruedas.
—¿Quieres decir como los perros lazarillo?
—Algo así. Necesita otras capacidades, pero el principio es el mismo.
—¿Como tirar la basura?
—Exactamente. O coger el mando de la tele o el auricular del teléfono. O abrir cajones, armarios o puertas.
—¿Cómo puede abrir puertas?
—Hace falta un picaporte, con un pomo no funciona, claro está. Se incorpora sobre sus patas traseras y usa las pezuñas, y luego empuja la puerta para acabar de abrirla con la nariz. Es bastante buena. Puede abrir cajones también, siempre que haya un cordón en el tirador. En lo que más tengo que trabajar es en la concentración, pero creo que eso se debe en parte a su edad. Espero que la acepten en el programa oficial, estoy casi seguro de que así será. No se le exigen capacidades avanzadas, para eso están los entrenadores profesionales, pero quiero que empiece con un poco de ventaja. Y cuando esté lista, tendrá que irse a su nuevo hogar.
—¿Tendrás que despedirte de ella?
—En abril.
—Si fuese mi perra, me la quedaría y me olvidaría del proyecto Eagle Scout.
—Se trata más bien de ayudar a alguien que lo necesita. Pero tienes razón. No va a ser fácil. Hemos sido inseparables desde que está conmigo.
—Excepto cuando estás en el instituto, ¿no?
—Incluso entonces —respondió—. Ya no voy al instituto, pero hacía las clases en casa con mi madre. Mis hermanos también estudian en casa.
En Seattle, solo conocía una familia que educaba a sus hijos en casa, y eran fundamentalistas religiosos. No los conocía demasiado bien; solo sabía que las niñas siempre tenían que llevar vestidos largos y que la familia colocaba un enorme belén en el patio delantero de la casa por Navidad.
—¿Te gustó? Me refiero a estudiar en casa.
—Me encantaba —respondió.
Pensé en el aspecto social del colegio, de todas sus características, con diferencia, mi favorita. No podía imaginarme no encontrarme con mis amigas.
—¿Por qué?
—Porque podía aprender a mi propio ritmo. Mi madre es maestra, y como nos mudábamos con tanta frecuencia, mis padres creyeron que de ese modo recibiríamos una mejor educación.
—¿Tenéis escritorios en alguna habitación? ¿Con una pizarra y un proyector?
—No. Trabajábamos en la mesa de la cocina cuando necesitábamos alguna explicación. Pero también estudiábamos mucho por nuestra cuenta.
—¿Y eso funciona? —No pude evitar que mi voz revelara mi escepticismo.
—Creo que sí —respondió—. En el caso de mis hermanos lo sé con seguridad. Son muy listos. Aterradoramente inteligentes, de hecho. Son gemelos, por cierto. A Robert le gusta la aeronáutica, y a Richard, la programación informática. Seguramente empezarán a ir a la universidad con quince o dieciséis años, pero desde el punto de vista académico, ya están preparados.
—¿Cuántos años tienen?
—Apenas doce. Pero no te dejes impresionar demasiado, también son inmaduros y hacen estupideces, y me sacan de mis casillas. Y si llegas a conocerlos, te pondrán de los nervios a ti también. Creo que debo advertirte con antelación para que no tengas una mala opinión de mí o de ellos. Para que sepas lo listos que son, aunque a veces actúen como si no lo fueran.
Por primera vez desde que empezamos a hablar, no pude evitar sonreír. Por encima de su hombro, cada vez se veía más cerca Ocracoke. A nuestro alrededor, la gente había empezado a dirigirse a sus respectivos coches.
—Lo tendré en cuenta. ¿Y tú? ¿Eres tú también aterradoramente inteligente?
—No como ellos. Pero esa es una de las estupendas ventajas de aprender en casa. Normalmente se pueden tener listas las tareas en dos o tres horas, de modo que queda tiempo para aprender otras cosas. A ellos les van las ciencias, pero a mí me gusta la fotografía, y tuve mucho tiempo para practicar.
—¿Y la universidad?
—Ya me han aceptado. Empezaré el otoño próximo.
—¿Tienes dieciocho años?
—Diecisiete. Cumpliré dieciocho en julio.
No pude evitar pensar que parecía mucho mayor que yo, y más maduro que ninguno de mis compañeros del instituto. Con más seguridad en sí mismo, más cómodo con el mundo y su papel en él. Cómo era eso posible en un lugar como Ocracoke; era algo que se me escapaba.
—¿Dónde vas a ir para continuar con tu formación?
—A la Academia Militar de West Point. Mi padre fue allí, de modo que me viene de familia, por decirlo de algún modo. ¿Y tú? ¿Cómo es Washington? Nunca he estado allí, pero me han dicho que es bonito.
—Sí, lo es. Las montañas son preciosas, hay excelentes rutas de senderismo, y Seattle es muy divertido. Mis amigos y yo íbamos al cine y dábamos vueltas por el centro comercial, cosas así. Pero nuestro vecindario es bastante tranquilo. Vive mucha gente mayor.
—Hay ballenas en Puget Sound, ¿verdad? ¿Son ballenas jorobadas?
—Claro.
—¿Has visto alguna?
—Muchas veces. —Me encogí de hombros—. En sexto fuimos con toda la clase en un barco y pudimos acercarnos bastante. Fue muy guay.
—Tenía la esperanza de ver alguna antes de irme a la Academia. Se supone que también se pueden ver aquí algunas veces frente a la costa, pero nunca he tenido esa suerte.
Pasaron dos personas caminando a nuestro lado; oí cómo se cerraba la puerta de un coche tras de mí. El motor del ferri gimió y noté que empezaba a reducir la marcha.
—Creo que ya estamos llegando —comenté, pensando que el trayecto me había parecido más corto de lo habitual.
—Sí, ya casi estamos —contestó—. Debería llevar a Daisy a la ranchera. Y supongo que tu tía estará buscándote.
Cuando saludó a alguien mirando más allá de donde yo estaba, me giré y vi acercarse a mi tía. Recé porque no saludara ni hiciera una escena, y que todo el mundo en el ferri supiera que había conocido al chico que ella quería que fuera mi profesor particular.
Saludó con la mano.
—¡Ahí estás! —gritó. Noté cómo me hundía aún más en la tumbona mientras se aproximaba—. Te busqué en el coche pero no te encontré —prosiguió—. Veo que has conocido a Bryce.
—Hola, señora Dawes —saludó Bryce. Se puso en pie y plegó la tumbona—. Sí, hemos podido conocernos un poco.
—Me alegro de oír eso.
A continuación se produjo una pausa y tuve la sensación de que ambos estaban esperando a que dijera algo.
—Hola, tía Linda. —Observé a Bryce colocando la tumbona en la caja de la ranchera, y consideré que había llegado el momento de levantarme también. Plegué la silla y se la di a Bryce, que la dispuso en la caja del vehículo antes de bajar el portón trasero.
—Sube, Daisy —ordenó. Daisy se puso en pie y saltó a la plataforma.
Podía sentir cómo mi tía le observaba, luego a mí, después a ambos a un tiempo, no muy segura de qué debía hacer, antes de poder recordar sus años anteriores al noviciado, cuando seguramente estaba más cercana a la normalidad, con los sentimientos típicos de todo el mundo.
—Esperaré en el coche —dijo por fin—. Ha sido agradable hablar contigo, Bryce. Me alegro de haber podido ponernos al día.
—Cuídese —respondió Bryce—. Estoy seguro de que volveré a por más bollos esta semana, por cierto, así que nos veremos pronto.
La tía Linda nos miró detenidamente antes de dar finalmente media vuelta para irse. Cuando ya estaba lo bastante lejos como para no oírnos, Bryce volvió a mirarme.
—Me caen muy bien Linda y Gwen, de veras. Sus bollos son los mejores que he probado nunca, pero estoy seguro de que eso ya lo sabes. He intentado que compartan conmigo su receta secreta, en vano. Mi padre y mi abuelo siempre van a por unos cuantos antes de salir en la barca.
—¿La barca?
—Mi abuelo es pescador. Cuando mi padre no está trabajando como asesor para el DOD ayuda a mi abuelo haciendo reparaciones en la barca y el equipo, o sale a la mar con él.
—¿Qué es el DOD?
—El Departamento de Defensa.
—Ah —exclamé, sin saber qué más añadir. Era difícil concebir la idea de un asesor del DOD que realmente hubiera decidido vivir en Ocracoke. Pero para entonces el ferri ya se había detenido y oí las puertas de los coches cerrándose y los motores volviendo a la vida—. Supongo que debo irme.
—Sí, claro. Pero oye, ha sido genial hablar contigo, Maggie. Normalmente no hay nadie siquiera cercano a mi edad en el ferri, de modo que has hecho que el trayecto fuera mucho más agradable.
—Gracias —contesté, intentando no fijarme en sus hoyuelos. Me di la vuelta y me sorprendí al sentir una repentina mezcla de alivio y decepción al ser consciente de que el tiempo que habíamos pasado juntos había llegado a su fin.
Esperé hasta el último minuto antes de subir al coche porque no quería enfrentarme al interrogatorio, algo a lo que me había acostumbrado con mis padres. «¿De qué habéis hablado? ¿Te gusta? ¿Puedes imaginarlo enseñándote Geometría y revisando tus trabajos si hace falta? ¿He elegido bien?»
Mis padres no me habrían dejado en paz. Casi cada día después del instituto, hasta justo antes del día en que devolví y oriné en el test, siempre me preguntaban cómo había ido, como si asistir a clases fuera una especie de show mágico y misterioso que a todo el mundo le parecía fascinante. Daba igual cuántas veces simplemente les dijera que todo iba bien, lo cual en realidad significaba «dejad de preguntarme cosas tan tontas», ellos seguían haciendo preguntas. Y honestamente, aparte de «bien», ¿qué se supone que debía decir? Ellos habían ido al instituto. Sabían cómo era. Un profesor se ponía delante y nos enseñaba cosas que se suponía que debíamos aprender para sacar buena nota en los exámenes, ninguna de las cuales era en cualquier caso divertida.
El almuerzo, por ejemplo, podía ser a veces interesante. O cuando era más pequeña, el recreo podía haber sido algo digno de comentar. Pero ¿el instituto? El instituto era solamente… el instituto.
Afortunadamente, mi tía y Gwen hablaban sobre el sermón que habíamos escuchado en la iglesia, que yo apenas recordaba, y obviamente el trayecto solo duraba unos cuantos minutos. Primero fuimos a la tienda, donde las ayudé a descargar las compras, pero en lugar de dejar allí a Gwen, se vino con nosotras a la casa de mi tía para ayudarnos a entrar el árbol de Navidad.
A pesar de mi embarazo, y de que ellas eran mujeres de avanzada edad, de algún modo conseguimos salvar los escalones y colocarlo en un soporte que la tía Linda había sacado del fondo del armario del recibidor. Para entonces empezaba a sentirme un poco cansada, y creo que ellas también. En lugar de comenzar a decorarlo enseguida, mi tía y Gwen se pusieron a trastear en la cocina. La tía Linda preparó bollos mientras Gwen calentaba las sobras restantes del Día de Acción de Gracias.
No era consciente del hambre que tenía, y por primera vez en bastante tiempo dejé el plato vacío. Y quizá porque Bryce había hecho aquel comentario sobre los bollos me pareció que estaban aún más ricos de lo normal. Cuando alargué la mano para coger otro, vi sonreír a la tía Linda.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada, es solo que me alegro de que estés comiendo —respondió mi tía.
—¿Qué tienen estos bollos?
—Los ingredientes básicos: harina, suero de leche, manteca.
—¿Hay algún ingrediente secreto?
Tal vez se cuestionó la razón por la que ahora me importaba, pero no dijo nada. Lanzó una mirada cómplice a Gwen antes de volver a mirarme.
—Por supuesto.
—¿Qué es?
—Es un secreto —dijo guiñando un ojo.
No hablamos más, y cuando acabé de fregar los platos me retiré a mi cuarto. Por la ventana veía el cielo lleno de estrellas y la luna flotando sobre el agua, haciendo que el océano brillara con un resplandor casi plateado. Me puse el pijama y estaba a punto de meterme en la cama cuando de pronto recordé que todavía tenía que hacer el trabajo sobre Thurgood Marshall. Fui a por mis apuntes (por lo menos había tomado esas notas) y empecé con la redacción. Siempre había sido buena escribiendo, tampoco un genio, pero en todo caso mejor que en mates, y había conseguido llenar un folio y medio cuando oí golpes en la puerta. Alcé la vista y vi a tía Linda asomando la cabeza. Cuando se dio cuenta de que estaba haciendo deberes alzó una ceja, pero estoy segura de que inmediatamente pensó que era mejor no decir nada para evitar que mis progresos sufrieran una lamentable interrupción.
—La cocina ha quedado estupenda —dijo—. Gracias.
—De nada. Gracias por la cena.
—Solo eran restos de comida. —Se encogió de hombros—. Excepto los bollos. Deberías llamar a tus padres esta noche. Allí todavía es temprano.
Miré el reloj.
—Seguramente están cenando. Les llamaré en un rato.
Se aclaró la garganta carraspeando suavemente.
—Quería que supieras que, cuando hablé con Bryce, no le conté lo de…, bueno, tu situación. Solo le he dicho que mi sobrina había venido para estar conmigo unos cuantos meses, no expliqué nada más.
No era consciente de que eso me preocupara, pero sentí que respiraba aliviada.
—¿No preguntó la razón?
—Puede que lo hiciera, pero yo insistí en la cuestión de si estaría dispuesto a ser tu profesor.
—Pero sí le contaste cosas de mí.
—Solo porque me dijo que necesitaba saber algo de ti.
—Te refieres en el caso de que yo quiera que sea mi profesor particular.
—Sí —afirmó—. Y aunque no tenga importancia, es el mismo chico que arregló la bicicleta para ti.
Eso ya lo sabía, pero todavía estaba considerando la perspectiva de verle cada día.
—¿Y si te prometo que me pondré al día yo solita? ¿Sin su ayuda?
—¿Podrás hacerlo? Porque sabes que yo no puedo ayudarte. Ha pasado mucho tiempo desde que estudié.
Vacilé.
—¿Qué digo si me pregunta por qué estoy aquí?
Mi tía reflexionó un momento.
—Es importante recordar que nadie es perfecto. Todo el mundo comete errores. Lo único que podemos hacer es intentar ser la mejor versión de nosotros mismos cuando seguimos adelante. En este caso, si te pregunta, puedes decirle la verdad o mentir. Supongo que al final todo se reduce a la clase de persona que quieres ver cuando te miras al espejo.
Me estremecí, consciente de que nunca debía haber preguntado a una exmonja una cuestión relacionada con la moralidad. Sin posibilidad de volver atrás, regresé a lo obvio.
—No quiero que nadie lo sepa. Tampoco él.
Mi tía me ofreció una triste sonrisa.
—Ya lo sé. Pero no olvides que un embarazo es un secreto difícil de ocultar, especialmente en una localidad como Ocracoke. Y cuando empiece a notarse…
No necesitaba acabar la frase. Sabía a qué se refería.
—¿Y si no salgo de casa?
Mientras hacía esa propuesta, me di cuenta de lo poco realista que era. Iba al ferri con más gente de Ocracoke para acudir a la iglesia los domingos; tendría que ir a ver a un doctor en Morehead City, lo cual significa aún más viajes en ferri. Había estado en la tienda de mi tía. La gente ya sabía que estaba en la isla, y sin duda algunos ya se habrían preguntado por qué. Por lo que sabía, Bryce ya lo había hecho. Tal vez no estuvieran pensando en un embarazo, pero sospecharían que tenía alguna clase de problema. Con mi familia, con las drogas, con la ley, con… algo. ¿Por qué si no había aparecido en pleno invierno como caída del cielo?
—Crees que debería contárselo, ¿verdad?
—Creo —empezó, arrastrando lentamente las palabras— que va a enterarse de la verdad, lo quieras o no. Es solo cuestión de tiempo, y de quién será quien se lo cuente. Creo que sería mejor que fueses tú.
Miré fijamente por la ventana, sin ver.
—Va a pensar que soy una persona horrible.
—Lo dudo.
Tragué saliva, odiando esa sensación, odiando todo aquello. Mi tía se había quedado callada, para permitirme pensar. En ese sentido, tengo que admitir que era mejor que mis padres.
—Supongo que Bryce puede ser mi profesor particular.
—Se lo diré —dijo en un tono suave. Luego, aclarando la voz, preguntó—: ¿En qué estás trabajando?
—Quería acabar el primer borrador de mi trabajo esta noche.
—Estoy segura de que será muy bueno. Eres una jovencita muy inteligente.
«Cuéntaselo a mis padres», pensé.
—Gracias.
—¿Necesitas algo antes de que me vaya a acostar? ¿Un vaso de leche, quizá? Mañana me levantaré temprano.
—Estoy bien, gracias.
—No olvides llamar a tus padres.
—Lo haré.
Se dio media vuelta para salir de la habitación, pero de pronto se detuvo.
—Ah, otra cosa: estaba pensando que podríamos decorar el árbol mañana por la noche después de cenar.
—Vale.
—Que duermas bien, Maggie. Te quiero.
—Yo también te quiero —contesté. La frase salió de forma automática, como cuando se lo decía a mis amigas, pero más tarde, cuando hablé con mis padres y me preguntaron qué tal me llevaba con Linda, me di cuenta de que era la primera vez que nos habíamos dicho mutuamente aquellas palabras.