El cascanueces

Manhattan, diciembre de 2019

Mark estaba sentado con los dedos juntos cuando Maggie finalmente dejó de hablar, con una expresión impenetrable. Guardó silencio un momento y al final movió la cabeza de un lado a otro, como si de repente se hubiera dado cuenta de que era su turno para hablar.

—Lo siento —dijo—. Supongo que estoy intentando asimilar lo que acabas de contarme.

—Mi historia no es exactamente lo que esperabas, ¿verdad?

—No estoy seguro de saber qué esperaba —admitió—. ¿Qué pasó después?

—Estoy un poco cansada para contarte el resto ahora mismo.

Mark alzó una mano en un gesto de comprensión.

—Lo comprendo. Pero de todos modos… guau. Cuando tenía dieciséis años dudo mucho que hubiera podido gestionar una crisis semejante.

—No tenía otra opción.

—Con todo… —Se rascó una oreja con aire ausente—. Tu tía Linda parece una persona interesante.

Maggie no pudo evitar sonreír.

—Eso es cierto.

—¿Seguís en contacto?

—Solíamos estar siempre en contacto. Vino a verme con Gwen a Nueva York unas cuantas veces y fui a verla a Ocracoke una vez, pero sobre todo nos escribíamos y hablábamos por teléfono. Falleció hace seis años.

—Siento oír eso.

—Sigo echándola de menos.

—¿Guardas las cartas?

—Todas y cada una de ellas.

Apartó la mirada a un lado y luego volvió a centrar su atención en Maggie.

—¿Por qué dejó el noviciado tu tía? ¿Se lo preguntaste alguna vez?

—No en aquella época. Me habría sentido incómoda haciéndole esa pregunta, y además, estaba demasiado enfrascada en mis propios problemas como para que la pregunta siquiera se me hubiera pasado por la mente. Tardé años en sacar el tema a colación, pero cuando lo hice, no obtuve una respuesta que realmente pudiera entender. Creo que esperaba algo más explícito.

—¿Qué te respondió?

—Dijo que la vida constaba de estaciones, y la estación había cambiado.

—¿Cómo? Eso es un tanto misterioso.

—Supongo que se cansó de tratar con todas aquellas adolescentes embarazadas; es un colectivo que puede convertirse en un puñado de jóvenes malhumoradas, te lo digo por experiencia.

Se rio entre dientes y después adoptó un aire reflexivo.

—¿Todavía se acoge en los conventos a adolescentes embarazadas?

—No tengo la menor idea, pero casi lo dudo. Los tiempos cambian. Hace unos cuantos años, cuando me picó el gusanillo de «querer saber», busqué en Internet «las Hermanas de la Caridad» y me enteré de que habían dejado de existir hacía más de una década.

—¿Dónde estaba su convento? Me refiero a antes de que abandonara la orden.

—Creo que en Illinois. O tal vez era Ohio. En algún lugar del medio oeste, eso seguro. Y no preguntes cómo acabó en Ocracoke. Al igual que mi padre, era de la costa oeste.

—¿Cuántos años fue monja?

—Veinticinco aproximadamente. Quizás algo más o algo menos, no estoy segura del todo. Gwen también. Creo que Gwen tomó los hábitos antes incluso que mi tía.

—¿Crees que eran…?

Al hacer aquella pausa, Maggie enarcó una ceja.

—¿Amantes? Lo cierto es que no lo sé. Al hacerme mayor, consideré esa posibilidad, puesto que siempre iban juntas, pero nunca las vi besarse o darse la mano, ni nada parecido. Pero sí tengo la certeza de que se amaban profundamente. Gwen permaneció al lado del lecho de muerte de mi tía Linda hasta que falleció.

—¿Mantienes contacto con ella?

—Me sentía más cercana a mi tía, claro está, pero después de su muerte me aseguré de acordarme de llamar a Gwen unas cuantas veces al año. Aunque últimamente no tanto. Tiene Alzheimer y no estoy segura de que recuerde siquiera quién soy. Pero sí se acuerda de mi tía, y eso me hace feliz.

—Me cuesta creer que nunca le hayas contado nada de esto a Luanne.

—Se ha convertido en un hábito. Hasta mis padres siguen fingiendo que nada de eso sucedió. Y Morgan también.

—¿Has sabido algo de Luanne? ¿Desde que se fue a Hawái?

—No le he dicho lo que me ha comunicado la doctora, si es eso lo que preguntas.

Tragó saliva.

—Odio que te esté pasando esto —dijo—. De veras.

—Ambos lo odiamos. Hazte un favor a ti mismo y no te enfermes de cáncer nunca, especialmente cuando se supone que estás en la flor de la vida.

Mark bajó la cabeza y Maggie supo que se había quedado sin palabras. Bromear sobre la muerte la ayudaba a mantener a raya otros sentimientos más siniestros, pero la pega era que nadie sabía exactamente qué responder. Finalmente, Mark alzó la vista.

—Luanne hoy me ha escrito un mensaje. Me dijo que te había escrito a ti también, pero que no habías contestado.

—No he mirado el móvil hoy. ¿Qué decía el mensaje?

—Me decía que te recordara que abrieras la tarjeta, si es que todavía no lo habías hecho.

«Ah, sí. Porque hay un regalo dentro.»

—Seguramente sigue en el escritorio, en algún sitio, por si quieres ayudarme a buscarla.

Se puso en pie y empezó a rebuscar en el casillero mientras Maggie hurgaba en el cajón superior. Mientras ella ordenaba su contenido, Mark extrajo un sobre de un montón de facturas y se lo entregó.

—¿Es este?

—Sí —respondió Maggie, tomándose un momento para examinarlo—. Espero que no sea una Polaroid sexi de ella misma.

Mark abrió los ojos desconcertado.

—No es esa la impresión que tengo de ella…

Maggie se rio.

—Estoy bromeando. Solo quería ver tu reacción.

Abrió el sobre; en su interior había una elegante tarjeta con una felicitación típica y una breve anotación de Luanne agradeciendo a Maggie que fuera un «placer trabajar con ella». Luanne siempre insistía en emplear la gramática y el lenguaje correctos. En el sobre había también dos entradas para El cascanueces del Ballet de la Ciudad de Nueva York en el Lincoln Center. El espectáculo era el viernes, dos días después.

Enseñó las entradas a Mark.

—Me alegro de que me lo hayas recordado. Están a punto de caducar.

—¡Qué regalo tan estupendo! ¿Lo has visto alguna vez?

—Siempre decía que quería verlo y nunca lo hice. ¿Y tú?

—Puedo decir lo mismo.

—¿Te gustaría acompañarme?

—¿Yo?

—¿Por qué no? A modo de compensación, ya que últimamente has tenido que quedarte hasta tan tarde.

—Sí que me gustaría.

—Estupendo.

—También me ha encantado tu historia, aunque la hayas dejado en el momento de máximo suspense.

—¿Qué suspense?

—Respecto a ti, el resto de tu embarazo. El hecho de que estuvieras empezando a forjar una relación con tu tía. Bryce. Sé que aceptaste que fuera tu profesor particular, pero ¿cómo fue? ¿Te ayudó? ¿O te decepcionó?

En cuanto Mark pronunció aquel nombre, Maggie sintió una punzada de incredulidad de que hubiera pasado casi un cuarto de siglo desde aquellos meses en Ocracoke.

—¿De veras te interesa el resto?

—Sí —admitió.

—¿Por qué?

—Porque me ayuda a entender más cosas sobre ti.

Maggie dio otro sorbito al smoothie, con el helado ya casi derretido, y de pronto le vino a la cabeza como un destello su más reciente conversación con la doctora Brodigan. «En este momento —se dijo a sí misma con cinismo—, estás manteniendo una agradable conversación con alguien, pero en el siguiente instante, solo puedes pensar en el hecho de que te estás muriendo.» Intentó sin éxito apartar aquella idea antes de preguntarse repentinamente si Mark estaba actuando como un espejo que reflejaba sus propios pensamientos.

—Sé que hablas con Abigail cada día. Puedes contarle el diagnóstico si quieres.

—Yo no lo haría. Eso es… asunto tuyo.

—¿Mira los vídeos?

—Sí.

—Entonces se enterará igualmente. Estaba planeando subir un apunte sobre estas últimas novedades después de comunicárselo a mis padres y a mi hermana.

—¿Todavía no se lo has dicho?

—He decidido esperar hasta después de Navidad.

—¿Por qué?

—Si se lo cuento ahora, seguramente querrán que coja el primer vuelo a Seattle, algo que no deseo hacer, o insistirían en venir aquí, cosa que tampoco quiero. Se estresarían y tendrían que lidiar con su propia pena, y sería más duro para todos. Además, eso arruinaría todas sus Navidades futuras. Y prefiero que eso no suceda por mi culpa.

—Va a ser duro independientemente de cuándo se lo cuentes.

—Lo sé. Pero mi familia y yo tenemos una relación… única.

—¿Qué quiere decir eso?

—No he vivido exactamente la clase de vida que mis padres habían previsto para mí. Siempre tuve la sensación de haber nacido en la familia equivocada y hace mucho tiempo que aprendí que nuestra relación funciona mejor cuando mantenemos cierta distancia. Ellos no han comprendido mis decisiones. En el caso de mi hermana, ella es más como mis padres. Se casó, tuvo hijos, una casa en una zona residencial, en fin, el pack completo, y sigue siendo tan guapa como siempre. No resulta fácil competir con alguien así.

—Pero mira todo lo que tú has conseguido.

—No estoy segura de que eso le importe demasiado a mi familia.

—Siento oír eso. —En el silencio que se hizo a continuación, Maggie repentinamente bostezó, y Mark carraspeó para aclararse la voz—. ¿Por qué no te vas antes si estás cansada? —dijo—. Me aseguraré de que todo quede debidamente registrado y prepararé todos los envíos.

En el pasado, Maggie habría insistido en quedarse. Ahora sabía que eso no serviría para nada.

—¿Estás seguro?

—Me vas a llevar al ballet. Es lo menos que puedo hacer.

Después de que se hubiera abrigado, Mark la acompañó a la puerta y la abrió para ella, lo justo para poder cerrar enseguida. El viento era inclemente y agredía sus mejillas.

—Gracias de nuevo por el smoothie.

—¿Quieres que llame un Uber o un taxi? Hace frío fuera.

—No está lejos. No será tan terrible.

—¿Nos vemos mañana?

No quería mentir; ¿quién podría saber cómo estaría al día siguiente?

—Quizá —respondió.

Mark asintió, los labios apretados en una expresión de aceptación que daba a entender a Maggie que podía comprenderla.


Para cuando llegó a la esquina, Maggie ya se había dado cuenta de que había cometido un error. No era solo que el viento fuera cortante; parecía que venía del Ártico, y Maggie siguió tiritando incluso después de haber entrado en el apartamento. Sentía como si un bloque de hielo se hubiera alojado en su pecho, y se acurrucó en el sofá bajo una manta durante casi media hora antes de conseguir aunar fuerzas para realizar cualquier movimiento.

Una vez en la cocina, se hizo una infusión de camomila. Pensó tomar un baño de agua caliente también, pero le suponía demasiado esfuerzo. En lugar de eso, fue hacia su dormitorio, se puso dos gruesos pijamas de franela, una sudadera, dos pares de calcetines y un gorro de noche para mantener la cabeza caliente, y se arrebujó bajo las colchas. Tras tomarse media taza de té, se quedó dormida y no se despertó hasta pasadas dieciséis horas.


Se despertó sintiéndose fatal, como si hubiera trabajado toda la noche. Y lo peor era que el dolor parecía irradiar de distintos órganos, agudizándose con cada latido de su corazón. Armándose de valor, consiguió levantarse de la cama y llegar al baño, donde tenía los calmantes que le había recetado la doctora Brodigan.

Se tomó dos pastillas con la ayuda de un vaso de agua y luego se sentó en el borde de la cama, sin moverse, concentrada, hasta estar segura de que no las vomitaría. Solo entonces se sintió dispuesta a comenzar el día.

Se preparó un baño porque le parecía que en la ducha se sentiría como si la estuvieran apuñalando, y estuvo en el agua caliente y jabonosa durante casi una hora. Después escribió un mensaje a Mark, para informarle de que no podría ir a la galería, pero que se pondría en contacto al día siguiente respecto a la hora y el lugar en el que podrían encontrarse para ir al ballet.

Tras ponerse ropa cómoda, se hizo el desayuno, aunque ya era por la tarde. Se obligó a comer un huevo y media tostada, que le supieron en ambos casos a cartón salado, y después, como ya era costumbre desde hacía una semana y media, se acomodó en el sofá para ver el mundo a través de la ventana.

Había ráfagas de nieve y los diminutos copos titilaban frente al cristal con destellos hipnóticos. Vislumbró una flor de Pascua en la ventana de un apartamento al otro lado de la calle y recordó sus primeras Navidades en Seattle después de regresar de Ocracoke. Aunque quería sentirse emocionada con aquellas vacaciones, se había pasado la mayor parte de diciembre simplemente actuando de forma mecánica. Se acordó de que incluso en la mañana de Navidad abrió los regalos con fingido entusiasmo.

Sabía que eso tenía que ver en parte con hacerse mayor. Atrás quedaban las creencias de la infancia, y había llegado a la edad en que incluso oler una galleta significaba calcular las calorías. Pero había algo más. Los meses en Ocracoke la habían convertido en alguien a quien ya no reconocía, y en ocasiones Seattle ya no le parecía su hogar. En una mirada retrospectiva, Maggie se daba cuenta de que incluso entonces había estado contando los días hasta que por fin pudiera irse de casa de una vez por todas, para siempre.

Pero lo cierto es que llevaba sintiéndose así desde hacía meses. Poco después de regresar a Seattle, cuando empezaba a sentir vagamente como si hubiera vuelto a la normalidad, Madison y Jodie habían demostrado su voluntad de continuar su amistad donde la habían dejado. En la superficie, no había cambiado gran cosa. Pero cuanto más tiempo pasaba con ellas, más le parecía que ella había madurado, mientras que sus amigas seguían exactamente igual. Tenían los mismos intereses e inseguridades de siempre, los mismos encaprichamientos repentinos hacia distintos chicos, les seguía entusiasmando pasar la tarde del sábado en la zona de restauración del centro comercial. Maggie estaba familiarizada con aquella amistad, resultaba cómoda, y sin embargo poco a poco empezó a comprender que en algún momento desaparecerían por completo de su vida, de la misma forma que Maggie a veces sentía como si ella estuviera yendo a la deriva con la suya.

También pasó gran parte de aquellos primeros meses de vuelta a casa pensando en Ocracoke y echándolo de menos mucho más de lo que habría podido imaginar. Pensaba en su tía y la playa desolada, barrida por el viento, los trayectos en ferri y los mercadillos. Cuando reflexionaba sobre todo lo que había pasado mientras estaba allí, se quedaba atónita, hasta tal punto que, incluso pasados tantos meses, a veces los recuerdos la dejaban sin aliento.


Maggie estuvo viendo un drama en Netflix protagonizado por Nicole Kidman, aunque no podía recordar el título, echó una siesta a última hora de la tarde y luego pidió que le trajeran dos smoothies. Sabía que no sería capaz de acabarse los dos, pero se sentía mal pidiendo solo uno, porque la factura era ridícula. Y en realidad, ¿qué importaba si al final tiraba el sobrante?

También estuvo decidiendo si se tomaba un vaso de vino. No ahora, sino tal vez más tarde, antes de irse a la cama. No había bebido en meses, ni siquiera en la pequeña reunión en la galería a finales de noviembre, cuando básicamente se había limitado a sostener la copa por cortesía. Durante la quimioterapia, solo pensar en tomar alcohol le daba náuseas, y después sencillamente no le había apetecido. Sabía que en el frigorífico había una botella de vino del Valle de Napa que había comprado por capricho, y aunque ahora le parecía buena idea, sospechaba que más tarde se le pasarían las ganas, y lo único que le apetecería sería irse a dormir. Lo cual, reconoció para sí misma, sería lo mejor. No podía saber cómo le afectaría el vino. Estaba tomando calmantes y comía tan poco que apenas un par de sorbos podrían dejarla inconsciente, o tal vez le harían precipitarse al cuarto de baño para hacer una ofrenda al dios de la porcelana.

Tal vez fuera una manía, pero Maggie no quería que nadie la viera u oyera vomitar, ni siquiera las enfermeras que la monitorizaban durante la quimioterapia. La ayudaban a ir al baño, donde se encerraba e intentaba hacer el menor ruido posible. Aparte de la mañana en la que su madre la había encontrado en el baño, solo podía recordar otra ocasión en la que alguien la había visto vomitar. Eso había sucedido mientras hacía fotos desde un catamarán en la costa de Martinica. Las náuseas habían surgido de repente, como un maremoto; su estómago de improviso había empezado a revolverse, y apenas consiguió llegar a la borda a tiempo. No pudo parar de devolver en las siguientes dos horas. Fue la experiencia más desagradable que había tenido trabajando, tan exagerada que no le había importado en absoluto que alguien la observara. Era lo único que podía hacer si quería obtener alguna toma esa tarde (solo consiguió tres que valieran la pena de más de cien), y entre toma y toma, había hecho todo lo posible para estar lo más quieta posible. Las náuseas matinales (diablos, ni siquiera las producidas por la quimioterapia) no tenían ni punto de comparación, y se preguntaba por qué se quejaba tanto cuando tenía dieciséis años.

¿Quién era en realidad en aquel entonces? Había intentado recrear la historia para Mark, especialmente lo terrible que habían sido aquellas primeras semanas en Ocracoke para una adolescente de dieciséis años que se sentía muy sola. En esa época, su exilio se le había antojado eterno; y ahora, al mirar atrás, solo veía que aquellos meses habían pasado demasiado deprisa.

Aunque nunca se lo dijo a sus padres, había deseado regresar a Ocracoke. Ese deseo había sido especialmente intenso en los dos primeros meses de vuelta en Seattle; en algunos momentos, era casi abrumador. Con el paso del tiempo, el anhelo fue disminuyendo, pero nunca desapareció del todo. Hacía algunos años, en la sección de viajes del New York Times, alguien había escrito un relato de sus viajes por la cadena de islas Outer Banks. El viajero tenía la esperanza de ver los caballos salvajes de las islas, y finalmente había podido encontrarlos cerca de Corolla, pero era la descripción de la austera belleza de aquella cadena de islas que formaban una barrera de baja altura lo que tocó la fibra sensible de Maggie. El artículo invocaba el aroma de los bollos que hacían la tía Linda y Gwen para los pescadores cada mañana y la tranquila quietud que la localidad ofrecía en los días desapacibles de invierno. Se acordó de que recortó el artículo para enviárselo a su tía, junto con unas cuantas copias de algunas de sus fotografías recientes. Como siempre, la tía Linda había respondido por correo ordinario, dando las gracias a Maggie por el artículo y entusiasmada con las fotografías. La carta acababa expresando cuán orgullosa se sentía de Maggie y cuánto la quería.

Le había dicho a Mark que con los años cada vez se había sentido más unida a la tía Linda, pero sin dar más detalles. Con sus largas cartas, la tía Linda se había convertido en la persona más constantemente presente en la vida de Maggie, más que el resto de su familia al completo. Había algo reconfortante en el hecho de saber que alguien la quería y la aceptaba tal como era; los meses que pasaron juntas le demostraron a Maggie el significado del amor incondicional.

Pocos meses antes de que tía Linda falleciera, Maggie le había confesado que siempre había querido ser más como ella. Fue durante su primera y única visita a Ocracoke desde que se fuera cuando era adolescente. La localidad no había cambiado demasiado y la casa de su tía desencadenó una riada de recuerdos agridulces. El mobiliario seguía siendo el mismo, los olores también, pero el paso del tiempo lentamente había pasado factura. Todo estaba un poco más desgastado, desvaído y destartalado, incluida su tía. Para entonces, las líneas de expresión de su rostro eran profundas arrugas y su cabello canoso raleaba, dejando al descubierto en algunas partes el cuero cabelludo. Pero sus ojos seguían siendo los mismos, con aquel brillo siempre reconocible. Aquella confesión tuvo lugar un día en que las dos mujeres estaban sentadas ante la misma mesa de la cocina donde Maggie hacía antaño sus deberes.

—¿Por qué te gustaría ser más como yo? —preguntó tía Linda, atónita.

—Porque eres… maravillosa.

—Ay, cariño. —Linda había alargado la mano, tan frágil que a Maggie le recordó un pajarillo, y casi le rompe el corazón. Apretó suavemente los dedos de su sobrina—. ¿No te das cuenta de que yo podría decir exactamente lo mismo de ti?


El viernes, tras despertar de un sueño más parecido al estado de coma y dar vueltas sin hacer nada por su apartamento, Maggie engulló unas insípidas gachas de avena de preparación instantánea mientras escribía un mensaje a Mark sobre sus planes de encontrarse después en la galería. También reservó en el Atlantic Grill y contrató un coche para que les recogiera después de la cena, puesto que encontrar un Uber o un taxi en aquel vecindario por la noche a menudo era imposible. Después volvió a la cama. Con una velada que acabaría más tarde de lo habitual a la vista, Maggie necesitaba estar lo bastante descansada como para no desmayarse ante el primer plato de la cena. No puso la alarma y durmió tres horas más. Solo entonces empezó a prepararse.

«El caso es —pensó entonces Maggie— que cuando un rostro está tan demacrado como el de un esqueleto, con la piel tan frágil como un pañuelo de papel, no se puede hacer gran cosa para tener un aspecto presentable.» Con solo dar un vistazo a su pelo, que parecía la pelusa de un bebé, cualquiera sabría que estaba en el umbral de la muerte. Pero tenía que hacer un esfuerzo, y tras darse un baño, se tomó tiempo para maquillarse, intentando poner algo de color («vida») a sus mejillas; después probó tres pintalabios distintos antes de encontrar el que ofrecía una tonalidad remotamente natural.

Podía elegir entre un pañuelo y un sombrero, y finalmente se decidió por un gorro de lana roja. Se planteó si debía ponerse un vestido, pero sabía que se congelaría, de modo que optó por unos pantalones con un grueso suéter con bultitos, que añadía algo de entidad a su cuerpo. Como de costumbre, la cadena seguía en su sitio, y todavía añadió una preciosa bufanda de brillante cachemira para mantener el cuello caliente. Cuando dio un paso atrás para verse de cuerpo entero en el espejo y hacer una valoración de su aspecto, le pareció que estaba casi igual de bien que antes de empezar la quimioterapia.

Cogió el bolso y se tomó un par de pastillas más. El dolor no era tan intenso como el día anterior, pero no tenía por qué arriesgarse, y pidió un Uber. Llegó a la galería pocos minutos después de la hora de cierre y vio a Mark por la ventana, hablando sobre una de sus fotografías con una pareja en la cincuentena. Mark le ofreció un leve y disimulado saludo cuando Maggie pasó al interior y se dirigió a la oficina. En el escritorio había un pequeño montón de correo; estaba echando un rápido vistazo para seleccionarlo cuando Mark de pronto dio unos golpecitos en la puerta abierta.

—Hola, perdona. Creía que ya se habían decidido antes de que llegaras, pero todavía tenían muchas preguntas.

—¿Y?

—Han comprado dos copias.

«Increíble», pensó. En los primeros tiempos de la galería podían pasar semanas sin que se vendiera ni una sola foto. Y aunque las ventas habían ido en aumento al mismo ritmo que su carrera profesional, el verdadero renombre había llegado con los Vídeos sobre el cáncer. La fama lo cambiaba todo, incluso aunque se debiera a una razón que no le deseaba a nadie. Mark entró en el despacho y de repente se paró en seco.

—Guau —dijo—. Estás fantástica.

—Me he esforzado.

—¿Cómo te sientes?

—He estado más cansada de lo normal, y he dormido mucho.

—¿Estás segura de querer ir al teatro?

Maggie pudo ver la preocupación en la expresión de su rostro.

—Es el regalo de Luanne, tengo que ir. Y, además, me ayudará a conectar con el espíritu navideño.

—Estoy ansioso por ir desde que me invitaste. ¿Estás lista? El tráfico va a ser terrible esta noche, sobre todo por el mal tiempo.

—Estoy lista.

Tras apagar las luces y cerrar la puerta, salieron a la noche glacial. Mark levantó una mano para hacer señas a un taxi y sostuvo a Maggie por el codo al subir al interior.

De camino a Midtown, Mark le puso al corriente sobre la clientela y le informó de que Jackie Bernstein había vuelto para comprar la escultura de Trinity que había estado admirando en otras ocasiones. Era una pieza cara, pero valía la pena, según la opinión de Maggie, aunque solo fuera como inversión. En los últimos cinco años, el valor de las obras de arte de Trinity se había disparado. Nueve de las fotos de Maggie se habían vendido también, incluyendo las últimas dos de esa noche, y Mark le aseguró que había conseguido hacer todos los envíos antes de su llegada.

—Me escabullía a la trastienda siempre que tenía un minuto libre, quería estar seguro de que los envíos saldrían hoy. Muchos de ellos están pensados como regalos.

—¿Qué haría sin ti?

—Seguramente contratar a otra persona.

—No te haces valer. Te olvidas de que hubo muchos candidatos al puesto y no fueron seleccionados.

—¿Ah, no?

—¿No lo sabías?

—¿Cómo iba a saberlo?

Maggie se dio cuenta de que lo que decía tenía lógica.

—También quiero darte las gracias por asumir toda la carga de trabajo sin Luanne, y encima en vacaciones.

—De nada. Me gusta hablar con la gente de tu trabajo.

—Y del de Trinity.

—Por supuesto —añadió—. Pero su clientela es un poco más intimidatoria. He aprendido que suele dar mejor resultado escuchar más y hablar menos. La gente que se muestra interesada en su obra normalmente sabe más que yo.

—Pero tú tienes un don. ¿Has pensado alguna vez ser conservador de museo o tener tu propia galería? Quizá podrías hacer un máster en Historia del Arte, en lugar de la maestría en Estudios Pastorales.

—No —respondió en un tono de voz afable pero con determinación—. Sé cuál es el camino que debo tomar en mi vida.

«Estoy segura de ello», pensó Maggie.

—¿Cuándo empieza? Me refiero a tu camino.

—El próximo mes de septiembre se inicia el curso.

—¿Ya te han aceptado?

—Sí —contestó—. Asistiré a las clases en la Universidad de Chicago.

—¿Con Abigail?

—Por supuesto.

—Me alegro por ti. A veces me pregunto cómo habría sido la experiencia universitaria.

—Fuiste a un colegio universitario.

—Me refiero a permanecer cuatro años en la universidad, con su dormitorio universitario, fiestas, escuchando música mientras juegas a frisbee en el patio.

Mark alzó una ceja.

—Y también yendo a clase, estudiando y preparando trabajos.

—Ah, sí. Eso también. —Sonrió con una mueca—. ¿Le has dicho a Abigail que vamos al ballet esta noche?

—Sí, y está un poco celosa. Me ha hecho prometerle que la llevaré algún día.

—¿Cómo va la reunión familiar?

—La casa es un caos y siempre hay ruido. Pero le encanta. Uno de sus hermanos está en las fuerzas aéreas y ha venido desde Italia. No le había visto desde hacía un año.

—Seguro que sus padres están entusiasmados de tenerlos a todos en casa.

—Sí, lo están. Supongo que están construyendo una casa de pan de jengibre. Enorme. Lo hacen todos los años.

—Y de no haberte necesitado tu jefa, podrías haberles ayudado.

—A buen seguro que sería una experiencia educativa. No se me da demasiado bien la cocina.

—¿Y tus padres? Oí decir a Trinity que se habían ido al extranjero.

—Hoy y mañana están en Jerusalén. En Nochebuena estarán en Belén. Han enviado fotos de la iglesia del Santo Sepulcro. —Sacó el móvil para enseñárselas—. Mis padres deseaban hacer este viaje desde hace años, pero esperaron a que yo acabara la universidad, porque solo podía volver a casa durante las vacaciones escolares. —Mark devolvió el móvil al bolsillo—. ¿Dónde fuiste la primera vez que saliste del país?

—A Vancouver, Canadá —respondió Maggie—. Sobre todo porque se podía ir en coche. Me pasé un fin de semana haciendo fotos en Whistler tras el paso de una fuerte nevada.

—Yo todavía no he salido del país.

—Tienes que hacerlo —respondió ella—. Visitar otros lugares cambia la perspectiva. Ayuda a comprender que da igual dónde se esté, en qué país, la gente es bastante parecida en todas partes.

El tráfico empezó a congestionarse al salir de la West Side Highway, para ir empeorando aún más en las intersecciones a medida que se dirigían hacia el este. A pesar del frío, las aceras estaban abarrotadas; Maggie observó a la gente cargada con bolsas de compra y haciendo cola en los puestos de comida callejeros; otros se apresuraban hacia sus casas tras salir del trabajo. Finalmente llegaron a ver las ventanas iluminadas del Lincoln Center, lo que les daba la opción de quedarse sentados en el taxi al ralentí diez o quince minutos más, o salir y caminar.

Decidieron caminar y lentamente se abrieron paso a través de una multitud que se extendía más allá de las puertas de entrada. Maggie cruzó los brazos y se puso a alternar el peso de su cuerpo de un pie a otro con la esperanza de entrar en calor. Por suerte, la cola avanzaba rápidamente, y al cabo de pocos minutos pudieron acceder al vestíbulo. Los acomodadores les condujeron hasta sus asientos en la primera grada del palco del teatro David H. Koch.

Siguieron charlando en voz baja antes de que empezara el espectáculo, mirando a su alrededor y observando cómo se llenaban los asientos con una mezcla de adultos y niños. Cuando llegó la hora de inicio, las luces fueron apagándose, empezó a oírse la música y se presentó ante el público la casa de la familia Stahlbaum en Nochebuena.

A medida que se desarrollaba el relato, Maggie se quedó embelesada por la gracia y la belleza de los bailarines, sus delicados y ágiles movimientos que daban vida a las notas de ensueño de la partitura de Tchaikovsky. De vez en cuando, Maggie miraba de reojo a Mark, advirtiendo que estaba cautivado. Parecía no ser capaz de apartar la mirada del escenario, lo que le recordó que era un chico del medio oeste que probablemente nunca había visto nada parecido.

Una vez concluido el espectáculo, se unieron a la muchedumbre festiva que se dirigía a Broadway. Maggie daba gracias de que el Atlantic Grill estuviera justo enfrente. Se sentía helada y tambaleante, quizá debido a las pastillas, o porque no había comido casi nada en todo el día, y enlazó su brazo al de Mark al aproximarse al paso de peatones. Mark redujo la marcha y permitió que Maggie se apoyara en él.

Hasta que no se hubieron sentado a la mesa, Maggie no empezó a sentirse mejor.

—¿Estás segura de que no prefieres dar por terminada la noche?

—Estaré bien —respondió, no convencida del todo—. Y realmente necesito comer algo. —Puesto que no parecía del todo tranquilo, continuó—: Soy tu jefa. Piensa que se trata de una cena de negocios.

—No es una cena de negocios.

—Negocios personales —repuso—. Creía que querías saber más de mi época en Ocracoke.

—Sí, quiero saber más —confirmó—. Pero solo si tú tienes ganas de contármelo.

—De veras que necesito comer. No es broma.

Con cierta renuencia, Mark asintió justo cuando la camarera llegó para ofrecerles la carta. Maggie se sorprendió al decidir que quería tomar una copa de vino y escogió un borgoña. Mark pidió un té helado.

Cuando la camarera se marchó, Mark lanzó una mirada apreciativa al restaurante.

—¿Has estado antes aquí?

—En una cita, ¿hará tal vez cinco años? No podía creer que tuvieran mesa para nosotros esta noche, supongo que alguien debe haber cancelado la reserva.

—¿Cómo era? ¿El tipo que te trajo aquí?

Maggie ladeó la cabeza, intentando recordar.

—Alto, un fabuloso pelo entrecano, trabajaba para Accenture como consultor de gestión. Divorciado, un par de niños y muy listo. Entró en la galería un día, nos tomamos un café y acabamos saliendo unas cuantas veces.

—Pero ¿no funcionó?

—A veces simplemente no hay química. En su caso lo supe cuando me fui a Cayo Largo para hacer un reportaje y al regresar me di cuenta de que no le había echado para nada de menos. Esa es básicamente la historia de todas las citas de mi vida, sin importar con quién estuviera saliendo.

—Tengo miedo de preguntar qué quiere decir eso.

—Cuando tenía veintipico y vine a vivir aquí frecuenté la escena nocturna durante unos cuantos años… Salía a medianoche y me quedaba casi hasta el amanecer, incluso entre semana. Ninguno de los tipos que conocí en esas circunstancias era la clase de persona que podría presentar a mi familia. La verdad es que seguramente ni siquiera era buena idea llevármelos a casa.

—¿No?

—Piensa un poco… Muchos tatuajes y sueños de convertirse en raperos o pinchadiscos. Tenía un gusto curioso en aquellos tiempos.

Mark hizo una mueca que la hizo reír. La camarera regresó con una copa de vino y Maggie alargó la mano para cogerla con una seguridad que no sentía del todo. Dio un sorbo y esperó hasta comprobar si su estómago se rebelaba, pero aparentemente lo aceptó bien. Para entonces ambos ya habían decidido qué tomarían: ella bacalao del Atlántico y él optó por un filete. Y cuando la camarera preguntó si deseaban empezar con algún aperitivo o una ensalada, ambos declinaron el ofrecimiento.

Mientras la camarera se alejaba, Maggie se inclinó por encima de la mesa.

—Podrías haber pedido algo más —le reprendió—. Solo porque yo no coma demasiado, no tienes por qué seguir mi ejemplo.

—Comí un par de trozos de pizza antes de que llegaras a la galería.

—¿Por qué?

—No quería que la cena subiera mucho. Estos sitios son caros.

—¿Lo dices en serio? Eso es una tontería.

—Es lo que hacemos Abigail y yo.

—Eres de lo que no hay, ¿lo sabías?

—Quería preguntarte algo… ¿Cómo empezaste tu carrera como fotógrafa de viajes?

—Pura insistencia. Y un poco de locura.

—¿Eso es todo?

Se encogió de hombros.

—También tuve suerte, porque los viajes pagados por las revistas han dejado de existir. El primer fotógrafo para el que trabajé en Seattle ya contaba con una buena reputación en reportajes de viajes, porque había colaborado mucho con National Geographic. Tenía una lista bastante buena de contactos con revistas, empresas turísticas y agencias publicitarias, y en ocasiones le había acompañado como ayudante. Tras un par de años, me volví un poco loca y acabé viviendo aquí. Compartí piso con algunas azafatas de vuelo y así conseguí volar con descuentos y hacer fotos en todos los lugares que podía permitirme visitar. Además, encontré trabajo con un fotógrafo innovador. Fue uno de los primeros en pasarse a la fotografía digital, y siempre invertía lo que ganaba en más equipo y software, lo que significaba que yo también debía hacerlo. Preparé mi propia página web, con consejos y reseñas y lecciones de Photoshop, y uno de los editores gráficos de Condé Nast dio conmigo. Me contrató para hacer un reportaje en Mónaco, y eso condujo a un segundo trabajo y a un tercero. Entretanto, mi antiguo jefe en Seattle se jubiló y básicamente me cedió su cartera de clientes, además de facilitarme una recomendación, de modo que en gran parte seguí con sus encargos.

—¿Qué te permitió ser completamente independiente?

—Mi reputación fue aumentando hasta el punto en que podía vender mis propios viajes. Mis tarifas, que mantuve reducidas aposta para los reportajes internacionales, siempre resultaban tentadoras para los editores. Y la popularidad de mi página web y mi blog, que con el tiempo condujo a mis primeras ventas online, me ayudaba a pagar las facturas. Además, fui una temprana usuaria de Facebook, Instagram y sobre todo YouTube, lo que ayudó a que se conociera mi nombre. Y después, por supuesto, vino la galería, que me consolidó en mi carrera. Durante años tuve que luchar para que me pagaran los viajes de trabajo, y de pronto, como si hubiera apretado un interruptor, tenía todo el trabajo que podía desear.

—¿Qué edad tenías cuando hiciste el reportaje en Mónaco?

—Veintisiete.

Maggie advirtió que a Mark le brillaban los ojos.

—Es una gran historia.

—Tuve suerte, ya te lo he dicho.

—Quizás al principio. Después lo hiciste tú sola.

Maggie lanzó una mirada apreciativa al restaurante; como muchos otros locales en Nueva York, presentaba la decoración típica de esas fechas, con un árbol de Navidad y también una menorah encendida en la zona de la barra. Calculó que había más gente ataviada con vestidos y suéteres rojos de lo habitual, y mientras examinaba el aspecto de los clientes, se preguntó qué harían en Navidad, incluso qué haría ella.

Dio otro sorbito de vino, cuyos efectos ya empezaba a notar.

—Hablando de historias, ¿quieres que continúe donde lo dejamos o prefieres que esperemos a que llegue la cena?

—Si estás preparada, me encantaría escucharla.

—¿Te acuerdas de dónde me quedé?

—Aceptaste que Bryce fuera tu profesor particular y acababas de decirle a la tía Linda que la querías.

Cogió de nuevo su copa y se quedó mirando fijamente el fondo púrpura.

—El lunes —comenzó a decir—, el día después de haber comprado el árbol de Navidad…