Los comienzos

Ocracoke, 1995

Me desperté cuando los rayos del sol atravesaban mi ventana. Sabía que mi tía hacía rato que se había ido, pero en mi abotargamiento imaginé oír a alguien rebuscando algo por la cocina. Todavía grogui, y temiéndome que tendría que devolver porque era lo típico de la mañana, me puse la almohada sobre la cara y me quedé con los ojos cerrados hasta estar segura de que podía moverme.

Estaba esperando la llegada de las náuseas mientras lentamente volvía a la vida; para entonces ya eran tan predecibles como el amanecer, pero, curiosamente, seguía sintiéndome bien. Poco a poco me incorporé, esperé un minuto más, y nada. Finalmente, tras poner los pies en el suelo, me levanté, segura de que mi estómago empezaría a dar volteretas en cualquier momento, pero seguía sin pasar nada.

«¡Aleluya!»

Como la casa estaba helada, me puse una sudadera por encima del pijama y luego deslicé los pies en las zapatillas. En la cocina mi tía había tenido el detalle de apilar todos los libros de texto y varias carpetas de color manila sobre la mesa, seguramente para animarme a arrancar desde primera hora de la mañana. Deliberadamente ignoré aquel montón, no solo porque no me sentía mareada; de nuevo tenía hambre de veras. Me freí un huevo y recalenté un bollo para desayunar, sin dejar de bostezar. Estaba más cansada de lo habitual porque me había quedado hasta tarde para acabar el primer borrador de mi trabajo sobre Thurgood Marshall. Eran cuatro páginas y media, no las cinco exigidas, pero no estaba mal, y me sentía algo así como orgullosa de mi laboriosidad, así que decidí recompensarme olvidándome del resto de los deberes hasta que estuviera más despierta. En lugar de eso, cogí un libro de Sylvia Plath de la estantería de mi tía, me abrigué con una chaqueta y me senté en el porche a leer un rato.

El caso es que hasta entonces nunca me había gustado realmente leer por placer. Eso era más bien cosa de Morgan. Yo siempre había preferido echar una ojeada aquí y allá para tener una visión general, por lo que abrí el libro por una página cualquiera y vi unas cuantas líneas que mi tía había subrayado:

El silencio me deprimía. No el silencio del silencio. Era mi propio silencio.

Fruncí el ceño y volví a leerlo, intentando comprender lo que Plath había querido decir con eso. Creía entender la primera parte; sospechaba que hablaba de la soledad, aunque de forma vaga. La segunda parte no era tan complicada tampoco; en mi mente, simplemente estaba dejando claro que hablaba de la soledad de forma específica, no del hecho de que estar en un sitio tranquilo fuera deprimente. Pero la tercera parte era más delicada. Suponía que se refería a su propia apatía, tal vez el producto resultante de su soledad.

Entonces, ¿por qué no había escrito simplemente «estar sola es un asco»?

Me pregunté por qué algunas personas tenían que complicarse tanto la vida. Y, francamente, ¿por qué esa reflexión era siquiera tan profunda? ¿Acaso no sabía todo el mundo que la soledad podía ser un rollo? Yo también se lo podía haber dicho y solo era una adolescente. Demonios, yo sentía esa soledad desde que estaba varada en Ocracoke.

Pero tal vez estaba malinterpretando todo el fragmento. Yo no era un académico inglés. La verdadera cuestión era por qué mi tía lo había subrayado. Obviamente debía significar algo para ella, pero ¿qué? ¿Se sentía sola mi tía? No lo parecía, y pasaba mucho tiempo con Gwen, pero ¿qué sabía realmente de ella? No es que hubiéramos tenido profundas conversaciones personales desde mi llegada.

Seguía pensando en eso cuando oí un motor y el ruido de de unos neumáticos sobre la gravilla de la entrada. Y después cómo se cerraba la puerta de un coche. Dejé el asiento, abrí la puerta corredera y escuché, aguardando. Y como era de esperar, finalmente oí unos golpecitos en la puerta. No tenía la menor idea de quién podría ser. Era la primera vez que oía a alguien llamar a la puerta desde que estaba allí. Tal vez debería haberme puesto nerviosa, pero Ocracoke no era exactamente un hervidero de actividad criminal, y tenía mis dudas sobre la posibilidad de que un delincuente llamara a la puerta antes de entrar a robar. Sin pensarlo dos veces fui a la entrada y abrí la puerta de par en par, donde vi a Bryce de pie ante mí, lo que paralizó considerablemente la actividad de mi confundido cerebro. Era consciente de que había aceptado que fuera mi profesor particular, pero por alguna razón pensé que pasarían algunos días hasta que empezáramos con las clases.

—Hola, Maggie —saludó—. Tu tía me dijo que viniera para ponernos manos a la obra.

—¿Eh?

—Con las clases —continuó.

—Eh…

—Me comentó que tal vez necesitarías algo de ayuda para preparar los exámenes. Y quizá ponerte al día con los deberes…

No me había duchado, no me había peinado, no me había puesto maquillaje. En pijama, zapatillas y con una chaqueta por encima, probablemente parecía una indigente.

—Acabo de levantarme —conseguí finalmente balbucear.

Bryce ladeó la cabeza.

—¿Duermes con la chaqueta?

—Hacía frío ayer. —Como Bryce seguía mirándome fijamente, añadí—: Cojo frío con facilidad.

—Ah, entiendo, a mi madre también le pasa. Pero… ¿estás lista? Tu tía me dijo que viniera a las nueve.

—¿A las nueve?

—Hablé con ella esta mañana después de entrenar. Me dijo que había vuelto a casa y te había dejado una nota.

Supongo que sí había oído a alguien pululando por la cocina. Ups.

—Ah —me limité a responder intentando ganar tiempo. De ningún modo le dejaría entrar tal y como iba vestida—. Creía que la nota decía a las diez.

—¿Quieres que vuelva a las diez?

—Sería mejor —confirmé, intentando no echarle el aliento. Su aspecto era…, bueno, muy similar al del día anterior. Con el pelo levemente despeinado por el viento y los hoyuelos marcados, vestía pantalones vaqueros y la chaqueta de color verde oliva que ya conocía.

—Ningún problema —respondió—. Hasta entonces, ¿podrías facilitarme los materiales que ha preparado Linda? Me dijo que podrían ayudarme a hacerme una idea de lo que necesitas.

—¿Qué materiales?

—Los que según ella te ha dejado en la mesa de la cocina.

«Ah, sí —pensé de repente—. Ese montón que ha dejado con tanta consideración para que aprovechara el día desde primera hora de la mañana.»

—Espera —contesté—. Déjame ver qué hay.

Le dejé esperando en el porche y volví a la cocina. Efectivamente, encima del montón había una nota de mi tía.

Buenos días, Maggie,

Acabo de hablar con Bryce y hemos acordado que vendrá a las nueve para empezar con las clases. He fotocopiado la lista de trabajos y deberes, así como las fechas de las pruebas y exámenes. Espero que pueda explicarte las materias en las que yo no te puedo ayudar. Que tengas un día maravilloso, nos vemos por la tarde. Te quiero.

Te doy mi bendición,

TU TÍA LINDA

Hice mentalmente el propósito de estar atenta a posibles notas en el futuro. Estaba a punto de cargar con todo el montón cuando recordé el trabajo que había empezado a escribir. Fui a mi cuarto para cogerlo y añadirlo a la pila que llevé en brazos hasta la entrada, donde enseguida me di cuenta de mi error.

—¿Bryce? ¿Todavía estás ahí?

—Sí, estoy esperando.

—¿Puedes abrir la puerta? Tengo las manos ocupadas.

La puerta se abrió y le entregué todo aquello.

—Creo que esto es lo que ha dejado para ti. Ayer por la noche redacté el borrador de un trabajo, está encima de todo.

No sé si le sorprendió el voluminoso montón; en todo caso, no lo dejó ver.

—Genial —dijo, alargando los brazos para cogerlo. Se balanceó levemente por el peso hasta recuperar el equilibrio—. ¿Te importa que lo mire en el porche, para no tener que ir a casa y volver?

—En absoluto —dije, deseando de veras haberme lavado los dientes antes—. Necesito un poco de tiempo para prepararme, ¿sí?

—Claro —contestó—. Cuando estés lista empezamos. Tómate el tiempo que necesites.

Tras cerrar la puerta, fui directa a mi habitación para buscar la ropa. Me desvestí con rapidez y me puse mis pantalones vaqueros favoritos que estaban amontonados en el armario, pero al intentar abrochar el botón superior, se me clavó en la piel de forma dolorosa. Lo mismo sucedió con mis segundos favoritos, lo que significaba que seguramente tendría que llevar los mismos pantalones de cintura elástica que llevaba en el ferri. Rebusqué entre mis camisetas y gracias a Dios todavía me servían. Escogí una de color granate de manga larga. En cuanto a los zapatos, no tenía mucho donde elegir: zapatillas deportivas, pantuflas, botas de agua y unas botas forradas por dentro, las Ugg. Esas me irían bien.

Una vez hube decidido qué ponerme, me duché, me lavé los dientes y me sequé el pelo. Me di un toque de maquillaje ligero y me puse la ropa elegida. Como mi tía insistía tanto en la cuestión de la limpieza, mi cuarto estaba arreglado y lo único que realmente quedaba por hacer era estirar las sábanas, airear el edredón y colocar a osita-Maggie sobre la almohada. Por supuesto, no tenía la menor intención de enseñarle mi habitación, pero si tenía que ir al baño y se asomaba a la puerta, vería que lo tenía todo recogido.

Aunque no es que eso fuera muy importante.

Lavé y sequé el plato, el vaso y los utensilios que había usado en el desayuno, pero aparte de eso, la cocina estaba perfecta. Descorrí las cortinas, permitiendo que entrara más luz en la casa y, con una profunda respiración, fui hacia la puerta.

Al abrirla le vi sentado en el porche, con las piernas apoyadas en los escalones.

—¡Eh! —saludó; sin duda me había oído. Volvió a rehacer el montón y se puso en pie, pero luego se quedó paralizado. Me miró como si fuera la primera vez que me veía—. Guau. Estás muy guapa.

—Gracias —contesté, pensando que quizá mi aspecto no estaba tan mal, aunque nunca fuera a ser tan guapa como Morgan. Aun así, noté que me sonrojaba—. Me he puesto lo primero que he encontrado. ¿Estás preparado?

—Deja que recoja todo esto.

Di un paso atrás para dejarle pasar, cargado como iba con aquella pila de libros y otros materiales. Se detuvo un momento, sin duda preguntándose adónde debía ir.

—Puedes dejarlo todo en la mesa de la cocina —dije, indicándola con un gesto—. Es donde suelo trabajar.

«En las escasas ocasiones en las que hago algo», pensé. Y eso cuando no trabajaba en la cama, algo que no pensaba decirle.

—Perfecto —dijo. Ya en la cocina, lo dejó todo sobre la mesa, cogió la carpeta de color manila que estaba encima del montón y se acomodó en la silla que había usado para desayunar. Entretanto, yo seguía pensando en lo que me había dicho en el porche y, aunque le había invitado a pasar, el hecho de que estuviera en ese momento sentado a la mesa de la cocina se me antojaba extraño, como si fuera una de esas escenas que se ven en la tele o en el cine, pero que nunca esperas experimentar en la vida real.

Cabeceé mientras pensaba: «Tengo que controlarme». Empecé a avanzar y me desvié hacia los armarios situados al lado del fregadero.

—¿Quieres un vaso de agua? Yo me voy a poner uno.

—Sí, gracias.

Llené dos vasos y los llevé a la mesa; luego me senté en el lugar que habitualmente ocupaba mi tía. Me sorprendí al ocurrírseme que la casa se veía totalmente distinta desde aquel ángulo, lo que me hizo pensar también qué le parecería a Bryce.

—¿Has leído el trabajo que escribí?

—Sí —contestó—. Es uno de los magistrados más prominentes. ¿Lo elegiste tú o fue el profesor quien te lo asignó?

—El profesor lo escogió.

—Tienes suerte porque el tema da para mucho. —Cruzó las manos sobre la mesa—. Empecemos con esto: ¿cómo crees que te está yendo en tus estudios?

No esperaba esa pregunta y tardé unos segundos en responder.

—Supongo que bien. Sobre todo si tenemos en cuenta que se supone que debería aprender todo esto yo sola sin ayuda de los profesores. Las últimas pruebas no me han ido demasiado bien, pero todavía tengo tiempo de mejorar las notas.

—¿Quieres que tus notas sean mejores?

—¿A qué te refieres?

—Crecí oyendo decir a mi madre una y otra vez: «No hay enseñanza, solo hay aprendizaje». Debo haberlo escuchado más de cien veces, y durante mucho tiempo no sabía a qué se refería. Porque ella era mi maestra, ¿no? ¿Me estaba diciendo que en realidad no lo era? Pero cuando me hice un poco mayor, finalmente comprendí que lo que quería decirme es que es imposible enseñar a menos que el alumno desee aprender. Supongo que podía haberlo expresado de otra forma. ¿Quieres aprender? ¿De verdad y sinceramente? ¿O simplemente quieres hacer lo mínimo para ir pasando?

Al igual que en el ferri, me pareció más maduro que la gente de su edad; y quizá porque su tono de voz era tan amable, me hizo reflexionar sobre lo que realmente estaba preguntando.

—Bueno… No quiero tener que repetir mi segundo año.

—Lo pillo. Pero sigues sin dar respuesta a mi pregunta. ¿Qué notas quieres sacar? ¿Con qué estarías contenta?

«Todo excelente sin tener que trabajar», por supuesto; pero me pareció que decirlo en voz alta no sería lo más conveniente. Lo cierto es que normalmente sacaba un bien o un suficiente, con predominio de estos últimos. A veces sacaba un excelente en las asignaturas más fáciles, como música o plástica, pero también había tenido un par de suspensos. Sabía que nunca podría compararme con Morgan, pero una parte de mí seguía queriendo complacer a mis padres.

—Creo que estaría satisfecha si sacara un notable de media.

—Vale —respondió. Volvió a sonreír, y de nuevo los hoyuelos hicieron su aparición—. Ahora ya lo sé.

—¿Eso es todo?

—No exactamente. Lo que quieres ahora no está en consonancia con tu realidad actual. Te falta entregar por lo menos ocho deberes de Matemáticas y tus resultados en las pruebas son bastante deficientes. Vas a tener que destacar por tus trabajos en general el resto del semestre para sacar un notable en Geometría.

—Vaya…

—También vas atrasada en Biología.

—Ya.

—Lo mismo te pasa en Historia de América. Y en Inglés y Español.

Para entonces ya no podía mirarle a los ojos, consciente de que seguramente pensaba que era idiota. Sabía que era casi igual de difícil entrar en West Point que en Stanford.

—¿Qué te parece el trabajo? —pregunté, casi temiendo la respuesta.

Miró de reojo mi escrito; no estaba en la carpeta: lo había colocado sobre la pila de libros de texto.

—También quería comentártelo.


Como nunca antes había tenido un profesor particular, no estaba segura de qué cabía esperar. A eso había que añadir que el profesor era muy guapo, por lo que estaba aún más confusa. Supongo que imaginaba que trabajaríamos y luego haríamos una pausa para conocernos mejor y tal vez flirtear un poco, pero el día no transcurrió en absoluto de ese modo; solo se cumplió la primera parte.

Trabajamos. Fui al baño. Trabajamos aún más. De nuevo otra pausa para ir al baño. Y así durante horas.

Aparte de revisar mi trabajo, que él quería que redactara de forma cronológica en lugar de saltar hacia atrás y hacia delante en el tiempo, dedicamos casi todo el día a Geometría, para ponerme al día con las tareas pendientes. Me resultó imposible hacerlas todas, porque Bryce me obligaba a solucionar cada problema por mí misma. Cuando le pedía ayuda, hojeaba el libro de texto y encontraba la sección que explicaba el concepto. Me hacía leerla y, si no lo entendía, intentaba descomponerlo en partes para mí. Si con eso todavía no bastaba (como solía ser el caso), examinaba la cuestión que me confundía y entonces creaba una pregunta original que fuera similar. Después me enseñaba pacientemente a responder esa cuestión de prueba paso a paso. Solo entonces volvíamos al problema del libro, que tenía que resolver yo sola. Todo lo cual era verdaderamente frustrante, porque enlentecía el proceso y eso suponía un aumento de la cantidad de trabajo que tenía que hacer.

Mi tía llegó a casa justo cuando Bryce estaba a punto de irse y acabaron charlando en la entrada. No tengo ni idea de qué hablaban, pero en todo caso era en un tono animado; yo permanecí en la silla sentada con la frente sobre la mesa. Justo antes de que mi tía llegara, y después de todo lo que había hecho, Bryce me puso más deberes, o más bien, deberes que se suponía que tenía que haber terminado. Además de reescribir mi trabajo, quería que leyera algunos apartados de mis libros de texto de Biología e Historia. A pesar de que al pedírmelo sonreía (como si fuera algo completamente razonable tras horas de freírme el cerebro), los hoyuelos ya no significaban nada para mí.

«Solo que…»

El caso es que era realmente bueno a la hora de explicar, de manera que las cosas adquirían sentido de forma intuitiva, y no perdía la paciencia en ningún momento. Al final del día casi me parecía como si hubiera entendido un poco mejor la materia, y me sentía menos intimidada ante la visión de las figuras, de los números y de los signos de igualdad. Pero no hay que dejarse engañar: no me había convertido de repente en una especie de genio de la geometría. Cometí errores importantes y otros más leves durante toda la jornada, y al final estaba bastante desanimada. Morgan, en cambio, no habría tenido que esforzarse.

En cuanto se fue, me eché una siesta. La cena estaba lista cuando por fin me desperté, y después de cenar y limpiar la cocina regresé a mi habitación y afronté la lectura de los libros de texto. Todavía tenía que volver sobre la redacción del trabajo, así que encendí el walkman y empecé a escribir. Mi tía asomó la cabeza por la puerta poco después y me dijo algo; fingí haberla oído, aunque no era cierto. Supuse que si se trataba de algo importante volvería después para repetírmelo.

Tras escribir durante un rato, cometí el error de olvidarme de que estaba embarazada. Cambié de posición para estar más cómoda y de pronto sentí la llamada de la naturaleza. «Otra vez.» Cuando abrí la puerta me sorprendió oír una conversación procedente de la sala de estar. Me asomé tras la esquina para ver quién era y vi a Gwen dejando una caja llena de adornos y lucecitas frente al árbol de Navidad, y recordé vagamente que mi tía me había dicho que íbamos a decorarlo esa noche después del trabajo.

Lo que no esperaba era ver a Bryce charlando con mi tía mientras esta sintonizaba una emisora de radio, hasta encontrar una cadena con villancicos. Noté que el estómago me daba un vuelco cuando me vieron, pero por lo menos no iba en pijama y zapatillas, con aspecto de polizón vagabundo.

—Aquí estás —anunció tía Linda—. Estaba a punto de subir a buscarte. Bryce acaba de llegar.

—Hola, Maggie —dijo Bryce. Todavía llevaba los mismos pantalones y la misma camiseta, y no pude evitar fijarme en la esbelta figura perfilada por las caderas y los hombros—. Linda me invitó a venir para adornar el árbol. Espero que no te importe.

Me quedé sin habla momentáneamente, pero no creo que nadie se diera cuenta. Tía Linda se estaba poniendo la chaqueta para salir de nuevo.

—Gwen y yo vamos un momento a la tienda para comprar ponche de huevo. Si queréis poner las luces, empezad sin nosotras, volveremos enseguida.

Me quedé en el umbral antes de acordarme con dolorosa urgencia de por qué había salido de la habitación. Fui al baño y, mientras me lavaba las manos, escudriñé mi imagen en el espejo y pensé que hasta yo me daba cuenta de que estaba cansada, pero no podía hacer nada al respecto. Me cepillé el pelo, respiré hondo y salí, preguntándome por qué de pronto estaba nerviosa. Bryce y yo habíamos estado solos en la casa durante horas; ¿por qué ahora era distinto?

«Porque ahora no está aquí como profesor. Está aquí porque Linda quería que viniera, no por ella, sino porque pensó que a mí me gustaría», susurró mi voz interior.

Para cuando salí del baño, tía Linda y Gwen ya se habían ido, y Bryce había sacado una guirnalda de luces de la caja. Le observé luchando por desenredarla y, disimulando, me hice con otra guirnalda y empecé a imitarle.

—He acabado la lectura. Y también parte del trabajo. —Ahora que la luz del sol no entraba por las ventanas, su pelo y sus ojos parecían más oscuros.

—Me alegro por ti —dijo—. Yo fui a dar una vuelta con Daisy por la playa y luego mis padres me hicieron cortar leña. Gracias por invitarme.

—De nada —respondí, aunque yo no hubiera tenido nada que ver en eso.

Acabó de desenmarañar la guirnalda y examinó la habitación.

—Tengo que comprobar que las luces funcionan. ¿Hay algún enchufe cerca?

No tenía la menor idea. Nunca había necesitado saber dónde estaban los enchufes, pero creo que básicamente estaba hablando consigo mismo, porque se agachó para buscar bajo la mesa cercana al sofá.

—Aquí hay uno.

Se puso en cuclillas con un movimiento ágil y alargó el brazo por debajo de la mesa para enchufar la tira de luces. Me quedé observando las parpadeantes luces multicolores.

—Me encanta decorar árboles de Navidad —declaró, mientras volvía a rebuscar en la caja—. Me ayuda a entrar en el espíritu navideño. Sacó otra guirnalda justo cuando yo acababa de desenredar la mía. La enchufé junto a la otra y también me la quedé mirando mientras empezaba a parpadear, y luego volví a sacar otra de la caja.

—Nunca he decorado un árbol.

—¿De veras?

—Mi madre es la que suele hacerlo. Le gusta que esté a su manera.

—Ah —exclamó suavemente, y pude ver que estaba perplejo—. En nuestra casa es justo al revés. Mi madre solo nos da indicaciones y los demás lo adornamos.

—¿No le gusta decorarlo?

—Sí, pero tendrías que conocerla para entenderlo. El ponche de huevo fue idea mía, por cierto. Forma parte de nuestra tradición y, en cuanto lo mencioné, tu tía pensó que debería tener un poco aquí también. Le estaba comentando lo bien que has trabajado hoy. Sobre todo al final. Casi no he tenido que ayudarte.

—Todavía voy muy atrasada.

—No me preocupa —repuso—. Si continúas como hoy, te pondrás al día enseguida.

No estaba tan segura. Obviamente tenía más confianza en mí que yo misma.

—Gracias por tu ayuda. No estoy segura de habértelas dado antes de que te fueras, estaba así como embobada.

—No importa. —Cogió mi guirnalda y comprobó las luces—. ¿Desde cuándo vives en Seattle?

—Desde que nací —respondí—. En la misma casa. En el mismo dormitorio, de hecho.

—No puedo imaginarme cómo debe ser eso. Hasta que vinimos aquí, nos mudábamos prácticamente cada año. Idaho, Virginia, Alemania, Italia, Georgia, incluso Carolina del Norte. Mi padre estuvo en Fort Bragg durante algún tiempo.

—No sé dónde está.

—En Fayetteville. Al sur de Raleigh, a unas tres horas de la costa.

—Me quedo igual. Mi conocimiento de Carolina del Norte se limita básicamente a Ocracoke y Morehead City.

Sonrió.

—Háblame de tu familia. ¿Qué hacen tu madre y tu padre?

—Mi padre trabaja en la línea de montaje de Boeing. Creo que se ocupa del remachado, pero no estoy segura del todo. No habla demasiado sobre su trabajo, pero tengo la sensación de que todos los días es igual. Mi madre trabaja a tiempo parcial como secretaria en nuestra iglesia.

—Y tienes una hermana, ¿verdad?

—Sí —asentí al tiempo con la cabeza—. Morgan. Tiene dos años más que yo.

—¿Os parecéis?

—Ya me gustaría —contesté.

—Estoy seguro de que ella dice lo mismo cuando habla de ti. —Aquel cumplido me pilló desprevenida, igual que cuando me dijo por la mañana que estaba muy guapa. Mientras tanto, Bryce estaba sacando de la caja un cable alargador—. Supongo que ya hemos acabado. —Enchufó el cable y conectó la primera guirnalda—. ¿Quieres colocar las guirnaldas sobre el árbol o prefieres ajustarlas en el sitio adecuado?

No sabía con exactitud a qué se refería.

—Ajustar, creo.

—Vale —aceptó. Sujetó el árbol y con cuidado lo apartó de la ventana para dejar más espacio libre—. Así es más fácil moverse alrededor del árbol. Podemos volver a ponerlo en su sitio cuando acabemos.

Se aseguró de que el cable no estuviera demasiado tenso y empezó a colocar las luces por la parte posterior del árbol, y luego lo rodeó hasta llegar al otro lado.

—Simplemente comprueba que no haya huecos o que las luces no estén demasiado cerca en algunos puntos.

«Ajustar.» Ahora lo entendía.

Hice lo que me pedía; no tardamos mucho en colocar la primera guirnalda, y entonces conectó la siguiente. Repetimos el proceso, trabajando juntos.

Se aclaró la voz.

—Quería preguntarte qué es lo que te ha traído a Ocracoke.

Ya había salido. La pregunta. En realidad, estaba sorprendida de que no hubiera surgido antes, y me vino a la cabeza la conversación que había tenido con mi tía, además de la inviabilidad de tener secretos en Ocracoke. Y que, tal como ella había observado, sería mejor que se enterara por mí. Respiré hondo y sentí un estremecimiento causado por el miedo.

—Estoy embarazada.

Bryce seguía inclinado hacia delante cuando alzó la vista para mirarme a los ojos.

—Lo sé. Me refiero a por qué estás aquí en Ocracoke y no con tu familia.

Noté que me había quedado boquiabierta.

—¿Sabías que estaba embarazada? ¿Te lo dijo mi tía?

—Linda no me ha contado nada. Simplemente encajé las piezas.

—¿Qué piezas?

—El hecho de que sigas matriculada en un instituto en Seattle; que te vas en mayo; que tu tía daba explicaciones vagas sobre la razón de tu repentina visita; que me pidió un sillín más cómodo de lo habitual para la bicicleta; que no has parado de ir al baño en todo el día. Un embarazo era la única explicación con sentido.

No estaba segura de si me sorprendía más la idea de que se lo hubiera imaginado con tanta facilidad y precisión o el hecho de que ni en su tono de voz ni en su expresión pudiera apreciarse que me estuviera juzgando.

—Fue un error —dije atropelladamente—. Hice una estupidez el agosto pasado con un chico que apenas conocía, y ahora estaré aquí hasta que tenga al bebé porque mis padres no querían que nadie se enterara. Y preferiría que tú tampoco se lo contaras a nadie.

Empezó de nuevo a dar vueltas alrededor del árbol.

—No voy a decir nada. Pero ¿no lo sabrá todo el mundo cuando te vean por ahí con un bebé?

—Voy a darla en adopción. Mis padres ya lo tienen todo arreglado.

—¿Es una niña?

—No tengo ni idea. Mi madre cree que sí lo es porque dice que mi familia solo sabe hacer chicas. O sea…, mi madre tiene cuatro hermanas, y mi padre, tres. Tengo doce primas y ningún primo. Mis padres solo nos tuvieron a nosotras dos.

—Qué guay. Aparte de mi madre, solo hay hombres en mi familia. ¿Puedes pasarme otra guirnalda?

El cambio de tema me descolocó.

—Pero… ¿no quieres hacerme más preguntas?

—¿Como cuáles?

—No sé. Cómo sucedió, por ejemplo.

—Sé cómo funciona eso —respondió en un tono neutro—. Y ya has mencionado que fue un chico que apenas conocías y que fue un error, y que vas a dar el bebé en adopción, así que no se me ocurre qué más decir.

Mis padres sin duda tuvieron mucho más que decir, pero a esas alturas ¿qué importaban los detalles? Todavía atónita, cogí otra guirnalda y se la pasé.

—No soy mala persona…

—Nunca he pensado que lo fueras.

Volvió a girar en torno al árbol con la nueva guirnalda; las luces ya casi llegaban a media altura.

—¿Por qué no te importa?

—Porque —empezó a decir, sin dejar de colocar las luces— a mi madre le pasó lo mismo. Era una adolescente cuando se quedó embarazada. Supongo que la única diferencia es que mi padre se casó con ella, y después llegué yo.

—¿Te lo han contado tus padres?

—No hacía falta. Sé la fecha de su aniversario de bodas y la de mi cumpleaños. No cuesta mucho echar cuentas.

«Guau», pensé. Me pregunté también si mi tía lo sabría.

—¿Cuántos años tenía tu madre?

—Diecinueve.

No parecía mucha diferencia de edad, pero para mí sí era significativa, aunque él no lo dijera. Después de todo, con diecinueve años eres una persona adulta legalmente y ya no vas al instituto.

—Vamos a dar un paso atrás para ver cómo está quedando.

Desde la distancia, era más fácil advertir los huecos y los puntos donde las luces estaban demasiado cerca unas de otras. Ambos ajustamos las guirnaldas, retrocedimos un poco y rectificamos lo necesario. El aroma a pino llenaba la sala de estar con el movimiento de las ramas. Se oían de fondo temas de Bing Crosby y las luces parpadeantes iluminaban los rasgos de Bryce. En medio del silencio, me pregunté qué estaría pensando realmente y si era tan tolerante como parecía.

Continuamos con la parte superior del árbol. Puesto que él era más alto, prácticamente lo hizo todo, y yo me limité a observar. Una vez hubo acabado, volvimos a apartarnos un poco para examinar el resultado.

—¿Qué te parece?

—Ha quedado bonito —respondí, aunque mi mente seguía a un millón de kilómetros de distancia.

—¿Sabes si tu tía pone una estrella o un ángel en la parte de arriba?

—No tengo ni idea. Y… gracias.

—¿Por qué?

—Por no hacer más preguntas. Por ser tan comprensivo respecto a la razón por la que estoy en Ocracoke. Por acceder a ser mi profesor particular.

—No tienes por qué darme las gracias —dijo—. Aunque no te lo creas, me alegro de que estés aquí. Ocracoke puede ser un tanto aburrido en invierno.

—¡No me digas!

Se rio.

—Supongo que ya te habrás dado cuenta, ¿no?

Por primera vez desde su llegada sonreí.

—No está tan mal.


Pocos minutos después llegaron mi tía y Gwen, quienes exclamaron maravilladas al ver las luces y acto seguido sirvieron el ponche de huevo en vasos para todos. Los cuatro bebimos a sorbitos mientras añadíamos espumillón y otros adornos al árbol, además del ángel que lo coronaba, que estaba guardado en el armario del vestíbulo. No tardamos mucho en acabar de decorarlo. Bryce volvió a colocarlo en su sitio y después regó la maceta un poco. A continuación, mi tía nos atiborró de rollitos de canela que había comprado en la tienda, y a pesar de que no eran tan frescos como sus bollos, nos sentamos a la mesa para degustarlos.

Aunque no era muy tarde, seguramente ya era hora de que Bryce se fuera, porque Linda y Gwen se levantaban muy temprano. Por suerte pareció darse cuenta y llevó su plato al fregadero. Se despidió y después se dirigió hacia la puerta.

—Gracias por invitarme —dijo mientras sujetaba el picaporte—. Ha sido muy divertido.

No estaba segura de si se refería a decorar el árbol o a pasar la tarde conmigo, pero sentí una oleada de alivio por haberle contado la verdad. Y porque hubiera sido más que empático al respecto.

—Me alegro de que hayas venido.

—Nos vemos mañana —dijo con voz tranquila, y las palabras curiosamente sonaron como una promesa y una oportunidad.


—Se lo he dicho —le conté a mi tía después de que Gwen se hubiera ido. Estábamos en la sala de estar, transportando las cajas vacías al armario del vestíbulo.

—¿Y?

—Ya lo sabía. Se lo había imaginado.

—Es muy… inteligente. Toda la familia lo es.

Cuando dejé una de las cajas en el suelo, los vaqueros se me clavaron en la cintura, y ya había comprobado que los demás pantalones me iban aún más apretados.

—Creo que voy a necesitar ropa más amplia.

—Precisamente iba a proponerte que vayamos de compras después de la misa del domingo.

—¿Te habías dado cuenta?

—No. Pero ya va siendo hora. Fui de compras con muchas adolescentes embarazadas cuando era monja.

—¿Se pueden comprar pantalones que disimulen un poco mi situación? Ya sé que todo el mundo al final lo va a saber, pero…

—Es bastante fácil ocultar el embarazo en invierno al llevar jerséis y chaquetas. Dudo que nadie advierta tu barriga hasta marzo. Tal vez incluso hasta abril, y cuando sea inevitable, siempre puedes intentar dejarte ver poco, si eso es lo que deseas.

—¿Crees que, como Bryce, otras personas ya se lo han imaginado y están hablando de mí?

Mi tía parecía estar eligiendo cuidadosamente sus palabras.

—Creo que la gente siente curiosidad sobre el motivo de tu visita, pero nadie me ha preguntado directamente. Si alguien llega a hacerlo, simplemente le diré que es una cuestión personal. Se darán cuenta de que no deben insistir.

Me gustaba la forma que tenía de protegerme. Miré de reojo la puerta abierta de mi cuarto y pensé en lo que había leído antes en el libro de Sylvia Plath.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro.

—¿A veces te sientes sola?

Ella bajó la mirada, en su rostro una expresión indescifrable.

—Todo el tiempo —respondió. Su voz era apenas algo más que un susurro.


No voy a abundar en los detalles de la primera semana de clases, puesto que sería aburrido, ya que básicamente fue siempre igual; solo cambió la materia de estudio. Acabé de reescribir mi trabajo, pero Bryce me hizo corregirlo por segunda vez hasta que finalmente estuvo satisfecho. Poco a poco empecé a ponerme al día, y pasamos casi todo el jueves estudiando para el examen de Geometría del viernes. Era consciente de que mi cerebro estaría demasiado cansado para hacerlo cuando mi tía volviera del trabajo, de modo que volvió de la tienda para supervisar el examen a las ocho de la mañana siguiente, antes de que llegara Bryce.

Estaba bastante nerviosa. Por mucho que hubiera estudiado, temía cometer errores estúpidos o que alguno de los problemas me pareciera que estaba escrito en chino. Justo antes de que mi tía me pasara el examen, recé una breve oración, aunque no creyera realmente que eso me fuera a ayudar.

Por suerte me pareció que entendía lo que la mayoría de las preguntas pedían, y después fui respondiendo paso a paso tal y como Bryce me había enseñado. Aun así, cuando por fin lo entregué, seguía sintiéndome como si me hubiera tragado una pelota de tenis. Había sacado cincuenta o sesenta de cien en las pruebas anteriores, y no pude soportar contemplar a mi tía mientras lo corregía. No quería verla usar el boli rojo para tachar las respuestas, así que me dediqué a mirar fijamente por la ventana. Cuando tía Linda por fin me devolvió el examen, estaba sonriendo, pero no supe dilucidar si era por lástima o porque me había ido bien. Dejó el examen sobre la mesa ante mí, respiré hondo y finalmente tuve el valor de mirarlo.

No lo había clavado ni sacado sobresaliente. Pero el notable estaba más cerca del excelente que del suficiente, y cuando sin poder evitarlo proferí un grito de incredulidad y alegría, tía Linda me extendió los brazos, yo corrí hacia ellos y las dos nos abrazamos largo rato en la cocina. Y entonces me di cuenta de cuánto había necesitado ese abrazo.


Cuando Bryce llegó, lo primero que hizo fue repasar el examen; luego se lo devolvió a mi tía.

—La próxima vez lo haré mejor —dijo, aunque hubiera sido yo la que se había examinado.

—Estoy encantada —dije—. Y no te molestes en sentirte mal, porque no voy a aceptarlo.

—De acuerdo —respondió, pero todavía podía percibir su malestar.

Después de que la tía Linda recogiera todos mis deberes (lo enviaba todo al instituto los viernes) y se dirigiera a la puerta, Bryce me miró de reojo, con expresión inquieta.

—Quería preguntarte algo —empezó a decir—. Sé que es un poco precipitado y, además, tengo que consultarlo con tu tía, pero no quería hacerlo antes de hablar contigo. Porque si no te apetece, no tiene sentido preguntarle a ella, ¿no? Y, obviamente, si ella no está de acuerdo, pues entonces tampoco pasa nada.

—No tengo la menor idea de qué estás hablando.

—Conoces la flotilla de Navidad de New Bern, ¿verdad?

—Nunca he oído hablar de ella.

—Ah, debería haberlo imaginado. New Bern es una pequeña localidad situada hacia el interior desde Morehead City, que todos los años acoge una flotilla de Navidad. Básicamente consiste en un puñado de botes decorados con luces navideñas que se deslizan río abajo como si fuera un desfile. Después de presenciarlo, solemos ir a cenar con mi familia y luego visitamos una finca con una decoración alucinante en Vanceboro. El caso es que es una tradición familiar anual y tiene lugar mañana.

—¿Y por qué me lo estás contando?

—He pensado que tal vez te gustaría venir con nosotros.

Tardé un par de segundos en darme cuenta de que me estaba pidiendo algo parecido a una cita. No una cita de verdad, puesto que íbamos con sus padres y hermanos pequeños, era más bien una salida familiar, pero por la manera de abordar el tema, torpe y enrevesada, sospeché que era la primera vez que le pedía a una chica que fuera con él a algún sitio. Me sorprendió porque en todo momento me había parecido mucho mayor que yo. En Seattle los chicos simplemente preguntaban: «¿Quieres salir un rato?», y eso era todo. J. ni siquiera había preguntado nada; simplemente se había sentado a mi lado en el porche y había empezado a hablar.

Pero por alguna razón me gustó esa desmañada y excesiva complejidad, aunque no pudiera imaginar ningún romanticismo entre los dos. Daba igual que fuera guapo o no, mi sentido romántico se había ajado y resecado como una pasa en una acera calentada por el sol, y dudaba que en el futuro pudiera volver a experimentar la sensación de deseo. Y sin embargo, era… adorable.

—Si mi tía dice que le parece bien, suena divertido.

—Pero tengo que avisarte que nos quedamos a dormir en New Bern porque no hay ferris tan tarde. Mi familia alquila una casa, pero tú tendrías tu propio cuarto, por supuesto.

—Tal vez es mejor que se lo preguntes antes de que se vaya.

Para entonces mi tía ya estaba en la puerta a punto de bajar la escalera. Bryce se precipitó tras ella, y mientras tanto lo único en lo que yo podía pensar era que acababa de pedirme una cita.

No… Una excursión familiar.

Me preguntaba qué diría mi tía; enseguida volvió Bryce. Atravesó el umbral sonriendo.

—Quiere hablar con mis padres y ha dicho que me lo confirmaría esta tarde.

—Suena bien.

—Entonces supongo que deberíamos empezar. Con las clases, me refiero.

—Estoy lista cuando tú lo estés.

—Genial —respondió, sentándose a la mesa, y sus hombros de pronto se relajaron—. Hoy empezaremos con Español. Tienes una prueba el martes.

Y como si hubiera accionado un interruptor, volvió a ser mi profesor, un papel en el que obviamente se sentía más cómodo.


La tía Linda volvió a casa pocos minutos después de las tres. Aunque me pareció que estaba cansada, sonreía al entrar mientras se desembarazaba del abrigo. Me llamaba la atención que siempre sonriera al entrar.

—Hola. ¿Cómo ha ido hoy?

—Bien —contestó Bryce mientras recogía sus cosas—. ¿Cómo ha ido en la tienda?

—Mucho trabajo —respondió. Colgó el abrigo en el perchero—. He hablado con tus padres para confirmar que me parece bien que Maggie vaya con vosotros mañana, si ella quiere. Han dicho que quedaremos en la iglesia el domingo.

—Gracias por hablar con ellos. Y por estar de acuerdo.

—Ha sido un placer —dijo. Y luego, mirándome a mí, añadió—: Y después de la iglesia, el domingo, iremos de compras, ¿sí?

—¿De compras? —dijo Bryce sin pensar.

Mi tía me miró de reojo por una milésima de segundo y al instante supo lo que yo estaba pensando.

—Regalos de Navidad —respondió.

Y así de sencillo, tenía una cita.

O algo parecido.


A la mañana siguiente dormí hasta tarde y por sexto día seguido no tuve náuseas. Eso era con toda seguridad una ventaja, que vino seguida de otra sorpresa al desvestirme antes de ducharme. Mi… busto había aumentado de tamaño. Admito que pensé en la palabra «busto» en vez de la que normalmente surgiría espontáneamente en mi cabeza debido al crucifijo que colgaba de la pared del baño. Supuse que sería la palabra que habría usado mi tía.

Había leído que eso era normal, pero no me lo imaginaba así. No de un día para otro. Vale, tal vez no me había fijado demasiado antes y mis senos habían ido creciendo sin que me diera cuenta, pero al ponerme ante el espejo, de repente pensé que parecía una Dolly Parton en miniatura.

La parte negativa era que mi antes fina cintura empezaba a desvanecerse, siguiendo el ejemplo de la Atlántida. Me puse de lado para examinar mi cuerpo y comprobé que era más ancho y más grande. Aunque había una báscula en el baño, no conseguí reunir el coraje de ver cuánto peso había ganado.

Por primera vez desde que Bryce había empezado a darme clases tenía la casa para mí sola casi todo el día. Probablemente debería haber aprovechado la tranquilidad para ponerme al día con los deberes, pero en vez de eso decidí ir a la playa.

Tras abrigarme busqué la bicicleta, que estaba detrás de la casa. Se tambaleó un poco cuando me puse en marcha (hacía mucho que no iba en bici), pero en cuestión de minutos le cogí el tranquillo. Pedaleé lentamente con el frío viento en la cara y cuando llegué a la arena dejé la bici apoyada contra un poste que indicaba una senda entre las dunas.

La playa era hermosa, aunque fuera completamente distinta a la costa de Washington. Estaba acostumbrada a rocas y acantilados, olas embravecidas que levantaban espuma, y allí solo había un oleaje suave, arena y juncos. No había gente, ni palmeras, ni puestos protegidos para los socorristas o casas con vistas al océano. Mientras caminaba por la vacía franja costera era fácil imaginar que era la primera persona que ponía el pie allí.

Sola con mis pensamientos, intenté imaginarme qué estarían haciendo mis padres. O qué harían más tarde, porque allí todavía era temprano. Me pregunté si Morgan estaría practicando con el violín (solía hacerlo a menudo los sábados) o si iría a comprar regalos al centro comercial. Me pregunté si ya tendrían el árbol o si lo comprarían más tarde ese mismo día o mañana, o incluso el fin de semana siguiente. Pensé en qué estarían haciendo Madison y Jodie, si alguna de ellas habría conocido a algún chico nuevo, qué películas habrían ido a ver últimamente, o adónde irían de vacaciones, si es que iban a algún sitio.

Y sin embargo, por primera vez desde que me fui de Seattle, esos pensamientos no me hicieron daño inundándome con una tristeza abrumadora. En lugar de eso me di cuenta de que la decisión de venir aquí había sido la correcta. Con eso no quiero decir que no siguiera deseando que nunca hubiera pasado nada de lo que pasó, pero de algún modo supe que mi tía Linda era exactamente lo que necesitaba en ese momento de mi vida. Parecía comprenderme de una manera que mis padres nunca podrían.

Quizá porque, al igual que yo, siempre se sentía sola.


Al volver a casa, me duché y metí las cosas que necesitaría para la iglesia en una de las bolsas de lona que traje de Seattle, y luego pasé el resto del día leyendo varios temas de mis libros de texto, intentando ponerme al día con la esperanza de que algunos de los contenidos permanecieran en mi cabeza el tiempo suficiente como para ser capaz de acabar los deberes sin tener que hacer los problemas adicionales que Bryce sin duda confeccionaría para mí.

La tía Linda regresó a las dos (los sábados la tienda cerraba antes) y se aseguró de que no me dejara las demás cosas que necesitaba y que había olvidado, desde pasta de dientes a champú. Luego la ayudé a colocar el belén sobre la repisa de la chimenea. Mientras lo hacíamos, me di cuenta por primera vez de que tenía los mismos ojos que mi padre.

—¿Qué planes tienes para esta noche, ya que tienes la casa para ti sola? —pregunté.

—Gwen y yo vamos a cenar juntas —respondió—. Y luego jugaremos a gin rummy.

—Suena relajante.

—Estoy segura de que tú también pasarás una velada agradable con Bryce y su familia.

—No es para tanto.

—Ya me contarás. —Por la manera de decirlo mientras desviaba la mirada me vi compelida a formular la siguiente pregunta de forma automática.

—¿No quieres que vaya?

—Ya habéis pasado mucho tiempo juntos esta semana.

—Estudiando. Porque tú creías que lo necesitaba.

—Lo sé —aceptó—. Y aunque he dado mi consentimiento para que vayas, tengo mis reservas.

—¿Por qué?

Ajustó las figuritas de María y José antes de contestar.

—A veces a los jóvenes les resulta fácil… perderse en los sentimientos del corazón.

Tardé unos cuantos segundos en procesar las palabras que había empleado, anticuadas y propias de una monja, pero me di cuenta de que puse los ojos como platos.

—¿Crees que me voy a enamorar de él? —Al no responder, casi me eché a reír—. No tienes que preocuparte por eso —proseguí—. Estoy embarazada, ¿lo has olvidado? No tengo ningún interés en él.

Mi tía profirió un suspiro.

—No estoy preocupada por ti.


Bryce llegó pocos minutos después de que acabáramos con el belén. Aunque todavía estaba un poco descolocada por el comentario de mi tía, la besé en la mejilla y salí de la casa con la bolsa de lona mientras él seguía subiendo los escalones.

—Hola —saludó. Al igual que yo, iba vestido para una noche glacial. Había reemplazado la chaqueta tan chula de color aceituna por una de plumas bien gruesa parecida a la mía—. ¿Estás lista? ¿Quieres que te lleve la bolsa?

—No es tan pesada, pero si insistes.

Tras hacerse con mi bolsa, se despidió de mi tía con un gesto y se dirigió hacia la ranchera, la misma que había visto en el ferri. De cerca era más alta y grande de lo que recordaba. Abrió la puerta del pasajero para mí, pero me pareció como si estuviera escalando una pequeña montaña hasta que por fin pude acomodarme en el asiento. Cerró mi puerta y luego subió por el otro lado, dejando la bolsa de lona entre los dos. Aunque el cielo estaba despejado, la temperatura ya estaba descendiendo en picado. Con el rabillo del ojo pude ver a mi tía encendiendo las luces del árbol, que brillaban a través de la ventana, y por alguna razón de pronto pensé en el momento en que vi a Bryce por primera vez con su perro en la cubierta del ferri.

—Olvidé preguntarte si Daisy viene con nosotros.

Bryce negó con la cabeza.

—No. La acabo de dejar con mis abuelos.

—¿No querían venir? ¿Tus abuelos?

—No les gusta salir de la isla a menos que sea necesario. —Sonrió—. Y por cierto, mis padres me han dicho que están deseando conocerte.

—Yo siento lo mismo —respondí, con la esperanza de que no me hiciesen la pregunta obvia, pero no tuve tiempo de darle muchas vueltas. El trayecto solo duró unos pocos minutos; su casa estaba en la misma zona que la tienda de mi tía, cerca de los hoteles y el ferri. Bryce aparcó la furgoneta en la entrada, al lado de un monovolumen blanco más grande, y de pronto me puse a observar la casa que en un primer momento me pareció idéntica a las demás del pueblo, tal vez un poco más grande y mejor cuidada. Mientras la examinaba, la puerta principal se abrió de repente de par en par y dos chicos se precipitaron por las escaleras, dándose empellones. Mi mirada se desvió alternativamente de uno a otro, mientras pensaba que eran idénticos.

—Richard y Robert, por si no te acuerdas —dijo Bryce.

—Nunca podré distinguirlos.

—Están acostumbrados. Y se aprovecharán de eso para tomarte el pelo.

—¿Tomarme el pelo? ¿Cómo?

—Robert lleva la chaqueta roja. Richard la azul. De momento. Pero puede que se la cambien, así que estate preparada. Simplemente recuerda que Richard tiene un pequeño lunar bajo el ojo izquierdo.

Para entonces ambos se habían detenido cerca de la furgoneta de Bryce y nos miraban con detenimiento. Bryce cogió mi bolsa y abrió la puerta antes de descender del vehículo. Yo le imité, con la sensación de que me caería al suelo antes de conseguir poner los pies sobre la gravilla. Nos esperaban en la parte delantera de la furgoneta.

—Richard, Robert —dijo Bryce—. Os presento a Maggie.

—Hola, Maggie —dijeron al unísono. Sus voces sonaban a un tiempo robóticas y forzadas, como si fueran máquinas. Luego, también de forma simultánea, ambos ladearon la cabeza hacia la izquierda y, cuando volvieron a hablar, me di cuenta de que estaban actuando—. Es un placer conocerte y tener el honor de tu compañía esta tarde.

Les seguí el juego haciendo el saludo de Star Trek.

—Larga vida y prosperidad.

Ambos profirieron unas risitas y, aunque estaban bastante cerca y era de día, no pude detectar el lunar. Pero Richard (chaqueta azul) se inclinó hacia Robert (chaqueta roja), el cual empujó a Richard, que acto seguido golpeó a Robert, y después de eso Robert empezó a perseguir a Richard, para finalmente desaparecer detrás de la casa.

Advertí de reojo que algo se movía a mi derecha, a un nivel inferior al de la casa. Al volverme en esa dirección vi a una mujer de aspecto juvenil en una silla de ruedas, seguida de un hombre alto con un corte de pelo militar, que supuse que era su padre.

No era la primera vez que veía a alguien en silla de ruedas, por supuesto. En tercero y cuarto de primaria había una chica que se llamaba Audrey que iba en silla de ruedas, y el señor Petrie, que además era diácono en la iglesia, también. Pero no esperaba ver a su madre en una, aunque solo fuera porque Bryce no me había comentado nada. ¿Cómo era posible que me contase que se quedó embarazada siendo adolescente y se olvidara de decirme esto?

De algún modo conseguí mantener una expresión amistosa y neutra. Los dos niños se acercaron al oír a su madre llamándoles:

—R y R…, ¡al coche! ¡O nos iremos sin vosotros!

Pocos segundos después los dos hermanos llegaron rugiendo desde el otro lado de la casa, por donde les había visto esfumarse. Ahora Richard (chaqueta azul) perseguía a Robert (chaqueta roja)…

¿O me estarían tomando el pelo?

No había forma de saberlo.

—¡Al coche! —gritó el padre de Bryce, y después de rodearlo, los gemelos abrieron el portón lateral y saltaron hacia el interior, haciendo que el vehículo se balanceara levemente.

Listos o no, a buen seguro tenían energía.

Para entonces, los padres de Bryce se habían acercado a nosotros y pude ver una expresión de bienvenida en sus rostros. La chaqueta de su madre parecía aún más voluminosa que la mía, y su pelo, de un tono cobrizo, contrastaba con sus ojos verdes. Su padre, me fijé, se mantenía erguido, con el pelo negro veteado de plata en las sienes. La madre de Bryce me ofreció la mano.

—Hola, Maggie —dijo con una sonrisa tranquila—. Soy Janet Trickett, y este es mi marido, Porter. Me alegra mucho que puedas venir con nosotros.

—Hola, señor y señora Trickett —saludé—. Gracias por invitarme.

Le di la mano también a Porter.

—Un placer —añadió—. Es agradable ver una cara nueva por aquí. Me han dicho que estás en casa de tu tía Linda.

—Por unos cuantos meses —respondí. Y luego añadí—: Bryce me ha ayudado mucho con mis estudios.

—Me alegro de oír eso —comentó Porter—. ¿Estáis listos?

—Sí —contestó Bryce—. ¿Queda algo más en casa que deba traer?

—Ya he cargado las bolsas. Deberíamos ponernos en marcha, porque nunca se sabe cómo irá de lleno el ferri.

Cuando me disponía a caminar hacia el monovolumen, Bryce me retuvo con suavidad por el brazo, indicándome que esperara. Observé cómo sus padres iban hacia el lado opuesto del portón por el que habían subido sus hermanos. Su padre alargó una mano hacia el interior y después oí el zumbido de un sistema hidráulico, y vi que del vehículo emergía una pequeña plataforma que descendía hasta el nivel del suelo.

—Ayudé a mi padre y a mi abuelo a modificar el coche para que mi madre también pueda conducir.

—¿Por qué no comprasteis otro?

—Son caros. Y no encontramos un modelo que nos fuera bien. Mis padres querían poder conducir los dos, por lo que es necesario que el asiento delantero pueda intercambiarse fácilmente. Básicamente se desliza de un lado a otro, y luego queda fijado.

—¿Y entre los tres ingeniasteis este mecanismo?

—Mi padre es bastante listo para estas cosas.

—¿Qué hacía en el Ejército?

—Estaba en Inteligencia —contestó—. Pero también es un genio con cualquier cosa mecánica.

¿Por qué no me sorprendía?

La madre de Bryce ya estaba en el interior y la plataforma empezó a elevarse, la señal para que Bryce empezara a avanzar. Abrió la puerta del lado opuesto y ambos subimos, apretujándonos al lado de los gemelos en el asiento trasero.

El monovolumen dio marcha atrás y se dirigió hacia el ferri, y yo miré al chico situado a mi lado. Llevaba la chaqueta azul y, mirándole detenidamente, me pareció apreciar el lunar.

—Eres Richard, ¿verdad?

—Y tú eres Maggie.

—¿Eres tú al que le gustan los ordenadores, o la ingeniería aeronáutica?

—Los ordenadores. La ingeniería es para frikis.

—Mejor que ser un empollón —replicó veloz Robert. Se inclinó hacia delante en su asiento y giró la cabeza para mirarme.

—¿Qué pasa? —pregunté finalmente.

—No parece que tengas dieciséis años —dijo—. Pareces mayor.

No estaba segura de si era un cumplido.

—Gracias, supongo —respondí.

Su mirada seguía clavada en mí.

—¿Por qué has venido a vivir aquí?

—Motivos personales.

—¿Te gustan los ultraligeros?

—¿Perdón?

—Son aviones pequeños, muy ligeros, que van despacio y necesitan muy poco espacio para aterrizar. Estoy construyendo uno en el patio de atrás. Igual que hicieron los hermanos Wright.

Richard le interrumpió:

—Yo hago videojuegos.

Me giré hacia él.

—No estoy segura de a qué te refieres.

—Un videojuego utiliza imágenes manipuladas de forma electrónica en un ordenador o cualquier otro dispositivo con pantalla, que permite al usuario participar en misiones, aventuras o viajes, desempeñar una función, o realizar otras tareas, solo o con otros jugadores, como parte de una competición o un juego.

—Sé lo que es un videojuego. No sabía a qué te referías al decir «hago videojuegos».

—Significa —aclaró Bryce— que concibe un juego, escribe el código y luego lo diseña. Y estoy seguro de que Maggie tendrá ganas de escuchar todos los detalles más tarde, también sobre el avión, pero ¿qué os parece si ahora nos dejáis tranquilos mientras llegamos al ferri?

—¿Por qué? —preguntó Richard—. Solo intento hablar con ella.

—¡Richard! ¡Déjalo ya! —oí exclamar al señor Trickett.

—Vuestro padre tiene razón —añadió la señora Trickett, mirándolos por encima de su hombro—. Y ahora disculparos.

—¿Por qué?

—Por ser unos maleducados.

—¿Por qué soy un maleducado?

—No voy a discutir con vosotros —prosiguió su madre—. Disculpaos. Los dos.

Robert saltó de sopetón.

—¿Por qué tengo que disculparme?

—Porque estáis presumiendo. Y no voy a pedíroslo otra vez.

Con el rabillo del ojo vi que ambos se hundían en sus respectivos asientos.

—Perdón —dijeron a un tiempo. Bryce se inclinó hacia mí y noté su cálido aliento en mi oreja al hablar.

—Intenté avisarte.

Reprimí una sonrisita, pensando: «Y yo que creía que mi familia era rara».


Esperamos al ferri detrás de una larga cola de vehículos, pero había mucho sitio disponible y salimos a la hora programada. Richard y Robert salieron precipitadamente del monovolumen nada más subir al ferri, y nosotros lo hicimos a continuación, observando cómo corrían hacia la borda. Mientras me ponía el gorro y los guantes, oí detrás de mí el elevador hidráulico. Señalé con un gesto la cabina con asientos situada en un nivel superior a la cubierta.

—¿Va a poder subir tu madre? Me refiero a si hay un ascensor.

—Normalmente se quedan casi todo el viaje en el monovolumen —contestó Bryce—. Pero les gusta disfrutar del aire fresco un rato. ¿Quieres que compremos un refresco?

Cabeceé para rechazar la propuesta al ver la multitud moverse en esa dirección.

—Vamos a la proa un rato.

Nos dirigimos hacia allí junto con un pequeño grupo de viajeros y pudimos encontrar un sitio donde no estábamos apiñados con otra gente. A pesar del aire glacial, el mar se veía en calma en todas direcciones.

—¿De veras Robert está construyendo un avión? —pregunté.

—Lleva casi un año trabajando en él. Mi padre le ayuda, pero el diseño es suyo.

—¿Y tus padres le dejarán volar en él?

—Tendría que sacarse una licencia de piloto. Básicamente lo hace para poder participar en una competición estudiantil de ciencias a nivel nacional y, conociéndole, estoy convencido de que volará. Pero mi padre se asegurará de que no corra ningún riesgo.

—¿Tu padre también sabe volar?

—Sabe hacer muchas cosas.

—Pero es tu madre la profesora. ¿Por qué no tu padre?

—Siempre ha trabajado.

—¿Cómo es posible que tu madre os enseñe?

—Es muy inteligente también. —Se encogió de hombros—. Empezó en el MIT, el Instituto de Tecnología de Massachusetts, con dieciséis años.

«Entonces, ¿cómo es posible que se quedara embarazada siendo aún adolescente? —me pregunté a mí misma—. Ah, sí. A veces basta con tener un desliz.» No obstante…, ¡vaya familia! Nunca había oído hablar de una parecida.

—¿Cómo se conocieron tus padres?

—Estaban haciendo prácticas en Washington, pero no sé mucho más. No comparten esa clase de cosas con nosotros.

—¿Ya estaba tu madre en silla de ruedas? Lo siento, sé que seguramente no debería preguntarlo.

—No pasa nada. Estoy seguro de que mucha gente se lo pregunta. Tuvo un accidente de tráfico hace ocho años. En una carretera de dos carriles un coche adelantaba a otro en sentido contrario al que conducía mi madre. Para evitar un choque frontal, mi madre dio un volantazo, se salió de la carretera y colisionó contra un poste de teléfono. Estuvo a punto de morir; en realidad, es un milagro que sobreviviera. Pasó casi dos semanas en la UCI, tuvo que someterse a varias operaciones y muchísima rehabilitación. Pero la médula espinal quedó dañada. Estuvo totalmente paralizada de cintura para abajo durante más de un año, pero al final recuperó algo de sensibilidad en las piernas. Ahora puede moverlas un poco, lo suficiente para que le resulte más fácil vestirse, pero nada más. No puede ponerse de pie.

—Es horrible.

—Es triste. Antes del accidente era una persona muy activa. Jugaba al tenis y salía a correr cada día. Pero no se queja.

—¿Por qué no me lo contaste?

—Supongo que no se me ocurrió. Sé que puede parecer extraño, pero ya no me doy cuenta. Sigue enseñando a los gemelos, cocina, se va de compras, toma fotografías, etcétera. Pero tienes razón. Debí habértelo comentado.

—¿Es por eso por lo que tu familia se mudó a Ocracoke? ¿Para que sus padres pudieran ayudaros?

—Es más bien al revés. Como ya te dije, cuando mi padre se jubiló del Ejército y empezó a trabajar como consultor, podríamos haber ido a cualquier sitio, pero mi abuela había tenido una apoplejía el año anterior a la jubilación. Aunque no fue muy grave, el doctor nos dijo que podría repetirse en el futuro. En cuanto a mi abuelo, su artritis está empeorando cada vez más, y esa es otra de las razones por las que mi padre les ayuda siempre que está en casa. El caso es que mi madre pensó que podría ayudar a sus padres, no al revés, y por eso quería vivir cerca de ellos. Aunque parezca increíble, es bastante independiente.

—¿Y por eso estás educando a Daisy? ¿Para ayudar a alguien como tu madre, que lo necesite?

—En parte. Mi padre pensó que me gustaría tener un perro, puesto que viaja tanto.

—¿Cuánto tiempo está fuera?

—Depende, pero normalmente cuatro o cinco meses al año. Volverá a marcharse después de las vacaciones. Pero ahora te toca a ti. Solo hablamos de mí y de mi familia y tengo la sensación de que no sé nada de ti.

Podía notar cómo el viento agitaba mi cabello y el sabor a sal del aire gélido.

—Ya te hablé de mis padres y mi hermana.

—Háblame de ti entonces. ¿Qué te gusta hacer? ¿Tienes algún hobby?

—Solía bailar cuando era pequeña y hacía deporte en los primeros años de secundaria. Pero no tengo ningún hobby propiamente dicho.

—¿Qué haces después del instituto o durante los fines de semana?

—Quedo con amigas, hablo por teléfono, veo la tele. —Al decir esas palabras me di cuenta de lo aburrido que sonaba y de que necesitaba urgentemente cambiar de tema—. Te has olvidado la cámara.

—¿Para tomar fotos de la flotilla? Se me ocurrió, pero pensé que sería una pérdida de tiempo. Lo intenté el año pasado y no conseguí que salieran buenas tomas. Las luces de colores salieron blancas.

—¿Probaste con el ajuste automático?

—Lo intenté todo, pero sin éxito. No me di cuenta de que debía haber usado un trípode y ajustar la sensibilidad, pero aun así seguramente las imágenes no habrían salido bien. Creo que los barcos estaban demasiado lejos de la costa y, además, obviamente, estaban en movimiento.

No tenía ni idea de sobre qué estaba hablando.

—Parece complicado.

—Lo es, y a la vez no tiene por qué serlo. Es como aprender cualquier cosa en que se requiera práctica y dedicación. Incluso cuando creo saber exactamente qué debo hacer para tomar una foto, me sorprendo cambiando la abertura del diafragma constantemente. Cuando hago fotos en blanco y negro, lo cual es bastante habitual, tengo además que controlar el temporizador en el cuarto oscuro para conseguir el tono adecuado. Ahora con Photoshop hay muchas más opciones de postedición.

—¿Tienes tu propio cuarto oscuro?

—Mi padre lo preparó para mi madre, pero yo también lo uso.

—Debes ser un experto.

—Mi madre es la experta, yo no. Cuando tengo un problema con una copia ella me ayuda, a veces también Richard. En ocasiones ambos.

—¿Richard?

—Me refiero con el Photoshop. Richard comprende de forma automática todo lo relacionado con ordenadores, así que si tengo alguna dificultad al usar Photoshop, él puede resolverla. Da mucha rabia.

Sonreí.

—Imagino que fue tu madre quien te enseño fotografía, ¿no?

—Sí. Ha hecho fotos extraordinarias en los últimos años.

—Me gustaría verlas. Y también el cuarto oscuro.

—Me encantará enseñártelo.

—¿Cómo empezó tu madre a hacer fotos?

—Dice que, un buen día, mientras estaba en el instituto, una cámara cayó en su manos, aprovechó para hacer algunas fotos y se enganchó. Cuando nací yo, mis padres no querían dejarme en la guardería, así que empezó a trabajar como free lance con un fotógrafo local los fines de semana, cuando mi padre podía quedarse conmigo. Cuando nos mudábamos, buscaba trabajo como ayudante de otro fotógrafo. Siguió haciéndolo hasta que llegaron los gemelos. Para entonces ya había empezado a darme clases, además de ocuparse del cuidado de los críos, de modo que la fotografía pasó a ser más bien un hobby. Pero siempre que puede sigue cargando con su cámara.

Pensé en mis padres, en cuáles eran sus pasiones, pero aparte del trabajo, la familia y la iglesia, no se me ocurría nada. Mi madre no jugaba al tenis ni al bridge, ni nada parecido; mi padre nunca había jugado al póquer ni participado en ninguna actividad de las que solían practicar los hombres. Ambos trabajaban; mi padre se ocupaba del jardín y el garaje, y sacaba la basura, y mi madre cocinaba, ponía lavadoras y limpiaba la casa. Aparte de salir a cenar algún viernes, mis padres eran bastante caseros. Esa seguramente era la razón por la que yo tampoco hacía gran cosa. Pero en cambio, Morgan tocaba el violín, así que tal vez solo me estaba justificando.

—¿Seguirás con la fotografía cuando vayas a West Point?

—No creo que tenga tiempo. El horario es bastante apretado.

—¿Qué quieres hacer en el Ejército?

—Tal vez Inteligencia, como mi padre. Pero también me pregunto a veces cómo sería formar parte de las fuerzas especiales y llegar a ser un boina verde, o que me seleccionaran para el destacamento Delta.

—¿Como Rambo? —pregunté, pensando en el personaje de Sylvester Stallone.

—Exactamente, pero sin el trastorno de estrés postraumático, espero. Otra vez estamos hablando de mí. Preferiría que me contases cosas sobre ti.

—No hay mucho que contar.

—¿Cómo ha sido para ti el cambio al venir a vivir a Ocracoke?

Vacilé, preguntándome si quería hablar de eso, o hasta dónde podría contarle, pero la duda duró pocos segundos y dio paso al pensamiento: «¿Por qué no?». Entonces las palabras simplemente empezaron a salir por sí solas. No le hablé de J. (¿qué podría contarle, aparte de que fui una estúpida?), sino que le conté cómo mi madre me había encontrado vomitando en el baño y seguí a partir de ahí, explicando todo lo sucedido hasta el momento en que él había aparecido en mi vida para darme clases. Creía que me resultaría más difícil, pero Bryce apenas me interrumpió, dejándome el espacio que necesitaba para contar mi historia.

Cuando terminé de hablar solo quedaba media hora para que el ferri llegara al muelle, y recé en silencio una oración de gracias por haberme abrigado tan bien. Hacía mucho frío y nos retiramos hacia el interior del monovolumen, donde Bryce sacó un termo y sirvió dos tazas de chocolate caliente. Sus padres estaban charlando en la parte delantera, les saludamos brevemente y siguieron con su conversación.

Dimos unos sorbitos al chocolate caliente y mi cara recuperó poco a poco su tonalidad habitual. Seguimos hablando de los temas típicos de adolescentes: películas favoritas y programas de televisión, música, qué pizza nos gustaba más (masa fina con doble de queso para mí, salchichas y salami picante él), y todo lo que nos vino a la cabeza. Robert y Richard subieron al monovolumen justo cuando el padre de Bryce estaba arrancando el motor y el ferri a punto de atracar.

Condujimos en la oscuridad por carreteras vacías, pasando al lado de granjas y caravanas decoradas con luces navideñas. Al dejar atrás un pueblo, enseguida empezaba el siguiente. Podía notar la pierna de Bryce tocando la mía y, cuando se reía de algo que habían dicho los gemelos, pensaba con qué facilidad parecía relacionarse con su familia. Su madre, seguramente preocupada porque me sintiera desplazada, me hizo las preguntas que suelen hacer los padres, y aunque no me molestaba contestar generalidades, me preguntaba cuánto les habría contado Bryce de mí.

Al llegar a New Bern, me maravilló lo pintoresco que era. A la orilla del río se alineaban casas históricas, el centro estaba lleno de tiendas pequeñas, y había farolas en cada cruce decoradas con guirnaldas de luces. Las aceras estaban abarrotadas de gente que se dirigía al parque Union Point, y tras aparcar, nos unimos a ellos.

Para entonces la temperatura había descendido aún más y nuestro aliento salía en forma de nubecitas de vapor. En el parque tomamos de nuevo chocolate caliente, acompañado de galletas de mantequilla de cacahuete. Cuando di el primer bocado me di cuenta de lo hambrienta que estaba. La madre de Bryce, como si pudiera leerme la mente, me ofreció otra en cuanto acabé la primera, pero cuando los gemelos pidieron repetir les contestó que tendrían que esperar hasta después de la cena. Me guiñó un ojo cómplice que inmediatamente me hizo sentir como si fuera una más de la familia.

Todavía estaba mordisqueando la galleta cuando empezó a salir la flotilla. Desde una tienda de campaña se retransmitía en directo, la radio local anunciaba con un altavoz el nombre del propietario y la clase de embarcación mientras pasaban desfilando lentamente. Por alguna razón esperaba ver yates, pero al margen de un puñado de veleros, los barcos eran similares en tamaño a los botes de pesca que había visto en el muelle de Ocracoke, incluso más pequeños. Algunos estaban engalanados con luces; otros mostraban personajes como Winnie the Pooh o el Grinch; y también los había que simplemente llevaban árboles decorados sobre la cubierta. El conjunto tenía un aire a las comedias de situación Mayberry, y aunque creí que me haría sentir nostalgia, no fue así. En lugar de eso, me sorprendí concentrada en la proximidad de Bryce y en observar a su padre señalando los barcos y hablando y riendo con los gemelos. Su madre simplemente daba sorbitos a su chocolate, con expresión satisfecha. Poco después, cuando el padre de Bryce se inclinó hacia ella y la besó con ternura, intenté recordar la última vez que había visto a mi padre besar a mi madre de ese modo.

Después cenamos en el Chelsea, un restaurante situado no demasiado lejos del parque. No éramos los únicos que nos habíamos dirigido allí cuando acabó de pasar la flotilla; el local estaba atestado. No obstante, el servicio era rápido y la comida sustanciosa. Ya en la mesa, básicamente me dediqué a escuchar a Richard y a Robert debatiendo con sus padres sobre apasionantes temas científicos. Bryce se reclinó en su silla y permaneció también en silencio.

Cuando acabamos de cenar, volvimos al monovolumen y condujimos hacia un lugar que parecía estar en medio de la nada, y finalmente aparcamos al lado de la carretera con las luces de emergencia encendidas.

Bajamos del coche y me quedé maravillada mirando fijamente para asimilar lo que estaba viendo.

Aunque era habitual adornar las casas con luces navideñas en Seattle, y los centros comerciales estaban decorados de forma profesional, estábamos ante otro nivel, con una exhibición que alcanzaba como mínimo los doce mil metros cuadrados. A mi izquierda había una casita en las lindes de la propiedad con luces enmarcando las ventanas y bordeando el tejado; un Santa Claus con trineo colgaba cerca de la chimenea. Pero era todo lo demás lo que más me impresionó. Incluso desde la carretera podían verse decenas de árboles iluminados, una bandera gigante de Estados Unidos resplandeciendo en lo más alto de las copas de los árboles, conos de la altura de un tipi confeccionados únicamente con luces, un estanque «helado» con una nítida superficie de plástico iluminada desde el fondo por diminutas y brillantes bombillas, un tren decorado y unas luces sincronizadas que creaban la ilusión de renos volando en el cielo. En medio de la propiedad, una radiante noria en miniatura giraba lentamente, con peluches sentados en las góndolas. Aquí y allá podían distinguirse personajes de cómic y de dibujos animados pintados sobre madera laminada, rigurosamente fidedignos.

Los gemelos corrieron en una dirección, mientras los padres de Bryce se dirigían lentamente hacia la contraria, dejándonos a Bryce y a mí solos. Dimos vueltas zigzagueando entre las distintas decoraciones, con la mirada vagando de un lado a otro. El rocío mojaba las puntas de mis zapatos y arrebujé las manos aún más en el fondo de los bolsillos. A nuestro alrededor había otras familias deambulando por la finca y los niños corrían de un decorado a otro.

—¿Quién organiza todo esto?

—La familia que vive en la casa —contestó Bryce—. Lo organizan todos los años.

—Realmente debe encantarles la Navidad.

—Sin duda —confirmó—. Siempre me pregunto cuánto tardan en decorarlo todo. Y dónde guardan todas las decoraciones después, para poder volver a ponerlas al año siguiente.

—¿Y no les molesta que haya gente paseándose por su jardín?

—Supongo que no.

Ladeé la cabeza.

—No estoy segura de que me gustara tener a desconocidos pululando por mi jardín durante un mes entero. Creo que siempre estaría recelosa de que alguien fisgoneara por las ventanas.

—Creo que la mayoría de la gente entiende que eso simplemente no se debe hacer.

Durante la siguiente media hora serpenteamos entre los decorados, charlando con ligereza. De fondo podía oírse música navideña procedente de altavoces ocultos, acompañada por los gritos de júbilo de los niños. Muchas personas hacían fotos, y por primera vez sentí que realmente captaba el espíritu de esa festividad, algo que no habría podido imaginar antes de conocer a Bryce. Parecía saber qué estaba pensando, y cuando su mirada se cruzó con la mía, rememoré nuestras recientes conversaciones y cuánto había compartido con él. De repente me di cuenta de que Bryce probablemente conocía mi verdadero yo mejor que ninguna otra persona en mi vida.


Esa noche nos alojamos en el barrio antiguo de New Bern, no muy lejos del parque desde el que habíamos visto la flotilla. Cogí la bolsa de lona y seguí a la familia al interior de la casa, y el padre de Bryce me indicó cuál era mi habitación. Tras ponerme el pijama, me quedé dormida en pocos minutos.

Por la mañana, el padre de Bryce preparó tortitas para desayunar. Me senté al lado de Bryce y escuché al resto de la familia haciendo planes para ir de compras. Pero se hacía tarde y nadie quería hacer esperar a mi tía en el aparcamiento de la iglesia. Tras una ducha rápida, recogí mis cosas y emprendimos el camino de regreso a Morehead City, con el pelo todavía mojado y secándose al aire.

La tía Linda y Gwen ya estaban esperando, y tras decir adiós a los Trickett (la madre de Bryce me dio un abrazo), fuimos a la iglesia. A la misa le siguió el almuerzo y la ronda de compra de provisiones para la tienda, y aunque había mencionado que necesitaba ropa más amplia, mi tía me recordó en un tono despreocupado algo que había olvidado.

—Quizá quieras comprar algún regalo para tus padres y Morgan aprovechando que estamos aquí.

«Ah, sí.» Y mientras pensaba en algún regalo adecuado, consideré que probablemente también debería comprarle algo a mi tía, teniendo en cuenta que ahora vivía con ella.

Nos aventuramos en un centro comercial cercano y me separé de ellas para ir por mi cuenta. Compré una bufanda para mi madre, una sudadera para mi padre, una pulsera para Morgan y un par de guantes para mi tía. En el camino de salida, Linda me prometió empaquetar y enviar los regalos para mi familia la semana siguiente.

A continuación, fuimos a una tienda especializada en ropa premamá. No tengo la menor idea de cómo podía saber de su existencia (no podía ser porque ella lo hubiera necesitado), pero encontré un par de pantalones vaqueros con cintura elástica, uno para usar inmediatamente y otro para cuando mi barriga fuera del tamaño de una sandía. Para ser franca, ni siquiera sabía que algo así existiera.

Me aterraba la idea de tener que pasar por caja; sabía la clase de mirada que me lanzaría la cajera, pero afortunadamente mi tía pareció darse cuenta de ello.

—Si quieres, puedes irte al coche y esperarnos allí —dijo como con indiferencia—, yo los pagaré y Gwen y yo nos reuniremos contigo después.

Noté que mis hombros de pronto se relajaban.

—Gracias —murmuré, y al empujar la puerta me sobrevino la revelación de que esa monja (o exmonja, daba igual) era en realidad una de las personas más guais que conocía.


Nos encontramos con Bryce y su familia en el ferri, y advertí que en la baca llevaban un enorme abeto. Bryce y yo estuvimos charlando casi todo el trayecto, hasta que mi tía se nos acercó para decirle que el martes nos tomaríamos un día de asuntos «personales», así que no tendría que venir a darme clases. No tenía la menor idea de a qué se refería, pero intuía que era mejor no preguntar; Bryce se tomó el comentario con naturalidad, y esperé a llegar a casa para preguntar a mi tía de qué se trataba.

Me explicó que tenía cita con el ginecólogo y que Gwen nos acompañaría.

Curiosamente, aunque acabábamos de comprar los vaqueros premamá, me sorprendió que durante los últimos días casi no hubiera pensado en mi embarazo.


A diferencia de la doctora Bobbi, mi nuevo ginecólogo, el doctor Chinowith, era hombre y de más edad, con canas y unas manos tan enormes que podría hacer botar una pelota de baloncesto el doble de grande de lo normal. Estaba de dieciséis semanas, y por su forma de actuar me hizo pensar que, con casi toda seguridad, no era la primera adolescente no casada y embarazada a la que visitaba. Era evidente, además, que había colaborado con Gwen en numerosas ocasiones en el pasado y que tenían una cómoda relación laboral.

Me hizo un chequeo, renovó la receta de vitaminas prenatales que la doctora Bobbi me había recomendado desde el principio y después hablamos brevemente de cómo me iría encontrando probablemente en los próximos meses. Me dijo que solía ver a las embarazadas una vez al mes, pero como Gwen era una comadrona experimentada, y acudir a las citas para nosotras suponía el inconveniente de perder todo un día, le pareció bien verme con menos frecuencia, a no ser que se tratase de una emergencia. Me dijo que hablara con Gwen si tenía preguntas o alguna preocupación, y también me recordó que ella se encargaría de supervisar con mucho más detenimiento mi salud durante el tercer trimestre, así que en ese sentido tampoco había de qué preocuparse. Cuando Gwen y mi tía salieron de la consulta, mencionó la cuestión de la adopción y me preguntó si deseaba coger al bebé después del parto. Al ver que no respondía enseguida, me dijo que me lo pensara, tranquilizándome al decir que todavía tenía tiempo para decidir. Durante todo el rato que estuvo hablando, no pude apartar mi vista de sus manos; lo cierto es que me daban miedo.

Me hicieron pasar a una sala contigua para hacer una ecografía, y la especialista me preguntó si quería saber el sexo del bebé. Negué con la cabeza. Pero después, mientras volvía a ponerme la chaqueta, oí que le decía a mi tía en un murmullo: «Me ha costado obtener una buena perspectiva, pero estoy casi segura de que es una niña». Lo cual confirmaba la sospecha de mi madre.

A medida que pasaban los días y las semanas, mi vida empezó a acomodarse a una rutina regular. El tiempo en diciembre trajo días aún más fríos; acabé las tareas asignadas, repasé los temas, escribí mis trabajos y estudié para los exámenes. Cuando hice la última ronda de pruebas antes de las vacaciones de invierno, tenía la sensación de que mi cerebro estaba a punto de explotar.

La parte positiva era que mis notas habían mejorado mucho y cuando hablaba con mis padres no podía evitar presumir un poco. Aunque no estaban al nivel de las de Morgan (y nunca lo estarían), eran mucho mejores que antes de irme de Seattle. Y a pesar de que mis padres no dijeran nada, casi podía oírlos preguntándose por qué estudiar de repente me parecía tan importante.

Y lo que era aún más sorprendente, me estaba acostumbrando lenta pero inexorablemente a la vida en Ocracoke. Sí, era pequeño y aburrido, y seguía echando de menos a mi familia, y pensaba qué estarían haciendo mis amigas, pero el hecho de tener un horario lo hacía todo más fácil. A veces, después de clase, Bryce y yo dábamos una vuelta por el barrio; en dos ocasiones, trajo consigo la cámara y el fotómetro. Hacía fotos de forma aleatoria (casas, árboles, barcos), desde ángulos interesantes, explicándome lo que quería conseguir en cada toma con un entusiasmo evidente.

En tres ocasiones acabamos el paseo en casa de Bryce. En la cocina había una encimera a menor altura para que su madre pudiera cocinar más fácilmente. El árbol de Navidad se parecía mucho al que habíamos decorado juntos y su casa siempre olía a galletas. Su madre las preparaba en pequeñas cantidades cada día y, en cuanto entrábamos, nos servía dos vasos de leche y nos hacía compañía en la mesa. Gracias a esas charlas con pastas, poco a poco fuimos conociéndonos. Solía hablarnos de su infancia en Ocracoke (aparentemente era aún más tranquilo que ahora, lo cual me resultaba casi imposible de creer), y cuando le pregunté cómo era posible que la aceptaran en el MIT a una edad tan temprana, se limitó a encogerse de hombros, y comentó que siempre había tenido un don para la ciencia y las mates, como si eso lo explicara todo.

Sabía que tenía que haber algo más (mucho más), pero como el tema parecía aburrirla, normalmente hablábamos de otras cosas: de cómo eran Bryce y los gemelos de más pequeños, qué pasaba al mudarse cada pocos años, la vida de la mujer de un militar, la escolarización en casa, incluso sobre su lucha tras el accidente. También me hizo muchas preguntas, pero a diferencia de mis padres, no sobre qué pensaba hacer con mi vida. Creo que se daba cuenta de que no tenía ni idea. Tampoco me preguntó por qué me había mudado a Ocracoke, pero yo sospechaba que debía saberlo. No porque Bryce hubiera dicho nada (creo que era más bien una especie de radar de adolescentes embarazadas), siempre insistía en que me sentara mientras charlábamos y nunca cuestionó por qué llevaba los mismos vaqueros elásticos y sudaderas holgadas.

También hablábamos de fotografía. Me mostraron el cuarto oscuro, que me hizo pensar un poco en el laboratorio de ciencias del instituto. Había una máquina llamada ampliadora y unos tubos de plástico que se usaban con los productos químicos, además de un tendedero donde se colgaban las copias para su secado. Había un fregadero y tableros de trabajo alineados junto a las paredes, la mitad de ellos a menor altura para que la madre de Bryce pudiera trabajar, además de una impactante luz roja que daba la sensación de que estábamos en Marte. Las paredes de la casa estaban llenas de fotos y la señora Trickett a veces contaba la historia que había detrás de cada una de ellas. Mi favorita era una hecha por Bryce: una luna de dimensiones imposibles, cuya luz iluminaba el faro de Ocracoke; aunque era en blanco y negro, casi parecía una pintura.

—¿Cómo hiciste esa foto?

—Coloqué un trípode en la playa y usé un disparador de cable especial porque el tiempo de exposición tenía que ser superlargo —respondió—. Está claro que mi madre me asesoró bastante a la hora de revelar el negativo.

Puesto que mostré sentir curiosidad, Robert me enseñó el ultraligero que estaba construyendo con su padre. Al examinarlo pensé que no me subiría en aquella cosa ni por un millón de dólares, aunque en efecto sí pudiera volar. Richard a su vez me mostró el videojuego que estaba creando, cuyo escenario era un mundo con dragones y caballeros con armadura incluidos, portando todas las armas imaginables. Los gráficos no eran la octava maravilla, hasta él mismo lo reconocía, pero el juego parecía interesante, lo cual ya era algo, teniendo en cuenta que nunca me había atraído sentarme frente al ordenador durante horas.

Pero, bueno, ¿qué iba a saber yo? Sobre todo si me comparaba a un chico como ese, incluso a toda su familia.


—¿Has pensado qué regalarle a Bryce? —me preguntó tía Linda—. Era viernes por la noche y faltaban tres días para Navidad. Estaba en el fregadero lavando los platos y ella los secaba, aunque no tenía por qué hacerlo.

—Todavía no. Pensé en comprarle algo para la cámara, pero no sabría el qué. ¿Crees que podríamos pasarnos por alguna tienda el domingo después de misa? Sé que es Nochebuena, pero sería mi última oportunidad. Tal vez pueda encontrar algo.

—Claro que sí. Tenemos tiempo de sobras. Será un día largo.

—Los domingos siempre son largos.

Sonrió.

—Extralargo, entonces, porque Navidad cae en lunes. Tenemos la misa habitual del domingo por la mañana y luego la de medianoche porque es Nochebuena. Y un par de cosas más entre las dos misas. Nos quedaremos a pasar la noche en Morehead City y cogeremos el ferri de vuelta por la mañana.

—Ah —exclamé. Si percibió la decepción en mi tono de voz, lo disimuló. Lavé y aclaré un plato antes de pasárselo, consciente de que no habría manera de que cambiara de idea—. ¿Qué has comprado para Gwen?

—Un par de jerséis y una antigua caja de música. Colecciona esas cosas.

—¿Crees que debería comprarle algo?

—No —dijo—. Añadí tu nombre a la caja de música. Será de parte de las dos.

—Gracias —dije—. ¿Qué crees que debería comprarle a Bryce?

—Le conoces mejor que yo. ¿Le has preguntado a su madre qué le gustaría?

—Se me olvidó —respondí—. Supongo que podría acercarme a su casa mañana y preguntárselo. Espero que no me aconseje algo demasiado caro. Tengo que comprarle algo a su familia también y estaba pensando en un marco para fotos bonito.

Dejó el plato en el armario.

—Recuerda que no tienes por qué comprarle nada a Bryce. A veces los mejores regalos son gratis.

—¿Como qué?

—Una experiencia, o quizá puedas hacer alguna manualidad o enseñarle algo.

—No creo que pueda enseñarle nada. A menos que le interese saber cómo maquillarse o pintarse las uñas.

Puso los ojos en blanco, pero pude apreciar un atisbo de risa en ellos.

—Tengo fe en que se te ocurrirá algo.

Pensé en ello mientras acabábamos de recoger la cocina, pero fue cuando pasamos al salón cuando me llegó finalmente el momento de inspiración. El único problema era que iba a necesitar la ayuda de mi tía en varias ocasiones. Cuando le expliqué mi idea sonrió satisfecha.

—Puedo ayudarte —dijo—. Y estoy segura de que le va a encantar.


Una hora después sonó el teléfono. Supuse que seguramente serían mis padres y me sorprendió que tía Linda me pasara el auricular, mientras me decía que Bryce estaba en el otro extremo de la línea. Por lo que sabía, era la primera vez que llamaba a casa.

—Hola, Bryce. ¿Qué tal?

—Quería preguntarte si podría pasar a verte un momento en Nochebuena. Quiero darte un regalo.

—No voy a estar aquí. —Le expliqué el plan de la doble misa del domingo—. No volveremos hasta el día de Navidad.

—Ah —exclamó—. Vale. Bueno, mi madre quiere, además, que te pregunte si quieres venir a la comida de Navidad. Sería hacia las dos.

¿Su madre quería que fuera? ¿O era él quien lo deseaba?

Tapé el auricular con la mano y le pregunté a mi tía, la cual accedió, pero solo si él nos acompañaba después durante la cena.

—Perfecto. Tengo algo para ti y también para tu tía Linda y para Gwen, así os podré dar los regalos.

Únicamente tras colgar me di cuenta de la realidad de la situación. Una cosa era ir a ver la flotilla con su familia, o pasar por su casa después de caminar por la playa, pero estar juntos en ambas casas el día de Navidad parecía algo más serio, casi como si estuviéramos dando un paso en una dirección hacia la que estaba bastante segura que no quería ir. Y sin embargo…

No podía negar que me alegraba de ello.


El domingo la Nochebuena fue distinta a como era en mi casa en Seattle, y no solo por el trayecto en ferri y las dos misas. Supongo que era lo que cabía esperar de un par de exmonjas; era importante encontrar la manera de honrar el verdadero significado de la festividad, y eso fue exactamente lo que hicimos.

Después de la iglesia, hicimos nuestra visita habitual al Wal-Mart, donde encontré un bonito marco para los padres de Bryce y una tarjeta para él, pero en lugar de seguir con el recorrido por los mercadillos, como de costumbre, visitamos un lugar llamado Hope Mission, donde pasamos unas cuantas horas preparando comida en la cocina para los pobres y los sin techo. Mi trabajo consistió en pelar patatas, y aunque al principio no iba muy rápido, al final me sentí como una experta. En el camino de salida, después de que Linda y Gwen hubieran abrazado como mínimo a diez personas (tuve la sensación de que trabajaban allí como voluntarias de tanto en tanto), vi que mi tía deslizaba subrepticiamente un sobre en manos del coordinador del refugio, sin duda un donativo económico.

Al ocaso asistimos a un pesebre viviente en una de las iglesias protestantes (mi madre habría hecho la señal de la cruz de haberse enterado). Vimos cómo echaban a José y a María de la posada, y cómo acababan en un establo, el nacimiento de Cristo y la aparición de los tres Reyes Magos. Se representaba en el exterior, y la temperatura glacial de algún modo hacía que la obra pareciera aún más real. Cuando acabó la representación empezó el coro, y mi tía me dio la mano mientras nos uníamos a las voces que cantaban villancicos.

Luego cenamos, y después, como todavía debían pasar algunas horas hasta la misa del gallo, fuimos al mismo motel en el que habíamos pasado la noche al llegar de Seattle. Compartí la habitación con mi tía, y tras poner el despertador, hicimos una siesta vespertina. A las once ya estábamos despiertas, y aunque me preocupaba estar somnolienta durante la misa, el cura empleó el suficiente incienso como para mantener a todo el mundo despierto; mis ojos no podían dejar de llorar. Tenía algo de escalofriante, pero en un sentido espiritual. Había velas dispuestas por toda la iglesia, y un órgano añadía profundidad y resonancia a la música solemne. Cuando miré a mi tía, advertí que sus labios se movían articulando oraciones en silencio.

Luego volvimos al motel, y a primera hora de la mañana subimos al ferri. No tenía demasiadas ganas de celebrar la Navidad, pero mi tía intentó compensarlo. En la zona con asientos, ella y Gwen compartieron conmigo las historias de sus Navidades favoritas. Gwen, que había crecido en una granja en Vermont, nos habló de cuando le regalaron un cachorro de pastor ovejero australiano. Tenía nueve años y había deseado tener un perro desde que tenía memoria. Tras desenvolver los regalos por la mañana, se había mostrado cabizbaja y no se había dado cuenta de que su padre se había escabullido por la puerta trasera. Apareció de nuevo un minuto después con el cachorro, que llevaba un lazo rojo por collar; incluso casi medio siglo después podía seguir recordando la dicha que sintió cuando el cachorro dio un salto y empezó a jugar con ella. Linda rememoró un recuerdo más tranquilo: cómo preparaba galletas con su madre en Nochebuena; era la primera vez que su madre no solo permitía que la ayudara, sino que le dejaba medir los ingredientes y mezclarlos. Se acordaba de lo orgullosa que se había sentido cuando todos los miembros de la familia elogiaron entusiasmados las galletas, y por la mañana recibió su propio delantal con su nombre bordado, así como unos utensilios para hornear. Contaron otras historias similares, y mientras estaba sentada a su lado, recuerdo que pensé lo normal que sonaban, como cualquier otro relato de otra persona. Nunca se me había ocurrido que las futuras monjas podían tener experiencias infantiles corrientes; simplemente suponía que habían crecido rezando todo el tiempo y buscando biblias y rosarios bajo los árboles.

De regreso a casa hablé por teléfono con mis padres y Morgan, escribí la postal para Bryce y luego empecé a arreglarme. Me duché, peiné y maquillé. A continuación, me puse los vaqueros elásticos, por los que daba gracias a Dios, por cierto, y un jersey rojo. Al otro lado de la ventana unas oscuras nubes llenaban el cielo, de modo que me puse las botas de agua por si acaso. Me examiné en el espejo y, con excepción de mis pechos en continua expansión, pensé que apenas podía notarse que estaba embarazada.

Perfecto.

Con el regalo bajo el brazo, empecé a caminar hacia la casa de los Trickett. En Pamlico Sound pude apreciar las crestas blancas de las olas y me di cuenta de que el viento había arreciado, echando a perder mi peinado, lo cual me hizo pensar para qué me había molestado siquiera en arreglarme.

Bryce abrió la puerta mientras todavía estaba subiendo las escaleras. A lo lejos oí un estruendo cuyo eco se expandía en el cielo. Sabía que la tormenta no tardaría en llegar.

—Hola. ¡Feliz Navidad! Estás guapísima.

—Gracias. Tú también —dije mientras lanzaba una mirada apreciativa a los pantalones de lana oscuros, la camisa y los relucientes mocasines.

En el interior, la casa era una versión de la imagen de postal de la Navidad. El papel de regalo usado y arrugado estaba guardado en una caja de cartón bajo el árbol; el aroma a jamón, a tarta de manzana y a maíz cocinado con mantequilla impregnaba el aire. La mesa estaba puesta, algunos platos con sus guarniciones ya en su sitio. Richard y Robert estaban en el sofá en pijama y calzados con pantuflas leyendo libros de cómics, y eso me recordó que, por muy listos que fueran, todavía eran niños. Daisy, que se había acomodado a sus pies, se puso en pie y se acercó a mí moviendo la cola. Entretanto, Bryce me presentó a sus abuelos. Aunque se mostraron increíblemente amigables, apenas comprendí una palabra de lo que dijeron. Asentí y sonreí, y cuando por fin Bryce consiguió maniobrar en otra dirección, me susurró al oído.

Hoi Toider —dijo—. Es un acento único de la isla. Tal vez haya un centenar de personas en el mundo que hablan así. La gente de las islas no tuvo mucho contacto con el continente durante siglos, de modo que surgió un dialecto propio. Pero no te sientas mal; casi la mitad de las veces yo tampoco les entiendo.

Los padres de Bryce estaban en la cocina y, después de saludarnos y darnos un abrazo, su madre me pasó el puré de patatas para que lo llevara a la mesa.

—Richard y Robert —llamó—. La comida está casi lista, así que lavaos las manos y sentaos.

Durante la comida, pregunté a los gemelos qué les habían regalado por Navidad y ellos hicieron lo mismo. Pero cuando les expliqué que mi tía y yo pensábamos abrir los regalos más tarde, Robert o Richard (seguía sin poder distinguirlos) desvió la mirada hacia sus padres.

—A mí me gusta abrirlos el día de Navidad por la mañana.

—A mí también —dijo su hermano.

—¿Por qué nos decís eso ahora? —preguntó la madre.

—Porque no queremos que se te metan ideas raras en la cabeza en el futuro.

Sonaban tan serios que su madre soltó una carcajada.

Cuando todos acabamos de comer, la madre de Bryce abrió el regalo que les había traído, por el que tanto ella como su marido me dieron las gracias afectuosamente, y todos ayudamos a limpiar la cocina. Los restos fueron a parar a táperes y luego a la nevera, y cuando la mesa estuvo despejada, la madre de Bryce sacó un rompecabezas. Tras vaciar el contenido de la caja, los padres de Bryce, sus hermanos e incluso los abuelos empezaron a darles la vuelta a las piezas.

—Siempre hacemos un puzle en Navidad —me susurró Bryce—. No me preguntes por qué.

Sentada a su lado, intentando encontrar piezas que encajaran junto al resto de la familia, me pregunté qué estaría haciendo la mía. Era fácil imaginar a Morgan guardando su ropa nueva, y a mi madre cocinando, mientras mi padre veía un partido en la televisión. Se me ocurrió que tras la emocionante mañana abriendo los regalos, aparte de comer juntos, cada miembro de mi familia iba por libre. Sabía que había familias con sus propias costumbres, pero las nuestras parecían separarnos mientras que las de Bryce parecía que les mantenían unidos.

Afuera empezó a llover y luego a diluviar. Mientras oíamos tronar y veíamos los relámpagos, seguíamos concentrados en el puzle. Era de mil piezas, pero esa familia parecía estar formada por genios de los puzles, sobre todo el padre de Bryce, y conseguimos acabarlo más o menos en el plazo de una hora. De haberme puesto a hacerlo yo sola, estaba casi segura de que no lo habría acabado hasta las siguientes Navidades. Después pusieron una versión musical del clásico de Dickens, Canción de Navidad, y cuando terminó enseguida llegó la hora de que Bryce y yo nos pusiéramos en marcha. Tras recoger un par de regalos sin abrir de debajo del árbol, Bryce cogió un paraguas y las llaves de su furgoneta mientras yo daba un abrazo a cada miembro de su familia para despedirme.

La noche era más oscura de lo habitual mientras conducíamos por las carreteras vacías. Los limpiaparabrisas apartaban la lluvia y solo se veían nubes negras cubriendo las estrellas. La tormenta había amainado hasta convertirse en una llovizna para cuando llegamos a casa de mi tía. Ella y Gwen estaban en la cocina. Nos llegó una nueva oleada de deliciosos aromas, aunque no tenía ni pizca de hambre.

—Feliz Navidad, Bryce —le saludó Gwen.

—La cena estará lista en menos de veinte minutos —anunció mi tía Linda.

Bryce puso los regalos bajo el árbol junto a los demás y saludó a ambas mujeres con un abrazo. La casa se había transformado en las pocas horas que había estado fuera. El árbol resplandecía y la mesa, la repisa de la chimenea y la mesita al lado del sofá estaban iluminadas por la parpadeante luz de las velas. Una suave música navideña procedente de la radio me recordó mi infancia, cuando era la primera en bajar a hurtadillas al salón la mañana de Navidad. Daba vueltas al árbol examinando los regalos para ver cuáles eran para mí y cuáles para Morgan, antes de esperar sentada en la escalera. Sandy solía acompañarme y yo le acariciaba la cabeza, mientras la expectación iba creciendo en mí hasta que por fin llegaba la hora de despertar a los demás.

Mientras recordaba esas mañanas, noté la mirada curiosa de Bryce dirigida a mí.

—Buenos recuerdos —dije simplemente.

—Debe ser duro estar lejos de tu familia en este día.

Le miré a los ojos, sintiendo una calidez que no esperaba.

—La verdad es que me siento bien.

Nos sentamos en el sofá y charlamos iluminados por el resplandor de las luces del árbol hasta que la cena estuvo lista. Mi tía había preparado un pavo, y aunque solo comí una pequeña porción, cuando por fin dejé a un lado los cubiertos me sentía como si fuera a explotar.

Para cuando acabamos de limpiar la cocina y pasamos al salón, la tormenta ya había pasado; aunque los relámpagos seguían parpadeando en el horizonte, la lluvia había cesado y se iba extendiendo una leve bruma. La tía Linda había servido copas de vino para ella y para Gwen, era la primera vez que las veía tomando algo de alcohol, y empezamos a abrir los regalos. A mi tía le encantaron los guantes; a Gwen le entusiasmó la caja de música, y yo abrí los regalos que me habían enviado mis padres y Morgan: un par de bonitos zapatos y unas cuantas camisetas y jerséis una talla más grande de lo normal, algo que tenía sentido, supongo, teniendo en cuenta mi estado. Cuando llegó el turno de Bryce, le entregué un sobre.

Había elegido una tarjeta navideña bastante neutra, con espacio suficiente para escribir mi propio mensaje. La luz era tan tenue en la sala de estar que tuvo que encender la lámpara de lectura para ver lo que había escrito.

¡Feliz Navidad, Bryce!

Gracias por toda tu ayuda, y dentro del espíritu navideño, quiero ofrecerte algo que sé que te encantará, un regalo que podrás seguir disfrutando durante el resto de tu vida.

Esta tarjeta te da derecho a lo siguiente:

1. A poseer la receta supersecreta de los bollos de mi tía.

2. A una lección de cómo hornearlos para ambos, para que puedas aprender a hacerlos tú mismo.

Obviamente, este regalo va también de parte de mi tía, aunque fuera idea mía.

MAGGIE

P. D. ¡A mi tía le gustaría que mantuvieras el secreto que te confiamos!

Mientras leía la tarjeta, miré de soslayo a Linda, cuyos ojos brillaban. Al acabar de leerla primero se giró hacia mí y luego hacia ella, para después ofrecernos una sonrisa.

—¡Es genial! —declaró—. ¡Gracias! No puedo creer que te acordaras.

—No estaba segura de qué otra cosa podría regalarte.

—Es el regalo perfecto —confirmó. Volviéndose a mi tía dijo—: No quiero que te compliques, así que, si te resulta más fácil, podemos ir contigo a la tienda por la mañana temprano y observar cómo los preparas, como haces cada día.

—¿En plena noche? —dije, con cara de susto—. No creo que sea posible.

La tía Linda y Gwen se echaron a reír a la vez.

—Ya lo arreglaremos —contestó mi tía.

A continuación, abrimos los regalos de Bryce. Mientras mi tía desenvolvía cuidadosamente el regalo que les había hecho a ambas, vislumbré un marco y supe de inmediato que les había regalado una fotografía. Curiosamente, mi tía y Gwen se quedaron observándola fijamente sin hablar, haciendo que me levantara del sofá para mirar por encima de sus espaldas. De pronto me di cuenta de por qué no podían apartar la vista.

Era una imagen en color de la tienda tomada muy temprano por la mañana, desde un ángulo que me hizo sospechar que Bryce se había tenido que tumbar en el suelo para hacerla. Un cliente, que por su atavío debía ser pescador, salía de la tienda con una bolsa en la mano justo cuando entraba otra mujer. Ambos iban bien abrigados y se podía apreciar la nube de vaho de su aliento congelado en el espacio. En la ventana podían verse las nubes reflejadas y al otro lado del cristal se intuía el perfil de mi tía y a Gwen sirviendo una taza de café en el mostrador. Por encima del tejado el cielo era de color gris pizarra, lo que acentuaba el color desvaído del revestimiento de las paredes y los aleros deteriorados por las inclemencias del tiempo. Aunque había visto la tienda en innumerables ocasiones, nunca me había parecido tan impresionante… hermosa, incluso.

—Es… increíble —consiguió decir Gwen finalmente—. No puedo creer que no te viéramos haciéndola.

—Me escondí. Lo cierto es que fui tres mañanas seguidas para conseguir la foto que realmente quería. Empleé dos carretes.

—¿Vas a colgarla en la sala de estar? —pregunté.

—¿Estás de broma? —replicó mi tía—. Estará colgada en medio de la tienda, para que todo el mundo pueda verla nada más entrar.

Mi regalo venía envuelto en una caja de tamaño y forma similares, así que imaginé que también sería una fotografía. Al disponerme a abrirla, recé en silencio para que no fuese una foto de mí, que hubiera hecho furtivamente sin que yo lo advirtiera. Por lo general no me gustaban las fotos de mí misma, por no hablar de la posibilidad de quedar retratada con aquellas camisetas holgadas y mis feos pantalones, y el pelo revuelto en todas direcciones.

Pero no era una foto mía, sino esa que me había encantado, con el faro y la luna gigante. Al igual que yo, Linda y Gwen se quedaron boquiabiertas; ambas dijeron que debería ponerla en mi cuarto, donde pudiera verla desde la cama.

Una vez acabamos de mirar los regalos, charlamos un rato, hasta que Gwen anunció que quería salir a dar un paseo. Linda deseaba acompañarla y fue hacia la puerta, donde vimos cómo ambas se abrigaban.

—¿Estáis seguros de que no queréis venir? —preguntó mi tía—. ¿Aunque solo sea para hacer la digestión antes de que vuelva a llover?

—Estoy bien —respondí—. Creo que prefiero quedarme sentada un rato, si te parece bien.

Mientras acababa de ponerse la bufanda dijo:

—No tardaremos mucho.

Cuando salieron, miré alternativamente la fotografía, el árbol iluminado, las velas y, por último, a Bryce. Estaba sentado a mi lado en el sofá, lo bastante cerca para que nuestros hombros se rozaran si me reclinaba hacia atrás. La música seguía sonando en la radio y de fondo se oía el sonido apenas perceptible de un suave oleaje al lamer la orilla. Bryce estaba en silencio; parecía igual de satisfecho que yo. Pensé en mis primeras semanas en Ocracoke, el miedo y la tristeza, y cuánto me dolía la soledad cuando me tumbaba en la cama de mi cuarto; la sensación de que mis amigos se olvidarían de mí y la convicción de que estar lejos de casa en Navidad era un agravio que nunca podría repararse.

Y sin embargo, mientras estaba allí sentada con Bryce, con la fotografía en mi regazo, pude intuir que nunca olvidaría esas Navidades. Pensé en Linda y en Gwen, en la familia de Bryce, y en la amabilidad y el alivio que había encontrado en ese lugar, pero sobre todo pensé en Bryce. Me preguntaba qué estaría pensando, y cuando sus ojos de repente me miraron, quise decirle que me había inspirado de una manera que seguramente no podía ni imaginar.

—Estás pensando en algo —afirmó Bryce, y noté que mis pensamientos se esfumaban como vapor, dejando solo una única idea.

—Sí —dije—. Es cierto.

—¿Quieres compartirlo?

Bajé la vista hacia la fotografía que me había regalado antes de volver a mirarle a los ojos.

—¿Crees que podrías enseñarme fotografía?