Ocracoke, 1996
La tormenta del noroeste llegó la segunda semana de enero, tras tres días seguidos de temperaturas más altas de lo normal y mucho sol, algo que parecía raro tras el tiempo desapacible de diciembre. Nunca hubiera podido predecir que se estaba gestando una tormenta gigante.
Ni tampoco los cambios que se producirían en mi relación con Bryce. La víspera de Año Nuevo, seguía viendo en él tan solo a un amigo, aunque hubiera decidido pasar la velada con nosotras, mientras el resto de su familia se iba fuera en esa fecha. Gwen trajo su televisión y pusimos el show de Dick Clark en directo desde Times Square; a medianoche hicimos la cuenta atrás con el resto del país. Cuando dieron las doce, Bryce lanzó un par de cohetes hechos con botellas desde el porche que explotaron sobre el agua con un fuerte estruendo y soltando chispas. Los vecinos golpearon cacerolas con cucharas en sus respectivos porches, pero, en pocos minutos, el pueblo volvió a adoptar el «modo descanso» y empezaron a apagarse las luces de las casas vecinas. Llamé a mis padres para desearles un feliz año y me recordaron que irían a visitarme a finales de mes.
Aunque eran fiestas, Bryce regresó apenas ocho horas después, en esa ocasión con Daisy; era la primera vez que la traía a casa. Nos ayudó a mi tía y a mí a quitar el árbol (que se había convertido en un peligro de incendio) y lo llevó hasta la carretera. Después de volver a guardar los adornos y barrer la pinaza, nos sentamos a la mesa para continuar con las clases. Daisy husmeaba en la cocina; cuando Bryce la llamó, enseguida acudió a tumbarse al lado de su silla.
—Linda dijo que le parecía bien que la trajera cuando le pregunté anoche —explicó—. Mi madre dice que sigue sin poder parar quieta.
Miré a Daisy, quien me devolvió una mirada inocente y satisfecha, moviendo la cola.
—A mí me parece bien. Mira qué cara tan bonita.
Como era de esperar, Daisy parecía saber que hablábamos de ella: se sentó y llevó el hocico a la mano de Bryce. Puesto que la ignoró, volvió a dirigirse deambulando a la cocina.
—¿Lo ves? A eso me refiero exactamente. ¿Daisy? Ven.
Daisy fingió no oírle. A la segunda orden por fin volvió a su lado y se tumbó con un gemido. Me di cuenta de que Daisy a veces era un tanto tozuda, y cuando de nuevo intentó irse de nuestro lado Bryce acabó por atarla con la correa a la silla, una posición ventajosa desde la que nos observaba con aspecto melancólico.
Esa semana fue bastante similar a la anterior: deberes y fotografía. Además de dejarme hacer muchas fotos, Bryce trajo un archivador con fotos que él y su madre habían tomado a lo largo de los años. Detrás de cada instantánea había notas sobre los aspectos técnicos (hora del día, iluminación, apertura del diafragma, velocidad de la película), y poco a poco empecé a anticipar cómo un solo detalle podía alterar una imagen por completo. También pasé mi primera tarde en el cuarto oscuro, observando cómo Bryce y su madre revelaban doce de las fotos en blanco y negro que yo había sacado en el centro de pueblo. Me introdujeron al proceso de cómo conseguir los baños químicos perfectos (el revelador, el de paro, el fijador) y cómo limpiar el negativo. Me enseñaron a usar la ampliadora y cómo obtener el equilibrio deseado de luces y sombras. Aunque casi todo aquello me resultaba incomprensible, cuando vi emerger las imágenes fantasmagóricas, me pareció magia.
Lo más interesante era que, aunque todavía era una novata a la hora de tomar fotos y revelar copias, descubrí que tenía un talento natural para el Photoshop. Para cargar las imágenes se necesitaba un escáner de calidad y un ordenador Mac, y Porter los había comprado para su mujer un año antes. Desde entonces, la madre de Bryce había editado un montón de sus fotografías favoritas, y para mí revisar su trabajo era la introducción perfecta al programa, porque podía ver el antes y el después de las imágenes… y luego intentar hacerlo yo misma. No digo que fuera un genio de los ordenadores como Richard, ni tenía la experiencia con ese programa con la que contaban Bryce y su madre, pero cuando aprendía a usar una de las herramientas, se quedaba en mi cabeza. También tenía un sexto sentido para reconocer qué aspectos de una foto necesitaban ser editados para empezar, una especie de comprensión intuitiva que les sorprendió a ambos.
El caso es que, entre las vacaciones y las clases, además de todo lo referente a la fotografía, Bryce y yo pasábamos todo el día juntos, de la mañana a la noche, casi todos los días desde Navidad hasta que llegó la gran tormenta. Con Daisy como constante compañía desde que empezó enero (nada le gustaba más que seguirnos cuando estábamos practicando con la cámara), mi vida comenzó a parecerme casi anormalmente normal, como si eso tuviera sentido. Tenía a Bryce, un perro y una pasión recién descubierta; pensar en casa había quedado relegado, y la verdad es que me levantaba por la mañana animada. Era una nueva sensación, pero también me daba un poco de miedo, en plan «espero que siga así».
No pensaba en lo que podría significar pasar tanto tiempo con Bryce para ambos. De hecho, la verdad es que no pensaba mucho en él. Casi todo el tiempo, él simplemente estaba ahí, como mi tía Linda o mi familia en Seattle o el aire que respiraba. Cuando cogía la cámara, analizaba fotografías o jugaba con el Photoshop, ni siquiera estoy segura de que me fijase en sus hoyuelos. No creo que me diera cuenta de lo importante que se había convertido para mí hasta poco antes de la tormenta. Tras uno de nuestros largos días juntos, ya en el porche, me dio la cámara, el fotómetro y un carrete nuevo de película en blanco y negro.
—¿Para qué me das esto? —pregunté, mientras lo cogía todo.
—Por si quieres practicar mañana.
—¿Sin ti? Todavía no sé ni lo que estoy haciendo.
—Sabes más de lo crees. Puedes tú sola. Y yo voy a estar bastante ocupado los próximos dos días.
En cuanto dijo esas palabras, sentí una inesperada punzada de tristeza al pensar que no nos veríamos.
—¿Adónde vas?
—Estaré por aquí, pero tengo que ayudar a mi padre a prepararlo todo para la tormenta del noreste.
Aunque había oído a mi tía mencionarlo, imaginaba que la tormenta no sería muy distinta de las que habíamos vivido de forma intermitente desde que estaba en Ocracoke.
—¿Qué pasa con esa tormenta del noreste?
—Es una tormenta típica de la costa este. Pero a veces, como se supone que pasará ahora, colisiona con otro frente climático y entonces es como un huracán fuera de temporada.
Mientras me lo explicaba, seguía intentando procesar mi disgusto ante la idea de no poder verle. Desde que nos conocimos habíamos estado separados como mucho dos días, lo cual, ahora me daba cuenta, era un tanto extraño. Aparte de mi familia, nunca había pasado tanto tiempo con nadie. Si Madison, Jodie y yo pasábamos un fin de semana juntas, al final nos poníamos de los nervios unas a otras. Pero, con la intención de retener a Bryce en el porche un poco más, me obligué a sonreír.
—¿Qué tienes que hacer con tu padre?
—Amarrar el bote del abuelo, asegurar con tablas las ventanas de nuestra casa y las de los abuelos. También las de otras personas, incluida las de tu tía y las de Gwen. Tardaremos un día en prepararlo todo y al día siguiente habrá que retirarlo todo.
Tras él solamente se veía el cielo azul y estaba segura de que su padre y él estaban exagerando.
Pero no era así.
Al día siguiente me desperté en una casa vacía, tras dormir más de lo normal, y mi primer pensamiento fue: «Bryce hoy no estará».
Para ser honesta, me sentí un poco malhumorada. Me quedé en pijama, me comí una tostada en la cocina, fui al porche, deambulé por la casa, escuché música y luego volví a la cama. Pero no podía dormir, estaba más aburrida que cansada, y después de dar vueltas un rato, por fin reuní la energía necesaria para vestirme, mientras pensaba: «¿Ahora qué?».
Supongo que podía haber estudiado para mis exámenes finales o haber seguido trabajando en las tareas del próximo semestre, pero no estaba de humor, así que cogí la chaqueta y la cámara, además del fotómetro, y lo cargué todo en la cesta de la bicicleta. La verdad es que no tenía ni idea de adónde ir, de modo que pedaleé dando vueltas un rato, deteniéndome aquí y allá para practicar tomando el mismo tipo de fotos que había hecho hasta entonces: escenas callejeras, edificios y casas. Pero siempre acababa bajando la cámara antes de apretar el obturador. En el ojo de mi mente sabía que ninguna sería tan especial, simplemente más de lo mismo, y no quería malgastar la película.
Más o menos en ese momento me di cuenta de que la atmósfera en el pueblo había cambiado. Ya no era una localidad fantasmagórica y adormilada, sino extrañamente bulliciosa. Prácticamente en todas las calles pude oír ruido de taladros o martillos, y cuando pasé por el colmado advertí que el aparcamiento estaba lleno, con aún más vehículos alineados en la calle de enfrente. A mi lado pasaron camionetas cargadas de tablas y, en uno de los comercios que vendía souvenirs turísticos, como camisetas y cometas, vi a un hombre en el tejado fijando una lona. Los botes en el muelle estaban amarrados con decenas de cuerdas mientras que otros habían anclado en medio del puerto. Sin duda, la gente se estaba preparando para la tormenta del noreste, y de repente caí en la cuenta de que tenía la oportunidad de tomar una serie de fotos con un tema real, algo con un nombre como «Antes de la tormenta».
Creo que me emocioné demasiado, aunque el carrete solo tenía doce fotos. Puesto que no vi muestras de alegría en la gente, sino más bien de absoluta determinación, intenté ser lo más discreta posible con mi cámara, mientras intentaba recordar todo lo que me habían enseñado Bryce y su madre. Afortunadamente, la iluminación en general era bastante buena, aunque se habían desplegado gruesas nubes, algunas de color gris oscuro, y tras comprobar el fotómetro miraba por el objetivo y me desplazaba hasta conseguir por fin la perspectiva y la composición que sentía como más adecuadas. Volví a pensar en las fotografías que había analizado con Bryce, contuve el aliento y mantuve la cámara absolutamente quieta mientras presionaba con cuidado el obturador. Sabía que no todas serían asombrosas, pero esperaba que una o dos valieran la pena. Cabe destacar que era la primera vez que fotografiaba gente haciendo sus quehaceres diarios… El pescador amarrando su bote con una mueca de esfuerzo; la mujer que cargaba con su bebé inclinándose por el viento; un hombre enjuto y arrugado fumando frente a un escaparate tapado con tablones de madera.
Trabajé durante el almuerzo y solo me paré en la tienda para tomar un sándwich mientras el tiempo empezaba a empeorar visiblemente. Para cuando regresé a casa de mi tía solo me quedaba una foto. Linda debía haber vuelto antes de la tienda porque el coche estaba en la entrada, pero no la encontré, y yo llegué justo al mismo tiempo que Bryce aparcaba su furgoneta. Nos saludamos y sentí que mi corazón se aceleraba alocadamente. Su padre estaba a su lado y en la caja de la ranchera pude ver a Richard y a Robert. Cogí la cámara de la cesta de la bicicleta. Bryce bajó de un salto y avanzó hacia mí. Llevaba una camiseta y unos pantalones vaqueros descoloridos, que acentuaban sus anchos hombros y sus caderas estrechas, además de un cinturón portaherramientas de cuero del que pendía un taladro con batería y un par de guantes también de cuero. Me saludó con la mano con esa naturalidad que le caracterizaba.
—¿Cómo te ha ido hoy? —preguntó—. ¿Alguna foto buena?
Le conté mi idea para el tema de la serie de fotos «Antes de la tormenta» y añadí:
—Espero que tú o tu madre podáis revelarlas pronto.
—Estoy seguro de que mi madre estará encantada de hacerlo. El cuarto oscuro es el lugar que más le gusta de la casa, el único donde puede estar realmente sola. Estoy impaciente por verlas.
Tras él, en la furgoneta, vi a su padre descargando la escalera de mano de la caja.
—¿Y a ti cómo te ha ido?
—No hemos parado, y todavía tenemos que ir a un par de sitios más. Después vamos a la tienda de tu tía.
De cerca pude advertir las manchas de suciedad en la camiseta, que no deslucían su aspecto en lo más mínimo.
—¿No tienes frío? Seguramente necesitas una chaqueta.
—No he tenido tiempo de pensar en eso —respondió. Luego me sorprendió al decir—: Te he echado de menos hoy.
Bryce bajó la mirada al suelo y luego volvió a encontrarse con mis ojos, sosteniéndome la mirada, y durante una décima de segundo tuve la clara sensación de que deseaba besarme. Esa sensación me pilló desprevenida, y creo que él se dio cuenta también, porque de pronto señaló con el pulgar por encima del hombro y enseguida volvió a ser el Bryce que yo conocía.
—Deberíamos seguir para poder acabar antes de que anochezca.
Sentí la garganta seca.
—No te entretengo más.
Retrocedí un poco, preguntándome si me estaba imaginando cosas, mientras Bryce se alejaba. Se unió a su padre de camino al almacén situado detrás de la casa.
Mientras tanto, Richard y Robert arrastraron la escalera hasta el porche. De forma instintiva me alejé de la casa, cavilando inconscientemente cómo sería mejor encuadrar la última foto que me quedaba. Me detuve cuando el ángulo me pareció el apropiado, ajusté el diafragma y comprobé el fotómetro, asegurándome de que todo estuviera listo.
Bryce y su padre desaparecieron en el almacén, pero después de pocos segundos, vi a Bryce salir con un tablero de contrachapado. Lo dejó apoyado en la pared, luego regresó por otro; en cuestión de minutos había un montón de tableros apilados. Bryce y uno de los gemelos llevaron uno de ellos hasta la puerta principal, y Porter y el otro gemelo les imitaron. Mi tía mantuvo la puerta abierta para que pasaran al interior de la casa, y enseguida volvieron a salir al porche. Destapé el objetivo cuando empezaban a colocar el tablero de contrachapado sobre la puerta corredera de cristal, pero no valía la pena hacer ninguna foto, ya que todos me estaban dando la espalda. Bryce puso el primer tornillo, al que siguieron rápidamente los demás. Enseguida colocaron el segundo tablero con idéntica velocidad y los cuatro descendieron de la escalera. En ambas ocasiones bajé la cámara.
Otros dos tableros cubrieron la ventana frontal con idéntica celeridad y nuevamente el ángulo no era el adecuado. No conseguí hacer la foto que deseaba hasta que movieron la escalera hacia el dormitorio de mi tía.
Bryce fue el primero que subió por la escalera; los gemelos pasaron un tablero de menor tamaño a su padre, quien a su vez se lo dio a Bryce. Enfoqué la cámara y de pronto Bryce se giró en mi dirección; al asir el tablero, con ambas manos, automáticamente presioné el obturador. Volvió a girarse, retomando su posición para fijar el tablero con la misma rapidez y no pude evitar pensar, sorprendida, que podía haber perdido esa oportunidad.
En un momento la ventana quedó tapada, poniendo en evidencia que no era su primer rodeo. Los gemelos cargaron con la escalera hasta la furgoneta mientras Bryce y su padre regresaban al almacén. Salieron transportando un objeto pesado que parecía un pequeño motor. Lo dejaron cerca del almacén, resguardado de la lluvia y el viento. Al tirar del cordón arrancó, haciendo un ruido similar al de un cortacésped.
—Es un generador —gritó Bryce, sabedor de que yo no tenía ni idea de qué era—. Casi con toda seguridad se cortará la luz.
Tras apagarlo, llenaron el tanque con un depósito de gasolina de considerable tamaño que habían traído en la caja de la furgoneta, y Bryce dispuso un largo cable de alimentación que llegaba hasta la casa. Empecé a rebobinar con aire distraído el carrete, con la esperanza de haber conseguido milagrosamente la foto de Bryce que deseaba.
Cuando el carrete hizo un clic, miré hacia el mar, ya encabrillado. ¿Realmente había querido besarme? Seguía pensando en eso mientras le observaba bajando las escaleras. Los demás ya estaban en el coche y, tras despedirse agitando la mano, me quedé mirando cómo se alejaban.
Perdida en mis propios pensamientos, deseché la idea de entrar en la casa y siguiendo un impulso me subí a la bicicleta. Pedaleé a toda velocidad a casa de Bryce, consciente de que todavía no habría vuelto, y me sentí aliviada cuando su madre me abrió la puerta.
—¿Maggie? —Me miró con curiosidad—. Si has venido a ver a Bryce, hoy está trabajando con su padre.
—Lo sé, pero quería pedirte un gran favor. Sé que tal vez estás ocupada con los preparativos para la tormenta, pero me preguntaba si te importaría revelar este carrete para mí. —Le expliqué el tema de la serie igual que a Bryce, y me di cuenta de que me miraba con atención.
—¿Has dicho que también le has hecho una foto a Bryce?
—No estoy segura. Espero que haya salido bien. Es la última del carrete.
Ladeó la cabeza, sin duda intuyendo la importancia que aquello tenía para mí, antes de alargar la mano.
—A ver qué puedo hacer.
La casa de mi tía estaba sumida en la oscuridad, parecía una cueva, lo cual no era de extrañar, puesto que no entraba ni el menor destello de luz a través de las ventanas tapadas. En la cocina habían separado la nevera de la pared, sin duda para poder conectarla fácilmente al generador en caso necesario. Mi tía no estaba localizable, y cuando me senté en el sofá, me sorprendí reproduciendo en mi mente el momento en el que pensé que Bryce deseaba besarme, todavía tratando de dilucidar qué había pasado.
Con la esperanza de quitármelo de la cabeza, cogí los libros de texto y me pasé la siguiente hora y media estudiando y haciendo deberes. Mi tía por fin salió de su habitación para empezar a preparar la cena, y mientras estaba cortando tomates en daditos para la ensalada, oí el inconfundible ruido sordo de las ruedas de un vehículo sobre la gravilla de la entrada. Mi tía también lo oyó y enarcó una ceja, sin duda preguntándose si había invitado a Bryce a cenar.
—No me comentó que vendría más tarde —dije encogiéndome de hombros.
—¿Me harías el favor de ver quién es? Tengo el pollo en la sartén.
Fui a la puerta y reconocí el monovolumen de la familia Trickett en la entrada, y a la madre de Bryce tras el volante. El cielo estaba cada vez más oscuro y las ráfagas de viento ya eran lo suficientemente fuertes como para obligarme a asir la barandilla con fuerza. Al llegar al monovolumen, su madre bajó la ventanilla del conductor y me dio un sobre de papel Manila.
—Tuve la sensación de que tenías prisa, así que me puse con el revelado en cuanto te fuiste. Has hecho algunas fotos fantásticas. Has capturado gran parte del carácter en algunos de los rostros. Me gusta especialmente la del hombre fumando al lado de la tienda.
—Siento que tuvieras la impresión de que te metía prisa —dije, esforzándome por hacerme oír por encima del viento—. No tenías por qué.
—Quería hacerlo antes de que se corte el suministro eléctrico —respondió—. Estoy segura de que estás en ascuas. Recuerdo cómo me sentí cuando revelé mi primer carrete.
Tragué saliva.
—¿Ha salido la foto de Bryce?
—Es mi favorita —contestó—. Pero está claro que no soy imparcial.
—¿Ya han vuelto?
—Supongo que volverán en cualquier momento, así que será mejor que me vaya.
—Gracias por darte tanta prisa.
—Ha sido un placer. Si por mí fuera, pasaría mis días en el cuarto oscuro.
Observé mientras daba marcha atrás, haciendo una señal de despedida mientras el monovolumen se alejaba, y luego volví apresuradamente a la casa. En la sala de estar encendí la lámpara de lectura para tener toda la luz posible mientras revisaba las fotografías.
Tal como había imaginado, solo había un par que consideré buenas. La mayoría estaban cerca de serlo, pero no eran lo suficientemente perfectas. O estaban desenfocadas, o los ajustes no eran los más adecuados. Mi composición tampoco era siempre acertada, pero la madre de Bryce tenía razón al decir que la foto del fumador definitivamente valía la pena. Sin embargo, fue la de Bryce la que casi me hizo dar un grito de asombro.
Estaba bien enfocada y la luz era espectacular. Le había fotografiado justo cuando giró el torso en mi dirección; los músculos de los brazos destacaban como si estuvieran grabados en relieve y la expresión de su cara demostraba una intensa concentración. La foto reflejaba su manera de ser, desinhibida, y su elegancia natural. Repasé con la yema de mis dedos suavemente su silueta.
Caí en la cuenta de que Bryce (al igual que mi tía) había aparecido en mi vida en el momento en que más lo necesitaba. Y aún más importante, de que se había convertido rápidamente en el amigo más cercano que había tenido nunca, y de que no me había equivocado al intuir su deseo. De haber estado a solas, podría incluso haberme dado un beso, aunque ambos sabíamos que eso era lo último que yo deseaba o necesitaba. Debía saber tanto como yo que era imposible que funcionase una relación sentimental entre nosotros. En pocos meses me iría de Ocracoke y me convertiría en una nueva persona, alguien a quien ni yo misma todavía conocía. Nuestra relación estaba condenada al fracaso, pero incluso asfixiada por esa certeza, en mi corazón sabía que, al igual que Bryce, deseaba algo más entre nosotros.
Esos pensamientos siguieron dando vueltas en mi cabeza como la ropa en una secadora, durante toda la cena e incluso mientras se acercaba la tormenta. Cuando se hizo la oscuridad, empezó a rugir cada vez con más intensidad a cada hora que pasaba. La lluvia y el viento azotaban la casa, haciéndola crujir y sacudiéndola. Mi tía y yo estábamos sentadas en la sala de estar; ninguna de las dos quería estar sola. Justo cuando creía que la tormenta no podría ir a peor, otra ráfaga se estrellaba contra la casa y el estruendo de la lluvia recordaba el sonido de los petardos. El suministro de electricidad, tal como estaba previsto, quedó cortado, y la sala quedó sumida en la más negra oscuridad. Nos abrigamos, conscientes de que teníamos que encender el generador. En cuanto tía Linda giró el picaporte, la puerta prácticamente se abrió de golpe hacia dentro; las gotas de lluvia se me clavaron en la cara mientras bajábamos corriendo las escaleras y ambas nos aferramos a la barandilla con fuerza para no salir volando.
Detrás de la casa el viento seguía haciendo que me tambaleara, pero al menos estábamos resguardadas del aguacero. Observé cómo luchaba mi tía para accionar el generador; la relevé y por fin conseguí que arrancara al tercer intento. Nos abrimos paso con dificultad de regreso a la casa, donde la tía Linda encendió unas cuantas velas y enchufó la nevera. Las diminutas luces parpadeantes apenas iluminaban la estancia.
Me quedé dormida en el sofá en algún momento después de medianoche. La tormenta siguió bramando justo hasta el amanecer. Aunque el viento no había parado, la lluvia fue amainando hasta convertirse en llovizna y cesar definitivamente a media mañana. Solo entonces salimos para comprobar los daños.
Un árbol del jardín del vecino se había venido abajo y sus ramas estaban esparcidas por todas partes y algunas tejas habían sido arrancadas del tejado. En la carretera había más de treinta centímetros de agua. Los diques cercanos habían quedado deformados o habían sido derribados por completo, y los escombros casi llegaban a la casa. El viento era gélido, parecía ártico.
Bryce y su padre se presentaron una hora antes de mediodía. Para entonces el viento era apenas un susurro. Mi tía sacó una bolsa de bollos que habían sobrado mientras yo iba a buscar a Bryce. Mientras caminaba hacia él, intenté convencerme de que mis sentimientos del día anterior eran algo parecido a la sensación que deja un sueño al despertar. No eran reales; solo eran destellos centelleantes cuyo destino era desvanecerse por completo. Pero cuando le vi coger la escalera de la caja de la ranchera, volví a pensar en cómo se había detenido ante mí, y supe que solo me estaba engañando a mí misma.
Como siempre, estaba sonriendo. Llevaba la sexi chaqueta de color verde oliva y una gorra de béisbol, además de los vaqueros con el cinturón portaherramientas. Me pareció sentir como si flotara, pero me esforcé cuanto pude para aparentar indiferencia, como si tan solo fuera un día más.
—¿Qué te pareció la tormenta? —preguntó.
—Lo de anoche fue una locura. —Era como si mis palabras vinieran de otro lugar—. ¿Qué aspecto tiene el resto del pueblo?
Dejó la escalera en el suelo.
—Hay un montón de árboles caídos y no hay luz en ningún lado. Esperemos que los trabajadores de las empresas públicas lleguen esta tarde, pero quién sabe si vendrán. Uno de los moteles y un par de negocios más se han inundado, y la mitad de los edificios del centro tienen daños en los tejados. Supongo que lo más destacado es que uno de los botes rompió amarras y acabó varado en la calle, cerca del hotel.
Al ver que parecía el Bryce informal y espontáneo de siempre, noté que me relajaba.
—¿Ha sufrido daños la tienda de mi tía?
—No que yo sepa. Hemos retirado los tableros, pero obviamente no hemos podido acceder al interior para comprobar si hay goteras.
—¿Y tu casa?
—Solo unas cuantas ramas en el patio. Gwen y mis abuelos también están bien. Pero si piensas hacer fotos hoy, ten cuidado con las líneas eléctricas derribadas. Especialmente allí donde la calle esté inundada. Hay peligro de muerte.
No había pensado en ello y, al imaginarme que alguien se electrocutara, me estremecí.
—Creo que me voy a quedar en casa con mi tía, quizás estudie un poco. Aunque me gustaría ver los daños y tal vez hacer algunas fotos.
—¿Y si vuelvo más tarde y nos vamos a dar una vuelta? Puedo traer más carretes.
—¿Tendrás tiempo?
—Se tarda mucho menos en quitar los tableros que en ponerlos, y mi abuelo ya se ha encargado del bote.
Acepté la propuesta, y él levantó la escalera y la llevó hacia el porche. Una vez allí, Bryce y su padre hicieron el proceso del día anterior a la inversa; la única diferencia era que usaban una pistola selladora para tapar los agujeros que dejaban los tornillos. Mientras trabajaban, mi tía y yo empezamos a limpiar los restos de la tormenta del patio, para apilarlos cerca de la carretera. Seguíamos en ello cuando Bryce y su padre salieron con la ranchera marcha atrás.
Cuando acabamos con el patio, mi tía y yo volvimos a la casa, parpadeando debido a la luz que entraba a raudales por las ventanas. Mi tía se dirigió inmediatamente a la cocina y comenzó a preparar sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada.
—Bryce me ha dicho que la tienda parecía no haber sufrido daños —comenté.
—Su padre me ha dicho lo mismo, pero dentro de un rato tendré que acercarme para asegurarme.
—Olvidé preguntarte si la tienda cuenta con un generador.
Linda asintió.
—Se enciende automáticamente cuando cae el suministro eléctrico. O por lo menos se supone que así funciona. Ese es otro de los motivos por los que me gustaría comprobar cómo está todo. La gente querrá comprar bollos y libros mañana, puesto que no habrá casi posibilidades de cocinar hasta que vuelva la luz. Hasta entonces estaremos desbordadas de trabajo.
Pensé en ofrecerme voluntaria para ayudar, pero, como todavía no había aprendido a hacer los bollos en la clase prevista con Bryce, imaginé que solo molestaría.
—Bryce volverá más tarde. Vamos a ver qué ha pasado durante la tormenta.
Dejó los sándwiches en dos platos y los llevó a la mesa.
—Tened cuidado con los cables de la luz caídos.
Era obvio que todo el mundo era consciente de ese peligro potencial, excepto yo.
—Lo tendremos.
—Estoy segura de que disfrutarás pasando la tarde con él.
—Seguramente solo haremos algunas fotos.
Estoy casi segura de que Linda advirtió mi evasiva, pero no siguió presionándome, sino que me ofreció una sonrisa cómplice.
—Entonces probablemente algún día te convertirás en una excelente fotógrafa.
Después del almuerzo estudié un poco, o por lo menos lo intenté. El sobre Manila interrumpía continuamente mi concentración; parecía estar insistiéndome en que volviera a mirar la foto de Bryce.
Pasaron varias horas antes de que él aparcara en la entrada. En cuanto oí que la ranchera se había detenido, cogí la cámara y empecé a bajar las escaleras, y la visión de Daisy en la caja del vehículo me hizo sonreír. Gimió y movió la cola cuando me acerqué, y me detuve para ofrecerle un poco de cariño. Bryce, entretanto, había bajado de un salto de la furgoneta y tras rodearla me abrió la puerta, mientras mi corazón volvía a latir como loco. Me ofreció su brazo para ayudarme a subir (se había duchado y todavía le caían gotas de agua del pelo) y, cuando cerró la puerta, una voz en mi interior me regañó pidiendo que me controlara.
Condujo por el pueblo, charlando con naturalidad mientras nos deteníamos aquí y allá para hacer fotos. Pasé mucho tiempo intentando conseguir una buena perspectiva al lado del hotel, donde descansaba el bote tumbado de costado en medio de la carretera. Al final le pasé la cámara a Bryce para que probara él y le observé mientras se alejaba, fijándome de nuevo en la fluidez de sus movimientos. Sabía que estaba entrenando para prepararse para West Point, pero su gracia y coordinación natural me llevaron a pensar que sería bueno en cualquier deporte.
Pero ¿por qué me sorprendía? Bryce, por lo que sabía, parecía ser bueno en todo. Era el hijo perfecto, el hermano mayor, listo y atlético, atractivo y empático. Y lo mejor era que parecía no esforzase por ser todo eso. Incluso su manera de comportarse no tenía parangón con nadie que hubiera conocido hasta el momento, sobre todo si le comparaba con los chicos de mi instituto. Muchos parecían bastante agradables en conversaciones privadas, pero cuando estaban con sus amigos, se pavoneaban y actuaban para ser guais, decían estupideces, y yo acababa preguntándome cómo eran realmente.
Y sin embargo, si a Madison y a Jodie las halagaba recibir sus atenciones (como así era), me preguntaba qué pensarían de Bryce. Oh, sí, se darían cuenta al momento de que era guapo, pero ¿acaso les importaría su inteligencia, su paciencia o su interés por la fotografía? ¿O que estaba entrenando a un perro guía para ayudar a personas en silla de ruedas? ¿O que era la clase de adolescente que ayudaba a su padre a proteger con tablones las casas de otras personas como Linda y Gwen?
No estaba del todo segura, pero tenía la sensación de que para Madison y Jodie su aspecto habría sido más que suficiente, y el resto apenas habría despertado su interés. Y, si J. servía como ejemplo, probablemente yo misma habría sido como ellas; solo que yo había llegado allí y había conocido a un chico que me había dado una razón para hacerme pensar de otra manera.
Pero ¿por qué me estaba pasando eso? Solía pensar que era madura para mi edad, aunque la adultez seguía pareciendo un espejismo, y me preguntaba si eso no tendría que ver en parte con el instituto en general. Al mirar atrás, tenía la sensación de haberme pasado todo el tiempo intentando gustar a los demás, en vez de pensar qué personas me gustaban a mí. Bryce no había ido al instituto, ni había tenido que lidiar con esas presiones estúpidas, así que él tal vez nunca había tenido que enfrentarse a eso. Había sido libre para ser él mismo, y eso me hacía pensar en quién me habría convertido yo de no haber estado tan pendiente de intentar ser exactamente igual que mis amigas.
Eran demasiadas cosas en que pensar. Sacudí la cabeza, con la intención de obligarme a apartar esos pensamientos. Bryce había trepado a un contenedor de basura para conseguir un mejor ángulo del bote varado en la carretera. Daisy, que le seguía a todas partes, miraba hacia arriba hasta que por fin recordó que yo también estaba allí. Avanzó trotando hacia mí, moviendo la cola, y luego se acurrucó entre mis piernas. Sus ojos marrones eran tan amables que no pude evitar inclinarme hacia ella. Cogí su cabeza y la besé en el hocico. En ese instante oí el débil clic del obturador. Al alzar la vista, vi la expresión avergonzada del rostro de Bryce, todavía de pie encima del contenedor, al colgarse la cámara al hombro.
—Lo siento —exclamó. Bajó de un salto, aterrizó como un gimnasta, y avanzó hacia mí—. Sé que debía haberte preguntado, pero no pude resistirme.
Aunque nunca me había gustado que me hicieran fotos, me encogí de hombros.
—No pasa nada. Yo te hice una ayer.
—Lo sé. Te vi.
—¿En serio?
Elevó los hombros sin responder.
—¿Y ahora qué? ¿Quieres ver o hacer algo más?
Al oír aquellas preguntas, mis pensamientos empezaron a agolparse.
—¿Por qué no vamos a casa de mi tía un rato?
La tía Linda había ido a la tienda, por lo que Bryce y yo estábamos a solas. Nos sentamos en el sofá, yo en un extremo con los pies en el asiento y Bryce en el lado opuesto. Estaba revisando algunas de las fotos que había tomado el día antes y me elogió incluso cuando claramente me había equivocado en algo. Justo antes de ver su foto, de pronto sentí una sensación apenas perceptible en mi estómago, como una mariposa moviendo las alas. De forma automática me llevé las manos a la barriga, pero aparte de eso me quedé completamente callada. Creo que me preguntó algo, pero estaba tan concentrada que ni me enteré.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Perdida en mis sensaciones, no respondí; en lugar de eso, cerré los ojos. Obviamente volví a sentir el aleteo de nuevo, como las ondas que se producen en un estanque. Aunque no tenía experiencia, supe exactamente de qué se trataba.
—He notado cómo se movía el bebé.
Esperé un poco, pero no noté nada más, y busqué una posición más cómoda. Por el libro que mi madre me había dado sabía que en un futuro no muy lejano esos aleteos se convertirían en patadas, y mi barriga se movería como en esa escena asquerosa y escalofriante de Alien. Bryce se quedó quieto pero estaba un poco más pálido, lo que me resultó un tanto gracioso, ya que normalmente se mantenía imperturbable.
—Parece que hayas visto un fantasma —dije bromeando.
El sonido de mi voz hizo que se recuperara rápidamente.
—Lo siento —respondió—. Sé que estás embarazada, pero nunca pienso en ello. No has engordado nada.
Agradecí su mentira con una sonrisa. Había engordado seis kilos.
—Creo que tu madre sabe que estoy embarazada.
—Yo no le he dicho nada…
—No hacía falta. Es algo que simplemente saben las madres.
Curiosamente, me di cuenta de que era la primera vez que mi embarazo salía a colación desde que decoramos el árbol de Navidad. Intuía que tenía curiosidad, pero no sabía cómo expresarla.
—No pasa nada si me preguntas sobre ello. No me importa.
Puso las fotos sobre la mesita auxiliar, con expresión pensativa.
—Sé que acabas de notar cómo se mueve el bebé, pero ¿cómo es estar embarazada? ¿Te sientes distinta?
—Tuve náuseas matinales durante mucho tiempo, de modo que evidentemente me sentía distinta, pero ahora básicamente son detalles. Soy más sensible a los olores, y a veces tengo ganas de hacer la siesta. Y por supuesto tengo que orinar con mucha frecuencia, pero eso ya lo sabes. Aparte de eso, no noto mucho más. Estoy segura de que la cosa cambiará cuando empiece a ponerme gorda.
—¿Cuándo está previsto que llegue el bebé?
—El 9 de mayo.
—¿Con tanta exactitud?
—Según el médico, el embarazo dura doscientos ochenta días.
—No lo sabía.
—¿Por qué habías de saberlo?
Se rio por lo bajo antes de volver a ponerse serio.
—¿Da miedo la idea de dar al bebé en adopción?
Reflexioné mi respuesta.
—Sí y no. Me refiero a que espero que el bebé vaya a una pareja maravillosa, pero nunca se puede saber en realidad. Eso me asusta cuando pienso en ello. Al mismo tiempo sé que todavía no estoy preparada para ser madre. Todavía estoy en el instituto, de modo que no podría mantenerla. Ni siquiera sé conducir.
—¿No tienes carné de conducir?
—Se supone que debía empezar la autoescuela en noviembre, pero al venir aquí eso quedó descartado.
—Puedo enseñarte a conducir. Si mis padres dicen que les parece bien, claro está. Y tu tía, por supuesto.
—¿De veras?
—¿Por qué no? Apenas hay coches en la carretera en la otra punta de la isla. Allí es donde me enseñó mi padre.
—Gracias.
—¿Puedo preguntarte algo más sobre el bebé?
—Claro.
—¿Puedes ponerle tú el nombre?
—No creo. Cuando fui al ginecólogo lo único que me preguntó es si quería coger a la niña justo después de nacer.
—¿Qué respondiste?
—No respondí, pero no creo que lo haga. Me temo que si lo hiciera se me haría más duro tener que darla.
—¿Has pensado alguna vez en posibles nombres? ¿Si pudieras ponérselo tú?
—Siempre me gustó Chloe. O Sofía.
—Son muy bonitos. Quizá deberían dejarte que tú le dieras un nombre.
Me gustó que dijera eso.
—Tengo que admitir que no estoy emocionada con la idea del parto. Cuando se trata del primer bebé a veces puede durar más de un día. Y no tengo la menor idea de cómo un bebé bien desarrollado puede…
No acabé la frase, pero no hacía falta. Me di cuenta de que me entendía al ver que hacía una mueca de dolor.
—Por si te hace sentir mejor, mi madre nunca nos ha contado que el parto fuera muy duro. Sin embargo, sí que nos recuerda que ninguno de los tres dormíamos demasiado, y que seguimos siendo responsables de compensar sus años privados de sueño.
—Eso debe ser duro. Me gusta dormir.
Entrelazó las manos y pude ver cómo se le tensaban los músculos del antebrazo.
—Si te vas en mayo, ¿retomarás enseguida el instituto?
—No lo sé. Supongo que depende de si estoy al día o incluso adelantada. Puede que no necesite ir excepto para los exámenes finales, y tal vez pueda hacerlos en casa. Estoy segura de que mis padres tendrán también su propia opinión al respecto. —Me pasé la mano por la cabeza—. Se supone que vienen a verme a finales de mes.
—Estoy seguro de que te va a encantar que vengan.
—Sí —admití, pero lo cierto es que tenía sentimientos encontrados en relación con su visita. A diferencia de mi tía, no eran la gente más relajada con la que estar.
—¿Tienes antojos raros?
—Me encanta la ternera Strogonoff de mi tía, sobre todo porque es la mejor que he probado. Y ahora mismo me apetece un sándwich de queso, pero no sé si eso cuenta como antojo. Siempre me han gustado.
—¿Quieres que te prepare uno?
—Es muy amable de tu parte, pero no hace falta. Mi tía hará la cena pronto.
Miró a su alrededor, como tratando de encontrar algo más que preguntar.
—¿Qué tal los estudios?
—Oh, no estropees la conversación. No quiero pensar en eso ahora mismo.
—Tengo que admitir que es un alivio haber acabado.
—¿Cuándo te vas a West Point?
—En julio.
—¿Tienes ganas?
—Será distinto. No es como aprender en casa. Está todo muy estructurado, y espero poder ser capaz de gestionarlo. Solo quiero que mis padres se sientan orgullosos de mí.
Estuve a punto de echarme a reír ante lo absurdo de sus palabras. ¿Qué padre no estaría orgulloso de él? Tardé un momento en darme cuenta de que lo decía en serio.
—Ya están orgullosos de ti.
Alargó la mano para coger la cámara, la alzó y luego volvió a dejarla en la misma posición.
—Ya sé que me comentaste que tu hermana Morgan es perfecta, pero tampoco es fácil tener a Richard y a Robert como hermanos. —Bajó tanto la voz que tuve que esforzarme para oírle mientras seguía hablando—. ¿Sabes que hicieron la prueba SAT de admisión a la universidad en septiembre? Solo tienen doce años, recuerda, y ambos obtuvieron los mejores resultados: 1.570 y 1.580, respectivamente; mucho más altos que los míos. Y quién sabe si Richard siquiera tendrá que ir a la universidad. Podría iniciar directamente su carrera como programador. Seguro que has oído hablar de Internet, ¿verdad? Va a cambiar el mundo, créeme, y Richard ya se está labrando un nombre en ese campo. Gana más que mi abuelo trabajando a tiempo parcial como free lance. Probablemente cuando tenga mi edad será millonario. Y Robert será igual. Creo que está un poco celoso por el dinero, de modo que durante los últimos meses ha estado trabajando con Richard en programación, además de construir su avión. Y por supuesto, le parece ridículamente fácil. ¿Cómo puedo competir con unos hermanos así?
Cuando acabó de hablar, no pude decir nada. Su inseguridad no tenía para mí ningún sentido…, solo que para su familia sí que lo tenía.
—No lo sabía.
—No me malinterpretes. Estoy orgulloso de lo listos que son, y aun así eso me hace sentir que yo también tengo que hacer algo extraordinario. Y West Point será todo un desafío, aunque no me haga ilusiones de poder imitar a mi padre.
—¿Qué hizo tu padre?
—Todos los graduados de West Point reciben una clasificación final en base a sus resultados académicos, méritos y deméritos, influidos por el carácter, liderazgo, honor y cosas similares. Mi padre obtuvo la cuarta puntuación más alta en la historia de West Point, justo por detrás de Douglas MacArthur.
Nunca había oído hablar de Douglas MacArthur, pero, por la forma en que pronunció su nombre, supuse que había sido alguien bastante importante.
—Y, además, por supuesto, está mi madre y el MIT a sus dieciséis años…
Cuanto más pensaba en ello, más justificada empezó a parecerme su inseguridad, aunque el nivel de su familia fuera galáctico.
—Estoy convencida de que serás general para cuando te gradúes.
—Imposible. —Se rio—. Pero gracias por el voto de confianza.
Del exterior llegó el ruido del coche de mi tía en la entrada llena de baches y el fuerte chirrido que producía el motor al bajar revoluciones.
Bryce también debió oírlo.
—Es la correa de transmisión lo que hace ese ruido. Seguramente hay que tensarla. Puedo arreglársela.
Oí a mi tía subiendo los escalones antes de abrir la puerta. Nos dirigió una mirada, y aunque no dijo nada, estoy casi segura de que se alegraba de que estuviéramos sentados en los extremos opuestos del sofá.
—Hola —saludó.
—¿Cómo está todo? —pregunté.
Se quitó la chaqueta.
—No hay goteras y el generador funciona bien.
—Ah, qué bien. Bryce dice que puede arreglar tu coche.
—¿Qué le pasa a mi coche?
—Hay que tensar la correa de transmisión.
Parecía confusa por el hecho de que hubiera sido yo quien se lo dijera y no Bryce. Le miré de refilón y me di cuenta de que todavía estaba calibrando lo que me acababa de confesar.
—¿Puede quedarse Bryce a cenar?
—Claro que sí. Pero no va a comer nada especial.
—¿Sándwiches de queso?
—¿Queréis eso? ¿Tal vez acompañados de una sopa?
—Eso suena perfecto.
—También me facilita la cena. ¿En una hora?
Sentí que mi antojo se intensificaba y parecía a punto de explotar como palomitas de maíz en el microondas.
—No puedo esperar.
Después de cenar acompañé a Bryce a la puerta. En el porche, se volvió hacia mí.
—¿Nos vemos mañana? —pregunté.
—Vendré a las nueve. Gracias por la cena.
—Dale las gracias a mi tía, no a mí. Yo solo friego los platos.
—Ya lo he hecho. —Se metió las manos en los bolsillos antes de seguir hablando—. Me lo he pasado bien hoy —prosiguió—. Me refiero a que me ha gustado conocerte un poco mejor.
—A mí también me ha gustado el día. Incluso aunque me hayas mentido.
—¿Cuándo he mentido?
—Cuando dijiste que no parecía que estuviera embarazada.
—Es que no lo parece. Para nada.
—Ya, bueno —sonreí irónicamente—, espera a verme dentro de un mes.
La siguiente semana y media quedó desdibujada con los preparativos para los exámenes finales, adelantar las tareas del siguiente semestre y la fotografía. Gwen me hizo un examen rápido y dijo que tanto el bebé como yo estábamos bien. También empecé a pagar los carretes y el papel fotográfico que estaba usando; la madre de Bryce hizo un pedido al por mayor para que fuera menos caro. Bryce vaciló a la hora de aceptar mi dinero, pero a mí me parecía lo correcto, puesto que estaba usando tantos materiales. Lo mejor era que con cada carrete tenía la sensación de ser cada vez un poco mejor.
Bryce, por su parte, casi siempre revelaba las fotos por la noche, cuando yo hacía mis deberes adicionales. A la mañana siguiente repasábamos los contactos y decidíamos juntos qué imágenes valía la pena imprimir. También me ayudaba a preparar fichas cuando creía necesitarlas, me hacía pruebas sobre los temas que necesitaba aprender de cada asignatura y para cuando se acercaban los exámenes finales prácticamente me había preparado para todo. No puedo decir que los bordara, pero teniendo en cuenta la tónica general de mis notas, casi me disloqué el hombro dándome palmaditas en la espalda a mí misma. Aparte de eso, y de observar a Bryce tensar la correa de transmisión del coche de mi tía, lo único importante que nos faltaba por hacer era aprender a hacer los bollos.
Fuimos un sábado, antes de que mis padres llegaran. Mi tía nos hizo poner un delantal y fue explicándolo paso a paso.
En cuanto al secreto, realmente se reducía a lo siguiente: era importante usar harina con levadura White Lily, ninguna otra marca, y tamizarla antes de pesarla, porque eso hacía los bollos más esponjosos. Luego había que añadir suero de mantequilla Crisco y un poco de azúcar glas (supersecreto), algo que algunas personas del sur podrían considerar como una blasfemia. Una vez hecho eso, solo había que tener cuidado de no trabajar la masa en exceso al mezclar. Ah, y en ningún caso torcer el cortador de bollos, sino apretar con fuerza hacia abajo cuando la masa ya estaba enrollada. Luego, cuando los bollos estaban recién hechos y todavía calientes, se pintaban ambas caras con mantequilla derretida.
Naturalmente, Bryce preguntó millones de cosas y se tomó la lección mucho más en serio que yo. Al probar el primer bocado, prácticamente gimió como un niño pequeño. Cuando mi tía dijo que podía compartir la receta con su madre, la miró casi indignado.
—Ni en sueños. Este era mi regalo.
Esa misma tarde, Bryce por fin me enseñó la foto que nos había hecho a Daisy y a mí cuando fuimos a ver cómo estaba el pueblo después de la tormenta.
—Hice una copia para ti —dijo mientras me la daba. Estábamos en su furgoneta, aparcados cerca del faro. Acababa de hacer unas cuantas fotos de la puesta de sol y el cielo ya empezaba a oscurecer—. La verdad es que mi madre me ayudó a hacer la copia.
Me di cuenta de por qué quería una para él. Era realmente una foto entrañable, aunque yo también saliera. Había recortado la imagen para que únicamente se viera nuestro perfil y había capturado el instante en el que mis labios rozaron la nariz de Daisy; tenía los ojos cerrados, pero los de Daisy rebosaban adoración. Lo mejor de todo era que no se me veía el cuerpo, lo cual hacía más fácil imaginar que todo mi asunto «¡ups!» nunca había tenido lugar.
—Gracias —dije, sin dejar de mirar la imagen fijamente—. Me gustaría saber hacer fotos tan bien como tú. O tu madre.
—Eres mucho mejor que yo cuando empecé. Y algunas de tus fotos son fantásticas.
«Quizá —pensé—. O quizá no.»
—Quería preguntarte si crees que no pasa nada por estar en el cuarto oscuro, al estar embarazada, me refiero.
—Le pregunté a mi madre. No te preocupes, no hablé de ti. Me dijo que ella trabajaba en el cuarto oscuro cuando estaba embarazada. Dice que, si se usan guantes de goma y no se está ahí dentro cada día, no hay peligro.
—Me alegro —dije—. Me encanta ver cómo empiezan a materializarse las imágenes en el papel. No hay nada y al segundo siguiente…, poco a poco, la foto cobra vida.
—Yo siento lo mismo. Para mí forma parte esencial de la experiencia —añadió—. Pero me pregunto qué pasará cuando la fotografía digital se ponga de moda. Supongo que se dejarán de revelar fotos.
—¿Qué es la fotografía digital?
—En lugar de usar un carrete, las imágenes se guardan en un disco en la cámara que puedes introducir en un ordenador sin necesidad de escáner. Puede que incluso aparezcan cámaras en las que se pueden ver las fotos al momento en una pequeña pantalla en la parte de atrás.
—¿Es eso real?
—Lo será, estoy seguro —afirmó—. Las cámaras son carísimas ahora, pero el precio irá bajando con el tiempo, como con los ordenadores. Creo que la gente preferirá usar esa clase de cámaras en lugar de las tradicionales. Incluido yo.
—Eso es un poco triste. Se pierde un poco la magia.
—Es el futuro. Y nada es para siempre.
No pude evitar pensar que tal vez se refería a nosotros dos.
A medida que la visita de mis padres se hacía inminente, fui poniéndome nerviosa, un nivel bajo de ansiedad que bullía bajo la superficie. Volarían a New Bern el miércoles y cogerían el ferri de la mañana a Ocracoke el jueves. No se quedarían mucho tiempo, solo hasta el domingo por la tarde, y el plan era que todos fuéramos a la iglesia y nos despidiéramos en el aparcamiento justo después del servicio.
El jueves por la mañana me levanté antes de lo normal para ducharme y prepararme, pero incluso cuando llegó Bryce seguía sin poder concentrarme en los estudios. No es que tuviera gran cosa que hacer; ya había hecho los finales y estaba avanzando en el trabajo del segundo semestre a un ritmo que habría hecho sentirse orgullosa hasta a Morgan. Bryce se dio cuenta de que estaba inquieta y estoy segura de que Daisy también. Por lo menos venía a mi lado un par de veces cada hora, y acariciaba mi mano antes de gemir, con un sonido procedente de lo más profundo de su garganta. A pesar de sus esfuerzos por tranquilizarme, cuando Linda vino a buscarme para llevarme al ferri y así poder recibir a mis padres, al levantarme de la silla me temblaban las piernas.
—Todo va a ir bien —me dijo Bryce, mientras apilaba mi trabajo en pequeños montones sobre la mesa de la cocina.
—Eso espero —contesté. Estaba tan perturbada que apenas me daba cuenta de lo guapo que era o hasta qué punto había llegado a depender de él en los últimos tiempos.
—¿Estás segura de que quieres que venga mañana?
—Mis padres dijeron que querían conocerte.
No mencioné que la idea de quedarme sola en la casa con mis padres mientras mi tía estaba en la tienda me aterraba.
Entonces Linda asomó la cabeza por la puerta.
—¿Estás lista? El ferri llegará en diez minutos.
—Ya casi estoy —respondí—. Estábamos recogiendo.
Dejé el material escolar de cualquier manera en mi cuarto seguida por Bryce que bajó tras de mí las escaleras. Me hizo un guiño mientras subía a la furgoneta y eso me dio el coraje que necesitaba para entrar en el coche de mi tía, a pesar de los nervios.
Hacía frío y el cielo era gris mientras conducíamos hacia el muelle. El coche de alquiler de mis padres fue el segundo vehículo que salió del ferri. Al vernos, mi padre detuvo el coche y nosotras fuimos andando hacia ellos.
Abrazos y besos, un par de frases tipo «me alegro de verte», ningún comentario sobre mi figura, probablemente porque querían fingir que no estaba embarazada, y después volví al coche con mi tía. De vez en cuando miraba por el retrovisor el coche con el que mis padres nos seguían, y después de aparcar a nuestro lado salieron del vehículo y dirigieron la vista hacia la casa. Bajo el cielo plomizo me pareció más desvencijada de lo normal.
—Así que esta es la casa —dijo mi madre acurrucándose en su abrigo para protegerse del aire gélido—. Ahora entiendo por qué teníamos que reservar una habitación en el hotel. Parece un poco pequeña.
—Es acogedora y tiene unas vistas formidables del mar —comenté.
—El ferri tardó una barbaridad. ¿Siempre es tan lento?
—Creo que sí. Pero después de unas cuantas veces te acostumbras.
—Mmm —se limitó a musitar. Mi padre permaneció en silencio todo ese rato, y mi madre no dijo nada más.
—¿Qué os parece si almorzamos? —intervino mi tía con una alegría forzada—. He preparado ensalada de pollo y pensé que podríamos comer unos sándwiches.
—Soy alérgica a la mayonesa —respondió mi madre.
Linda se repuso enseguida.
—Creo que me quedan restos de pastel de carne y con eso también podría prepararte un sándwich.
Mi madre asintió con la cabeza; mi padre seguía callado. Los cuatro subimos los escalones de la entrada y con cada paso que daba sentía con mayor intensidad un nudo en la boca del estómago.
De algún modo sobrevivimos al almuerzo, pero la conversación siguió siendo forzada. Cuando se hacía un silencio incómodo, mi tía empezaba a hablar de la tienda, parloteando como si su visita no fuera algo extraordinario. Después de comer subimos todos en el coche de mi tía para hacer un rápido recorrido por el pueblo. Básicamente repitió las mismas cosas que me había dicho a mí al enseñarme la localidad, y estoy casi segura de que mis padres estaban tan poco impresionados como yo. En el asiento trasero mi madre parecía conmocionada.
La tienda, sin embargo, aparentemente les gustó. Gwen estaba allí, y aunque ya habíamos comido, insistió en darnos unos bollos de postre, que esencialmente eran una variación con arándanos y cobertura de azúcar glas. Gwen inmediatamente se percató del ambiente incómodo que se respiraba en mi familia y mantuvo el tono ligero de la conversación. En la zona dedicada a los libros les mostró algunos de sus favoritos, por si mis padres estaban interesados. No fue así, ellos no eran grandes lectores, pero hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza, y yo me sentí como si fuéramos actores de una obra donde todos los personajes preferirían estar en otro lugar.
De vuelta a casa, Linda y mi padre empezaron a hablar sobre su familia, las demás hermanas y mis primos, y después de un rato mi madre emitió un carraspeo para aclararse la garganta.
—¿Y si damos un paseo por la playa? —sugirió.
Lo dijo de una manera que daba a entender que no tenía elección, así que las dos condujimos hasta la playa y aparcamos el coche de alquiler cerca de la duna.
—Pensé que la playa estaría más cerca —comentó.
—El pueblo está en la parte del estrecho.
—¿Cómo llegas hasta aquí?
—Voy en bici.
—¿Tienes una bicicleta?
—Linda la compró en un mercadillo un poco antes de mi llegada.
—Ah —exclamó. Ella sabía que, en casa, mi bicicleta estaba en el garaje, con las ruedas agrietadas y casi sin aire por la falta de uso, el sillín cubierto de polvo—. Por lo menos sales un poco. Estás demasiado pálida.
Me encogí de hombros sin responder. Salimos del coche y me subí la cremallera de la chaqueta hasta arriba para luego meter las manos en los bolsillos. Avanzamos hacia la orilla del mar bordeando las dunas, nuestros pies se hundían a cada paso y resbalábamos por la arena. Cuando empezamos a caminar por la playa propiamente dicha mi madre volvió a hablar.
—Morgan me ha dicho que le habría gustado venir. Pero es la encargada de la obra de teatro del instituto y tenían que ensayar. También está intentando conseguir una beca de Rotary, aunque ya ha obtenido las suficientes como para cubrir la mayor parte de sus gastos universitarios.
—Estoy segura de que la conseguirá —murmuré. Lo cual era cierto, y aunque noté la familiar punzada de inseguridad, me di cuenta de que no me hacía sentir tan mal conmigo misma como en el pasado.
Dimos unos cuantos pasos más antes de volver a oír la voz de mi madre.
—Me ha dicho que hace un par de semanas que no habéis hablado.
Me pregunté si mi tía les había comentado que se llevaba el cable del teléfono a la tienda.
—He estado muy ocupada con los estudios. La llamaré la semana que viene.
—¿Por qué te quedaste tan rezagada? Tu tía estaba verdaderamente preocupada por ti, y también tus profesores.
Noté que los hombros se me encorvaban un poco hacia delante.
—Supongo que tardé un poco en adaptarme a estar aquí.
—No te estás perdiendo nada interesante en Seattle.
No estaba segura de qué responder a eso.
—¿Sabes algo de Madison o Jodie? —pregunté.
—No han llamado a casa, si eso es lo que quieres saber.
—¿Sabes qué es de su vida?
—No tengo la menor idea. Supongo que podría preguntarle a Morgan cuando llegue a casa.
—No hace falta —dije, a sabiendas de que mi madre no lo haría. A sus ojos, cuanta menos gente preguntara por mí, mejor para ella.
—Si quieres escribirles cartas —prosiguió—, supongo que puedo hacérselas llegar. Claro está que no puedes ser demasiado específica ni dar a entender lo que realmente está pasando.
—Tal vez lo haga —dije. No quería mentirles, y como no podía contarles la verdad, no tenía nada que decir.
Se ajustó la chaqueta para taparse el cuello.
—¿Qué te parece el doctor que buscó Linda? Sé que Gwen probablemente podría traer al mundo al bebé, pero le dije a Linda que me sentiría mejor si fueras al hospital.
En cuanto preguntó, visualicé de inmediato las manos gigantes del doctor Chinowith.
—Es mayor, pero parece amable y Gwen ha trabajado mucho con él. Será una niña, por cierto.
—¿No es una ginecóloga?
—No, ¿eso es un problema?
Parecía no querer responder y simplemente movió la cabeza de un lado a otro.
—De todos modos, estarás en casa y de vuelta a la normalidad en solo unos meses.
Desconcertada, pregunté:
—¿Cómo está papá?
—Ha tenido que hacer horas extra porque hay un pedido importante relativo al nuevo avión. Pero aparte de eso, sigue igual.
Pensé en los padres de Bryce y en la ternura con que se trataban, y que no tenían nada que ver con los míos.
—¿Sigues yendo a cenar fuera dos veces al mes?
—Últimamente no. Hubo un reventón en una tubería, y entre repararlo, la Navidad y venir aquí a verte, nos hemos tenido que apretar el cinturón.
Aunque siendo consciente de que probablemente no tenía mala intención, eso me hizo sentir mal. De hecho, todo el paseo me estaba haciendo sentir más deprimida de lo que estaba con anterioridad a su visita. Pero el último comentario también me hizo pensar…
—Supongo que las clases también son caras.
—Eso ya está cubierto.
—¿Por tía Linda?
—No —se limitó a responder. Parecía estar considerando cómo explicármelo y finalmente profirió un suspiro—. Algunos de los gastos los cubren los futuros padres del bebé, a través de la agencia. Tus estudios, la parte de las facturas médicas no incluida en nuestro seguro, los vuelos. Incluso un poco de dinero de bolsillo para ti.
Lo cual explicaba el sobre con dinero en efectivo que me había dado en el aeropuerto.
—¿Los has conocido? ¿Son buena gente?
—No los conozco. Pero estoy segura de que serán unos padres cariñosos.
—¿Cómo puedes saberlo si no los conoces?
—Tu tía y su amiga Gwen han trabajado con esta misma agencia antes y conocen a la mujer encargada, que entrevista personalmente a los candidatos. Tiene mucha experiencia, y estoy convencida de que investiga a fondo a los padres potenciales. Eso es todo lo que sé realmente, y tú tampoco deberías querer saber mucho más. Cuanto menos te preocupes, más fácil será para ti al final.
Supuse que tenía razón. Aunque el bebé se movía ahora con frecuencia, mi embarazo seguía sin parecerme del todo real. Mi madre sabía que era mejor no abundar en el tema, y entonces añadió:
—Desde que te fuiste la casa está muy tranquila.
—Este también es un lugar tranquilo.
—Lo parece. Supongo que me lo imaginaba más grande. Se encuentra en un sitio tan remoto. Me refiero a que… ¿Qué hace la gente en este lugar?
—Se dedican a la pesca y al turismo. En temporada baja arreglan los botes y el equipo de pesca, y se preparan para el invierno —respondí—. O tienen un pequeño negocio, o trabajan en uno de ellos, como el de la tía Linda, que contribuye al funcionamiento de la comunidad. La vida aquí no es fácil. La gente tiene que trabajar mucho para sobrevivir.
—No creo que pudiera vivir aquí.
«Pero para mí ya estaba bien, ¿no? Y sin embargo…»
—No está tan mal.
—¿Por Bryce?
—Es mi profesor.
—¿Y te enseña fotografía también?
—Su madre le enseñó a él. Ha sido muy divertido y creo que podría seguir cuando vuelva a casa.
—¿Has ido a su casa alguna vez?
Yo seguía preguntándome por qué no parecía interesada en mi nueva pasión.
—A veces.
—¿Están sus padres en casa cuando vas de visita?
Al decir eso, de pronto comprendí adónde quería llegar.
—Su madre siempre está. Y sus hermanos suelen estar también en casa.
—Ah —profirió, y con tan solo decir eso, noté que se sentía aliviada.
—¿Te gustaría ver alguna de las fotos que he hecho?
Dio unos cuantos pasos sin decir nada.
—Es fantástico que hayas encontrado un hobby, pero ¿no crees que sería mejor que te concentraras en los estudios? ¿Que empleases tu tiempo libre en estudiar por tu cuenta?
—Ya estudio por mi cuenta —contesté, y percibí el tono defensivo en mi propia voz—. Has visto mis notas, y este semestre, además, ya voy adelantada. —De reojo podía ver las olas lamiendo la orilla, como si intentaran borrar nuestras huellas.
—Solo me pregunto si no estarás pasando demasiado tiempo con Bryce, en lugar de trabajar en ti misma.
—¿Qué quieres decir con trabajar en mí misma? Voy bien en los estudios, he encontrado un hobby que me encanta, incluso he hecho amigos…
—¿Amigos? ¿O es algo más?
—Por si no te has dado cuenta, no hay demasiada gente de mi edad por aquí.
—Solo me preocupo por ti, Margaret.
—Maggie —le recordé, consciente de que mi madre solo me llamaba Margaret cuando estaba disgustada—. Y no tienes por qué preocuparte por mí.
—¿Se te ha olvidado por qué estás aquí?
Su comentario me dolió, al recordarme que independientemente de lo que hiciera en el futuro siempre sería la hija que la decepcionó.
—Sé por qué estoy aquí.
Mi madre asintió, sin hablar, y bajó la vista.
—Casi no se te nota.
Mis manos se dirigieron automáticamente a la barriga.
—El suéter que me has comprado lo disimula mucho.
—¿Llevas pantalones premamá?
—Tuve que comprarlos el mes pasado.
Sonrió, pero eso no sirvió para disimular su tristeza.
—Te echamos de menos, lo sabes, ¿no?
—Yo también os echo de menos.
Y en ese momento era cierto, aunque a veces me lo pusiera muy difícil.
Las interacciones con mi padre eran igual de poco agradables. Se pasó casi toda la tarde del jueves con mi tía, o sentados en la mesa de la cocina o de pie en la parte de atrás, cerca de la orilla del agua. Ni siquiera a la hora de cenar me dirigió poco más que un «¿Puedes pasarme el maíz?». Cansados del viaje, o tal vez simplemente estresados mentalmente, mis padres se fueron al hotel poco después de la cena.
A la mañana siguiente volvieron a la casa y nos encontraron, a Bryce y a mí, trabajando en la mesa. Tras una breve presentación (Bryce hizo gala de su yo habitual y encantador, mientras mis padres le examinaban con expresión reservada), se sentaron en la sala de estar, hablando en voz baja mientras nosotros trabajábamos. Aunque tenía adelantadas mis tareas, su presencia allí mientras estudiaba me ponía nerviosa. Decir que la sensación en conjunto era rara sería un eufemismo.
Bryce se percató de la tensión, por lo que ambos acordamos que acabaríamos más pronto de lo normal, a la hora del almuerzo. Aparte de la tienda de mi tía, solo había un par de locales para ir a comer, y mis padres y yo acabamos en el restaurante Pony Island. Nunca había estado allí, y aunque solo servía desayunos, a ellos no pareció importarles. Pedí torrijas, y mi madre me imitó, pero mi padre prefirió unos huevos con beicon. Después estuvieron husmeando por la tienda de mi tía mientras yo volvía a casa a echarme una siesta. Cuando me desperté mi madre estaba hablando con la tía Linda, que ya había vuelto a casa. Mi padre estaba tomando café en el porche y decidí acompañarle, sentándome en la otra mecedora. Mi primer pensamiento fue que parecía más bajo de ánimo que nunca.
—¿Cómo estás, papá? —pregunté, fingiendo que no lo había notado.
—Estoy bien. ¿Y tú?
—Estoy un poco cansada, pero es normal. Por lo menos según el libro.
Me miró de soslayo la barriga y luego alzó la vista. Me acomodé en la mecedora.
—¿Cómo va el trabajo? Mamá dice que haces muchas horas extra últimamente.
—Hay muchos pedidos del nuevo 777-300 —comentó, como si todo el mundo supiera tanto como él de las aeronaves Boeing.
—Eso es bueno, ¿no?
—Es un trabajo —gruñó. Dio un sorbo al café. Volví a cambiar de posición, preguntándome si mi vejiga empezaría a quejarse, dándome una excusa para volver a entrar en la casa. No fue así.
—He aprendido fotografía y me encanta —aventuré.
—Ah —dijo simplemente—. Eso está bien.
—¿Te gustaría ver algunas de mis fotografías?
Tardó un poco en contestar.
—No sabría qué estoy viendo. —En el silencio que siguió a esa respuesta, pude apreciar el vapor que se elevaba desde el café antes de desvanecerse rápidamente, un espejismo temporal. Luego, como si supiera que le tocaba a él continuar con la conversación, suspiró—: Linda dice que has sido de gran ayuda en la casa.
—Lo intento —contesté—. Ella me dice qué debo hacer y a mí me parece bien. Me gusta tu hermana.
—Es una buena mujer. —Parecía estar esforzándose por no mirar en mi dirección—. Todavía no entiendo por qué se vino a vivir aquí.
—¿Se lo has preguntado?
—Me dijo que cuando ella y Gwen dejaron la orden decidieron llevar una vida tranquila. Yo creía que los conventos eran lugares tranquilos.
—¿Estabais unidos cuando erais niños?
—Tiene once años más que yo, de modo que nos cuidaba, a mí y a nuestras hermanas, después del colegio. Pero se fue con diecinueve años y no volví a verla en mucho tiempo. Pero me escribía cartas. Siempre me encantaron sus cartas. Y después de que tu madre y yo nos casáramos, vino a visitarnos un par de veces.
Era la parrafada más larga que mi padre había pronunciado nunca y me sobresalté un poco.
—Solo recuerdo una de sus visitas, cuando era pequeña.
—Viajar no era fácil para ella. Y cuando se trasladó a Ocracoke, simplemente ya no podía.
Le miré fijamente.
—¿En serio estás bien, papá?
Tardó mucho en responder.
—Solo estoy triste, eso es todo. Triste por ti, por nuestra familia.
Sabía que estaba siendo honesto, pero sus palabras, al igual que las que me había dirigido mi madre, me dolieron.
—Lo siento, estoy esforzándome por hacer las cosas bien.
—Lo sé.
Tragué saliva.
—¿Todavía me quieres?
Por primera vez me miró a la cara y la expresión de sorpresa se me hizo evidente.
—Siempre te querré. Siempre serás mi niñita.
Atisbé por encima del hombro y pude ver a mi madre y a mi tía sentadas a la mesa.
—Creo que mamá está preocupada por mí.
Volvió a desviar la mirada.
—Ninguno de los dos queríamos esto para ti.
Tras decir eso nos quedamos callados hasta que mi padre se puso en pie y fue al interior a por otra taza de café, dejándome sola con mis pensamientos.
Esa misma noche, después de que mis padres se hubieran ido al hotel, mi tía y yo nos quedamos sentadas en la sala de estar. La cena había sido incómoda, con comentarios sobre el tiempo salpicados de largos silencios. La tía Linda estaba dando sorbitos a su té en la mecedora y yo estaba estirada en el sofá, con los pies bajo un cojín.
—Es como si ni siquiera se alegraran de verme.
—Sí que se alegran —replicó—. Es solo que les resulta más difícil volver a verte de lo que creían.
—¿Por qué?
—Porque no eres la misma chica que se fue de su casa en noviembre.
—Pues claro que soy la misma —dije, pero en cuanto las palabras salieron de mi boca, me di cuenta de que no se ajustaban a la realidad—. No querían ver mis fotografías —añadí.
Mi tía dejó el té a un lado.
—¿Te he contado que cuando trabajaba con jóvenes como tú teníamos una sala de pintura? Con acuarelas. Había un gran ventanal con vistas al jardín y casi todas las chicas alguna vez probaban a pintar algo. Algunas de ellas se aficionaron y, cuando sus padres venían de visita, muchas querían enseñarles su obra. Casi siempre los padres rechazaban la propuesta.
—¿Por qué?
—Porque tenían miedo de ver el reflejo de una artista, en lugar del suyo propio.
No dio más explicaciones y esa noche, mientras estaba en la cama acurrucada con osita-Maggie, pensé en sus palabras. Imaginé a las chicas embarazadas en una sala amplia y luminosa del convento y las flores silvestres floreciendo en el exterior. Pensé en cómo se sentirían cuando levantaban el pincel para añadir color, maravilladas ante un lienzo en blanco, sintiendo, aunque solo fuera por un momento, que eran como las demás chicas de su edad, aliviadas de la carga de los errores del pasado. Y supe que sentían lo mismo que yo cuando miraba a través de la lente: que buscar y crear belleza podía iluminar hasta la época más oscura.
Entonces comprendí lo que mi tía había intentado decirme, del mismo modo que comprendía que mis padres seguían queriéndome. Sabía que querían lo mejor para mí, ahora y en el futuro. Pero querían ver sus propios sentimientos en las fotos, no los míos. Querían que me viese a mí misma como ellos me veían.
Mis padres, me daba cuenta en ese momento, querían ver la decepción.
Mi epifanía no me levantó el espíritu, aunque me ayudara a comprender en qué punto se encontraban mis padres. Francamente, yo también estaba decepcionada conmigo misma, pero intentaba apartar ese sentimiento en algún rincón remoto de mi cerebro porque no tenía tiempo de martirizarme, algo que ya había hecho. Tampoco quería seguir haciéndolo. Para mis padres, casi todo lo que me pasaba en ese momento tenía su origen en mi error. Y cada vez que veían la silla vacía a la hora de comer, cada vez que pasaban ante mi cuarto, cada vez que recibían copias de las notas que había sacado desde la otra punta del país, se acordaban de que había roto temporalmente la familia, además de hacer añicos la ilusión de que (tal como mi padre había dicho) yo seguía siendo su niña.
Su visita no fue a mejor. El sábado fue bastante similar al día anterior, solo que no vi a Bryce. Volvimos a pasear por el pueblo, lo que les aburrió tanto como era de prever. Me eché una siesta y, aunque ya podía sentir las patadas del bebé cuando me tumbaba, me aseguré de no comentárselo. Leí e hice deberes en mi cuarto con la puerta cerrada. Me puse, además, la sudadera más holgada que tenía y una chaqueta, esforzándome por fingir que mi aspecto era el de siempre.
Mi tía, gracias a Dios, se ocupaba de modular la conversación cuando notaba que la tensión empezaba a subir. Gwen también. Vino a cenar el sábado por la noche y apenas tuve necesidad de hablar gracias a ellas. También evitaron mencionar a Bryce o la fotografía; en lugar de eso, Linda mantuvo el foco en la familia, y me resultó interesante descubrir que mi tía sabía más sobre mis otras tías y primos que mis padres. Les escribía con regularidad, al igual que hacía con mi padre, hecho que desconocía. Supongo que debía escribir sus cartas cuando estaba en la tienda, puesto que nunca la había visto poner la pluma sobre el papel.
Mi padre y mi tía también compartieron historias de su infancia en Seattle, cuando la ciudad todavía tenía mucho terreno sin urbanizar. De vez en cuando, Gwen hablaba sobre su vida en Vermont y me enteré de que su familia estuvo en posesión de seis vacas ganadoras de concursos, que producían una mantequilla cremosa que tenía como destino algunos restaurantes de lujo en Boston.
Apreciaba lo que Linda y Gwen estaban haciendo, y sin embargo, mientras las escuchaba, me sorprendí pensando en Bryce. El sol se estaba poniendo y, de no haber estado mis padres, habríamos salido juntos a jugar con la cámara, intentando capturar la luz perfecta del dorado crepúsculo. En esos momentos, me di cuenta al pensarlo, mi mundo quedaba reducido únicamente a la tarea que tenía entre manos, y al mismo tiempo se expandía exponencialmente.
Lo que más deseaba era que mis padres compartieran mi nuevo interés; quería que estuvieran orgullosos de mí. Quería decirles que había empezado a imaginar una carrera como fotógrafa. Pero entonces la conversación se centró en Morgan. Mis padres hablaron de sus notas y su popularidad, del violín y de las becas que había recibido para la Universidad de Gonzaga. Al ver sus ojos brillar, bajé la vista y me pregunté si alguna vez su mirada resplandecería de ese modo al hablar de mí.
El domingo por fin se fueron. Volaban por la tarde, pero todos cogimos el ferri de la mañana, fuimos a misa y almorzamos antes de despedirnos en el aparcamiento.
Mi madre y mi padre me abrazaron, pero no derramaron ni una lágrima, aunque yo sí noté cómo surgían las mías. Al separarnos me sequé las mejillas y, por primera vez desde que llegaron, sentí algo parecido a la compasión por parte de ambos.
—Estarás en casa antes de que te des cuenta —me aseguró mi madre, y aunque mi padre se limitó a asentir, por lo menos me miró a la cara. Su expresión era triste, como de costumbre, pero, además, detecté cierta impotencia.
—Estaré bien —dije, sin dejar de restregarme los ojos, y aunque lo decía en serio, no creo que ninguno de los dos me creyera.
Bryce apareció en la puerta esa noche. Le había pedido que viniera, y aunque hacía mucho frío, nos sentamos en el porche, en el mismo lugar en el que habíamos estado mi padre y yo hacía un par de días.
Le conté la visita de mis padres con todos los pormenores, sin omitir nada, y Bryce no me interrumpió. Al final empecé a llorar y él acercó su silla a la mía.
—Siento que la visita no haya ido como deseabas —murmuró.
—Gracias.
—¿Hay algo que pueda hacer para que te sientas mejor?
—No.
—Podría dejarte a Daisy para que te acurrucaras con ella esta noche.
—Creía que Daisy no debe subirse a la cama.
—En efecto. ¿Qué te parece si en vez de eso te preparo un chocolate caliente?
—Estaría bien.
Por primera vez desde que le conocía, había posado su mano sobre la mía; la apretó suavemente y su roce fue eléctrico.
—Puede que no signifique nada para ti, pero creo que eres extraordinaria —dijo—. Eres inteligente, tienes un fantástico sentido del humor y, obviamente, ya debes saber lo guapa que eres.
Noté que me sonrojaba y agradecí la oscuridad. Todavía podía sentir su mano sobre la mía, irradiando un calor que me subía hasta el brazo. Parecía no tener prisa por apartarla.
—¿Sabes en qué estaba pensando justo antes de que llegaras? —pregunté.
—No tengo ni idea.
—Estaba pensando que, aunque mis padres solo estuvieron aquí tres días, me ha parecido todo un mes.
Se rio entre dientes antes de volver a mirarme a los ojos. Sentí que me acariciaba el dorso de la mano con el pulgar, como una pluma.
—¿Quieres que venga mañana a darte clase? Porque, si prefieres relajarte un poco, lo comprendo perfectamente.
Sabía que si evitaba a Bryce me sentiría aún peor.
—Quiero seguir con la lectura de los temas y los deberes —dije, sorprendiéndome a mí misma—. Estaré mejor cuando haya dormido un poco.
Me miró con expresión amable.
—Sabes que tus padres te quieren, ¿verdad? Aunque no sean muy buenos demostrándolo.
—Lo sé —respondí, pero curiosamente en ese momento me pregunté si se refería a ellos o a sí mismo.
A medida que nos adentrábamos en el mes de febrero, Bryce y yo volvimos a nuestra rutina habitual. Aunque no era exactamente igual que antes. Para empezar, algo más profundo había echado raíces tras percatarme de que quería besarme y había ido creciendo después de que me cogiera la mano. Aunque no volvió a tocarme, y obviamente tampoco se aventuró a besarme, había una química distinta entre nosotros, una vibración persistente y de baja intensidad que era casi imposible ignorar. Mientras hacía un problema de geometría le sorprendía mirándome de forma extraña, o me pasaba la cámara y la sostenía ante mí un poco más de lo normal hasta que yo la cogía, y tenía la sensación de que estaba intentando mantener sus emociones bajo control.
Mientras tanto, yo también tenía que ordenar mis propios sentimientos, sobre todo justo antes de quedarme dormida. Llegaba ese breve y confuso momento en el que lo consciente se funde con el inconsciente y todo se vuelve vaporoso, cuando de repente le veía subido a la escalera de mano, o recordaba su roce, que había enardecido mis sentidos, y de inmediato me despertaba.
Mi tía también parecía haberse dado cuenta de que mi relación con Bryce había… evolucionado. Seguía cenando con nosotras dos o tres veces a la semana, pero en lugar de irse inmediatamente después, Bryce se sentaba con nosotras un rato en la sala de estar. A pesar de la falta de privacidad, o tal vez debido a ello, empezamos a desarrollar nuestra propia comunicación no verbal secreta. Al alzar una ceja yo sabía que estaba pensando lo mismo que yo, o cuando me pasaba una mano por el pelo con impaciencia, Bryce sabía que quería cambiar de tema. Creo que éramos bastante sutiles, pero mi tía no era fácil de engañar. Cuando por fin se iba a casa, me decía cosas que me hacían reflexionar sobre lo que realmente quería darme a entender. «Voy a echar de menos tenerte por casa cuando te vayas», decía despreocupadamente, o: «¿Qué tal duermes? El embarazo puede tener diversos efectos sobre las hormonas».
Estoy casi segura de que era su forma de recordarme que enamorarme de Bryce no me convenía, aunque no lo dijera de forma directa. El efecto resultante era que me hacía reflexionar sobre sus comentarios tras reconocer la verdad subyacente: mis hormonas estaban como locas y tendría que irme pronto.
Y sin embargo, el corazón es una cosa curiosa, porque aunque sabía que una relación entre los dos no tenía futuro, me quedaba despierta por la noche escuchando el suave oleaje rompiendo en la orilla, consciente de que a una parte importante de mí simplemente le daba igual.
Si tuviera que destacar un solo cambio notable en mis hábitos desde que llegué a Ocracoke, diría que fue mi diligencia a la hora de hacer los deberes. En la segunda semana de febrero había acabado con las tareas asignadas para marzo, y las pruebas y exámenes me habían ido bien. Simultáneamente seguía ganando confianza con la cámara y mi habilidad iba en aumento. Podríamos achacarlo a que nos centrábamos exclusivamente en los deberes y la fotografía, pero el día de San Valentín estuvo simplemente… pasable.
No digo que Bryce se olvidara. Apareció esa mañana con flores y, aunque por un momento me emocioné, enseguida me di cuenta de que traía dos ramos, uno para mí y otro para mi tía, lo cual redujo en parte su efecto. Más tarde supe que también le había llevado flores a su madre. Lo cual me hizo pensar que a lo mejor todo lo que estaba pasando entre nosotros era simplemente una fantasía inducida por las hormonas.
Dos noches más tarde, sin embargo, lo compensó. Era un viernes por la noche, llevábamos juntos doce horas, y mi tía estaba en la sala de estar; nosotros, en el porche. Hacía más calor de lo normal en comparación con otras noches, de modo que dejamos una rendija en la puerta corredera. Supuse que mi tía podría oírnos y, aunque tenía un libro abierto sobre el regazo, sospeché que de vez en cuando nos miraba de reojo. Entretanto, Bryce se revolvía en su asiento y no paraba de mover los pies como el adolescente nervioso que era.
—Sé que tienes que levantarte temprano el domingo por la mañana, pero he pensado que tal vez tengas libre mañana por la noche.
—¿Qué pasa mañana por la noche?
—He construido algo con Robert y mi padre —respondió—. Quiero enseñártelo.
—¿Qué es?
—Una sorpresa —contestó. Luego, como si temiese estar prometiendo demasiado, prosiguió, hablando atropelladamente—. No es gran cosa. Y no tiene nada que ver con la fotografía, pero he consultado el tiempo y creo que las condiciones serán perfectas. Supongo que te lo podría enseñar de día, pero será mucho mejor de noche.
No tenía la menor idea de a qué se estaba refiriendo; lo único que sabía con certeza era que estaba actuando de la misma forma que antes de invitarme a ver la flotilla de New Bern por Navidad con su familia. Aquella «especie de cita». La verdad es que era insoportablemente guapo cuando estaba nervioso.
—Tendré que preguntárselo a mi tía.
—Por supuesto.
Esperé y, como no añadió nada más, pregunté una obviedad.
—¿Puedes darme un poquito más de información?
—Ah, sí. Vale. Quería llevarte a cenar a Howard’s Pub, y luego vendría la sorpresa. Seguramente estaríamos de vuelta a las diez.
Sonreí interiormente, pensando que, si un chico les hubiera preguntado a mis padres si podía salir hasta las diez, hasta ellos me habrían dejado. Bueno… antes por lo menos, tal vez ahora no. Aun así, esta vez parecía una «cita-cita», no una «especie de cita», y aunque mi corazón casi se me salía del pecho, me giré en la mecedora, intentando parecer tranquila y con la esperanza de que mi tía nos estuviera viendo.
—Las diez está bien —dijo, todavía con la mirada en el libro—. Pero no más tarde.
Volví a mirar a Bryce.
—Todo bien.
Bryce asintió. Movió los pies. Volvió a asentir.
—Entonces…, ¿a qué hora? —pregunté.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a qué hora tengo que estar preparada mañana.
—¿Hacia las nueve?
Aunque sabía exactamente a qué se refería, fingí lo contrario, solo por hacer una gracia.
—Me recoges a las nueve, cenamos en Howard’s Pub, vemos la sorpresa ¿y a las diez me traerás a casa?
Abrió muchos los ojos sorprendido.
—A las nueve de la mañana —dijo—. Para hacer fotos, y tal vez practicar un poco con Photoshop. También hay un sitio en la isla que te quiero enseñar. Solo lo conocen sus habitantes.
—¿Qué sitio?
—Ya lo verás. Sé que todo esto no tiene mucho sentido, pero… —No acabó la frase, y yo reprimí la emoción ante la idea de que me había pedido una «cita-cita». Lo cual me asustaba un poco, pero también me entusiasmaba.
—¿Nos vemos mañana? —añadió por último.
—No puedo esperar.
Y la verdad sea dicha, así era.
Mi tía no dijo nada cuando cerré la puerta. Oh sí, sabía disimular bien (con el libro abierto y todo) y no hizo ningún comentario con doble sentido, pero pude percibir su preocupación, aunque a mí me pareciera estar flotando.
Dormí bien, mucho mejor que en las semanas anteriores, y me desperté renovada. Desayuné con mi tía, y por la mañana Bryce y yo hicimos fotos cerca de su casa. Después trabajamos con el ordenador en compañía de su madre. Bryce tomó asiento a mi lado y el calor que irradiaba hizo que me resultara más difícil de lo normal concentrarme.
Almorzamos en su casa y luego salimos con su furgoneta. Pensé que me llevaba de regreso a casa de mi tía, pero giró en una calle por la que habíamos pasado decenas de veces aunque nunca me había fijado en ella realmente.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Vamos a desviarnos brevemente hacia Gran Bretaña.
Parpadeé asombrada.
—¿Te refieres a Inglaterra? ¿El país?
—Exactamente —respondió con un guiño—. Lo verás enseguida.
Dejamos atrás un pequeño cementerio a la izquierda y luego otro a la derecha antes de aparcar. Cuando bajamos de la furgoneta, me llevó hasta un monumento de granito situado cerca de cuatro pulcras lápidas rectangulares rodeadas con corteza de pino y ramos de flores y protegidas por una cerca de madera.
—Bienvenida a Gran Bretaña —anunció.
—Me he perdido completamente.
—En 1942, el HMT Bedfordshire fue torpedeado por un submarino alemán justo frente a la costa y cuatro cuerpos llegaron a la orilla en Ocracoke. Solo fueron capaces de identificar a dos de los hombres. Los enterraron aquí, y este lugar ha sido cedido a la Commonwealth a perpetuidad.
Había más información en el monumento, incluidos los nombres de todos los tripulantes del arrastrero. Parecía imposible que los submarinos alemanes hubieran patrullado allí, en las aguas de esas islas desoladas. ¿No deberían haber estado en otro lugar? Aunque la Segunda Guerra Mundial era uno de los temas de mis libros de Historia, mi visión sobre la guerra estaba más influida por las películas de Hollywood que por los libros, y en ese momento visualicé lo espantoso que debió ser estar a bordo cuando la explosión desgarró el casco. Me parecía terrible que solo aparecieran cuatro cuerpos de treinta y siete y me pregunté qué le habría pasado al resto de la tripulación. ¿Se habrían hundido con el barco, sepultados en el casco? ¿O habían sido arrastrados por la corriente a otra zona de la costa? ¿O tal vez se adentraron flotando en el mar?
Todo aquello me hizo sentir escalofríos, pero la verdad es que nunca me había sentido a gusto en un cementerio. Todos mis abuelos murieron antes de que cumpliera diez años, y cuando mis padres nos llevaban a Morgan y a mí a sus respectivas tumbas para dejar unas flores, lo único que se me ocurría pensar era que estaba rodeada de muertos. Sabía que la muerte era algo inevitable, pero de todos modos no me gustaba pensar en ella.
—¿Quién pone las flores? ¿Sus familias?
—Probablemente la guardia costera. Son los que se ocupan de cuidar de las parcelas, aunque sea territorio británico.
—¿Por qué estaba aquí un submarino alemán?
—Nuestra flota mercante se aprovisionaba en Sudamérica, el Caribe o donde fuera, luego seguía la corriente del golfo hacia el norte y después se desviaba hacia Europa. Pero muy pronto los mercantes demostraron ser demasiado lentos y vulnerables, de modo que se convirtieron en objetivos fáciles para los submarinos. Multitud de mercantes eran hundidos justo al llegar a la costa. Esa es la razón por la que el Bedfordshire estaba aquí. Para protegerlos.
Mientras examinaba los sepulcros pulcramente cuidados, pensé que muchos de los marineros a bordo probablemente no debían ser mucho mayores que yo, y que los cuatro enterrados aquí estaban a un océano de distancia de la familia que habían dejado atrás. Me pregunté si sus padres habrían hecho el viaje hasta Ocracoke para ver dónde descansaban sus restos. Todo aquello me resultó desgarrador, fuera cual fuera la respuesta.
—Me estoy poniendo triste —dije por fin. Ahora sabía por qué Bryce no me había sugerido que cogiera la cámara. Era un lugar para recordar como experiencia personal.
—Yo también.
—Gracias por traerme aquí.
Apretó los labios y después de un rato regresamos a la ranchera, a un paso más lento de lo normal.
Después de dejarme en casa, hice una larga siesta y después llamé a Morgan. Lo había hecho un par de veces desde que mis padres estuvieron de visita, y habíamos charlado durante un cuarto de hora. Para ser más exactos, Morgan había hablado casi todo el tiempo y yo me había limitado a escuchar. Tras colgar, empecé a prepararme para mi cita. En cuanto a mi vestimenta, estaba limitada a los vaqueros elásticos y el jersey nuevo que me habían traído por Navidad. Afortunadamente, mi acné había disminuido, así que no necesité mucha base ni polvos. Tampoco exageré con el colorete o la sombra de ojos, pero sí me puse brillo de labios.
Por primera vez me di cuenta realmente de que estaba embarazada. Tenía la cara más redonda y mi cuerpo era… más grande, sobre todo el pecho. Necesitaba una talla más de sujetador, eso estaba claro. Tendría que comprarlo después de la iglesia, lo cual no sonaba adecuado por alguna razón, pero no tenía otra opción.
Tía Linda estaba en la cocina preparando ternera Strogonoff y supe que Gwen iría a cenar. El aroma hizo que me rugieran las tripas y ella debió oírlo.
—¿Quieres un poco de fruta para matar el gusanillo hasta la cena?
—No hace falta —respondí, y me senté a la mesa.
A pesar de mi negativa, se secó las manos y cogió una manzana.
—¿Qué tal hoy?
Le hablé de Photoshop y de la visita al cementerio. Ella cabeceó en un gesto comprensivo.
—El 11 de mayo, que es el aniversario del hundimiento, todos los años Gwen y yo vamos a llevar flores y a rezar por sus almas.
«Vaya personajes.»
—Me alegro de que lo hagáis. ¿Has ido alguna vez a Howard’s Pub?
—Muchas veces. Es el único restaurante que está abierto todo el año.
—Excepto el tuyo.
—Que no es realmente un restaurante. Estás guapa.
Partió la manzana en trocitos en un santiamén y la trajo a la mesa.
—Parece que estoy embarazada.
—Nadie lo notará.
Volvió a limpiar champiñones mientras yo daba mordisquitos a un trozo de manzana, que era exactamente lo que mi estómago necesitaba. Pero me vino algo a la cabeza…
—¿Cómo de duro es el parto? —pregunté—. Es que he oído tantas historias truculentas.
—Para mí es difícil responder a esa pregunta, ya que nunca he dado a luz y no puedo hablar en base a mi experiencia. Y en cuanto a las chicas que estaban en el convento, yo solo estuve en su habitación de hospital con unas cuantas. Gwen probablemente pueda responderte mejor, ya que es comadrona, pero por lo que sé, las contracciones no son agradables. Y sin embargo, no es tan terrible como para que las mujeres se nieguen a repetir.
Eso tenía sentido, aunque no respondiera realmente a mi pregunta.
—¿Crees que debería coger al bebé cuando nazca?
Tardó unos segundos en responder.
—Tampoco puedo contestar a eso.
—¿Qué harías tú?
—La verdad es que no lo sé.
Cogí otro trozo de manzana y le di un mordisco reflexionando, pero me interrumpió el destello de unos faros a través de la ventana, cuya luz cruzó el techo. «El coche de Bryce», pensé con un inesperado estallido de nerviosismo. Lo cual era una tontería. Ya había pasado la mitad del día con él.
—¿Sabes adónde me llevará Bryce después de cenar?
—Me lo ha dicho hoy antes de que fueras a su casa.
—¿Y?
—Llévate una chaqueta.
Esperé, pero no añadió nada más.
—¿Estás disgustada conmigo por salir con él?
—No.
—Pero no crees que sea buena idea.
—La pregunta que realmente debes hacerte es si tú crees que es buena idea.
—Solo somos amigos —repliqué.
No dijo nada más, pero lo cierto es que no hacía falta. Me di cuenta de que, al igual que yo, estaba nerviosa.
Es la hora de las confesiones: esta era mi primera cita real para cenar. Ah sí, en una ocasión había quedado con un chico y otros amigos en una pizzería, y ese mismo chico me había llevado a tomar un helado, pero aparte de eso era bastante novata en cuanto a cómo actuar o qué se suponía que debería decir.
Por suerte, me llevó dos segundos darme cuenta de que Bryce tampoco había quedado nunca para cenar con una chica, puesto que se mostraba aún más nervioso que yo, por lo menos hasta que llegamos al restaurante. Se había echado una colonia de aroma terroso y llevaba la camisa remangado hasta los codos, y quizá porque sabía que mis opciones en cuanto a la ropa eran limitadas, se había puesto unos vaqueros, igual que yo. La diferencia era que él podía haber salido en una revista, mientras que yo me parecía a la versión más hinchada de la chica que deseaba ser.
En cuanto a Howard’s Pub, cumplía satisfactoriamente mis expectativas, con el suelo de tablones de madera y paredes decoradas con banderines y matrículas, con una barra abarrotada y bulliciosa. Ya a la mesa, cogimos la carta, y en menos de un minuto llegó una camarera para preguntar qué íbamos a beber. Ambos pedimos té dulce, lo que nos convertía seguramente en los únicos que no habían venido a disfrutar del concepto «pub» incluido en el nombre del restaurante.
—Mi madre dice que las croquetas de cangrejo son buenas —destacó Bryce.
—¿Es eso lo que vas a pedir?
—Creo que voy a pedir costillas. Es lo que pido siempre.
—¿Tu familia viene muy a menudo?
—Una o dos veces al año. Mis padres tal vez más, cuando necesitan descansar de sus hijos. Supongo que a veces podemos ser un tanto agobiantes.
Sonreí.
—He estado pensando en el cementerio —comenté—. Me alegro de que no hiciéramos fotos.
—Nunca he hecho fotos allí, sobre todo por mi abuelo. Él fue uno de los marines mercantes que el Bedfordshire trataba de proteger.
—¿Te ha hablado alguna vez de la guerra?
—No demasiado, aparte de decir que fue la época en la que pasó más miedo en su vida. No solo por los submarinos, sino también por las tormentas en el Atlántico Norte. Ha presenciado huracanes, pero las olas del Atlántico Norte eran más que aterradoras. Por supuesto, antes de la guerra nunca había estado en Europa, de modo que todo era nuevo para él.
Intenté imaginar una vida semejante, en vano. En el silencio que se produjo a continuación, noté que el bebé se movía, esa presión acuosa de nuevo, y me llevé la mano de forma automática a la barriga.
—¿El bebé? —preguntó.
—Está muy activo.
Dejó a un lado la carta.
—Sé que no es asunto mío, ni mi decisión, pero me alegro de que decidieras dar el bebé en adopción en lugar de abortar.
—Mis padres no me habrían dejado. Supongo que podría haber acudido a Planificación Familiar o cualquier otra institución parecida por mi cuenta, pero ni siquiera se me pasó por la cabeza. Tiene que ver con ser católica.
—Me refería a que, si lo hubieras hecho, nunca habrías venido a Ocracoke y nunca habría tenido la oportunidad de conocerte.
—No te habrías perdido gran cosa.
—Estoy bastante seguro de que me lo habría perdido todo.
Sentí que una ola repentina de calor me ascendía por la parte posterior del cuello, pero afortunadamente la camarera llegó con las bebidas para rescatarme. Pedimos la comida (croquetas de cangrejo para mí, costillas para él), y mientras tomábamos el té dulce, la conversación derivó hacia temas más superficiales y menos proclives a producir mi sonrojo. Describió los muchos lugares en Estados Unidos y Europa en los que había vivido; le conté la última charla que había tenido con Morgan (que en su mayor parte versaba sobre el estrés al que ella, por supuesto, estaba sometida), y compartí historias sobre Madison y Jodie, y algunas de nuestras aventuras de adolescentes, que en realidad consistían en fiestas de pijamas y algunos desastres ocasionales a la hora de maquillarnos. Curiosamente, no había pensado en Madison o en Jodie desde la conversación con mi madre caminando por la playa. Si alguien me hubiera dicho antes de venir aquí que no pensaría en ellas durante un día o dos, no le habría creído. En ese momento me pregunté en quién me estaba convirtiendo.
Llegaron las ensaladas y luego la comida, mientras Bryce me explicaba el agotador proceso de solicitud para ingresar en West Point. Había recibido recomendaciones de los dos senadores de Carolina del Norte, lo cual me impresionó bastante, pero dijo que, de no haber sido aceptado, habría ido a otra universidad, para después acceder al Ejército como oficial tras la graduación.
—¿Y luego a los boinas verdes?
—O las Fuerzas Delta, que es otra posibilidad de ascenso. Si cumplo con los requisitos, claro está.
—¿No tienes miedo de que te maten?
—No.
—¿Cómo es posible que no te de miedo?
—No pienso en ello.
Sabía que yo estaría pensando en eso todo el tiempo.
—¿Y después del Ejército? ¿Has pensado qué te gustaría hacer luego? ¿Te gustaría ser consultor como tu padre?
—Para nada. Si pudiera, seguiría los pasos de mi madre e intentaría hacer reportajes fotográficos de viajes. Creo que sería chulo ir a lugares remotos y explicar historias con mis fotos.
—¿Cómo se consigue esa clase de trabajo?
—No tengo ni idea.
—Siempre podrías dedicarte a adiestrar perros. Daisy ha mejorado mucho últimamente y ya no se escapa tanto.
—Creo que me resultaría duro tener que entregar siempre a mis perros. Les cojo demasiado cariño.
Me di cuenta de que eso a mí también me causaría tristeza.
—Me gusta que la traigas contigo a las clases. Así puedes estar con ella el máximo tiempo posible antes de que se vaya.
Bryce hizo girar el vaso de té.
—¿Te importaría que pasara un momento a buscarla esta noche?
—¿Qué? ¿Para la sorpresa?
—Creo que a ella también le gustará.
—¿Qué vamos a hacer? ¿Puedes darme por lo menos una pista?
Reflexionó un momento.
—No pidas postre.
—Eso no es ninguna pista.
Percibí un leve destello malicioso en sus ojos.
—Mejor.
Después de cenar fuimos a casa de Bryce, donde sus padres y los gemelos estaban viendo un documental sobre el Proyecto Manhattan, lo cual no me sorprendió lo más mínimo. Cuando Daisy subió entusiasmada a la caja de la ranchera, volvimos a la carretera y no tardé mucho en darme cuenta de adónde íbamos. La carretera acababa allí.
—¿La playa?
Bryce asintió y le miré entrecerrando los ojos.
—No vamos a bañarnos, ¿no? ¿Como en la primera escena de Tiburón, donde la mujer se pone a nadar y se la comen? Porque si eso es lo que planeas, ya puedes ir dando la vuelta.
—El agua está demasiado fría para nadar.
En lugar de parar en el aparcamiento, se adentró por un hueco entre las dunas, giró hacia la arena y condujo hacia la playa.
—¿Eso es legal?
—Por supuesto. Lo que no es legal es atropellar a alguien.
—Gracias —dije, poniendo los ojos en blanco—. Nunca lo hubiera adivinado.
Se rio mientras la furgoneta daba botes sobre la arena y yo me agarraba con la mano al asidero situado sobre la puerta. Estaba muy oscuro, oscuro de veras, porque la luna era tan solo una estrecha franja de luz, e incluso a través del parabrisas pude ver las estrellas que salpicaban el cielo.
Bryce permaneció en silencio mientras me esforzaba por entrever el contorno de algo en las sombras. Ni siquiera con ayuda de los faros pude dilucidar qué era, pero Bryce giró el volante al acercarnos y finalmente detuvo el vehículo.
—Ya hemos llegado —anunció—. Pero cierra los ojos y espera dentro hasta que lo haya preparado todo. Y no mires, ¿vale?
Cerré los ojos (¿por qué no?) y le oí salir y cerrar la puerta tras él. Incluso pude entender vagamente cómo le recordaba a Daisy de vez en cuando que no se escapara, mientras hacía unos cuantos viajes de la furgoneta al lugar donde había preparado la sorpresa.
Seguramente solo pasaron unos pocos minutos, pero a mí se me hizo más largo, y por fin oí su voz a través de la ventanilla.
—Mantén los ojos cerrados —dijo a través del cristal—. Voy a abrir la puerta y ayudarte a bajar y caminar hasta donde quiero que vayas. Luego podrás abrirlos, ¿de acuerdo?
—No dejes que me caiga —advertí.
Oí que abría la puerta y noté su mano al alargar la mía hacia delante. Me hizo bajar con cuidado y estiré el pie hasta tocar finalmente la arena. Después era fácil; Bryce me guio por la fría arena, mientras el fuerte viento revolvía mis cabellos.
—No hay nada delante de ti —me aseguró—. Solo tienes que caminar.
Tras dar unos cuantos pasos, sentí una oleada de calor y una luz que se abría camino a través de mis párpados. Me hizo detenerme con suavidad.
—Ahora ya puedes abrir los ojos.
La silueta en sombras que había vislumbrado era un montón de arena que formaba una pared semicircular alrededor de un hoyo de fondo plano de unos sesenta centímetros de profundidad. En la parte orientada hacia el océano había una pirámide de madera ardiendo, las llamas danzando, con dos sillas de jardín delante y sendas mantas dobladas en cada una de ellas. Entre las sillas había una nevera portátil y detrás algo sobre un trípode. En el reino de los detalles románticos de película tal vez no habría sido gran cosa, pero para mí era absolutamente perfecto.
—Guau —dije por fin, en voz baja. Estaba tan aturdida que no me vino nada más a la cabeza.
—Me alegro de que te guste.
—¿Cómo has conseguido encender tan rápido la hoguera?
—Con briquetas de carbón vegetal y líquido combustible.
—¿Y qué es eso? —pregunté señalando el trípode.
—Un telescopio —respondió—. Mi padre me lo ha dejado prestado. Es suyo, pero todos lo usamos.
—¿Vamos a ver el cometa Halley o algo por el estilo?
—No. Eso fue en 1986. La próxima vez que podrá verse será en 2061.
—¿Y acabas de enterarte?
—Creo que todo el mundo que tiene un telescopio lo sabe.
«¡Por supuesto que piensa eso!»
—¿Qué vamos a ver entonces?
—Venus y Marte. Sirius, también llamada el «Gran Can». Lepus. Casiopea. Orión. Algunas constelaciones más. Y la luna y Júpiter que están casi en conjunción.
—¿Y la nevera?
—Malvaviscos. Es divertirlo tostarlos en una hoguera.
Hizo un movimiento con el brazo para señalar las sillas y fui lentamente hacia allí, eligiendo la que estaba más lejos. Me incliné hacia delante y cogí la manta, pero cuando me la puse sobre el regazo, me di cuenta de que casi no había viento gracias a la hondonada y el muro de arena que quedaba a mi espalda. Daisy se acercó y se sentó al lado de Bryce. Con la hoguera no hacía nada de frío.
—¿Cuándo has hecho todo esto?
—Después de dejarte en casa hice el agujero y traje la madera y el carbón.
«Mientras yo hacía la siesta.» Lo cual explicaba la diferencia entre él y yo: él hacía cosas mientras yo dormía.
—Es… fantástico. Gracias por preparar todo esto.
—También tengo algo para ti por San Valentín.
—Ya me trajiste flores.
—Quería darte algo que te recuerde Ocracoke.
Ya tenía la sensación de que nunca olvidaría ese lugar, ni tampoco esa noche, pero le observé fascinada mientras rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta y sacaba una cajita envuelta en un papel verde y rojo para ofrecérmela. Casi no pesaba nada.
—Perdona, solo quedaba papel de Navidad en casa.
—No pasa nada. ¿Puedo abrirlo?
—Por favor.
—No te he comprado nada.
—Me dejaste que te llevara a cenar y eso es más que suficiente.
Al oír esas palabras, mi corazón curiosamente volvió a acelerarse, lo que había estado sucediendo demasiado a menudo últimamente. Bajé la mirada y empecé a desgarrar el envoltorio hasta que por fin extraje su contenido: era la caja de un sacagrapas.
—Tampoco tenía cajitas de regalo —se disculpó.
Al abrir la caja y darle la vuelta, una fina cadena de oro se deslizó en la palma de mi mano. La manipulé suavemente y pude ver un pequeño colgante de oro con forma de vieira. La sostuve a la parpadeante luz del fuego, demasiado conmocionada como para poder decir algo. Era la primera vez que un chico me compraba cualquier clase de joya.
—Lee la inscripción en la parte de atrás —me animó.
Le di la vuelta al colgante y lo acerqué aún más a la luz de la hoguera. Costaba leerlo, pero no era imposible.
Recuerdos de
Ocracoke
Me quedé con la mirada fija en el colgante, incapaz de desviar la vista a otro lado.
—Es precioso —susurré, cuando se me aflojó el nudo que tenía en la garganta…
—Nunca te he visto llevar un collar, o sea, que no estaba seguro de si te gustaría.
—Es perfecto —dije, mirándole por fin—. Pero ahora me siento fatal por no haberte regalado nada.
—Sí que lo has hecho —respondió. El fuego centelleaba en sus ojos negros—. Me has dado los recuerdos.
Casi me parecía creer que estábamos los dos solos en el mundo, y deseaba decirle cuánto significaba para mí. Buscaba las palabras adecuadas, pero parecían no querer salir. Al final, deslicé la mirada hacia el horizonte.
Más allá de la hoguera era imposible ver las olas, pero sí se podía oír el murmullo que producían al llegar a la orilla, amortiguando el sonido del crepitar del fuego. Podía olerse el humo y la sal, y me di cuenta de que ahora se veían aún más estrellas sobre nuestras cabezas. Daisy se había hecho un ovillo a mis pies. Sentía la mirada de Bryce y de repente supe que se había enamorado de mí. No le importaba que llevara el bebé de otra persona, ni que me tuviera que ir pronto. No le importaba que no fuera tan lista como él o que no tuviera tanto talento, ni siquiera que en mi mejor momento nunca pudiera estar lo bastante guapa para un chico como él.
—¿Me ayudas a ponérmelo? —fui capaz de preguntar por fin, y mi propia voz me sonaba extraña.
—Por supuesto —murmuró.
Me giré y me recogí la melena, y a continuación sentí sus dedos rozándome la nuca. Accionó el cierre de la cadena y después toqué el colgante y pensé que no estaba del todo frío, que tenía la misma calidez que yo sentía. Después lo guardé bajo el suéter.
Volví a sentarme, apabullada por el hecho de que me quisiera, y preguntándome cuándo y cómo había podido suceder. Mi mente repasó fugazmente una biblioteca de recuerdos: el encuentro con Bryce en el ferri, la mañana que se había presentado en la puerta, su respuesta simple cuando le dije que estaba embarazada. Recordé cuando había admirado la flotilla de Navidad a su lado y visualicé a Bryce deambulando entre los decorados de la granja en Vanceboro. Me acordé de su expresión cuando le regalé la receta de los bollos y el ansia en sus ojos cuando me pasó la cámara por primera vez. Por último, le vi de pie en la escalera de mano mientras tapaba las ventanas, una imagen que sabía que me acompañaría para siempre.
Cuando me preguntó si quería mirar por el telescopio, me levanté de la silla en un estado de ensueño y miré a través de la lente, mientras escuchaba a Bryce describiéndome lo que estaba viendo. Hizo girar y ajustó la lente en varias ocasiones antes de lanzarse a una introducción sobre planetas, constelaciones y estrellas distantes. Hizo referencia a leyendas y a la mitología, pero distraída por su proximidad y mis recientes descubrimientos, apenas registré nada de lo que dijo.
Estaba todavía bajo el influjo de una especie de hechizo, cuando Bryce me enseñó cómo tostar los malvaviscos. Los puso en pinchos de madera y me mostró a qué altura por encima de las llamas debía sostenerlos para que no se incendiaran. Incorporamos galletas saladas Graham y las barritas de chocolate Hershey para confeccionar los espetones, saboreando esa delicia dulce y pegajosa. Observé cómo un hilillo de malvavisco pendía de sus labios con el primer bocado, lo cual hizo que se inclinara hacia delante para salvar un espetón. Se sentó velozmente, moviendo la viscosa combinación y de algún modo consiguió introducir el hilillo en la boca. Se echó a reír, y eso me recordó que, por muy bueno que fuera en casi todo, nunca parecía tomarse a sí mismo demasiado en serio.
Pocos minutos después, se levantó de la silla y fue hacia la ranchera. Daisy le siguió, y Bryce sacó un objeto voluminoso de la caja del vehículo; no pude distinguir de qué se trataba. Lo transportó hasta más allá de donde estábamos y finalmente se detuvo sobre la arena compactada cerca de la orilla. Solo reconocí que lo que sostenía era una cometa cuando la lanzó hacia arriba; vi cómo se elevaba hasta que se desvaneció en la oscuridad.
Me hizo señas con un júbilo infantil y me levanté de mi asiento para acompañarle.
—¿Una cometa?
—Robert y mi padre me ayudaron a hacerla —explicó.
—Pero si no puedo verla.
—¿Puedes sostenerla un momento?
Aunque no había hecho volar una cometa desde que era niña, esta parecía estar enganchada al cielo. Del bolsillo de atrás del pantalón Bryce sacó lo que parecía ser un control remoto, similar al de la televisión. Apretó un botón y la cometa de pronto se materializó recortándose en la negrura del cielo, iluminada por lo que supuse que eran luces de Navidad rojas. Las luces estaban dispuestas a lo largo de la estructura de madera, grabando un enorme triángulo y una serie de recuadros en el cielo.
—Sorpresa —dijo.
Advertí la emoción en su rostro y luego volví la atención a la cometa. Osciló un poco de arriba abajo y moví el brazo, viendo cómo respondía. Solté un poco de hilo y vi que se elevaba aún más alto, casi hipnotizada por esa visión. Bryce también estaba mirándola fijamente.
—¿Luces de Navidad? —dije maravillada.
—Sí, con unas pilas y un receptor. Puedo hacer que las luces parpadeen si quieres.
—Dejémoslas tal como están —contesté.
Bryce y yo estábamos tan cerca que podía notar el calor que desprendía a pesar del viento. Si me concentraba, podía notar el colgante con forma de concha sobre mi piel; pensé en la cena, la hoguera, los malvaviscos y el telescopio. Y con la mirada fija en la cometa, me acordé de la persona que era cuando llegué a Ocracoke y me maravillé ante la nueva persona en la que me había convertido.
Noté que Bryce se giraba hacia mí, y yo le imité, mientras le veía dar un paso vacilante para acercarse aún más. Alargó un brazo, posó una mano en mi cadera, y de pronto supe qué pasaría a continuación. Noté cómo me atraía hacia él con suavidad mientras ladeaba la cabeza. Se inclinó hacia mí y sus labios fueron acercándose a los míos hasta que se juntaron.
Fue un beso suave y dulce, y una parte de mí quería detenerlo. Quería recordarle que estaba embarazada y era una forastera que se iría pronto; debería hacerle dicho que no había futuro para nosotros como pareja.
Pero no dije nada. En lugar de eso, al sentir sus brazos rodeándome y la presión de su cuerpo sobre el mío, de repente supe que quería que eso sucediera. Abrió la boca lentamente y, cuando nuestras lenguas se rozaron, me perdí en un mundo donde pasar tiempo con él era lo único que me importaba. Donde abrazarle y besarle era todo lo que deseaba.
No era mi primer beso, tampoco el primero estilo francés, pero sí el primero que me pareció perfecto y adecuado en todos los sentidos, y cuando por fin separamos nuestras bocas, le oí suspirar.
—No sabes cuánto tiempo hace que quería hacer esto —susurró—. Te quiero, Maggie.
En lugar de responder, volví a apoyar mi cuerpo en el suyo, permitiendo su abrazo, notando cómo reseguía con las puntas de sus dedos mi columna. Imaginé que nuestros corazones latían al unísono, aunque su respiración parecía más constante que la mía.
Me temblaba todo el cuerpo, y sin embargo nunca me había sentido más a gusto, más completa.
—Oh, Bryce —murmuré, y las palabras salieron espontáneamente—. Yo también te quiero.