El tercer trimestre

Ocracoke, 1996

Mi insomnio tenía que ver en parte con mi tía. Al llegar a casa todavía estaba en el sofá, con el mismo libro abierto sobre su regazo, pero, cuando levantó los ojos hacia mí, bastó con una simple mirada. Sin duda yo irradiaba haces de luz de luna, porque vi cómo sus cejas se crispaban levemente, y finalmente la oí profiriendo un suspiro. Era de esos que significan «sabía que esto iba a pasar», para entendernos.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó, restando importancia a lo que resultaba obvio. No era la primera vez que me preguntaba cómo era posible que alguien que había pasado décadas oculta en un convento pudiera tener tanto mundo.

—Ha sido divertido. —Me encogí de hombros, pretendiendo indiferencia, aunque ambas sabíamos que era inútil—. Cenamos y fuimos a la playa. Bryce había construido una cometa con luces navideñas, pero seguramente ya lo sabes. Gracias por dejarme ir.

—No estoy segura de que estuviera en mi mano impedirlo.

—Podías haber dicho que no.

—Mmm —fue lo único que dijo, y de pronto comprendí que lo sucedido entre Bryce y yo era previsiblemente inevitable. Ahí de pie ante mi tía, inexplicablemente volví a verme en la playa con Bryce entre mis brazos. Sentí una oleada de calor subiéndome por el cuello y empecé a quitarme la chaqueta con la esperanza de que no se diera cuenta.

—No te olvides que mañana por la mañana tenemos que ir a la iglesia.

—Lo tengo presente —le confirmé—. La miré de reojo mientras pasaba a su lado hacia mi cuarto y vi que había regresado a la lectura.

—Buenas noches, tía Linda.

—Buenas noches, Maggie.


Ya en la cama, acompañada de osita-Maggie, estaba demasiado emocionada para dormir. Seguía reproduciendo en mi mente aquella noche y pensando en cómo Bryce me había mirado durante la cena, o cómo sus ojos oscuros brillaban con el resplandor del fuego. Sobre todo recordaba el sabor de sus labios, y me di cuenta de que estaba sonriendo en la oscuridad como una demente. Y sin embargo, con el paso de las horas, mi regocijo gradualmente dio paso a la confusión, que también me mantuvo despierta. Aunque sabía en lo más profundo de mi ser que Bryce me quería, no tenía sentido. ¿No se daba cuenta de lo extraordinario que era? ¿Había olvidado que estaba embarazada? Podía tener a la chica que eligiera, mientras que yo era de lo más vulgar en todos los sentidos, y había cometido una metedura de pata absoluta en un asunto de la mayor relevancia. Me preguntaba si sus sentimientos hacia mí tenían más que ver con la simple proximidad que con cualquier aspecto que me hiciera especialmente única y maravillosa. Me consumía pensar que no era lo suficientemente guapa o inteligente, e incluso por un momento llegué a cuestionarme si no me lo habría inventado todo. Y mientras daba vueltas en la cama, me sobrevino la revelación de que el amor era la emoción más poderosa de todas, porque te hacía vulnerable ante la posibilidad de perder todo aquello que valía la pena.

A pesar de los latigazos emocionales, o tal vez debido a ellos, el agotamiento al final me venció. Por la mañana vi a una extraña ante el espejo. Tenía ojeras, sentía una especie de flacidez en la piel de la cara y llevaba el pelo más grasiento de lo normal. Una ducha y un poco de maquillaje me permitieron estar hasta cierto punto presentable antes de salir de la habitación. Mi tía, que parecía conocerme mejor que yo misma, había hecho tortitas para desayunar y evitó cualquier doble sentido. En lugar de eso llevó la conversación con naturalidad hacia la cita y yo se lo expliqué casi todo, dejando solo lo más importante, aunque mi expresión embelesada probablemente hacía innecesario contar el resto.

Pero esa conversación fácil era exactamente lo que necesitaba para sentirme mejor, y la turbación experimentada durante la noche dio paso a una cálida sensación de alegría. En el ferri, mientras tomábamos asiento ante una mesa en la cabina con Gwen, me dediqué a mirar el agua a través de la ventana, perdida nuevamente en los recuerdos de la noche anterior. Pensaba en Bryce en la iglesia y otra vez cuando comprábamos provisiones; en un mercadillo vi una cometa y me pregunté si podría volar tras ponerle luces navideñas. El único momento en el que no pensé en él fue cuando fuimos a comprar sujetadores más grandes; solo podía pensar en disimular la vergüenza que sentía, sobre todo cuando la propietaria de la tienda (una mujer morena de aspecto severo con refulgentes ojos negros) me echó un vistazo, deteniéndose en mi barriga, mientras me conducía a los probadores.

Cuando por fin volvimos a la casa, la falta de sueño me había pasado factura. Aunque ya era de noche, di una rápida cabezada y me desperté justo cuando la cena estaba ya casi en la mesa. Después de cenar y limpiar la cocina, volví a la cama, todavía sintiéndome como una zombi. Cerré los ojos, preguntándome cómo habría pasado Bryce el día, y si el estar enamorados cambiaría las cosas entre nosotros. Pero sobre todo pensaba en volver a besarle, y justo antes de por fin quedarme dormida, caí en la cuenta de que estaba impaciente porque eso volviera a suceder.


Esa adorable sensación persistió al despertar; de hecho, impregnó cada hora durante la siguiente semana y media, incluso cuando tuve mi siguiente sesión con Gwen sobre el embarazo. Bryce me amaba y yo a él, y mi mundo básicamente giraba en torno a esa excitante idea, independientemente de lo que cada uno de nosotros estuviera haciendo.

Aunque no es que nuestra rutina diaria hubiera cambiado mucho. Bryce era de lo más responsable. Seguía viniendo a darme clase acompañado de Daisy y se esforzaba al máximo porque siguiera concentrada, aunque a veces le apretaba una rodilla para después echarme a reír ante su repentina expresión azorada. A pesar de mis frecuentes tentativas de flirteo cuando se suponía que debía trabajar, seguí avanzando en los estudios. En los exámenes continué teniendo bastante buena racha, aunque Bryce siguiera decepcionado de su capacidad como profesor. Las lecciones de fotografía tampoco sufrieron grandes cambios, con la excepción de que empezó a enseñarme cómo hacer fotos en interiores con flash y otras técnicas de iluminación, aparte de las que ya hacíamos ocasionalmente por la noche. Normalmente íbamos a su casa, porque ahí tenía el equipo. Para las tomas nocturnas del cielo estrellado usábamos un trípode y un disparador, ya que la cámara tenía que estar completamente inmóvil. Esas fotos requerían una velocidad sumamente lenta del obturador, a veces incluso treinta segundos, y en noches especialmente claras, sin luna, podíamos capturar parte de la Vía Láctea, que parecía una nube resplandeciente en medio de un cielo oscuro solo iluminado por luciérnagas.

También seguimos cenando juntos tres o cuatro veces por semana. La mitad de las ocasiones con mi tía, y la otra mitad con su familia, a menudo con la compañía de sus abuelos. Su padre se había ido el lunes siguiente a nuestra cita por su trabajo como consultor. Bryce no sabía exactamente adónde había ido o qué hacía, solo que trabajaba para el Departamento de Defensa, pero eso no parecía interesarle especialmente; simplemente le echaba de menos.

La verdad es que lo único que había cambiado entre Bryce y yo eran los momentos en los que hacíamos una pausa en mis estudios, o cuando dejábamos la cámara a un lado. Entonces hablábamos de nuestras familias y amigos con mayor profundidad, o de sucesos recientes de las noticias, aunque era Bryce quien llevaba el peso de esa clase de conversaciones. Yo no disponía de televisión ni periódicos, de modo que ignoraba considerablemente la situación en el mundo, en Estados Unidos, en Seattle, incluso en Carolina del Norte, y, para ser sincera, no es que me importara tanto. Pero me gustaba escucharle y de vez en cuando planteaba serias preguntas sobre asuntos de gravedad. Tras fingir que reflexionaba al respecto, decía cosas como «Eso es difícil de responder. ¿Tú qué piensas?», y él comenzaba a explicarme sus ideas sobre el tema. Supongo que es posible que aprendiera algo, pero, embargada por mis sentimientos hacia él, no recuerdo gran cosa. De tanto en tanto volvía a sorprenderme pensando repentinamente qué es lo que veía en mí, y entonces sentía una punzada de inseguridad, pero, como si me estuviera leyendo la mente, me cogía la mano y esa sensación se esfumaba.

También nos besábamos mucho. Nunca cuando mi tía o su familia pudieran vernos, pero aparte de eso casi todo el resto del tiempo. Mientras escribía una redacción y me tomaba un segundo para ordenar las ideas, y de pronto percibía cómo me miraba, entonces me inclinaba hacia él para besarle. O después de examinar una de las fotografías de su archivo, Bryce hacía lo mismo. Nos besábamos en el porche cuando se iba por la noche, o en cuanto llegaba a casa de mi tía a darme clases. En la playa y en el pueblo, cerca de su casa y en el exterior de la de mi tía, lo cual a veces implicaba tener que agacharnos tras las dunas o dar la vuelta a la esquina para ocultarnos. A veces me cogía un mechón de pelo para enredarlo en un dedo; otras, simplemente me abrazaba. Pero siempre me repetía que me quería, y, en cada ocasión, mi corazón latía como loco en mi pecho y me parecía que mi vida era lo más perfecta que podría llegar a ser.


A principios de marzo tuve que volver a la consulta del doctor Manos Enormes. Sería la última visita antes del parto, ya que Gwen se encargaría de supervisar mi estado durante el resto del tiempo. Justo tal como estaba previsto, había empezado a tener las contracciones de Braxton Hicks ocasionalmente, y cuando le dije al doctor que no me gustaban, él me recordó que era la manera que tenía mi cuerpo de prepararse para el parto. Me hizo una ecografía y evité mirar siquiera de reojo el monitor, pero suspiré automáticamente de alivio cuando la especialista dijo que el bebé (¿Sofía? ¿Chloe?) estaba bien. Aunque intentaba no pensar en el bebé como en una persona que me perteneciera, sí quería saber que iba a estar bien. La mujer añadió que «la mamá» también estaba bien, refiriéndose a mí (aunque seguía pareciéndome extraño), y cuando por fin volví a la consulta y me senté con el doctor, este comentó un montón de síntomas que podría experimentar en la última fase del embarazo. Dejé de escucharle cuando dijo la palabra hemorroide, que ya había salido a colación durante la reunión de adolescentes embarazadas en el grupo de apoyo de Portland, aunque no recordaba nada de lo que se dijo, y para cuando el doctor acabó con la lista me sentía absolutamente deprimida. Tardé unos segundos en enterarme de que me había hecho una pregunta.

—¿Maggie? ¿Me estás escuchando?

—Perdón. Me he quedado pensando en las hemorroides.

—Te he preguntado si estás haciendo ejercicio —repitió.

—Camino cuando hago fotos.

—Estupendo —respondió—. Recuerda que el ejercicio es bueno para ti y para el bebé, y que acortará el tiempo que tu cuerpo necesita para recuperarse después del parto. Nada demasiado intenso. Yoga, andar, cosas así.

—¿Y montar en bicicleta?

Se llevó uno de sus dedos gigantes a la barbilla.

—Siempre que te sientas cómoda y no te duela, seguramente te irá bien en las próximas semanas. Después tu centro de gravedad empezará a cambiar, hará que te sea más difícil mantener el equilibrio, y una caída sería fatal tanto para ti como para el bebé.

En otras palabras, iba a engordar aún más, algo que ya sabía, pero que aun así me resultaba igual de deprimente que la idea de las hemorroides. Pero me gustó cuando dijo que mi cuerpo podría volver a ser como antes con más rapidez, de modo que cuando volví a ver a Bryce, le pregunté si podría acompañarle en bici en sus carreras matinales.

—Claro. Sería genial que me hicieras compañía.

A la mañana siguiente, después de levantarme demasiado temprano, me puse la chaqueta y fui hasta casa de Bryce en bicicleta. Estaba haciendo estiramientos en la parte delantera y vino corriendo hacia mí, con Daisy a su lado. Al inclinarse para besarme, de repente me di cuenta de que no me había lavado los dientes, pero le besé de todos modos y no pareció importarle.

—¿Estás lista?

Pensé que sería fácil, puesto que él estaba corriendo a pie y yo iba en bicicleta, pero me equivocaba. Los primeros tres kilómetros los llevé bastante bien, pero después empecé a notar que me ardían los muslos. Lo peor era que Bryce intentaba mantener una conversación, lo cual no resulta fácil cuando una va con la lengua fuera. Justo cuando creía que no podría continuar, Bryce se detuvo cerca de una pista de gravilla que llevaba hasta los canales y me dijo que tenía que hacer esprints.

Descansé sobre el sillín con un pie en el suelo y le observé mientras aceleraba alejándose de mí. Incluso a Daisy le costaba seguir su ritmo. Miré su figura cada vez más pequeña en la distancia. Se detenía, descansaba un poco y luego volvía a acelerar hacia mí. Repitió el mismo tramo cinco veces, y aunque respiraba de forma mucho más agitada y la lengua de Daisy casi llegaba hasta la altura de sus pezuñas, en cuanto acabó se dispuso a seguir corriendo inmediatamente, esta vez en dirección a su casa. Creía que ya habíamos terminado, pero volví a equivocarme. Bryce empezó a hacer flexiones, abdominales y luego a saltar arriba y abajo desde la mesa de pícnic del patio, para acabar haciendo series de dominadas en una tubería colgada a tal fin bajo el techo de la casa, con los músculos marcándose a través de la camiseta. Daisy, mientras tanto, se quedó tumbada jadeando. Miré el reloj al acabar el entreno y comprobé que no había parado durante casi noventa minutos. A pesar del frío aire de la mañana, cuando se me acercó vi que su cara brillaba de sudor y que su camiseta presentaba también manchas húmedas.

—¿Haces esto todos los días?

—Seis días a la semana. Pero no es siempre lo mismo. A veces la carrera es más corta y hago más esprints, o cualquier otro ejercicio. Quiero estar preparado para West Point.

—Entonces, cada vez que vienes a darme clases, ¿ya has hecho todo esto?

—Más o menos.

—Estoy impresionada —dije, y no solo porque disfrutara con la visión de sus músculos. Era realmente impresionante, y me hacía desear parecerme más a él.


A pesar de hacer ejercicio regularmente por las mañanas, seguía aumentando de peso y mi barriga seguía creciendo. Gwen me recordaba continuamente que era normal (empezó a pasar por casa más a menudo para comprobar mi presión arterial y escuchar al bebé con un estetoscopio), pero eso no me hacía sentir mejor. A mediados de marzo había ganado casi once kilos. A finales de mes, doce, y resultaba prácticamente imposible ocultar el abultamiento de mi panza por muy holgada que fuera la ropa. Empecé a parecerme a un personaje de un libro del doctor Seuss: piernas delgadas, cabeza pequeña y un torso protuberante, pero sin la carita guapa de Cindy-Lou Who, la niña protagonista.

A Bryce no parecía importarle. Seguíamos besándonos, seguía cogiéndome la mano y siempre me decía que era hermosa, pero a medida que avanzaba el mes empecé a sentirme embarazada casi todo el tiempo. Necesitaba encontrar el equilibrio cuando me sentaba para evitar desplomarme en la silla, y levantarme del sofá requería cierta planificación y concentración. Todavía tenía que ir al baño casi una vez por hora, y en una ocasión estornudé en el ferri y tuve la sensación de que mi vejiga no pudo contenerse más, lo cual fue absolutamente mortificante, haciendo que me sintiera asquerosa y mojada hasta que llegamos de regreso a Ocracoke. Notaba que el bebé se movía mucho, sobre todo cuando me tumbaba, podía incluso ver cómo se movía, algo verdaderamente alucinante, y tuve que empezar a dormir bocarriba, en una postura nada cómoda. Mis contracciones de Braxton Hicks eran cada vez más frecuentes y, al igual que el doctor Manos Enormes, Gwen también dijo que eso era bueno. Por mi parte, seguía pensando que era malo porque mi barriga se endurecía y la notaba acalambrada, pero Gwen ignoró mis quejas. Entre las cosas horribles que no me habían sucedido estaban las hemorroides; tampoco un súbito brote estelar de acné. Seguía saliéndome algún grano o dos de vez en cuando, pero mi habilidad con el maquillaje conseguía disimularlos, y Bryce nunca dijo una palabra al respecto.

Además, los parciales me fueron bastante bien, aunque mis padres no parecían demasiado impresionados. Pero mi tía estaba encantada, y fue más o menos en aquella época cuando empecé a darme cuenta de que se guardaba para ella su propia opinión en cuanto a mi relación con Bryce. Cuando le comenté que iba a empezar a hacer ejercicio por las mañanas, lo único que dijo fue: «Ten cuidado, por favor». Cuando Bryce se quedaba a cenar, ambos charlaban con la misma afabilidad de siempre. Si le decía que iría a hacer fotos el sábado, simplemente me preguntaba a qué hora creía que volvería a casa, para saber cuándo debía tener la cena lista. Cuando estábamos solas las dos por la noche, hablábamos de mis padres o de Gwen, o de cómo me iban los estudios, o de cómo le iba en la tienda, antes de que escogiera una novela mientras yo examinaba libros sobre fotografía. No obstante, no podía desprenderme de la sensación de que había algo nuevo entre nosotras, una especie de distancia.

Antes no me habría importado tanto. El hecho de que mi tía y yo rara vez habláramos sobre Bryce dotaba a la relación de cierto secretismo y la convertía en algo vagamente ilícito y en consecuencia más excitante. Y aunque no me alentaba, tía Linda por lo menos parecía aceptar la idea de que su sobrina estaba enamorada de un joven que contaba con su aprobación. Cuando acompañaba a Bryce a la puerta por la noche, muy a menudo se levantaba del sofá y se dirigía a la cocina para darnos un poco de privacidad, la justa para darnos un beso rápido de despedida. Creo que sabía de forma intuitiva que Bryce y yo no nos excederíamos. No habíamos salido más juntos oficialmente; en realidad, como estábamos juntos casi todo el día, no había razón para hacerlo. Tampoco habíamos considerado la posibilidad de escaparnos por las noches para vernos o de ir a cualquier sitio sin comunicárselo previamente a mi tía. Con mi cuerpo empezando a transformarse, lo último en lo que se me ocurría pensar era en tener relaciones sexuales.

Y sin embargo, transcurrido cierto tiempo, esa distancia empezó a incomodarme. La tía Linda era la primera persona conocida que me apoyaba completamente. Me aceptaba como era, incluyendo mis defectos, y quería pensar que podía hablar con ella de todo. Esta situación llegó a su punto crítico a finales de marzo, mientras estábamos sentadas en la sala después de cenar. Bryce ya se había ido a casa y llegaba la hora en la que mi tía solía irse a la cama. Carraspeé forzadamente y mi tía levantó la vista de su libro.

—Me alegro de que me hayas dejado vivir aquí —dije—. No sé si te había dicho lo agradecida que estoy.

Frunció el ceño.

—¿A qué viene eso?

—No lo sé. Supongo que he estado tan ocupada últimamente que no hemos tenido la oportunidad de estar a solas para poder decirte cuánto agradezco todo lo que has hecho por mí.

Su expresión se tornó más suave y dejó a un lado el libro.

—Eres bienvenida. Eres parte de mi familia, por supuesto, y esa es la razón por la que en un principio estaba dispuesta a ayudarte. Pero en cuanto llegaste aquí, empecé a darme cuenta de hasta qué punto disfrutaba de tu compañía. No he tenido hijos, y de algún modo tengo la sensación de que has pasado a ser la hija que nunca tuve. Sé que no me corresponde decir esas cosas, pero he aprendido que a mi edad no pasa nada por engañarse un poco de vez en cuando.

Me llevé la mano a la barriga, mientras pensaba en todo por lo que la había hecho pasar.

—Fui una huésped bastante mala al principio.

—No es verdad.

—Estaba irritable y era desordenada, y no resultaba nada agradable estar conmigo.

—Estabas asustada. Y yo lo sabía. Francamente, yo también lo estaba.

No esperaba esa confesión.

—¿Por qué?

—Estaba preocupada por no ser lo que necesitabas. Y de ser así, me preocupaba que tuvieras que volver a Seattle. Al igual que tus padres, solo quería lo mejor para ti.

Jugueteé inconscientemente con unos cuantos mechones de mi pelo.

—Todavía no sé qué voy a decirles a mis amigas cuando vuelva. Por lo que tengo entendido, algunas personas ya sospechan lo que me ha pasado y hablan sobre mí, o difunden el rumor de que estoy en una cura de desintoxicación o cosas así.

Mi tía conservó su expresión tranquila.

—Muchas de las chicas con las que trabajaba en el convento tenían los mismos miedos. Y la verdad es que eso puede pasar y es terrible que la gente se comporte así. Y sin embargo, te sorprenderá saber que la gente tiende a centrarse en sus propias vidas, no en la de los demás. En cuanto vuelvas y hagas vida normal con tus amigas, la gente se olvidará de que estuviste fuera un tiempo.

—¿De veras lo crees?

—Cada año, cuando acaba el curso, los niños se van a pasar el verano a sitios distintos, y aunque es posible que algunos se queden y vean a sus amigos, no ven a los demás. Pero en cuanto todos están de vuelta, es como si nunca se hubieran separado.

Aunque sabía que tenía razón, también sabía que a algunas personas lo que más les gustaba eran los chismes malévolos; gente que se sentía mejor humillando a los demás. Miré hacia la ventana, contemplando la oscuridad tras el cristal, y volví a preguntarme por qué no parecía querer hablar sobre mis sentimientos hacia Bryce y sus implicaciones. Al final saqué yo misma el tema.

—Estoy enamorada de Bryce —dije, mi voz apenas un murmullo.

—Lo sé. Por la forma en que le miras.

—Él también está enamorado de mí.

—Lo sé también. Por la forma en que te mira.

—¿Crees que somos demasiado jóvenes para estar enamorados?

—Eso no tengo que decidirlo yo. ¿Crees que sois demasiado jóvenes?

Supongo que debería haber esperado que ella me devolviera la pregunta.

—Una parte de mí sabe que amo a Bryce, pero hay otra voz en mi cabeza que me susurra que no puedo saberlo, puesto que nunca antes he estado enamorada.

—El primer amor es distinto para cada persona. Pero creo que la gente se da cuenta cuando lo siente.

—¿Has estado alguna vez enamorada? —Al verla asentir, estaba bastante segura de que se refería a Gwen, pero no explicó nada, de modo que continué—: ¿Cómo podías estar segura de que era amor?

Por primera vez se rio, no de mí, casi parecía que se riera de sí misma.

—Poetas, músicos y escritores, incluso científicos llevan intentando dilucidar esa cuestión desde Adán y Eva. Y no te olvides que durante mucho tiempo he sido monja. Pero si me pides mi opinión, y me inclino hacia la vertiente más práctica y menos romántica, creo que todo se reduce al pasado, el presente y el futuro.

—No sé a qué te refieres —dije, ladeando la cabeza.

—¿Qué te atraía de la otra persona en el pasado, cómo te trató en el pasado, cómo erais de compatibles en el pasado? Las mismas preguntas se pueden formular respecto al presente, con excepción de que cabe añadir el deseo físico hacia esa persona. El anhelo de tocarla, abrazarla, besarla. Y si todas esas respuestas te hacen sentir que nunca querrás estar con ninguna otra, entonces seguramente es amor.

—Mis padres se pondrán furiosos cuando se enteren.

—¿Vas a decírselo?

Iba a responder de forma casi instintiva, pero al ver que mi tía enarcaba una ceja, las palabras se quedaron atascadas en mi garganta. ¿Qué iba a decirles? Hasta ese momento había dado por supuesto que lo haría, pero, aun así, ¿qué implicaba eso para Bryce y para mí en realidad? ¿Cómo podríamos vernos? En medio de esa avalancha de pensamientos, recordé que mi tía acababa de decir que el amor se reducía al pasado, el presente y…

—¿Qué tiene que ver el futuro con el amor? —pregunté.

Nada más hacer la pregunta, caí en la cuenta de que ya conocía la respuesta. Mi tía, sin embargo, siguió hablando en un tono ligero.

—¿Puedes verte con esa persona en el futuro, por todas las razones por las que la amas ahora, y enfrentaros a todos los inevitables retos que deberéis superar?

—Oh —fue mi única observación.

La tía Linda se llevó la mano inconscientemente hacia la oreja.

—¿Has oído hablar de la hermana Thérèse de Lisieux?

—La verdad es que no.

—Fue una monja francesa que vivió en el siglo XIX. Era muy piadosa, realmente una de mis heroínas, y probablemente no habría entendido a qué me refiero cuando digo que el amor también tiene que ver con el futuro. Solía decir que «cuando una persona ama, no puede hacer cálculos». Era mucho más sabia de lo que yo nunca podré aspirar a ser.

Mi tía Linda era realmente la mejor. Pero a pesar de sus reconfortantes palabras, esa noche me sentí afligida y me aferré con fuerza a la osita-Maggie. Pasó mucho tiempo hasta que me venció el sueño.


Como procrastinadora altamente cualificada que era, algo que aprendí en el colegio como resultado de que se me exigiera realizar aburridas tareas escolares, conseguí apartar de mi mente la conversación con mi tía. En su lugar, cuando me asaltaban pensamientos relativos a irme de Ocracoke y separarme de Bryce, intentaba recordar aquello de «cuando una persona ama, no puede hacer cálculos», y normalmente funcionaba. En honor a la verdad, mi capacidad de evitar pensar en el tema podría haber tenido algo que ver con el hecho de que Bryce era tan irresistiblemente atractivo que me resultaba bastante fácil perder de vista todo lo demás.

Cuando Bryce y yo estábamos juntos, mi cerebro entraba en modo gagá, seguramente porque seguíamos besándonos a hurtadillas siempre que era posible. Pero por la noche, cuando estaba sola en mi cuarto, prácticamente podía oír el tictac del reloj en cuenta regresiva hacia mi partida, especialmente cada vez que el bebé se movía. El momento de la verdad estaba acercándose, lo quisiera o no.

A principios de abril fuimos a hacer fotos del faro y allí vi cómo Bryce cambiaba el objetivo de la cámara bajo el cielo adornado con un arcoíris. Daisy trotaba de aquí para allá, olfateando el suelo, y de vez en cuando volvía para ver qué hacíamos. Hacía más calor y Bryce iba en camiseta. Me sorprendí mirando fijamente los músculos claramente definidos de sus brazos, como si fueran el péndulo de un hipnotizador. Estaba de casi treinta y cinco semanas, y tuve que poner freno a mis ganas de ir en bicicleta por la mañana con Bryce, hablando figuradamente. También había empezado a darme vergüenza que me vieran en público. No quería que la gente de la isla pensara que Bryce me había dejado embarazada; al fin y al cabo, Ocracoke era su hogar.

—Oye, Bryce —pregunté por fin.

—¿Sí?

—Sabes que tengo que volver a Seattle, ¿verdad? Cuando tenga al bebé.

Levantó los ojos de la cámara y me miró como si llevara un cucurucho de helado por sombrero.

—¿De veras? ¿Estás embarazada y te vas a ir?

—Lo digo en serio.

Retiró la cámara de sus ojos.

—Sí. Lo sé.

—¿Has pensado alguna vez en lo que eso significa para nosotros?

—Sí que he pensado en ello. Pero ¿puedo preguntarte algo? —Al confirmarle que sí, prosiguió—: ¿Me quieres?

—Por supuesto.

—Entonces encontraremos la manera de que todo salga bien.

—Estaré a cuatro mil kilómetros de distancia. No podré verte.

—Podemos hablar por teléfono…

—Las llamadas de larga distancia son caras. Y aunque encuentre la forma de poder pagarlas, no estoy segura de con cuánta frecuencia mis padres me dejarían llamarte. Y tú vas a estar ocupado.

—Pues nos escribiremos cartas, ¿vale? —Por primera vez, noté cierta ansiedad en su voz—. No somos la primera pareja en la historia que tuvo que resolver el problema de la distancia, incluidos mis padres. Mi padre estuvo destinado al extranjero durante meses, dos veces en un año. Y ahora todavía sigue viajando por trabajo continuamente.

«Pero se casaron y tuvieron hijos.»

—Tú vas a ir a West Point y a mí me quedan dos años de instituto.

—¿Y?

«Puede que conozcas a alguien mejor. Será más inteligente y guapa, y tendréis más en común que nosotros.» Oía las voces en mi cabeza, pero no dije nada, y Bryce se acercó a mí. Me rozó la mejilla, resiguiéndola con suavidad, y luego se inclinó para besarme, y la sensación fue tan ligera como el aire mismo. Luego me abrazó y ninguno de los dos añadió nada hasta que por fin le oí suspirar.

—No voy a perderte —susurró, y aunque cerré los ojos y quería creerle, seguía sin estar convencida de que eso fuera posible.


Los días posteriores a esa conversación parecía que ambos intentáramos fingir que nunca había tenido lugar. Y por primera vez, hubo momentos en los que nos sentíamos incómodos estando juntos. Le sorprendía con la mirada perdida en la distancia, y cuando le preguntaba en qué estaba pensando, él sacudía la cabeza y forzaba una rápida sonrisa, o yo me cruzaba de brazos y de repente suspiraba, y de pronto me daba cuenta de que él sabía exactamente en qué estaba pensando.

Aunque no habláramos, nuestra necesidad de contacto físico se hizo mucho más evidente. Me cogía la mano con más frecuencia y yo me acercaba a él para darle un abrazo cuando surgía el miedo al futuro. Cuando nos besábamos, sus brazos me abrazaban con más fuerza, como aferrándose a una esperanza imposible.

Nos quedábamos más en casa debido al avanzado estado de mi embarazo. No hicimos más paseos en bicicleta y, en lugar de hacer fotos, examinaba las del archivo. Aunque seguramente no suponía ningún riesgo, no volví a entrar en el cuarto oscuro.

Tal como había hecho en marzo, me esforcé mucho en mis tareas y en aprender los temas de estudio, básicamente como distracción de lo inevitable. Escribí un análisis de Romeo y Julieta, que no habría sido posible sin Bryce, además de ser el último gran trabajo del año de todas las asignaturas. Mientras leía la obra a veces me preguntaba si estaba leyendo en inglés; Bryce tuvo que traducir literalmente cada pasaje. En cambio, cuando jugaba con Photoshop, confiaba en mi instinto y seguía sorprendiendo a Bryce y a su madre.

Sin embargo, Daisy parecía percibir las sombras que se cernían sobre Bryce y sobre mí; con frecuencia me acariciaba una mano con el hocico mientras Bryce me cogía la otra. Un jueves después de la cena, acompañé a Bryce al porche mientras mi tía, simultáneamente, encontraba una razón para desaparecer en la cocina. Daisy nos siguió y se sentó a mi lado, mirando hacia arriba, hacia Bryce, mientras me besaba. Noté su lengua al encontrarse con la mía, y después apoyó la frente delicadamente en la mía, mientras nos abrazábamos.

—¿Qué haces el sábado? —preguntó finalmente.

Supuse que quería pedirme otra cita.

—¿Por la noche?

—No —dijo negando con la cabeza—. Durante el día. Tengo que llevar a Daisy a Goldsboro. Sé que estás intentando no llamar la atención, pero me gustaría que vinieras conmigo. No quiero estar solo en el trayecto de vuelta y mi madre tiene que quedarse con los gemelos. De lo contrario, podrían hacer explotar la casa accidentalmente.

Aunque sabía que ese momento llegaría, al pensar que Daisy tenía que dejarnos, se me hizo un nudo en la garganta. Automáticamente alargué la mano para tocarle las orejas.

—Sí… De acuerdo.

—¿Tienes que preguntárselo a tu tía? Es justo antes de Pascua.

—Estoy segura de que me dejará ir. Se lo comentaré luego y, si no pudiera, te aviso.

Asintió con la cabeza, apretando los labios. Bajé la mirada hacia Daisy, y noté que se me llenaban los ojos de lágrimas.

—Voy a echarla de menos.

Daisy gimió al oír mi voz. Cuando levanté la vista hacia Bryce, vi que también tenía los ojos brillantes.


El sábado cogimos el primer ferri desde Ocracoke y salvamos el largo tramo desde la costa a Goldsboro, a una hora hacia el interior tras dejar atrás New Bern. Daisy iba en la parte delantera del coche, encajonada en el asiento entre nosotros, y los dos recorríamos su pelaje con los dedos. Satisfecha por tantas muestras de afecto, apenas se movió.

Finalmente, entramos en el aparcamiento de un Wal-Mart y Bryce localizó a las personas con las que debía encontrarse. Estaban cerca de una camioneta con una jaula de plástico en la caja. Bryce giró hacia donde estaban y redujo la marcha gradualmente. Daisy se incorporó para ver qué pasaba y miró por el parabrisas, emocionada ante una nueva aventura, pero sin tener la menor idea de lo que sucedía realmente.

Como el aparcamiento estaba abarrotado por los clientes del sábado, Bryce enganchó la correa al collar de Daisy antes de abrir la puerta. Salió primero y Daisy le siguió de un salto, enseguida puso el hocico en el suelo para olfatear el entorno. Entretanto yo bajé como pude por mi lado, lo cual se había convertido en todo un desafío a esas alturas, y fui hacia Bryce. Me pasó la correa.

—¿Puedes sostener la correa un momento? Necesito ir a por sus papeles a la ranchera.

—Por supuesto.

Me agaché un poco para acariciar de nuevo a Daisy. Las dos personas que nos esperaban avanzaban hacia nosotros, mucho más relajadas de lo que yo estaba. Eran una mujer en la cuarentena con una cabellera pelirroja recogida en una cola de caballo y un hombre que parecía tener unos diez años más que ella, que vestía un polo y unos pantalones chinos. Su actitud familiar dejaba claro que conocían bien a Bryce.

Bryce les ofreció la mano antes de darles la carpeta. Se presentaron como Jess y Toby y me saludaron. Observé que sus ojos se desviaban un momento hacia mi barriga y me crucé de brazos, más cohibida de lo normal. Fueron lo suficientemente amables como para no quedárseme mirando fijamente, y tras charlar brevemente sobre el viaje y preguntar a Bryce qué había hecho últimamente, él empezó a informarles sobre el adiestramiento de Daisy. Aun así, me di cuenta de que estaban intentando averiguar si Bryce era el padre del bebé, y decidí centrarme de nuevo en Daisy. Apenas presté atención a la conversación. Cuando Daisy me lamió los dedos, fui consciente de que nunca más volvería a verla y noté los ojos anegados de lágrimas.

Jess y Toby obviamente sabían que prolongar la despedida solo haría que esta fuese más dura para Bryce. Dieron por concluida la conversación y Bryce se acuclilló para coger la cara de Daisy entre sus manos. Ambos se miraron a los ojos.

—Eres el mejor perro que he tenido nunca —dijo, con voz ahogada—. Sé que vas a hacer que me sienta orgulloso de ti y que tu nuevo amo va a quererte tanto como yo.

Daisy parecía absorber cada palabra, y cuando Bryce la besó en la parte superior de la cabeza, cerró los ojos. Tras pasarle la correa a Toby, Bryce dio media vuelta, con expresión adusta, y se dirigió a la furgoneta sin decir nada más. Yo también besé a Daisy por última vez y le seguí. Miré por encima del hombro y vi a Daisy sentada pacientemente, observando a Bryce. Ladeaba la cabeza como si estuviera preguntándose adónde iba, y aquella visión casi me rompe el corazón. Bryce me abrió la puerta y me ayudó a entrar en la furgoneta, guardando silencio.

Se sentó a mi lado. Por el espejo retrovisor volví a ver a Daisy. Seguía mirándonos mientras Bryce arrancaba el motor. Avanzamos lentamente, dejando atrás los demás vehículos aparcados. Bryce se concentró en lo que tenía directamente ante los ojos, y condujimos por el aparcamiento hacia la salida.

Había una señal de stop pero no venía ningún coche. Bryce giró hacia la vía de acceso a la carretera para iniciar el trayecto de vuelta a Ocracoke. Eché un último vistazo por encima del hombro. Daisy seguía sentada con la cabeza ladeada, sin duda observando cómo la furgoneta se hacía cada vez más pequeña en la distancia. Me pregunté si estaría confusa, asustada o triste, pero estaba demasiado lejos como para saberlo. Finalmente, Toby tiró de la correa y Daisy le siguió lentamente a la caja de la camioneta; la plataforma trasera descendió y Daisy subió de un salto. Luego pasamos al lado de otro edificio que nos bloqueó la vista, y de pronto Daisy se había ido. Para siempre.

Bryce seguía callado. Sabía que estaba sufriendo y cuánto echaría de menos al perro que había criado desde que era un cachorro. Me enjugué las lágrimas, sin saber qué decir. Dar voz a obviedades servía de poco cuando la herida estaba tan reciente.

Frente a nosotros estaba la rampa de acceso a la autopista, pero Bryce empezó a reducir la velocidad. Por un instante pensé que daría media vuelta para poder despedirse de verdad de Daisy. Pero no fue así. Entró en una estación de servicio, se detuvo a un lado y apagó el motor.

Tragó saliva con dificultad y escondió el rostro entre las manos. Los hombros empezaron a experimentar fuertes sacudidas, y cuando le oí llorando me resultó imposible controlar mi propio llanto. Sollocé, él también, y aunque estábamos juntos, estábamos solos en nuestra tristeza, ambos echando ya de menos a nuestra querida Daisy.


Al llegar a Ocracoke, Bryce me dejó en casa de mi tía. Sabía que quería estar solo, y yo me sentía exhausta y necesitaba dar una cabezada. Al despertar, Linda preparó sándwiches de queso y sopa de tomate. Sentada en la cocina, involuntariamente alargaba la mano para acariciar a Daisy bajo la mesa.

—¿Quieres ir a la iglesia mañana? —preguntó mi tía—. Sé que es Pascua, pero si prefieres quedarte en casa, lo comprendo.

—No pasa nada.

—Lo sé. Lo preguntaba por otra razón.

«Porque resulta evidente que estás embarazada», quería decir.

—Me gustaría ir mañana, pero después creo que haré una pausa.

—De acuerdo, cariño —respondió—. A partir del domingo que viene Gwen se quedará por aquí por si la necesitas.

—¿Tampoco irá a la iglesia?

—No creo que sea buena idea. Tiene que estar por aquí cerca, por si acaso.

«Por si te pones de parto», quería decir, y cuando cogí el sándwich caí en la cuenta de que se trataba de un nuevo cambio, que esta vez indicaba que se acercaba la hora de la partida más rápido de lo que hubiera deseado.


Dos días después, el lunes, mi primer pensamiento al levantarme fue que apenas me quedaba un mes. Dar a Daisy había puesto en evidencia de forma mucho más real la crudeza de la despedida, no solo para mí, sino también para Bryce. Estaba abatido durante las clases y después, en lugar de dedicar el tiempo a la fotografía, propuso que empezáramos con las lecciones de conducción. Me dijo que se lo había preguntado a mi tía y a su madre, y ambas habían dado su aprobación.

Era consciente de que estaba acostumbrado a que Daisy viniera con nosotros cuando íbamos a hacer fotos y de que quería hacer algo distinto para apartarla de su mente. Acepté y después condujimos hasta la carretera que llevaba al extremo más remoto de la isla y una vez allí intercambiamos nuestros asientos. Cuando me puse tras el volante me di cuenta de que la furgoneta tenía un cambio manual, no automático. No sé por qué no me había dado cuenta antes; seguramente, porque Bryce hacía que la conducción pareciera algo fácil.

—No creo que sea capaz de hacer esto.

—Está bien aprender con un cambio manual, por si alguna vez tienes que conducir un vehículo así.

—Eso nunca va a pasar.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque la mayoría de la gente es lo bastante lista como para preferir coches con cambio automático.

—¿Podemos empezar? ¿Si es que has acabado de quejarte?

Era la primera vez en el día que Bryce sonaba como su antiguo yo, y noté que mis hombros se relajaban. No me había dado cuenta de lo tensa que estaba. Le escuché mientras describía cómo se usaba el embrague.

Me había imaginado que sería fácil, pero me equivoqué. Liberar el embrague y accionar al mismo tiempo el acelerador era mucho más difícil de lo que parecía cuando lo hacía Bryce, y mi primera hora de conducción consistió básicamente en una larga serie de rápidas sacudidas que hacían dar tumbos a la ranchera, seguidas por la tos del motor al calarse. Tras la primera ronda de intentos, Bryce tuvo que ponerse el cinturón.

Por fin conseguí que la furgoneta se moviera y Bryce me hizo acelerar, y cambiar a segunda y tercera, para después repetir todo el proceso de nuevo.

A mediados de semana ya casi no se me calaba el motor; el jueves pude probar las calles del pueblo, y resultó mucho menos peligroso para todos los implicados de lo que se podía suponer, puesto que apenas había tráfico. Giraba demasiado o demasiado poco en los cruces, por lo que pasamos casi todo aquel día practicando la conducción. El viernes, por suerte, ya no me tenía que avergonzar tras el volante, siempre que prestara atención a las curvas, y al final del día, Bryce me abrazó y volvió a decirme que me quería.

Mientras me abrazaba, mi mente no pudo evitar pensar fugazmente que el bebé llegaría en veintisiete días.


No vi a Bryce ese sábado. Después de la clase de conducción del viernes me había explicado que su padre seguía fuera y que pasaría el fin de semana pescando con su abuelo. De modo que fui a la tienda y pasé el rato ordenando los libros por orden alfabético y los videocasetes por categorías. Después hablé de nuevo con Gwen sobre las contracciones prenatales, que habían vuelto a producirse después de un período de relativa calma. Me recordó que era normal, y luego me explicó lo que cabía esperar cuando me pusiera de parto.

Esa noche jugué al gin rummy con mi tía y Gwen. Creí que podría dar la talla, pero resultó que aquellas dos exmonjas estaban hechas unas tahúres y, tras dejar a un lado el mazo, supe qué pasaba exactamente cuando se apagaban las luces en los conventos. Visualicé un ambiente de casino con monjas adornadas con pulseras de oro y gafas de sol sentadas a las mesas forradas de fieltro.

El domingo fue distinto. Gwen vino con el tensiómetro y el estetoscopio y me preguntó lo mismo que el doctor Manos Enormes solía preguntar, pero en cuanto se fue me sentí decaída. No solo no había ido a la iglesia, sino que, además, no tenía casi nada que hacer en relación con mis estudios, aparte de prepararme para los exámenes, puesto que ya había acabado todos los trabajos del semestre. Bryce tampoco me había dejado la cámara, así que tampoco podía hacer fotos. Las pilas del walkman estaban muertas (mi tía me había dicho que me traería algunas más tarde), por lo que no tenía nada que hacer. Supongo que podría haber ido a dar un paseo, pero no quería salir de casa. Hacía un día estupendo, había mucha gente en todas partes, y mi embarazo era tan evidente que salir habría sido como tener dos flechas gigantes de neón señalando mi barriga, para que todo el mundo supiera por qué estaba en Ocracoke.

Al final decidí llamar a mis padres. Tuve que esperar a media mañana debido a la diferencia horaria y, aunque no sabía qué esperar, mi madre y mi padre no me hicieron sentir mucho mejor. No me preguntaron por Bryce o por la fotografía, y cuando mencioné lo avanzada que iba con los estudios, mi madre apenas esperó un segundo para decirme que Morgan había obtenido otra beca, esta vez de los Caballeros de Colón. Cuando me pasaron a mi hermana, su voz denotaba cansancio y estuvo más callada de lo normal. Por primera vez en mucho tiempo, tuve la sensación de que era una auténtica conversación bilateral, y no pude resistirme a hablarle un poco de Bryce y de mi recién descubierta pasión por la cámara. Por la voz pensé que se había quedado pasmada, pero cuando me preguntó cuándo volvería a casa, fui yo quien se quedó estupefacta. ¿Cómo podía no saber nada de Bryce, ni que hacía fotos, o que la fecha prevista para el parto era el 9 de mayo? Al colgar el teléfono, me pregunté si mis padres y Morgan alguna vez hablaban de mí.

Como no tenía nada mejor que hacer, limpié la casa. No solo la cocina, mi cuarto y mi ropa; todo. El baño quedó reluciente, pasé la aspiradora y saqué el polvo, incluso limpié el horno, aunque noté que me dolía la espalda mientras lo hacía, así que seguramente no quedó perfecto. Sin embargo, como la casa era pequeña, todavía tenía que matar el tiempo antes de que mi tía volviera a casa, de modo que fui a sentarme en el porche.

Hacía un día precioso que dejaba sentir la llegada de la primavera. El cielo estaba despejado y las aguas brillaban como una bandeja de diamantes azules, pero la verdad es que no presté demasiada atención al paisaje. Solo podía pensar que me parecía haber desperdiciado el día y que no me quedaba demasiado tiempo en Ocracoke como para perder ni un instante más.


Las clases con Bryce ahora básicamente consistían en prepararme para los exámenes de la semana siguiente, la última tanda de pruebas importante antes de los finales. Como solo tenía que estudiar, las sesiones se fueron acortando; y puesto que ya habíamos analizado todas las fotos del archivo, fuimos revisando un libro sobre fotografía tras otro. Con el tiempo me había dado cuenta de que, aunque casi todo el mundo podía aprender sobre composición y cómo enmarcar una foto si se practicaba lo suficiente, en su máxima expresión, la fotografía era un verdadero arte. Un buen fotógrafo ponía el alma en su trabajo, de manera que la imagen transmitía su propia sensibilidad y perspectiva personal. Dos fotógrafos que tomaran una instantánea del mismo objeto al mismo tiempo podían obtener imágenes asombrosamente distintas, y empecé a comprender que el primer paso para hacer una fotografía excelente era simplemente conocerse a uno mismo.

A pesar del fin de semana que Bryce había pasado pescando, o quizá como consecuencia del mismo, tuve la sensación de que el tiempo que pasábamos juntos tenía ahora otros matices. Claro que nos besábamos y Bryce me decía que me quería, seguía cogiéndome la mano cuando estábamos sentados en el sofá, pero ya no era tan… abierto como me había parecido en el pasado, si es que tal afirmación tiene algún sentido. A veces tenía la impresión de que estaba pensando en otras cosas, algo que no deseaba compartir; incluso en algunos momentos parecía olvidar que yo estaba allí. No sucedía a menudo, y cuando se daba cuenta me pedía perdón por estar distraído, aunque nunca me explicaba qué era lo que le distraía. Y después de cenar, cuando estábamos en el porche despidiéndonos, su comportamiento denotaba inseguridad, como si no quisiera separarse de mí.

A pesar de mi renuencia general a salir de casa, fuimos a dar un paseo por la playa el viernes por la tarde. Éramos los únicos que paseábamos por la orilla y nos cogimos de la mano. Las olas llegaban con su lenta cadencia, los pelícanos rozaban las crestas y, aunque llevábamos la cámara con nosotros, no habíamos hecho ninguna foto. Caí en la cuenta de que no teníamos ni una foto de los dos juntos y de que me gustaría tener alguna. Pero no había nadie que pudiera hacernos una, así que no comenté nada y al final iniciamos el regreso a la ranchera.

—¿Qué quieres hacer este fin de semana? —pregunté.

Dio unos cuantos pasos antes de responder.

—Voy a estar fuera. Tengo que ir a pescar con mi abuelo de nuevo.

Noté que mis hombros se hundían. ¿Acaso había empezado a apartarse de mí para que el momento de la despedida no nos costara tanto? Pero de ser así, ¿por qué seguía diciéndome que me quería? ¿Por qué alargaba tanto los abrazos? En mi confusión, solo fui capaz de obligarme a pronunciar una sola interjección.

—Ah.

Al percibir mi decepción hizo que detuviera mis pasos con suavidad.

—Lo siento. Es simplemente algo que tengo que hacer.

Le miré fijamente.

—¿Me estás ocultando algo?

—No. Nada en absoluto.

Por primera vez desde que estábamos juntos, no le creí.


El sábado, de nuevo aburrida, intenté estudiar para los inminentes exámenes, pensando que cuanto mejor me salieran, más posibilidades tendría de aprobar en caso de que fallara en los finales. Pero como ya había leído todos los temas y acabado los trabajos y, además, llevaba estudiando toda la semana, me pareció que me estaba pasando. Sabía que no iba a tener ningún problema y al final me fui yendo poco a poco hacia el porche.

Sentirme perfectamente preparada y sin ninguna tarea pendiente era una sensación extraña que me hizo caer en la cuenta de por qué Bryce estaba mucho más adelantado académicamente que yo. No se trataba únicamente de que fuera inteligente; aprender en casa implicaba la supresión de todas las actividades no académicas. En el instituto había pausas entre las clases, algunos minutos para que los estudiantes se calmaran antes de empezar cada hora, avisos por megafonía, inscripciones a clubs, simulacros de incendios y prolongados almuerzos que se asemejaban a reuniones sociales. En clase, los profesores a menudo tenían que ralentizar las lecciones en beneficio de los alumnos a los que les costaba aún más que a mí, y todo eso iba sumando para convertirse en horas de tiempo perdido.

Con todo, seguía prefiriendo asistir en persona al instituto. Me gustaba estar con mis amigas y, francamente, la mera idea de pasar día tras día con mi madre me producía escalofríos. Además, las habilidades sociales también eran importantes, y aunque Bryce parecía perfectamente normal, algunas personas (como yo, por ejemplo) salían ganando al relacionarse con los demás. O por lo menos eso era lo que quería creer.

Estaba reflexionando sobre todo aquello mientras esperaba en el porche a que volviera mi tía de la tienda. Mi mente divagó para pensar de nuevo en Bryce, intentando imaginar qué estaría haciendo en el barco. ¿Estaría ayudando a cargar las redes o tendrían una máquina para eso? ¿O tal vez no usaban redes para nada? ¿Estaría destripando el pescado o acaso lo hacían en el muelle? ¿O se encargaba de ello otra persona? Me costaba imaginarlo, sobre todo porque nunca había ido a pescar, nunca había estado en un pesquero y no tenía la menor idea de qué clase de pescado intentaban capturar.

Entonces oí crujir la gravilla de la entrada. Era demasiado temprano para que fuera mi tía, así que no tenía ni idea de quién podía ser. Para mi sorpresa, vi el monovolumen de la familia Trickett y oí el sonido del sistema hidráulico al entrar en funcionamiento. Me agarré a la barandilla y descendí lentamente los escalones; cuando llegué abajo vi a la madre de Bryce acercándose.

—¿Señora Trickett?

—Hola, Maggie. ¿Te pillo en mal momento?

—Para nada —respondí—. Bryce está pescando con su abuelo.

—Lo sé.

—¿Está bien? No se ha caído por la borda ni nada parecido, ¿no? —fruncí el ceño, sintiendo una oleada de ansiedad.

—Lo dudo —me tranquilizó—. Espero que vuelva sobre las cinco.

—¿He hecho algo malo?

—No seas tonta —replicó, deteniéndose al pie de la escalera—. He pasado por la tienda de tu tía hace un rato y me dijo que podía venir a verte. Quiero hablar contigo.

Me sentía rara mirándola desde arriba, de modo que me senté en uno de los escalones. De cerca pude apreciar que estaba tan guapa como siempre, sus ojos como prismas verde esmeralda iluminados por los rayos del sol.

—¿En qué puedo ayudarte?

—Bueno…, lo primero que quería decirte es que estoy realmente impresionada con tu trabajo con la cámara. Tienes un instinto fantástico. Me parece extraordinario lo lejos que has llegado en tan poco tiempo. Tardé años en estar al nivel que tú tienes ahora.

—Gracias. He tenido buenos maestros. —Se llevó las manos al regazo y percibí su incomodidad. Sabía que no había conducido hasta la casa para hablar de fotografía. Me aclaré la garganta y proseguí—: ¿Cuándo vuelve su marido?

—Pronto, creo. No sé la fecha exacta, pero será estupendo tenerle de regreso. No siempre es fácil criar a tres chicos sola.

—Seguro que no lo es. Aunque sus hijos son bastante extraordinarios. Ha hecho un trabajo envidiable.

Desvió la mirada y se aclaró la voz.

—¿Te he contado cómo cambió todo para Bryce después de mi accidente?

—No.

—Obviamente fue una época muy dura, pero por suerte el Ejército permitió a Porter que trabajara desde casa los seis primeros meses, para que pudiera ocuparse de mí y los niños mientras adaptábamos la casa a la silla de ruedas. Pero pasado ese tiempo tuvo que volver a marcharse. Yo todavía sentía muchos dolores y no tenía ni por asomo la movilidad que tengo ahora. Richard y Robert tenían cuatro años y eran muy traviesos. Toneladas de energía, caprichosos con la comida, desordenados. Bryce básicamente se convirtió en el hombre de la casa mientras su padre trabajaba, aunque solo tuviera nueve años. Además de cuidar a sus hermanos, tuvo que cuidarme a mí. Les leía por la noche, jugaba con ellos, cocinaba, los bañaba y los llevaba a la cama. Todo. Pero también tuvo que hacer cosas que un niño nunca debería tener que hacer, como ayudarme en el baño o incluso vestirme. No se quejaba, pero yo me sentía mal por todo eso. Porque tuvo que crecer más rápido que los demás niños. —Suspiró, y me di cuenta de que su rostro aparecía surcado por arrugas de arrepentimiento—. Después, nunca más volvió a comportarse como un niño. No sé si eso ha sido algo positivo o negativo.

Intenté hacer un comentario adecuado, sin éxito.

—Bryce es una de las personas más extraordinarias que he conocido.

Se giró para mirar hacia el mar, pero me pareció que en realidad no lo veía.

—Bryce siempre ha creído que sus hermanos son… mejores que él. Y aunque ambos son brillantes, no son Bryce. Ya los conoces. Por muy listos que sean, no dejan de ser niños. Cuando Bryce tenía su edad, ya era un adulto. Cuando cumplió seis años, anunció que quería ir a West Point. Aunque nuestra familia está vinculada al Ejército, aunque sea el alma mater de Porter, no tuvimos nada que ver con esa decisión. Si por nosotros fuera iría a Harvard. También lo han aceptado allí. ¿Te lo había dicho?

Negué con la cabeza mientras intentaba procesar toda esa información sobre Bryce.

—Nos dijo que no quería que pagáramos nada. Para él era motivo de orgullo poder ir a la universidad sin nuestra ayuda.

—No me extraña, parece su estilo —admití.

—Quiero preguntarte algo —dijo volviéndose finalmente hacia mí—. ¿Sabes por qué Bryce ha estado pescando con su abuelo los últimos fines de semana?

—Supongo que porque su abuelo necesitaba su ayuda y su padre todavía está fuera.

La boca de la señora Trickett dibujó una triste sonrisa.

—Mi padre no necesita la ayuda de Bryce. Normalmente tampoco la de Porter, que sobre todo se ocupa de reparaciones del equipo y el motor, pero en el mar mi padre no necesita a nadie aparte del marinero que lleva trabajando con él desde hace décadas. Mi padre es pescador desde hace más de sesenta años. Porter le acompaña porque le gusta estar al aire libre y estar ocupado, y porque se lleva muy bien con él. El caso es que no sé por qué Bryce le ha acompañado, pero mi padre mencionó que Bryce le había hablado de cosas que le preocupaban.

—¿Como por ejemplo?

Siguió mirándome fijamente a los ojos.

—Entre otras cosas, que se está replanteando su decisión de ir a West Point.

Al oír esas palabras, parpadeé de asombro.

—Pero… eso… no tiene sentido —balbuceé por fin.

—A mi padre también le pareció que no tenía sentido. Y a mí. Todavía no se lo he dicho a Porter, pero dudo que sepa la razón.

—Claro que va a ir a West Point —farfullé—. Hemos hablado de eso muchas veces. Y solo hay que ver cómo ha estado entrenando para prepararse.

—Eso también quería comentártelo —dijo—. Ha dejado de entrenar.

Algo que tampoco me esperaba.

—¿Es por Harvard? ¿Porque prefiere ir allí?

—No lo sé. De ser así seguramente deberá hacerles llegar pronto todo el papeleo. Por lo que yo sé, puede que el plazo ya haya expirado. —Alzó la vista al cielo antes de volver a mirarme—. Pero mi padre me contó que, además, le preguntó un montón de cosas sobre la pesca, los gastos del bote, las facturas de las reparaciones, cosas así. Ha estado dándole la lata sin parar pidiéndole información.

Solo se me ocurrió negar con la cabeza.

—Estoy segura de que no hay de qué preocuparse. No me ha comentado nada al respecto. Y ya sabes que tiene curiosidad por todo.

—¿Cómo le has visto últimamente? ¿Cómo se ha comportado?

—Ha estado un poco raro desde que tuvo que dar a Daisy. Pensé que se debía a que la echaba de menos. —No mencioné los momentos en los que me parecía más cariñoso de lo normal; sentía que era demasiado personal.

La madre de Bryce volvió a escrutar las aguas, tan azules que casi dolían los ojos.

—No creo que tenga nada que ver con Daisy —concluyó. Antes de que pudiera pararme a pensar en todo lo que acababa de decirme, apoyó las manos en las ruedas de la silla, señal obvia de que se disponía a irse—. Solo quería saber si te había comentado algo. Gracias por hablar conmigo. Será mejor que vuelva a casa. Richard y Robert estaban haciendo un experimento científico y solo Dios sabe qué puede pasar.

—Claro.

Hizo girar la silla de ruedas y luego se detuvo para volver a mirarme.

—¿Cuándo está previsto que llegue el bebé?

—El 9 de mayo.

—¿Vendrás a casa a despedirte?

—Quizás. Estoy intentando no llamar demasiado la atención. Pero quiero daros las gracias a todos por ser tan amables acogiéndome.

Asintió como si ya esperara esa respuesta, pero seguía pareciendo intranquila.

—¿Quieres que intente hablar con él? —exclamé mientras seguía dirigiéndose en su silla de ruedas al monovolumen.

Se limitó a despedirse con un movimiento de la mano y respondió por encima del hombro.

—Tengo la sensación de que es él quien va a querer hablar contigo.


Todavía estaba sentada en los escalones cuando mi tía volvió de la tienda una hora más tarde. La observé mientras aparcaba y vi que me miraba con extrañeza antes incluso de salir del coche.

—¿Estás bien? —preguntó, deteniéndose ante mí.

Al ver que negaba con la cabeza, me ayudó a levantarme. Ya en el interior, me condujo a la mesa de la cocina y se sentó frente a mí. Al final me cogió la mano.

—¿Quieres contarme qué ha pasado?

Hice una respiración profunda y se lo expliqué todo, y cuando acabé, la expresión de su cara era amable.

—Me pareció que estaba preocupada por Bryce cuando la vi antes.

—¿Qué debería decirle? ¿Debería hablar con él? ¿Debería decirle que tiene que ir a West Point? ¿O por lo menos que hable con sus padres sobre ello?

—¿Se supone que estás al corriente de todo esto?

Cabeceé para decir que no y luego añadí:

—No sé qué le pasa.

—Seguramente sí que lo sabes.

«Realmente tú sí que lo sabes», quería decir.

—Pero sabe que tengo que irme —protesté—. Lo ha sabido todo el tiempo. Hemos hablado de eso muchas veces.

Parecía estar reflexionando sobre su respuesta.

—Tal vez —dijo en un tono suave— no le haya gustado que se lo dijeras.


No dormí bien esa noche y el domingo me sorprendí deseando haber hecho la maratón de doce horas para ir a la iglesia como distracción del torbellino de mis pensamientos. Cuando llegó Gwen para ver cómo estaba apenas podía concentrarme y cuando se fue me sentí aún peor. Daba igual en qué rincón de la casa estuviera, allí donde iba me seguía mi desasosiego, suscitando una pregunta tras otra. Ni siquiera las ocasionales contracciones me distrajeron durante demasiado tiempo, de tan habituada como estaba a esos espasmos. Estaba exhausta de preocupación.

Era el 21 de abril. El bebé debía llegar en dieciocho días.


Cuando Bryce llegó a casa el lunes por la mañana no explicó gran cosa del fin de semana. Le pregunté con naturalidad y comentó que tuvieron que ir más lejos de la costa de lo planeado en un principio, que la temporada del atún claro se había adelantado y en ambos días habían conseguido buenas capturas. No dijo nada de la razón por la que había desaparecido durante los últimos dos fines de semana, ni tampoco habló de sus planes para la universidad y, sintiéndome insegura, no quise insistir.

En su lugar, seguimos con las clases, casi como si no pasara nada raro. Más dedicación al estudio, aún más fotografía. Para entonces ya conocía la cámara como la palma de mi mano y podía hacer los ajustes necesarios con los ojos cerrados; prácticamente había memorizado los aspectos técnicos de cada foto del archivo y comprendido los errores que había cometido en las mías. Cuando mi tía llegó a casa preguntó a Bryce si tenía un par de minutos para ayudarla a instalar más estantes para la sección de libros de la tienda. Aceptó de buen grado y yo me quedé en casa.

—¿Qué tal ha ido? —pregunté cuando mi tía volvió.

—Es como su padre. Sabe hacer de todo —comentó maravillada.

—¿Cómo estaba?

—No hizo preguntas ni comentarios extraños, si eso es lo que quieres saber.

—También parecía estar bien hoy mientras estaba conmigo.

—Eso es bueno, ¿no?

—Supongo.

—Se me olvidó decírtelo antes, pero hablé con el director y con tus padres hoy sobre los estudios.

—¿Por qué?

Me lo explicó y, aunque estaba de acuerdo, debía haber algo en mi expresión que la dejó intranquila.

—¿Estás bien?

—No lo sé —reconocí. Y aunque Bryce había actuado como si todo fuera normal, creo que él también se sentía inseguro.


El resto de la semana pasó sin mayor novedad, con excepción de que Bryce se quedó a cenar con nosotras el martes y el miércoles. El jueves, después de haber hecho tres exámenes y de que mi tía hubiera vuelto a la tienda, me pidió que volviera a salir con él a cenar el viernes, pero yo decliné velozmente la invitación.

—La verdad es que no quiero dejarme ver en público.

—Entonces podemos cenar aquí. Y después podemos ver una película.

—No tenemos televisor.

—Puedo traer el mío, junto con el reproductor de vídeo. Podríamos ver Dirty Dancing o cualquier otra cosa.

—¿Dirty Dancing?

—A mi madre le encanta. Yo no la he visto.

—¿Cómo es posible que no hayas visto Dirty Dancing?

—Por si no te has dado cuenta no hay cine en Ocracoke.

—Salió cuando eras un niño pequeño.

—He estado ocupado.

Me reí.

—Voy a tener que preguntarle a mi tía si le parece bien.

—Ya lo sé.

Tras responder, mi mente de pronto se acordó de la visita de su madre el fin de semana anterior.

—¿Tenemos que quedar temprano? ¿Vas a irte a pescar el sábado otra vez?

—Estaré aquí este fin de semana. Quiero enseñarte algo.

—¿Otro cementerio?

—No. Pero creo que te gustará.


Tras acabar los exámenes el viernes por la mañana con resultados satisfactorios, la tía Linda no solo accedió a nuestra cita, sino que, además, dijo que le gustaría pasar una velada en casa de Gwen.

—No será una cita si me quedo sentada con vosotros en el sofá. ¿A qué hora quieres que me vaya?

—¿A las cinco te va bien? —preguntó Bryce—. Así me dará tiempo de preparar la cena.

—Me parece bien, pero supongo que volveré hacia las nueve.

Una vez se hubo marchado de nuevo a la tienda, Bryce mencionó que su padre regresaría a casa la semana siguiente.

—No estoy seguro de qué día, pero sé que mi madre se alegra de ello.

—¿Tú no?

—Claro que sí —afirmó—. Todo es más fácil cuando él está en casa. Los gemelos no son tan insoportables.

—Tu madre parece tenerlo todo bajo control.

—Sí. Pero no le gusta tener que hacer siempre el papel de gruñona.

—No me la puedo imaginar riñendo a nadie.

—No dejes que las apariencias te engañen. Puede ser muy dura cuando es necesario.


Bryce se fue a media tarde para ocuparse de unas cuantas tareas domésticas. Hice una siesta a última hora y al despertar me miré en el espejo. Hasta los vaqueros elásticos (los pantalones más grandes que tenía) empezaban a apretarme, y las camisetas y jerséis que mi madre me había comprado por Navidad quedaban tirantes por encima de la barriga.

Sin la menor posibilidad de tener un aspecto arrebatador gracias a la ropa, fui un poco más atrevida de lo habitual con el maquillaje, básicamente haciendo uso de mis habilidades con el lápiz de ojos, dignas de Hollywood; aparte del Photoshop, utilizar el delineador es lo único en lo que he demostrado tener un talento natural. Cuando salí del baño, hasta mi tía me miró dos veces.

—¿Demasiado? —pregunté.

—No soy quién para emitir el juicio más adecuado en esas cosas —dijo—. Yo no me maquillo, pero creo que estás despampanante.

—Estoy harta de estar embarazada —gimoteé.

—Todas las mujeres que están de treinta y ocho semanas están hartas a esas alturas. Algunas de las chicas con las que trabajaba empezaban a hacer rotaciones con la pelvis con la esperanza de provocar el parto.

—¿Y funcionaba?

—No puedo afirmarlo con seguridad. Una pobre chica estuvo embarazada dos semanas más de lo previsto y se pasaba horas haciendo esos ejercicios, llorando de frustración. Se sentía fatal.

—¿Por qué el doctor no provocó el parto?

—Era un hombre bastante conservador. Le gustaba que los embarazos siguieran su curso natural. A menos, claro está, que la vida de la mujer estuviera en peligro.

—¿En peligro?

—Sí —explicó—, la preclampsia puede ser muy peligrosa, por ejemplo. Hace que la presión sanguínea suba por la nubes. Pero a veces hay otras complicaciones.

Había intentado evitar pensar en esas cosas y me había saltado los capítulos de contenido aterrador del libro que mi madre me dio.

—No me va a pasar nada, ¿no?

—Claro que no —respondió, apretando mi hombro con suavidad—. Eres joven y estás sana. Además, Gwen ha estado controlándote y dice que todo va estupendamente.

Asentí, pero no pude evitar darme cuenta de que las otras chicas de las me había hablado también eran jóvenes y estaban sanas.


Bryce llegó temprano con una bolsa de la compra. Habló un momento con mi tía antes de que esta se fuera y luego volvió a la furgoneta para traer el televisor y el aparato de vídeo. Estuvo un rato conectándolo todo en la sala de estar, se aseguró de que el sistema funcionaba y luego se puso manos a la obra en la cocina.

Con los pies doloridos y la desagradable sensación de una nueva contracción, tomé asiento ante la mesa de la cocina. Cuando el espasmo remitió pude volver a respirar con normalidad.

—¿Quieres que te ayude? —pregunté.

No me molesté en ocultar lo poco que me entusiasmaba la idea y evidentemente Bryce se dio cuenta.

—Pues podrías salir y hacer leña para el fuego.

—Ja, ja.

—No te preocupes. Lo tengo todo controlado. No es tan complicado.

—¿Qué estás preparando?

—Ternera Strogonoff y una ensalada. Mencionaste una vez que era uno de tus platos favoritos y Linda me dio la receta.

Había estado en casa tantas veces que no necesitaba ayuda para encontrar los cuchillos ni la tabla de cortar. Le observé mientras cortaba en dados pepinos y tomates, además de lechuga, para la ensalada; luego cebollas, champiñones y la carne para el plato principal. Puso una olla al fuego para cocer los tallarines al huevo, enharinó la carne y añadió especias, y luego la doró en mantequilla y aceite de oliva. Salteó las cebollas y los champiñones en la misma sartén que la carne e incorporó de nuevo los filetes junto con caldo de ternera y crema de champiñones. Yo sabía que la nata agria se añadía al final; había visto a mi tía preparar ese plato en más de una ocasión.

Mientras cocinaba charlamos sobre mi embarazo y cómo me sentía. Cuando volví a preguntarle por las jornadas de pesca con su abuelo, no dijo nada de lo que preocupaba tanto a su madre. En lugar de eso, me describió cómo era salir al amanecer, con un dejo de añoranza en su tono de voz.

—Mi abuelo simplemente sabe dónde están los peces —explicó—. Salimos al mismo tiempo que otros cuatro botes, cada uno en una dirección distinta. Y siempre capturamos más que los demás.

—Tiene mucha experiencia.

—Los otros pescadores también —replicó—. Algunos llevan casi el mismo tiempo pescando que él.

—Parece un hombre interesante —observé—. Aunque siga sin entender una palabra de lo que dice.

—¿Te comenté que Richard y Robert están aprendiendo el dialecto? Lo que no es nada fácil, puesto que no hay ningún libro con el que estudiarlo. Han pedido a mi madre que haga grabaciones para luego memorizarlas.

—¿Y tú no?

—He estado demasiado ocupado dando clases a esa chica de Seattle. Eso me ha llevado mucho tiempo.

—Te refieres a esa chica guapa y brillante, ¿no?

—¿Cómo lo sabes? —respondió con una mueca.

Cuando la cena estuvo lista, conseguí reunir la energía para poner la mesa; en un bol aparte estaba la ensalada. También había traído limonada en polvo, que mezclé con agua en una jarra antes de sentarnos a cenar.

La cena era deliciosa y anoté mentalmente que debía pedir la receta antes de irme. Durante casi toda la velada hablamos de nuestras respectivas infancias, cada uno de sus recuerdos suscitaba uno de los míos y viceversa. A pesar de mi enorme panza, o quizá debido a ella, no pude comer demasiado, pero Bryce volvió a servirse y no pasamos a la sala de estar hasta las seis y media.

Me recliné en Bryce mientras veíamos la película y él me rodeó los hombros con el brazo. Parecía que le gustaba y, aunque yo ya la había visto cinco o seis veces, también la estaba disfrutando. Era una de mis favoritas, junto con Pretty Woman. Llegado el punto culminante de la película (cuando Johnny alza a Baby en la pista de baile delante de sus padres), las lágrimas acudieron a mis ojos, como siempre. Cuando salieron los créditos, Bryce me miró asombrado.

—¿En serio? ¿Estás llorando?

—Estoy embarazada y alterada por las hormonas. Claro que estoy llorando.

—Pero si bailaban muy bien. Ninguno se ha hecho daño y ella no lo ha estropeado todo.

Sabía que solo estaba tomándome el pelo y me levanté del sofá para coger una caja de pañuelos de papel. Me soné la nariz y con ello se acabó mi intento de resultar atractiva, aunque con mi barriga era consciente de que mi aspecto distaba considerablemente de tener glamour. Mientras tanto, Bryce parecía más satisfecho consigo mismo de lo normal, y cuando volví a sentarme en el sofá, puso de nuevo su brazo alrededor de mis hombros.

—No creo que vuelva al instituto —dije.

—¿Nunca?

Puse los ojos en blanco.

—Me refería a cuando vuelva a casa. Mi tía habló con mis padres y el director y van a dejarme hacer los finales en casa. Volveré a asistir a las clases en otoño.

—¿Es eso lo que tú quieres?

—Creo que resulta extraño reaparecer justo antes de las vacaciones de verano.

—¿Cómo van las cosas con tus padres? ¿Sigues hablando con ellos una vez a la semana?

—Sí. Aunque no hablamos durante mucho rato.

—¿Te dicen que te echan de menos?

—A veces. No siempre. —Me moví un poco para acomodarme en el abrigo que me ofrecían sus brazos—. No son gente sensiblera.

—Con Morgan sí lo son.

—No realmente. Están orgullosos de ella y presumen de que es su hija, pero eso es diferente. En lo más profundo sé que nos quieren a las dos. Para mis padres, enviarme aquí es una demostración de cuánto me quieren.

—¿Aunque fuera tan duro para ti?

—Ha sido también duro para ellos. Para la mayoría de los padres creo que mi situación lo sería.

—¿Y qué hay de tus amigas? ¿Sabes algo de ellas?

—Morgan me ha dicho que vio a Jodie en el baile del instituto. Supongo que algún chico de último curso la invitó, pero no sé quién era.

—¿No es un poco pronto para el baile de fin de curso?

—En nuestro instituto siempre se celebra en abril. No me preguntes por qué. Nunca se me ha ocurrido pensarlo.

—¿Tenías ganas de ir?

—Tampoco se me ha ocurrido nunca. Supongo que iría si alguien me lo pidiera, según qué chico fuera, no lo sé. Pero quién sabe si mis padres me dejarían ir, incluso aunque me invitaran.

—¿Estás nerviosa por cómo será la relación con tus padres cuando vuelvas?

—Un poco —admití—. Pero puedo imaginar que no me dejarán volver a salir de casa hasta que tenga dieciocho.

—¿Y la universidad? ¿Has cambiado de opinión? Creo que podrías ir sin problema.

—Quizá si tuviera un profesor particular todo el tiempo.

—Entonces…, a ver si me aclaro. Puede que te quedes encerrada en casa hasta los dieciocho, tal vez tus amigas se han olvidado de ti y tus padres últimamente ni siquiera te han dicho que te echan de menos. ¿Lo he entendido bien?

Sonreí, consciente de que aquello rayaba en el melodrama, aunque era la verdad.

—Siento ser tan deprimente.

—No lo eres —replicó.

Alcé la cabeza y cuando nos besamos noté sus manos sobre mi pelo. Quería decirle que iba a echarle de menos, pero sabía que eso haría que volviera a llorar. En lugar de eso, susurré:

—Ha sido una noche perfecta.

Volvió a besarme antes de quedarse mirándome a los ojos.

—Cada noche contigo es perfecta.


Bryce vino al día siguiente, el último domingo de abril, y parecía ser el mismo de siempre. Su madre había pedido un nuevo libro de fotografía en una tienda de Raleigh y pasamos un par de horas hojeándolo. Preparamos el almuerzo con las sobras del día anterior y después fuimos a pasear por la playa. Mientras deambulábamos por la arena, me pregunté si era la playa el lugar que había mencionado el jueves y al que quería llevarme. Pero como no dijo nada al respecto, poco a poco me hice a la idea de que simplemente quería sacarme de casa un rato. Casi no parecía real que su madre hubiera venido a verme la semana anterior.

—¿Qué tal va el entrenamiento? —pregunté por fin.

—No he hecho gran cosa en las últimas dos semanas.

—¿Por qué no?

—Necesitaba descansar.

No es que la explicación fuera muy explícita… Aunque tal vez sí lo era, y su madre había sacado demasiadas conclusiones.

—Bueno —empecé a decir—, durante mucho tiempo has estado entrenando mucho. Vas a darles mil vueltas a tus compañeros.

—Ya veremos.

«Otra no-respuesta.» A Bryce a veces se le daba igual de bien que a mi tía hacer uso de la ambigüedad. Antes de que me dejara intentar aclararlo, cambió de tema.

—¿Sigues llevando la cadena que te regalé?

—Todos los días —respondí—. Me encanta.

—Cuando pedí que hicieran la inscripción, pensé en la posibilidad de poner mi nombre, para que recordaras quién te la había dado.

—Nunca lo olvidaré. Además, me gusta lo que dice.

—Fue idea de mi padre.

—Estoy segura de que te alegras de verle, ¿verdad?

—Sí. Hay algo que quiero contarle.

—¿El qué?

En lugar de responder, simplemente me apretó la mano, y entonces sentí una repentina palpitación provocada por el miedo, ante la idea de que, por muy normal que pareciera en la superficie, no podía saber qué le estaba pasando en realidad por la cabeza.


El domingo por la mañana vino Gwen a ver cómo estaba y me comunicó que «estaba a punto», algo que el espejo ya me había dejado bastante claro.

—¿Cómo son las contracciones?

—Molestas —contesté.

Gwen ignoró mi comentario.

—Tal vez deberías empezar a pensar en preparar una bolsa para el hospital.

—Todavía queda tiempo, ¿no crees?

—Hacia el final es imposible predecir nada. A algunas mujeres se les avanza el parto; otras tienen que esperar más de lo previsto.

—¿Cuántos bebés has traído al mundo? Creo que nunca te lo he preguntado.

—No puedo acordarme exactamente. ¿Tal vez cien?

Abrí los ojos perpleja.

—¿Has ayudado a que nacieran cien bebés?

—Más o menos. Hay otras dos mujeres embarazadas en la isla ahora mismo. Seguramente tendré que asistirlas en el parto.

—¿Te molesta que haya preferido ir al hospital?

—Para nada.

—Quiero agradecerte también que te hayas quedado los domingos para ver cómo estaba todo.

—No habría estado bien dejarte sola. Eres joven todavía.

Asentí, aunque una parte de mí se preguntó si alguna vez volvería a sentirme joven.


Bryce se presentó en casa poco después, ataviado con pantalones de color caqui, un polo y mocasines, vestimenta que le hacía parecer mayor y más serio de lo habitual.

—¿Por qué te has vestido así? —pregunté.

—Hay algo que quiero enseñarte. Lo que te mencioné hace un par de días.

—¿La otra cosa que no era un cementerio?

—Eso es. Pero no te preocupes. Acabo de pasar por delante y no hay nadie.

Alargó el brazo para cogerme de la mano y besó el dorso de la misma.

—¿Estás lista?

De repente supe que había planeado algo importante y di un pequeño paso atrás.

—Deja que me cepille el pelo un momento.

Ya me había peinado antes, pero quería estar sola un instante en mi dormitorio, deseando que hubiera una forma de volver atrás por unos minutos y volver a empezar desde que entró en casa. Aunque el Bryce de los últimos tiempos me había parecido raro, la versión de hoy era totalmente nueva, y solo se me ocurrió pensar que habría preferido que viniera la versión más antigua de Bryce. Deseaba verle en vaqueros, con la chaqueta de color verde oliva, con un archivo de fotos bajo el brazo; sentado a la mesa, ayudándome con las ecuaciones o haciéndome una prueba de vocabulario en español; quería que Bryce me abrazara como aquella noche en la playa con la cometa, cuando todo parecía estar justo como debía ser en el mundo.

Pero el nuevo Bryce, el que vestía de punta en blanco y me besaba la mano, me estaba esperando, y cuando empezamos a bajar los escalones sentí otra contracción. Tuve que aferrarme a la barandilla y Bryce me miró con expresión preocupada.

—Ya queda poco, ¿no?

—Once días, arriba o abajo —contesté, con un gesto de dolor. Cuando por fin pasó el espasmo y supe que podía moverme sin problemas, descendí el resto de la escalera con andares de pato. De la caja de la ranchera Bryce cogió un pequeño taburete para que pudiera subir, igual que el día que fuimos a la playa.

El trayecto duró pocos minutos y ni siquiera me di cuenta de que ya habíamos llegado hasta que apagó el motor al final de una pista de tierra. Al otro lado del parabrisas vi una pequeña casita. A diferencia de la de mi tía los vecinos más próximos apenas se intuían tras los árboles, y tampoco podía verse el agua. La edificación en sí misma era más pequeña que la casa de mi tía, no estaba tan elevada del suelo y parecía aún más desvencijada. La madera de la tarima estaba descolorida y desconchada, la barandilla del porche delantero parecía estar oxidada y advertí terrones de musgo entre las tejas. Cuando vi un letrero que anunciaba que se alquilaba sentí una repentina punzada de terror y se me atragantó la respiración en la garganta cuando mi mente encajó las piezas.

Perdida en mi aturdimiento, no oí salir a Bryce de la furgoneta, y de pronto estaba a mi lado. Ya había abierto la puerta y había colocado el taburete en su sitio. Me ofreció el brazo para bajar y mi cerebro no paraba de repetir «no…».

—Sé que lo que estoy a punto de decir te parecerá una locura en un primer momento, pero he estado pensándolo mucho durante las últimas semanas. Créeme cuando te digo que es la única solución que tiene sentido.

Cerré los ojos.

—Por favor —susurré—. No.

Continuó, como si no me hubiera oído. O quizá, pensé, no lo había dicho en voz alta, solo lo había pensado, porque nada de aquello parecía real. Tenía que ser un sueño…

—Desde el primer día que te conocí, me di cuenta de lo especial que eras —comenzó Bryce. Su voz parecía cercana y distante a un tiempo—. Y cuanto más tiempo pasábamos juntos, más seguro estaba de que nunca encontraría a nadie como tú. Eres guapa, lista y amable, tienes un gran sentido del humor, y todo eso me hace quererte de una forma en la que nunca seré capaz de amar a ninguna otra persona.

Abrí la boca para decir algo, pero no conseguí decir nada. Bryce prosiguió, cada vez más rápido.

—Sé que vas a tener al bebé y que deberías irte justo después, pero hasta tú misma admites que volver a casa será todo un desafío. No tienes buena relación con tus padres, no sabes qué pasará con tus amigas, y te mereces algo más que eso. Ambos merecemos algo más, y por eso te he traído aquí. Por eso fui a pescar con mi abuelo.

«No, no, no, no…»

—Podemos quedarnos aquí —continuó—. Tú y yo. No tengo que ir a West Point y tú no tienes que volver a Seattle. Puedes estudiar desde casa, como hice yo, y estoy seguro de que podemos conseguir que te gradúes el año que viene, incluso aunque decidas quedarte con el bebé. Y después de eso, tal vez quieras ir a la universidad, o quizá vayamos los dos. Encontraremos la manera, tal como mis padres hicieron.

—¿Quedarme con el bebé? Solo tengo dieciséis años… —conseguí decir finalmente con un gruñido.

—En Carolina del Norte al tener un bebé se puede hacer una solicitud a los tribunales para que te permitan quedártelo. Si vivimos juntos aquí, podrás emanciparte. Es un poco complicado, pero sé que encontraremos la forma de conseguirlo.

—Para por favor —susurré, sabedora de que, de algún modo, esperaba algo así desde el momento en que me besó la mano.

De pronto Bryce pareció darse cuenta de lo abrumada que me sentía.

—Sé que es demasiado para asimilarlo ahora mismo, pero no quiero perderte. —Hizo una respiración profunda—. El caso es que he encontrado la manera de seguir juntos. Tengo suficiente dinero en el banco como para costear el alquiler de esta casa durante casi un año, y sé que trabajando con mi abuelo puedo ganar suficiente para pagar el resto de las facturas sin que tengas que trabajar. Puedo ayudarte con los estudios y nada me gustaría más que ser el padre de tu bebé. Prometo quererla y adorarla y tratarla como a mi propia hija, incluso adoptarla, si estás dispuesta a permitírmelo. —Alargó un brazo para sujetar mi mano, antes de apoyarse sobre una rodilla—. Te quiero, Maggie. ¿Me quieres?

Aunque sabía adónde quería llegar, no podía mentirle.

—Sí, te quiero.

Alzó la mirada hacia mí, suplicándome con los ojos.

—¿Quieres casarte conmigo?


Algunas horas más tarde seguía sentada en el sofá, esperando a que volviera mi tía en lo que solo puede compararse a un síndrome de estrés postraumático. Incluso mi vejiga parecía sometida por el aturdimiento. En cuanto mi tía llegó a casa debió advertir mi expresión y de inmediato tomó asiento a mi lado. Cuando me preguntó qué había pasado, se lo conté todo, pero hasta que no hube acabado no formuló la pregunta obvia.

—¿Y qué respondiste?

—No fui capaz de decir nada. Todo me daba vueltas, como si estuviera en medio de un remolino, y al ver que no respondía, Bryce al final me dijo que no tenía que contestar en ese momento. Pero me pidió que lo pensara.

—Me temía que esto podía pasar.

—¿Lo sabías?

—Conozco a Bryce. No tan bien como tú, obviamente, pero sí lo suficiente como para que esto no me haya pillado completamente por sorpresa. Creo que su madre estaba preocupada porque algo así pudiera suceder.

No cabía la menor duda, y me pregunté por qué yo era la única que no lo había visto venir.

—Por mucho que lo ame, no puedo casarme con él. No estoy preparada para ser madre, ni la esposa de nadie, ni siquiera para ser adulta todavía. Vine aquí con el simple deseo de que todo esto quedara atrás, para poder volver a mi vida normal, aunque sea bastante aburrida. Y tiene razón cuando dice que no es que todo sea estupendo con mis padres, mi hermana y todo lo demás, pero, aun así, sigue siendo mi familia.

Mientras decía aquello, mis ojos se llenaron de lágrimas y empecé a llorar. No pude evitarlo. Me odiaba a mí misma por eso, aunque sabía que estaba diciendo la verdad.

La tía Linda me cogió de la mano y la apretó suavemente.

—Eres más sabia y madura de lo que crees.

—¿Qué voy a hacer?

—Vas a tener que hablar con él.

—¿Y qué le digo?

—Tendrás que decirle la verdad. Se lo merece.

—Va a odiarme.

—Lo dudo —dijo en un tono suave—. ¿Qué hay de Bryce? ¿Crees que realmente se lo ha pensado bien? ¿Que de veras está preparado para ser marido y padre? ¿Para vivir en Ocracoke como pescador o haciendo trabajillos? ¿Para abandonar su sueño de ir a West Point?

—Dijo que eso era lo que deseaba.

—¿Y tú quieres eso para él?

—Quiero… —¿Qué es lo que quería para él? ¿Que fuera feliz? ¿Que tuviera éxito? ¿Que persiguiera sus sueños? ¿Que se convirtiera en una versión adulta del joven al que había aprendido a amar? ¿Que se quedara conmigo para siempre?—. Simplemente no quiero ser un lastre en su vida —dije por fin.

Esbozó una sonrisa que no conseguía ocultar su expresión de tristeza.

—¿Crees que lo serías?


Sentía una ansiedad que hizo imposible un descanso reparador, y quizá por el trauma sufrido, las contracciones regresaron vengativas, haciendo notar su presencia toda la noche. Casi cada vez que estaba a punto de dormirme me sobrevenía una nueva contracción y tenía que aferrarme a osita-Maggie con fuerza para poder soportarla. El lunes me levanté exhausta, pero, aun así, las contracciones no cesaron.

Bryce no vino a la hora acostumbrada y yo no estaba de humor para estudiar. En su lugar, me pasé casi toda la mañana en el porche, pensando en Bryce. Mi mente revoloteaba de una de las decenas de conversaciones imaginarias a otra, ninguna de ellas lo bastante buena, incluso mientras me recordaba a mí misma que todo el tiempo había sido consciente de que enamorarnos haría que nuestra despedida fuera inevitablemente horrible y dolorosa. Solo que nunca había esperado que lo fuera tanto.

Con todo, sabía que vendría. Mientras el sol de la mañana calentaba gradualmente el aire, casi podía sentir su espíritu. Me lo imaginé en su cama, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza y la mirada fija en el techo. De vez en cuando miraría de reojo el reloj, preguntándose si todavía necesitaría más tiempo antes de poder darle una respuesta. Sabía que quería que le dijera que sí, pero ¿qué creía que pasaría en ese caso? ¿Esperaba que fuéramos los dos a su casa para contárselo a su madre y que ella se alegrara? ¿Esperaba poder escuchar la conversación telefónica con mis padres en la que se lo diría? ¿No sabía que se opondrían a la idea de la emancipación? ¿Y si sus padres dejaban de hablarle? En todo caso, esas preguntas ignoraban el hecho de que solo tenía dieciséis años y que en absoluto estaba preparada para la clase de vida que me había propuesto.

Tal como tía Linda había dado a entender, no parecía que realmente hubiera tenido en cuenta todas las consecuencias. Tenía la impresión de que veía la respuesta a través de una lente centrada únicamente en nosotros dos, como si nadie más fuera a verse afectado. Por muy romántico que sonara, no se ajustaba a la realidad, y, además, ignoraba mis sentimientos.

Creo que eso era lo que más me molestaba. Conocía a Bryce lo bastante bien como para suponer que los argumentos tenían sentido para él. Solo se me ocurría que, al igual que yo, sospechaba que una relación a larga distancia no funcionaría. Podríamos escribirnos cartas y llamarnos (aunque las llamadas fueran más caras), pero ¿cuándo podríamos volver a vernos? Si tenía dudas acerca de si mis padres me dejarían volver a salir, no había la más mínima posibilidad de que me dejaran ir a la costa este a visitarle. No hasta que me graduara, e incluso entonces, si seguía viviendo con mi familia, tal vez tampoco se mostrarían de acuerdo. Eso significaba como mínimo dos años, tal vez más. ¿Y él? ¿Podría volar a Seattle en verano? ¿O acaso tendría West Point programas de liderazgo obligatorios cuando acababa el curso en la academia? Una parte de mí pensaba que era bastante probable, e incluso de no ser así, Bryce era la clase de persona que normalmente se apuntaría a unas prácticas en el Pentágono o algo semejante. Y estando tan unido a su familia, también tendría que pasar algún tiempo con ellos.

¿Era posible seguir queriendo y estar con alguien con quien nunca se convivía?

Caí en la cuenta de que para Bryce la respuesta era no. Algo en su interior necesitaba verme, abrazarme, tocarme. Besarme. Sabía que, si regresaba a Seattle y él se iba a West Point, no solo todas esas cosas serían imposibles, sino que ni siquiera tendríamos esos simples momentos compartidos que hicieron que nos enamorásemos. No estudiaríamos sentados a la mesa, ni pasearíamos por la playa; no pasaríamos tardes haciendo fotos o revelándolas en el cuarto oscuro. No habría almuerzos ni cenas, ni películas sentados en el sofá. Él viviría su vida y yo la mía, creceríamos y cambiaríamos, y la distancia nos pasaría factura, como las gotas de agua que van erosionando una piedra. Conocería a alguien, o tal vez yo lo haría, y al final nuestra relación llegaría a su fin, dejando en su estela únicamente nuestros recuerdos de Ocracoke.

Para Bryce, podíamos estar juntos o no; no había escala de grises, porque cualquier posible tonalidad conducía a la misma inevitable conclusión. Y debo admitir que seguramente tenía razón. Pero como le amaba, y aunque sabía que se me rompería el corazón, de pronto supe qué era exactamente lo que debía hacer.


Esa súbita comprensión estoy casi segura de que fue lo que provocó una nueva contracción, la más fuerte hasta entonces. Duró lo que se me antojó como una eternidad, pero finalmente se desvaneció pocos minutos antes de que viniera Bryce. A diferencia del día anterior, llevaba vaqueros y una camiseta, y aunque sonreía, parecía sentirse indeciso. Como hacía un día agradable, le hice señas para que se dirigiera a las escaleras. Nos sentamos en el mismo sitio desde el que había hablado con su madre.

—No puedo casarme contigo —dije sin titubear. Observé que de inmediato bajaba la mirada y entrelazaba las manos, y la visión me resultó dolorosa—. No es porque no te quiera, porque sí te amo. Tiene que ver conmigo y con quién soy. Y con quién eres tú.

Me miró por encima de su hombro.

—Soy demasiado joven para ser madre y esposa de nadie. Y tú eres demasiado joven para ser marido y padre, especialmente porque la niña ni siquiera sería tuya. Pero creo que eso ya lo sabes. Lo cual significa que querías que dijera que sí por las razones erróneas.

—¿De qué estás hablando?

—No quieres perderme —respondí—. Eso no es lo mismo que querer estar conmigo.

—Eso quiere decir exactamente lo mismo —protestó.

—No. Querer a alguien es algo positivo. Tiene que ver con el amor, el respeto y el deseo. Pero no querer perder a alguien no va de eso. Tiene que ver con el miedo.

—Pero yo sí te quiero. Y te respeto…

Le cogí una mano para conminarle a que no siguiera.

—Lo sé. Y creo que eres el chico más extraordinario, inteligente, amable y atractivo que he conocido nunca. Me da miedo pensar que he conocido al amor de mi vida a los dieciséis, pero tal vez sea así. Y quizás esté cometiendo el mayor error de mi vida al decirte esto. Pero no soy lo que te conviene, Bryce. Ni siquiera me conoces de verdad.

—Claro que te conozco.

—Te enamoraste de la versión solitaria y varada de mí, embarazada a los dieciséis, que, además, resulta que era la única chica en Ocracoke más o menos de tu edad. Apenas me reconozco a mí misma y me cuesta recordar quién era antes de venir aquí. Lo que significa que no tengo ni idea de en quién voy a convertirme dentro de un año y sin estar embarazada. Tú tampoco lo sabes.

—Eso es una estupidez.

Me obligué a mí misma a mantener un tono de voz calmado.

—¿Sabes qué he venido pensando desde que nos conocimos? He intentado visualizar cómo serás cuando seas adulto. Porque te miro y veo a alguien que seguramente podría llegar a presidente, si te lo propones. O ser piloto de helicóptero, ganar un millón de dólares, o ser el próximo Rambo, o convertirte en astronauta, o cualquier otra cosa, porque tu futuro es ilimitado. Tienes un potencial que muchas personas solo pueden imaginar en sueños, simplemente por ser tú. Y nunca podría pedirte que renuncies a esa clase de oportunidades.

—Ya te dije que podría ir a la universidad el año que viene…

—Sé que puedes —dije—. Igual que sé que en todo momento me has tenido en cuenta al tomar esa decisión. Pero eso también implica unas limitaciones, y no podría vivir conmigo misma pensando que mi presencia en tu vida podría significar arrebatarte algo.

—¿Y si esperamos unos cuantos años? ¿Hasta que me gradúe?

Alcé una ceja.

—¿Un largo noviazgo?

—No tiene por qué ser un noviazgo. Podemos salir.

—¿Cómo? No podremos vernos.

Al verle cerrar los ojos, supe que mis pensamientos anteriores a su llegada estaban en lo cierto. Había algo en él que no solo me quería, sino que me necesitaba.

—Tal vez podría ir a la universidad más cercana, en Washington —murmuró.

Supe que se estaba aferrando a lo que fuera, poniéndomelo más difícil. Pero no tenía elección.

—¿Y abandonar tus sueños? Sé que siempre has querido ir a West Point, y yo también lo deseo. Me rompería el corazón pensar que has renunciado a uno solo de tus sueños por mí. Lo que más deseo es que sepas que te quiero lo bastante como para nunca arrebatarte algo así.

—¿Qué vamos a hacer entonces? ¿Simplemente separarnos como si lo nuestro nunca hubiera sucedido?

Sentí que mi propia tristeza lo llenaba todo como un globo que se estuviera inflando.

—Podemos fingir que fue un bonito sueño, uno que nunca olvidaremos. Porque ambos nos amamos lo suficiente como para permitir que el otro crezca.

—Eso no basta. No puedo imaginar la certeza de saber que nunca más volveré a verte.

—No digas eso. Démonos unos años. Entretanto, tú tomarás las decisiones que creas que te convienen para tu futuro y yo haré lo mismo. Estudiaremos, buscaremos un trabajo, nos conoceremos mejor a nosotros mismos. Y luego, si ambos creemos que queremos volver a intentarlo, podremos encontrarnos y ver qué pasa.

—¿De cuánto tiempo hablas?

Tragué saliva, notando que iba aumentando la presión en la parte de atrás de mis ojos.

—Mi madre conoció a mi padre con veinticuatro.

—¿En siete años? ¡Eso es una locura! —En sus ojos me pareció ver algo parecido al miedo.

—Tal vez. Pero si funciona, sabremos que eso es lo que realmente queremos.

—¿Podemos llamarnos? ¿O escribirnos cartas?

Eso sería muy duro para mí, lo sabía. Si recibía cartas suyas regularmente, nunca dejaría de pensar en él, ni él podría dejar de pensar en mí.

—¿Qué tal una postal por Navidad?

—¿Saldrás con otros chicos?

—No tengo a nadie en mente, si es eso lo que me preguntas.

—Pero no estás diciendo que no lo harás.

Las lágrimas empezaron a derramarse.

—No quiero discutir contigo. Todo este tiempo sabía que la despedida sería muy dura, y esto es lo único que se me ha ocurrido. Si estamos hechos el uno para el otro, no podemos amarnos solo como adolescentes. Tendremos que amarnos como adultos. ¿No lo entiendes?

—No quiero discutir. Es solo que es muchísimo tiempo… —Su voz se quebró.

—Para mí también. Y odio decirte esto. Pero no soy lo bastante buena para ti, Bryce. Por lo menos no todavía. Por favor, dame la oportunidad de serlo, ¿sí?

Guardó silencio y en lugar de hablar retiró con suavidad las lágrimas de mis mejillas.

—Ocracoke —susurró finalmente.

—¿Qué?

—Planeemos encontrarnos el día que cumplas veinticuatro años en la playa. Donde tuvimos nuestra primera cita, ¿de acuerdo?

Asentí, preguntándome si sería posible, y cuando Bryce me besó, pensé que casi podía saborear la tristeza. En lugar de quedarse conmigo, me ayudó a ponerme en pie y me rodeó con sus brazos. Podía oler su aroma fresco y limpio, como el de la isla en la que nos habíamos conocido.

—No puedo evitar pensar que casi no me quedan días para abrazarte. ¿Podemos vernos mañana?

—Me encantaría —susurré, sintiendo su cuerpo rozando el mío, siendo ya consciente de que cada despedida sería aún más dura y preguntándome cómo podría soportarlas.

Lo que no sabía entonces era que nunca tendría la oportunidad de hacerlo.