Feliz Navidad

Manhattan, diciembre de 2019

Sentados a la mesa ante los restos de la cena, Maggie advirtió que Mark estaba cautivado. Aunque la comida había llegado una media hora más tarde de lo previsto, habían acabado de cenar más o menos en el momento de la historia en que Maggie le contaba que había acompañado a Bryce a dejar a Daisy. Por lo menos Mark había dado cuenta de la cena; Maggie apenas había picado algo. Eran casi las once y faltaba solo una hora para el día de Navidad. Sorprendentemente, Maggie no estaba cansada ni se sentía indispuesta, especialmente en comparación con cómo se había sentido antes. Revivir el pasado la había revitalizado de manera inesperada.

—¿A qué te refieres con que nunca tuviste la oportunidad?

—Las contracciones de ese lunes en realidad eran contracciones de parto.

—¿Y no lo sabías?

—Al principio no. Se me pasó por la cabeza al sobrevenir la siguiente, después de que Bryce se fuera. Esa contracción fue delirante. Pero la fecha prevista era la semana siguiente, y estaba tan embargada por mis emociones hacia Bryce que por alguna razón aparté ese pensamiento hasta que mi tía llegó a casa. Para entonces, por supuesto, ya había tenido más contracciones.

—¿Qué ocurrió entonces?

—En cuanto le comenté que las contracciones se producían con más frecuencia y que eran mucho más intensas, mi tía llamó a Gwen. Para entonces ya eran pasadas las tres y cuarto, casi las tres y media. Cuando Gwen llegó, no tardó ni un minuto en tomar la decisión de ir al hospital, porque creía que no aguantaría hasta el ferri de la mañana. Mi tía metió un montón de cosas en mi bolsa de lona (lo que más me importaba era que no se olvidara de osita-Maggie), llamó a mis padres y al doctor, y luego nos fuimos. Gracias a Dios el ferri no iba lleno y pudimos embarcar. Creo que las contracciones se repetían en intervalos de entre diez y quince minutos. Normalmente se espera a que las contracciones surjan cada cinco minutos antes de ir al hospital, pero el ferri y el trayecto en coche sumados duraban tres horas y media. Tres horas y media largas, cabe añadir. Cuando el ferri atracó, las contracciones ya se producían cada cuatro o cinco minutos. Apreté con tanta fuerza a osita-Maggie que casi resulta increíble que el relleno aguantara en su interior.

—Pero llegasteis a tiempo.

—Sí. Pero lo que más recuerdo es cómo mi tía y Gwen consiguieron conservar la calma todo el viaje. Por mucho que profiriera extraños gemidos cada vez que venía una contracción, ellas seguían charlando como si no pasara nada fuera de lo normal. Supongo que debían haber acompañado a un montón de embarazadas al hospital.

—¿Dolían mucho las contracciones?

—Era como si un bebé dinosaurio me estuviera mordiendo el útero.

Mark se rio.

—¿Y entonces?

—Llegamos al hospital y me llevaron a una habitación en la planta de maternidad. Vino el doctor y tanto mi tía como Gwen se quedaron conmigo durante las siguientes seis horas hasta que por fin estuve dilatada. Gwen hizo que me concentrara en la respiración y mi tía me trajo cubitos de hielo; en fin, lo típico, supongo. Hacia la una de la mañana estaba a punto para dar a luz. A continuación, vi que las enfermeras estaban preparándolo todo y entonces entró el doctor. Y tras empujar tres o cuatro veces, llegó el bebé.

—No suena tan terrible.

—Te olvidas del bebé dinosaurio. Cada contracción era una agonía.

Era cierto, aunque Maggie ya no pudiera recordar exactamente cómo era esa sensación. En la tenue luz, Mark parecía absorto.

—Y Gwen tenía razón. Menos mal que cogiste el ferri de la tarde.

—Estoy segura de que Gwen habría podido ayudarme ella sola en el parto, puesto que no hubo complicaciones. Pero estar en un hospital, en lugar de dar a luz en mi cuarto, me hizo sentir más segura.

Mark se quedó mirando el árbol antes de volver a fijar su atención en ella. A veces, pensó Maggie, su aspecto le resultaba tan familiar que casi se sentía asustada.

—¿Qué pasó después?

—Por supuesto se produjo un gran revuelo. El doctor se aseguró de que yo estaba bien, se ocupó de la placenta mientras el pediatra examinaba al bebé: peso, test de Apgar, medidas… Inmediatamente después la enfermera se llevó volando al bebé. Y así de simple, de pronto había pasado todo. Incluso ahora a veces me parece surrealista, como si hubiera sido un sueño y no la realidad. Pero cuando el doctor y las enfermeras se fueron, me aferré a osita-Maggie y empecé a llorar, y no pude parar en mucho rato. Recuerdo a mi tía a un lado de la cama y Gwen al otro, ambas intentando consolarme.

—Debió ser muy emotivo.

—Lo fue —respondí—. Pero había sabido todo el tiempo que lo sería. Y por supuesto, para cuando cesó el llanto, era de madrugada. Mi tía y Gwen llevaban despiertas casi veinticuatro horas seguidas y yo estaba aún más cansada que ellas. Al final nos quedamos dormidas. Trajeron una silla para mi tía, Gwen ya estaba acomodada en otra, y no llegué a saber si realmente consiguieron descansar. Pero yo dormí como un lirón. Sé que el doctor vino en algún momento durante la mañana para comprobar que me encontraba bien, pero apenas lo recuerdo. Volví a quedarme dormida enseguida y no desperté hasta casi las once. Recuerdo lo raro que me pareció estar sola al despertarme en la cama del hospital, porque mi tía y Gwen se habían ido. Además, me moría de hambre. El desayuno seguía en la bandeja, así que me lo comí frío, pero nada podía importarme menos.

—¿Dónde estaban tu tía y Gwen?

—En la cafetería. —Mark ladeó levemente la cabeza y Maggie cambió de tema—. ¿Queda ponche de huevo?

—Sí. ¿Te apetece un poco más?

—Si no te importa ir a buscarlo.

Maggie observó a Mark levantarse de la mesa para dirigirse hacia la trastienda. Al desaparecer de su vista, Maggie revivió el momento en que tía Linda entró de nuevo en la habitación, y el pasado volvió a parecer completamente real en su mente.

Hospital General Carteret, Morehead City, 1996

La tía Linda acercó una silla a la cama y alargó una mano para retirarme el pelo de los ojos.

—¿Cómo te sientes? Has dormido mucho rato.

—Creo que lo necesitaba de verdad —dije—. ¿Vino el doctor esta mañana?

—Sí, dijo que estabas muy bien. Deberían darte el alta mañana por la mañana.

—¿Tengo que quedarme otra noche?

—Quieren controlar que todo esté bien por lo menos durante veinticuatro horas.

Los rayos de sol que entraban por la ventana situada detrás de mi tía parecían enmarcarla en un halo dorado.

—¿Cómo está el bebé?

—Perfectamente —contestó—. El personal del hospital es excelente y la noche ha sido tranquila. Creo que tu bebé es ahora mismo el único en la unidad neonatal.

Asimilé lo que había dicho, imaginando la escena, y las siguientes palabras salieron de forma automática.

—¿Podrías hacer algo por mí?

—Claro.

—¿Puedes llevarle a osita-Maggie? ¿Y decirle a las enfermeras que me gustaría que estuviera al lado del bebé? ¿Podrían decírselo a sus padres también?

Mi tía sabía cuánto significaba osita-Maggie para mí.

—¿Estás segura?

—Creo que el bebé la necesita más que yo.

Mi tía me ofreció una tierna sonrisa.

—Creo que es un regalo maravilloso y muy generoso por tu parte.

Le di mi peluche y vi cómo lo acunaba en sus brazos antes de cogerme la mano.

—Ahora que estás despierta, ¿podemos hablar de la adopción? —Asentí, y mi tía siguió hablando—: Sabes que es necesario que des al bebé formalmente en adopción, y eso significa, claro está, que hay que hacer papeleo. Lo he revisado todo, Gwen también, y tal como les comenté a tus padres, hemos trabajado muchos años con la mujer que organiza las adopciones. Puedes confiar en que todo está en orden, pero si lo prefieres podría gestionarte un abogado.

—Confío en ti —respondí. Y era cierto. Creo que confiaba en mi tía más que en ninguna otra persona.

—Lo más importante, y que debes saber, es que se trata de una adopción cerrada. Recuerdas qué significa eso, ¿no?

—Que no podré saber quiénes serán los padres, ¿verdad? Y que ellos tampoco sabrán quién soy yo.

—Correcto. Quiero estar segura de que eso sigue siendo lo que deseas.

—Así es —contesté. La idea de saber su identidad me volvería loca—. ¿Han llegado ya los nuevos padres?

—Parece ser que han venido esta mañana, de modo que nos ocuparemos del papeleo dentro de un rato. Pero hay algo más que deberías saber.

—¿De qué se trata?

Linda respiró profundamente.

—Tu madre está aquí y lo ha dispuesto todo para que vuelvas a casa mañana. El doctor no se ha mostrado entusiasmado con la idea por la posibilidad de que aparezcan coágulos, pero tu madre ha insistido considerablemente.

Parpadeé asombrada.

—¿Cómo ha llegado tan rápido?

—Encontró un vuelo ayer después de mi llamada. Llegó a New Bern ayer por la noche, antes del parto. Ha venido esta mañana a verte, pero todavía estabas dormida. No había comido nada, así que Gwen y yo la acompañamos a la cafetería para tomar algo.

Preocupada por los pensamientos que me asaltaron sobre mi madre, me di cuenta de que casi había obviado el resto de la información.

—Espera. ¿Has dicho que me voy mañana?

—Sí.

—¿Quieres decir que no volveré a Ocracoke?

—Me temo que no.

—¿Y qué pasa con mis cosas? ¿Y la foto que me regaló Bryce por Navidad?

—Te lo enviaré todo. No tienes que preocuparte por eso.

«Pero…»

—¿Y Bryce? No he podido despedirme de él. Ni de su madre y el resto de su familia.

—Lo sé —murmuró—. Pero no creo que pueda hacer nada al respecto. Tu madre lo ha dispuesto todo, y por eso quería decírtelo lo antes posible. Para que no te pille por sorpresa.

Noté que las lágrimas volvían a hacer su aparición, aunque eran distintas de las de la noche anterior, cargadas de otra clase de miedo y de dolor.

—¡Quiero volver a verle! —exclamé—. ¡No puedo irme así!

—Lo sé —dijo, con sus palabras llenas de compasión.

—Discutimos —dije. Noté que mi labio inferior comenzaba a temblar—. No fue una discusión en toda regla. Le dije que no podía casarme con él.

—Lo sé —susurró.

—No lo entiendes —dije—. ¡Tengo que verle! ¿Puedes intentar convencer a mi madre?

—Ya lo he intentado —respondió—. Tus padres quieren que vuelvas a casa.

—Pero no quiero irme —contesté. En ese momento no podía hacer frente a la idea de volver a vivir con mis padres y no con mi tía.

—Tus padres te quieren —me prometió, apretándome la mano—. Igual que yo te quiero.

«Pero siento tu cariño más que el suyo.» Quería decírselo, pero se me atragantaban las palabras, así que en esa ocasión simplemente me dejé llevar por el llanto. Y, tal y como sabía que sucedería, mi dulce y maravillosa tía Linda me abrazó con fuerza durante mucho rato, incluso después de que mi madre finalmente entrara en la habitación.

Manhattan, 2019

—¿Estás bien? Pareces disgustada.

Maggie miró a Mark mientras este depositaba el vaso con ponche de huevo frente a ella.

—Estaba acordándome de aquella mañana en el hospital —dijo Maggie—. Alargó la mano para coger el vaso mientras él volvía a sentarse. Cuando ya estuvo acomodado en su asiento, Maggie le contó lo sucedido, advirtiendo su consternación.

—¿Y eso fue todo? ¿No pudiste regresar a Ocracoke?

—No me dejaron.

—¿Consiguió Bryce ir al hospital? ¿No podía haber cogido el ferri?

—Estoy segura de que él creía que volvería a Ocracoke. Pero aunque se hubiera imaginado que no sería así, y hubiera venido al hospital, no quiero ni pensar cómo habría sido la situación con mi madre presente. Cuando mi tía y Gwen se fueron, me sentí desolada. Mi madre no podía comprender por qué seguía llorando. Creía que me estaba cuestionando la decisión de dar al bebé en adopción y, aunque ya había firmado los papeles, creo que tenía miedo de que cambiara de opinión. No paraba de decirme que había hecho lo que debía.

—¿Tu tía y Gwen se fueron?

—Tenían que coger el ferri de la tarde de regreso a Ocracoke. Después de despedirme de ellas me quedé hecha polvo. Al final mi madre se cansó de aguantarme. Iba continuamente a tomar cafés, y después de la cena se fue a su hotel.

—¿Y te dejó sola? ¿Aunque estuvieras tan afligida?

—Era mejor que tenerla en la habitación; creo que las dos nos dimos cuenta. Al final me quedé dormida y lo siguiente que recuerdo es a una enfermera empujando la silla de ruedas hacia la salida del hospital mientras mi madre acercaba a la entrada el coche de alquiler. Mi madre y yo casi no hablamos en el coche, tampoco en el aeropuerto, y cuando subí al avión recuerdo que miré por la ventanilla y sentí el mismo pavor que cuando me fui de Seattle para ir a Carolina del Norte. No quería ir. En mi mente seguía intentando procesar todo lo que había sucedido. Incluso al llegar a casa, no podía dejar de pensar en Bryce y Ocracoke. Durante algún tiempo lo único que me hacía sentir mejor era estar con Sandy. Ella sabía que lo estaba pasando mal y no se apartaba de mi lado. Subía a mi habitación o me seguía por toda la casa, pero cada vez que la miraba me recordaba a Daisy, por supuesto.

—¿Y no volviste al instituto?

—No. Esa fue en realidad una buena decisión por parte de mis padres y el director. En una mirada retrospectiva es evidente que estaba deprimida. Me pasaba el día durmiendo, no tenía apetito e iba de un lado al otro de la casa como si no fuera la mía. No habría podido enfrentarme al instituto. No podía concentrarme, así que al final fracasé en todos los exámenes finales. Pero como hasta entonces me había ido bien, las notas de todo el año no estuvieron tan mal. La única ventaja de mi depresión fue que me quité de encima todos los kilos de más antes del verano. Después de algún tiempo por fin me animé a volver a ver a Madison y a Jodie, y poco a poco empecé a recuperar mi vida anterior.

—¿Hablaste con Bryce o le escribiste?

—No. Y él tampoco lo hizo. Aunque cada día pensaba que deseaba hacerlo. Pero teníamos un plan, y cada vez que pensaba en contactar con él, me recordaba que estaba mejor sin mí. Que necesitaba centrarse en sí mismo, igual que yo. Mi tía me escribía con regularidad, y a veces me contaba algo de Bryce. Me informó de que se había convertido en Eagle Scout, que salió para West Point como tenía previsto, y un par de meses después mencionó que su madre había pasado por la tienda y le hizo saber que a Bryce le iba muy bien.

—¿Y tú cómo estabas?

—A pesar de haber retomado el contacto con mis amigas, curiosamente seguía sintiéndome desconectada. Recuerdo que cuando tuve mi carné de conducir a veces pedía prestado el coche y visitaba algún mercadillo. Debía ser la única adolescente de Seattle rastreando el periódico en busca de gangas usadas.

—¿Encontraste algo interesante?

—Pues la verdad es que sí. Encontré una cámara Leica de treinta y cinco milímetros, más antigua que la que usaba Bryce, aunque todavía funcionaba perfectamente. Corrí a casa y le supliqué a mi padre que me la comprara, prometiéndole que le devolvería el dinero. Aceptó, para mi sorpresa. Creo que comprendía mejor que mi madre lo desesperada y desplazada que me sentía. Después empecé a hacer fotos y eso volvió a centrarme. Cuando empezó el instituto me uní al grupo que confeccionaba el anuario del centro como fotógrafa para poder hacer fotos allí también. Madison y Jodie pensaron que era una tontería, pero a mí eso no me importaba lo más mínimo. Pasaba horas en la biblioteca pública, hojeando revistas y libros de fotografía, igual que en Ocracoke. Estoy bastante segura de que mi padre pensaba que era solo una fase, pero por lo menos me hacía caso cuando le enseñaba mis fotos. Mi madre, por su parte, seguía haciendo lo imposible por convertirme en otra Morgan.

—¿Y lo consiguió?

—Para nada. En comparación con las notas que había sacado cuando estaba en Ocracoke, durante los dos últimos años de instituto los resultados fueron terribles. Aunque Bryce me había enseñado cómo estudiar, no conseguía que los estudios me importaran lo suficiente como para esforzarme lo necesario. Y esa es, por supuesto, una de las razones por las que acabé en una universidad pública.

—¿Y las demás razones?

—La verdad es que ofrecían algunas clases que me interesaban. No quería ir a la universidad y pasar los dos primeros años haciendo unos estudios generales que básicamente consistían en lo mismo que había hecho en el instituto. La universidad pública ofrecía una asignatura de Photoshop y otras sobre fotografía deportiva y en interiores (que impartía un fotógrafo local), así como algunas clases de diseño web. Tenía presente lo que me había dicho Bryce sobre Internet, que se convertiría en algo grande, de modo que supuse que era algo que debía aprender. Cuando acabé aquellas asignaturas empecé a trabajar.

—¿Viviste en casa todo el tiempo tras regresar a Seattle? ¿Con tus padres?

Maggie asintió.

—No me pagaban demasiado, de modo que no tenía otra opción. Pero no estuvo tan mal, aunque solo fuera porque no pasaba demasiado tiempo allí. Me pasaba el día en el estudio o en el laboratorio, o haciendo fotos en diferentes ubicaciones, y cuanto menos estaba en casa, mejor parecíamos llevarnos mi madre y yo. Incluso aunque siguiera insistiendo en hacerme saber que estaba tirando mi vida por la borda.

—¿Cómo era tu relación con Morgan?

—Para mi sorpresa, se mostró realmente interesada en lo que me había pasado mientras estaba en Ocracoke. Tras hacerle jurar que no se lo contaría a nuestros padres, acabé explicándole casi toda la historia, y, a finales de ese verano, estábamos más unidas que nunca. Pero cuando comenzó en Gonzaga nos distanciamos, básicamente porque casi nunca estaba en casa. Tras el primer año en la universidad hizo un curso de verano, y las posteriores vacaciones se dedicó a trabajar en campamentos musicales. Por supuesto, con el paso de los años se adaptó a la vida universitaria y más evidente resultó para ambas que en realidad no teníamos nada en común. No comprendía mi falta de interés por los estudios y no podía entender mi pasión por la fotografía. Para ella era como si hubiera dejado los estudios para convertirme en músico.

Mark se reclinó en la silla y alzó una ceja.

—¿No se enteró nunca nadie de la verdadera razón por la que fuiste a Ocracoke?

—Lo creas o no, no se supo. Madison y Jodie no sospecharon nada. Me hacían preguntas, claro está, pero yo contestaba de forma vaga, y muy pronto todo volvió a ser como antes. La gente nos veía juntas y a nadie realmente le interesaba investigar al detalle por qué me fui. Tal como predijo la tía Linda, estaban más preocupados por sus propias vidas que por la mía. Cuando el curso volvió a empezar en septiembre, el primer día estaba nerviosa, pero todo fue absolutamente normal. La gente me trataba exactamente igual que siempre, y nunca me enteré de que corriera rumor alguno. Por supuesto, pasé todo ese año vagando por los pasillos, sintiendo que tenía poco en común con cualquiera de mis compañeros de clase, incluso mientras les hacía su retrato para el anuario.

—¿Y el segundo año?

—Fue raro —respondió con aire reflexivo—. Como nadie mencionaba nunca mi estancia en Ocracoke, a esas alturas empezó a parecerme un sueño. La tía Linda y Bryce seguían pareciéndome igual de reales que siempre, pero hubo momentos en los que habría podido convencerme a mí misma de que nunca había tenido un bebé. Con el paso de los años, cada vez me resultó más fácil. En una ocasión, hará quizás unos diez años, un hombre con el que quedé para tomar un café me preguntó si tenía hijos, y le dije que no. No porque quisiera mentirle, sino porque en ese instante de veras no me acordaba. Por supuesto, casi al momento lo recordé, pero no había razón para corregirme. No tenía ganas de explicar ese capítulo de mi vida.

—¿Qué pasó con Bryce? ¿Le enviaste una postal de Navidad? No me lo has contado.

Maggie no respondió enseguida. En lugar de eso, hizo girar el espeso líquido en el vaso antes de mirar a Mark a los ojos.

—Sí. Le envié una postal esas primeras Navidades después de volver a casa. En realidad se la envié a mi tía y le pedí que se la llevara a su casa, porque no recordaba la dirección. La tía Linda fue quien la introdujo en el buzón. Una parte de mí se preguntaba si se habría olvidado de mí, aunque me hubiera prometido que no sería así.

—La postal era… ¿personal? —preguntó Mark en tono suave.

—Le escribí una nota que se limitaba a ponerle al día de lo que había pasado desde la última vez que nos vimos. Le hablé del parto, le pedí perdón por no haberme despedido. Le dije que había vuelto al instituto y comprado una cámara. Pero como no estaba segura de qué sentía hacia mí, no admití hasta el final que seguía pensando en él, y que el tiempo que habíamos pasado juntos significaba un mundo para mí. También le dije que lo amaba. Todavía recuerdo el momento en que escribí esas palabras, absolutamente aterrorizada por lo que pudiera pensar. ¿Y si ni siquiera se molestaba en escribirme una postal? ¿Y si había pasado página y conocido a otra persona? ¿Y si con el tiempo había llegado a arrepentirse de nuestro tiempo juntos? ¿Y si estaba enfadado conmigo? No tenía la menor idea de qué pensaba o cómo respondería.

—¿Y?

—Me envió una tarjeta también. Llegó justo un día después de que yo enviara la mía, de modo que supe que no podía haber leído lo que yo había escrito en ella, y sin embargo seguía el mismo guion. Me contó que estaba contento en West Point, que le iba bien el curso y que había hecho un montón de buenos amigos. Mencionó que había visto a sus padres el Día de Acción de Gracias y que sus hermanos ya habían empezado a explorar las posibilidades en varias universidades a las que podrían querer asistir. Y en el último párrafo, igual que yo, me decía que me echaba de menos y que seguía amándome. También me recordó nuestro plan de encontrarnos cuando cumpliera veinticuatro años en Ocracoke.

Mark sonrió.

—Muy propio de él, ¿no?

Maggie dio otro sorbito a su ponche de huevo; todavía podía disfrutar de su sabor. Hizo una nota mental para comprar más y guardarlo en la nevera, suponiendo que pudiera encontrarlo en las tiendas después de las fiestas.

—Tras unos cuantos años más recibiendo tarjetas navideñas, por fin me convencí de que realmente estaba comprometido con nuestro plan. Con nuestra relación, me refiero. Todos los años por Navidad temía que no llegara ninguna postal, o que me dijera que lo nuestro se había acabado. Pero me equivocaba. En cada una de aquellas tarjetas que me enviaba, Bryce contaba los años que faltaban hasta que pudiéramos vernos.

—¿Nunca salió con nadie más?

—Creo que no le interesaba. La verdad es que yo tampoco salí con muchos chicos. En mis últimos años de instituto y en la universidad algunos me pedían una cita y a veces acepté, pero nunca tuve un interés romántico por ninguno de ellos. Nadie podía compararse con Bryce.

—¿Y se graduó en West Point?

—En 2000. Después, siguiendo los pasos de su padre, trabajó en Inteligencia militar en Washington. Yo acabé el instituto y las clases de la universidad. A veces pienso que debí aceptar su propuesta de reencontrarnos justo después de su graduación, en lugar de esperar a que yo cumpliera veinticuatro. Pero ahora todo parece tan absurdo. —Al decir esto su mirada se tornó melancólica—. Las cosas podían haber sido distintas para los dos.

—¿Qué sucedió?

—Ambos hicimos lo que yo había propuesto y nos convertimos en jóvenes adultos. Él hacía su trabajo y yo el mío. La fotografía era todo mi mundo, no solo porque era mi pasión, sino también porque quería ser digna de Bryce, y no simplemente alguien a quien él pudiera querer. Entretanto, Bryce también tomaba sus propias decisiones adultas respecto a su vida. ¿Conoces ese viejo anuncio del Ejército? ¿Con esa canción que dice: «Sé todo lo que puedes llegar a ser… en el Ejército»?

—Me suena vagamente.

—Bryce nunca había abandonado la idea de convertirse en un boina verde, de modo que solicitó su ingreso a través de SFAS. La tía Linda me escribió para contármelo. Supongo que los padres de Bryce se lo comentaron y ella pensó que me gustaría saberlo.

—¿Qué es SFAS?

—El Servicio de Evaluación y Selección para las Fuerzas Especiales. Está en Fort Bragg, en Carolina del Norte. En resumen, Bryce recibió los mayores honores en su evaluación, pasó por el entrenamiento y fue seleccionado. Todo eso ocurrió en la primavera de 2002. Por supuesto, para entonces las fuerzas especiales se habían convertido en una prioridad militar y querían contar con los mejores, así que no me sorprende que Bryce lo consiguiera.

—¿Por qué era una prioridad?

—Por el 11 de septiembre. Seguramente eres demasiado joven para recordar ese suceso catastrófico, un punto de inflexión en la historia de Estados Unidos. En la postal de Navidad de 2002, Bryce me decía que no podía decirme dónde estaba (lo cual hasta para mí era una pista), excepto que se trataba de un lugar peligroso, pero que estaba bien. También me decía que tal vez no iba a poder estar en Ocracoke en octubre, cuando cumpliera veinticuatro. Y que si eso sucedía (nada que leer entre líneas) y todavía estaba en un destino lejano, encontraría la forma de hacérmelo saber y buscaría otro sitio y otro momento para que pudiéramos finalmente reunirnos.

Maggie guardó silencio, rememorando. Y luego:

—Curiosamente, no me sentí tan decepcionada. Más que nada me maravillaba que, tras tantos años, ambos siguiéramos queriendo estar juntos. Incluso ahora sigue pareciéndome inverosímil que nuestro plan siguiera en pie. También me sentía orgullosa de él y de mí misma. Y por supuesto, estaba increíblemente emocionada por la posibilidad de volver a verlo, me daba igual cuándo. Pero de nuevo, eso no estaba en las cartas. El destino nos tenía reservado algo distinto.

Mark guardó silencio, a la espera. En lugar de seguir hablando, Maggie volvió a mirar el árbol de Navidad, y se obligó a no regodearse en lo que había sucedido después, habilidad que había llegado a dominar con los años. Se quedó mirando fijamente las luces, advirtiendo las sombras y siguiendo con la mirada el movimiento del tráfico a través de la puerta de la galería. Cuando por fin estuvo segura de que había bloqueado por completo los recuerdos, rebuscó en su bolso para extraer el sobre que había guardado en él justo antes de salir de su apartamento. Sin decir una palabra, se lo dio a Mark.

Maggie no quiso mirar mientras Mark sin duda estudiaba la dirección del remitente y se daba cuenta de que tenía entre sus manos una carta de la tía Linda; tampoco cuando abrió el sobre. Aunque ella solo había leído la carta una vez, sabía perfectamente lo que Mark encontraría en aquel folio.

Querida Maggie,

Es tarde y está lloviendo, y aunque debería estar dormida hace horas, estoy sentada a la mesa preguntándome si conseguiré reunir las fuerzas para decirte lo que tengo que contarte. Una parte de mí piensa que debería hablar contigo en persona, que quizá tendría que volar a Seattle y sentarme contigo en casa de tus padres, pero me temo que te enterarías de lo sucedido por otras fuentes antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo. Ya puede encontrarse información al respecto en las noticias, y es por esa razón por la que he decidido escribirte esta noche. Quiero que sepas que llevo rezando horas, por ti y por mí.

Después de todo, no existe nada que me ayude a contártelo. No hay nada fácil en esto, ni hay forma de atenuar la abrumadora pena que siento ante la noticia que recibí hoy. Te ruego que te des cuenta de que, incluso ahora, el dolor que siento en lo que a ti te toca es más profundo que el mío, y mientras escribo, apenas puedo ver el folio a través de las lágrimas en mis ojos. Que sepas que desearía estar allí contigo para abrazarte y que siempre rezaré por ti.

Bryce fue asesinado en Afganistán la semana pasada.

No sé los detalles. Su padre tampoco sabía gran cosa, pero cree que Bryce se vio envuelto en un tiroteo que tuvo fatales consecuencias. No saben cuándo, dónde ni cómo sucedió, porque apenas hay información. Tal vez con el tiempo sabrán algo más, pero para mí los detalles no importan. Y dudo que a ti te importen. En momentos como este, me resulta difícil comprender el plan que Dios tiene para cada uno de nosotros, y mantener la fe constituye una lucha en sí misma. En estos precisos momentos estoy devastada.

Lo siento muchísimo por ti, Maggie. Sé cuánto lo amabas. Sé lo duro que has venido trabajando y cuánto deseabas volver a verle. Te envío mis más profundas y sinceras condolencias. Espero que Dios te conceda la fuerza necesaria para superarlo. Rezaré siempre para que con el tiempo encuentres la paz, por mucho que tarde en llegar. Siempre estarás en mi corazón.

Siento profundamente tu pérdida. Te quiero.

TU TÍA LINDA

Mark se quedó callado, atónito. En cuanto a Maggie, seguía mirando fijamente el árbol, sin verlo, intentando desviar su memoria hacia otros recuerdos cualquiera, excepto los que se referían a lo que le había pasado a Bryce. Ya había tenido que enfrentarse a aquello, había experimentado el horror con toda su intensidad, y se había prometido no revivirlo. A pesar de su rígido autocontrol, notó que una lágrima resbalaba por su mejilla y se la enjugó, consciente de que probablemente a esa la seguirían más.

—Sé que seguramente querrás hacerme preguntas —susurró por fin—. Pero no tengo las respuestas. Nunca intenté descubrir qué le había pasado exactamente a Bryce. Como mi tía decía en su carta, los detalles no importaban. Solo sabía que Bryce ya no estaba, y después algo se quebró en mi interior. Me volví loca. Quería huir de todo lo que conocía, así que dejé mi trabajo, a mi familia y me mudé a Nueva York. Dejé de ir a la iglesia, salía cada noche y quedaba con los hombres más desastrosos, uno tras otro, hasta que esa herida finalmente empezó a cerrarse. Lo único que impidió que tocara fondo por completo fue la fotografía. Aunque parecía que mi vida estaba fuera de control, seguí aprendiendo y mejorando. Porque sabía que eso era lo que Bryce habría querido que hiciera. Y era la forma de aferrarme a lo que habíamos compartido.

—Yo… Lo siento, Maggie. —Mark parecía estar luchando por controlar su voz. Tragó saliva—. No sé qué decir.

—No hay nada que decir, excepto que fue el período más oscuro de mi vida. —Se concentró en normalizar su respiración, sus oídos percibían a medias el ruido que hacían los juerguistas celebrando la Nochebuena por la calle. Cuando volvió a hablar, su voz estaba apagada—. Hasta que abrimos la galería no pasó un día sin que pensara en él. Cuando no estaba enfadada o triste por lo ocurrido. ¿Por qué Bryce? De todas las personas en el mundo, ¿por qué él?

—No lo sé.

Maggie apenas le oyó.

—Me pasé años intentando no pensar qué habría pasado si se hubiera quedado en Inteligencia, o si yo me hubiera mudado a Washington después de su graduación. Intentaba no imaginar cómo podrían haber sido nuestras vidas, dónde nos habríamos instalado, cuántos hijos habríamos tenido o qué hubiéramos hecho en las vacaciones. Creo que esa es otra de las razones por las que me lanzaba a cualquier viaje de trabajo que me ofrecieran. Era un intento de dejar atrás esos pensamientos obsesivos, pero debería haber sabido que eso nunca funciona. Porque siempre nos llevamos a nosotros mismos dondequiera que vayamos. Es una de las verdades universales de la vida.

Mark bajó la vista a la mesa.

—Siento haberte pedido que acabaras de contarme tu historia. Debería haberte hecho caso y dejarla con el beso en la playa.

—Lo sé. Así es como siempre quise que acabara.


A medida que el reloj avanzaba en su cuenta atrás hacia el día de Navidad la conversación fue vagando sin esfuerzo de un tema a otro. Maggie se sentía agradecida de que Mark no hubiera preguntado nada más sobre Bryce; parecía darse cuenta de lo doloroso que era hablar de aquello para ella. Cuando describió los años que siguieron a la muerte de Bryce, Maggie pensó asombrada que los hilos que movieron tantas de sus decisiones siempre se remontaban a Ocracoke.

Describió el distanciamiento de su familia ocurrido cuando ella se mudó; sus padres nunca habían dado mucho crédito a su amor por Bryce y tampoco comprendieron el impacto que supuso su pérdida. Confesó que nunca había confiado en el hombre que Morgan había elegido para casarse, porque nunca le había visto mirar a Morgan como Bryce la miraba a ella. Habló del resentimiento siempre en aumento que sentía hacia su madre y sus críticas; con frecuencia se sorprendía reflexionando sobre las diferencias entre su madre y la tía Linda. También le explicó el pavor que sintió en el ferri a Ocracoke cuando por fin pudo reunir el coraje para volver a visitar a su tía. Para entonces, los abuelos de Bryce ya habían fallecido y su familia se había mudado de la isla a alguna localidad de Pensilvania. Durante su estancia, Maggie visitó los lugares que tanto habían significado para ella: la playa, el cementerio y el faro, y la casa donde Bryce había vivido, preguntándose si el cuarto oscuro se habría convertido en un espacio distinto, más adecuado para los nuevos propietarios. Se sintió mecida por oleadas de déjà-vu, como si el tiempo hubiera corrido hacia atrás, y en algunas ocasiones casi tenía la sensación de que Bryce aparecería de repente detrás de la esquina, hasta que se daba cuenta de que era una ilusión, y eso le recordaba de nuevo que nada había salido como se suponía.

En algún momento cuando estaba en la treintena, un día que había tomado demasiadas copas de vino, buscó a los hermanos de Bryce en Google para ver qué había sido de ellos. Ambos se habían graduado en el MIT con diecisiete años y trabajaban en el mundo de la tecnología: Richard, en Silicon Valley, Robert, en Boston. Ambos estaban casados y tenían hijos; para Maggie, aunque las fotos mostraban a hombres adultos, siempre seguirían teniendo doce años.

Las manecillas del reloj avanzaban hacia la medianoche y Maggie empezó a notar que el agotamiento hacía presa de ella, como una tormenta que se acercaba velozmente. Mark debió notarlo en la expresión de su rostro, porque alargó la mano para posarla en su brazo.

—No te preocupes —dijo—. No te retendré mucho más tiempo.

—No podrías ni aunque quisieras —contestó con un hilo de voz—. Ahora a veces simplemente llega un momento en el que me apago.

—¿Sabes qué he estado pensando desde que empezaste a contarme tu historia?

—¿Qué?

Se rascó la oreja.

—Cuando pienso en mi vida, aunque es evidente que soy más joven, no puedo evitar pensar que, aunque haya pasado por distintas fases, siempre he sido el mismo en versiones cada vez un poco mayores. De la escuela primaria pasé a la secundaria, al instituto y a la universidad; el hockey infantil se convirtió en júnior y luego pasé al equipo del instituto. No hubo ningún período en el que tuviera que reinventarme por completo. En cambio, a ti te ha pasado lo contrario. Eras una chica normal, y de pronto pasaste a ser la versión embarazada de ti misma, lo cual cambió el rumbo de tu vida. Te convertiste en otra persona tras regresar a Seattle, y luego dejaste a esa chica atrás al mudarte a Nueva York. Y después volviste a transformarte, y te convertiste en una profesional del mundo del arte. Te has convertido en una persona completamente distinta una y otra vez.

—No te olvides de la versión de mí con cáncer.

—Lo digo en serio. Y espero que no me malinterpretes. Tu trayecto vital me parece fascinante e inspirador.

—No soy tan especial. Y no es que lo tuviera planeado. Me he pasado casi toda mi vida reaccionando a lo que me ocurría.

—Es más que eso. Tienes un coraje del que yo no creo disponer.

—No se trata tanto de coraje como de instinto de supervivencia. Con la esperanza de haber aprendido algo por el camino.

Se inclinó por encima de la mesa.

—¿Sabes qué?

Maggie cabeceó cansada.

—Estas Navidades están siendo las más memorables de mi vida —anunció—. No solo esta noche; toda la semana. Además, por supuesto, he tenido la oportunidad de escuchar la historia más asombrosa que he oído nunca. Ha sido un regalo y quería agradecértelo.

Maggie sonrió.

—Hablando de regalos, tengo algo para ti. —Sacó del bolso la lata de Altoids y la deslizó sobre la mesa. Mark la examinó.

—¿He comido demasiado ajo?

—No seas tonto. No he tenido tiempo ni energía para envolverlo.

Mark levantó la tapa.

—¿Memorias USB?

—Contienen mis fotos —explicó—. Todas mis favoritas.

Mark puso cara de incredulidad.

—¿Y las de la galería también?

—Claro. No son copias oficialmente numeradas, pero si alguna te gusta especialmente, siempre puedes mandarlas a imprimir.

—¿Están las fotos de Mongolia?

—Algunas de ellas.

—¿Y Rush?

—Esa también.

—Guau —dijo Mark, extrayendo con cuidado uno de los dispositivos USB de la caja—. Gracias. —Tras dejar el primero de nuevo en la cajita, sacó el segundo con veneración y también volvió a depositarlo en su interior. Pasó los dedos sobre el tercero y el cuarto, como si se estuviera asegurando de que sus ojos no le engañaban—. No puedo expresar cuánto significa esto para mí —dijo con aire solemne.

—No pienses que es tan especial, seguramente haré lo mismo para Luanne el mes que viene. Y para Trinity.

—Estoy seguro de que a Luanne le gustará tanto como a mí. Prefiero tener tus fotos que una de las obras de Trinity.

—Si Trinity te ofrece una de sus obras, deberías aceptarla. Y tal vez venderla y comprarte una casa de un tamaño respetable.

—Sí, claro —respondió, pero era evidente que su mente seguía pensando en aquel regalo. Mark escudriñó las fotos dispuestas en las paredes a su alrededor antes de mover la cabeza como maravillado—. No se me ocurre qué más decir, excepto gracias de nuevo.

—Feliz Navidad, Mark. Y gracias por hacer que esta semana haya sido tan especial para mí también. No sé qué habría hecho sin ti, siempre dispuesto a complacer mis caprichos. Además, estoy deseando conocer a Abigail. ¿No dijiste que venía el día 28?

—El sábado —contestó—. Me aseguraré de que estés en la galería cuando ella venga a visitarla.

—No sé si voy a poder darte todos los días libres cuando venga. No puedo prometértelo.

—Lo entenderá —la tranquilizó Mark—. Ya hemos planeado qué hacer el domingo y también tenemos el día de Fin de Año.

—¿Por qué no cerramos la galería el 31? Estoy segura de que a Trinity no le importará.

—Eso sería genial.

—Yo me encargaré de eso. En calidad de jefa que comprende la importancia de pasar tiempo con la gente a la que se quiere, me refiero.

—De acuerdo —accedió. Cerró la tapa de la cajita de Altoids antes de volver a mirarla—. Si pudieras pedir cualquier cosa por Navidad, ¿qué sería?

Aquella pregunta la pilló por sorpresa.

—No lo sé —dijo por fin—. Supongo que pediría poder dar marcha atrás al reloj y mudarme a Washington justo después de que Bryce se graduara. Y poder suplicarle que no se uniera a las fuerzas especiales.

—¿Y si eso no se te concediera? ¿No habría algo que pudieras desear aquí y ahora? ¿Algo que fuera posible conseguir en la realidad?

Maggie reflexionó un poco.

—Aunque no es un deseo de Navidad, ni un propósito de Año Nuevo, hay ciertos asuntos… que me gustaría no dejar sin resolver en el tiempo que me queda. Quiero decirle a mi madre y a mi padre que puedo comprender que siempre hicieron lo que consideraban mejor para mí, y cuánto aprecio sus sacrificios. Sé que en lo más profundo de su corazón mis padres siempre me han querido y han estado cuando les he necesitado, y quiero agradecérselo. A Morgan también.

—¿A Morgan?

—Puede que no tengamos mucho en común, pero es mi única hermana. Es una madre excelente con sus hijas, y quiero que sepa que en muchos sentidos ha sido una persona inspiradora.

—¿Alguien más?

—A Trinity, por todo lo que ha hecho por mí. Y a Luanne, por la misma razón. A ti. Últimamente he visto con claridad con quién quiero pasar el tiempo que me queda.

—¿Qué hay de un último viaje a algún destino que te interese? ¿Al Amazonas o algo parecido?

—Creo que mis días de viajar han quedado atrás. Pero está bien así. No lamento no poder seguir haciéndolo. He viajado lo suficiente como para llenar diez vidas.

—¿Y un último festín en un restaurante con estrellas Michelin?

—Ahora ya no disfruto con el sabor de la comida, ¿se te ha olvidado? Vivo básicamente de smoothies y ponche de huevo.

—Seguiré buscando algo…

—Estoy bien, Mark. Ahora mismo, estar en mi apartamento y la galería es más que suficiente.

Mark miró al suelo, alicaído.

—No puedo evitar desear que tu tía Linda estuviera aquí, contigo.

—Yo también. Al mismo tiempo, no me gustaría que tuviera que verme así y apoyarme en los difíciles días venideros. Ya me apoyó en su momento, cuando más lo necesitaba.

Mark asintió, como dando a entender en silencio que lo comprendía, y luego miró hacia la caja encima de la mesa.

—Supongo que ahora me toca a mí darte tu regalo, pero cuando lo envolví no estaba seguro de si realmente debería dártelo.

—¿Por qué?

—No sé cómo te vas a sentir cuando veas lo que es.

Maggie alzó una ceja.

—Ahora tengo curiosidad.

—Aun así, todavía tengo dudas de si debo regalártelo.

—¿Y qué necesitas para disipar esas dudas?

—¿Puedo preguntarte antes algo? ¿Sobre tu historia? No sobre Bryce. Sobre otra cuestión que has dejado de lado.

—¿A qué te refieres?

—¿Al final cogiste al bebé en tus brazos?

Maggie no respondió enseguida. Recordó la actividad frenética en los minutos posteriores al parto: el alivio y el agotamiento que sintió de pronto, el llanto del bebé, el doctor y las enfermeras moviéndose alrededor de ambos, todos sabiendo exactamente qué debían hacer. Imágenes borrosas, nada más.

—No —respondió por fin—. El doctor me lo preguntó, pero no pude hacerlo. Temía que si le cogía en brazos no le podría dar en adopción.

—¿Sabías en ese momento que le darías tu peluche?

—No estoy segura —dijo, intentando en vano recrear el proceso de su pensamiento—. En ese momento me pareció que era un impulso repentino, pero ahora me pregunto si no sabría ya antes que lo haría.

—¿Y les pareció bien a los padres adoptivos?

—No lo sé. Recuerdo que firmé los papeles y me despedí de mi tía y de Gwen, y de pronto me encontré sola en la habitación con mi madre. Después de eso, todo es bastante confuso. —Aunque era la verdad, hablar del bebé abrió paso a un pensamiento que había mantenido apartado en un rincón de su mente durante todos esos años, y que ahora regresaba con fuerza—. Me has preguntado qué deseo formularía como regalo de Navidad —prosiguió—. Supongo que me gustaría saber si todo aquello valió la pena. Y si tomé la decisión correcta.

—¿Te refieres al bebé?

Maggie asintió.

—Dar a un bebé en adopción da miedo, aunque sea lo correcto. Nunca sabes cómo va a ir. Te preguntas si los padres lo criaron bien o si aquella criatura fue feliz. Y también te planteas otros detalles: cuál será su comida favorita, o sus aficiones, si ha heredado algún rasgo tuyo, físico o de temperamento. Mil cuestiones distintas, y por mucho que intentes no pensar en ello a veces afloran a la superficie. Por ejemplo, cuando ves a un niño cogiendo a su padre de la mano o a una familia comiendo en la mesa contigua. Lo único que podía hacer era preguntarme esas cosas y esperar que todo hubiera ido bien.

—¿Intentaste alguna vez buscar las respuestas a esas preguntas?

—No. Hace algunos años contemplé la posibilidad de introducir mi nombre en uno de esos registros de adopciones que sirven para buscar a los padres biológicos, pero justo después me enteré de que tenía un melanoma y me planteé si podría salir algo bueno de eso, teniendo en cuenta el diagnóstico. Con toda franqueza, el cáncer se apodera de tu vida. Pero sería reconfortante saber cómo fue todo. Y si él hubiera querido conocerme, a mí también me habría encantado.

—¿Él?

—Fue un niño, ¿te lo puedes creer? —dijo riendo entre dientes—. Sorpresa, sorpresa. La especialista se equivocó.

—Por no mencionar el instinto maternal; estabas tan segura… —Mark deslizó el paquete hacia el lado de la mesa al que estaba sentada Maggie—. ¿Por qué no lo abres? Creo que lo necesitas más que yo.

Intrigada, Maggie miró a Mark con curiosidad antes de llevar la mano a la cinta que cerraba el envoltorio. Con un simple tirón se soltó y también pudo retirar fácilmente el papel de regalo apenas unido con celo. Era una caja de zapatos, y cuando Maggie por fin levantó la tapa, se quedó mirando fijamente su contenido. Se le cortó la respiración, y el tiempo pareció discurrir más despacio de lo normal, deformando el aire a su alrededor.

El pelo de color café estaba apelmazado y presentaba bolitas; en una de las patas había otra costura como de Frankenstein, pero la anterior seguía ahí, al igual que el botón que hacía las veces de ojo. Su nombre en rotulador permanente era casi imposible de distinguir en aquella luz tenue, pero reconoció los garabatos infantiles, y de súbito le inundó una oleada de recuerdos que incluían todas las noches que había dormido con aquel peluche de niña; cuando se aferraba a él mientras yacía en la cama en Ocracoke; cómo lo apretaba mientras gemía con cada contracción de camino al hospital.

Era osita-Maggie, no una réplica, no un sustituto, y al sacarla cuidadosamente de la caja pudo percibir el olor familiar, que curiosamente no había cambiado con el paso del tiempo. No podía creerlo: no podía ser que tuviera a osita-Maggie entre sus manos; no era posible…


Alzó la vista hacia Mark, con la boca abierta de la emoción. Mil preguntas distintas inundaron su mente, que luego empezaron a contestarse por sí solas al captar todo el significado del regalo que le había hecho. Mark había cumplido veintitrés años, lo que quería decir que había nacido en 1996… El convento de la tía Linda estaba en algún punto del medio oeste, donde Mark había crecido… Al conocerle había pensado que, curiosamente, le resultaba algo familiar… Y ahora estaba sosteniendo en sus manos el peluche que le había regalado a su bebé en el hospital…

No era posible.

Y sin embargo, así era, y cuando Mark empezó a sonreír, Maggie notó que en su cara se dibujaba una trémula sonrisa como respuesta. Mark alargó la mano por encima de la mesa y cogió los dedos de Maggie entre los suyos, con una expresión de ternura en su rostro.

—Feliz Navidad, mamá.