Mark

Ocracoke, principios de marzo de 2020

A bordo del ferri que iba a Ocracoke intenté imaginar el miedo que sintió Maggie cuando llegó por primera vez a la isla, hacía ya tantos años. Incluso yo podía notar una especie de turbación, como si estuviera siendo arrastrado hacia lo desconocido. Maggie había descrito el trayecto de Morehead City a la isla Cedar, desde donde zarpaba el ferri, pero su descripción no había capturado por completo el carácter tan remoto de la región: solo pudimos ver alguna eventual granja dispersa, alguna caravana aislada. El paisaje tampoco era como en Indiana. A pesar de la bruma, era una región verde y exuberante, de las ramas colgaban cortinas de musgo, retorcidas y enmarañadas debido a los incesantes vientos costeros. Hacía frío, el cielo del amanecer era blanco en el horizonte, y las aguas grises de la ensenada de Pamlico Sound parecían dar paso de mala gana a cualquier embarcación que intentara cruzar. Incluso con Abigail a mi lado era fácil comprender por qué Maggie había usado la palabra «varada». Mientras veía la localidad de Ocracoke aumentar de tamaño en el horizonte, tenía la sensación de que podría ser un espejismo susceptible de esfumarse. Antes de salir hacia allí, había leído que el huracán Dorian había devastado la población en septiembre causando inundaciones catastróficas; al ver las fotografías en las noticias, me había preguntado cuánto tiempo llevarían las reparaciones o la reconstrucción. Por supuesto, me acordé de Maggie y la tormenta que había vivido, aunque lo cierto era que últimamente ella estaba en casi todos mis pensamientos.

El día que cumplí ocho años, mis padres me dijeron que era adoptado. Me explicaron que Dios por alguna razón había encontrado la manera de que fuéramos una familia, y querían que supiera que me amaban tanto que a veces les parecía que el corazón les iba a explotar. Era lo suficientemente mayor como para comprender lo que quería decir adopción, pero demasiado joven para preguntarles seriamente sobre los detalles. Tampoco me importaban realmente; eran mis padres y yo era su hijo. A diferencia de otros niños, no sentía demasiada curiosidad por mis padres biológicos; excepto en raras ocasiones, apenas pensaba en el hecho de ser adoptado.

Pero a los catorce años tuve un accidente. Estaba haciendo tonterías con un amigo en un granero (su familia tenía una granja) y me corté con una hoz que, en primer lugar, seguramente ni siquiera tendría que haber tocado. Resultó que me corté una arteria, de modo que salió mucha sangre, y para cuando llegué al hospital tenía la cara casi gris. Me cosieron la arteria y se me hizo una trasfusión; resultó que era AB-negativo, y, obviamente, ninguno de mis padres tenía el mismo grupo sanguíneo que yo. La buena noticia fue que salí del hospital a la mañana siguiente y poco después hacía vida normal. Pero por primera vez empecé a plantearme quiénes serían mis padres de nacimiento. Como mi grupo sanguíneo era relativamente poco frecuente, a veces me preguntaba si también lo sería el de mi madre y mi padre biológicos. También pensé que tal vez habría otras cuestiones genéticas de las que debería estar al corriente.

Pasaron cuatro años más antes de que sacara a colación el tema de la adopción con mis padres. Temía herir sus sentimientos; solo en una mirada retrospectiva pude darme cuenta de que llevaban esperando esa conversación hacía años, desde que me lo contaron el día de mi cumpleaños. Me explicaron que se trataba de una adopción cerrada, que seguramente serían necesarias órdenes judiciales para poder abrir los archivos, y que no estaba claro que lo consiguiera en caso de seguir esa vía. Sería posible tal vez obtener información sanitaria importante, pero nada más, a menos que la madre biológica estuviera dispuesta a permitir que se desbloqueara el expediente. Algunos estados cuentan con una secretaría exclusiva para tales fines, donde tanto los adoptados como las personas que dieron un bebé en adopción pueden, si ambos están de acuerdo, comunicar su deseo de acceder a los datos. Pero no pude encontrar esa opción en Carolina del Norte, ni tampoco sabía si mi madre biológica lo había intentado por su parte. Supuse que me encontraba en un callejón sin salida, pero mis padres pudieron darme la información suficiente para ayudarme a seguir con la búsqueda.

Por la agencia se habían enterado de varias cosas: la chica era católica y el aborto no entraba dentro de sus creencias; era una persona sana y había recibido atención médica durante el embarazo; se enteraron, además, de que había seguido con los estudios a distancia y de que tenía dieciséis años cuando me tuvo. También sabían que era de Seattle. Puesto que nací en Morehead City, la adopción había sido más compleja de lo que imaginaba. Para adoptarme, mis padres tuvieron que trasladarse a Carolina del Norte en los meses anteriores a mi nacimiento, para demostrar que residían en ese estado. No es que eso fuera importante para descubrir la identidad de Maggie, pero sí ponía de relevancia su desesperado deseo de tener un hijo y, al igual que Maggie, hasta qué punto estaban dispuestos a sacrificarse para poder ofrecerme un hogar maravilloso.

No deberían haber sabido quién era la madre, pero sí se enteraron, en parte por las circunstancias, y también gracias a la firma de Maggie en el peluche. En el hospital había que pasar por la planta de maternidad para llegar a la unidad neonatal y la noche en la que nací había sido tranquila. Cuando mis padres llegaron, solo había dos habitaciones ocupadas en la planta de maternidad; en una de ellas había una familia de afroamericanos con cuatro hijos más; en la otra leyeron el nombre «M. Dawes» en un pequeño letrero al lado de la puerta. En la unidad neonatal les dieron el peluche con el nombre de «Maggie» garabateado en la planta de un pie, y de pronto pudieron componer el nombre de la madre. Mis padres en ningún caso habrían podido olvidarlo, aunque insistieron en que nunca hablaron de ello hasta que finalmente se produjo aquella conversación.

Lo primero que se me ocurrió fue lo mismo que pensaría cualquiera de mi edad: Google. Escribí el nombre «Maggie Dawes» y «Seattle» y apareció la biografía de una fotógrafa de renombre. Obviamente no podía estar seguro de que fuese mi madre, y por eso examiné el resto de su sitio web sin suerte. No había ninguna referencia a Carolina del Norte, ni tampoco decía si estaba casada o tenía hijos, y era obvio que ahora vivía en Nueva York. En la foto de perfil parecía demasiado joven para ser mi madre, pero no podía saber de cuándo databa el retrato. A menos que hubiera estado casada y que el apellido fuera el de su marido, no podía descartarla.

En su sitio web incluía vínculos que conectaban con sus canales de YouTube, y acabé viendo varios de sus vídeos, un hábito con el que seguí incluso después de la universidad. Aunque casi toda la información técnica contenida en esos vídeos me resultaba incomprensible, había algo que me fascinaba de esa mujer. Con el tiempo descubrí otra pista. En la pared que se veía en el fondo, en el estudio de su apartamento, podía verse la fotografía de un faro. En uno de sus vídeos incluso hablaba de ella, indicando que fue esa fotografía la que en primer lugar inspiró el interés por su profesión siendo todavía adolescente. Pulsé en pausa para detener el vídeo y tomé una foto de la imagen; luego busqué en Google imágenes de faros de Carolina del Norte. Tardé menos de un minuto en saber que el que adornaba la pared de Maggie se encontraba en Ocracoke. También averigüé que el hospital más cercano estaba en Morehead City.

Mi corazón dio un vuelco, aunque sabía que seguía sin ser suficiente para estar completamente seguro. Pero cuando tres años y medio atrás Maggie publicó su primer vídeo sobre el cáncer, me convencí de que así era. En ese vídeo decía que tenía treinta y seis años, lo cual confirmaba que en 1996 tenía dieciséis.

El nombre y la edad coincidían. Era de Seattle y había estado en Carolina del Norte cuando era adolescente; Ocracoke también parecía encajar. Y al fijarme más en su aspecto, me había parecido incluso percibir cierto parecido físico, aunque admito que eso podía ser fruto de mi imaginación.

Eso daba lugar a otra cuestión: aunque yo pensara que deseaba conocerla, no sabía si ella también lo querría. No estaba seguro de qué hacer y recé rogando orientación. Además, empecé a ver sus vídeos de forma obsesiva, todos sin excepción, especialmente aquellos en los que hablaba de su enfermedad. Curiosamente, cuando hablaba del cáncer ante la cámara, irradiaba una especie de carisma fuera de lo común; era honesta, valiente, y se mostraba asustada, optimista y graciosa de forma un tanto siniestra, y, al igual que muchas otras personas, me sentí incitado a seguirla. Cuantos más vídeos veía, más convencido estaba de querer conocerla. En buena medida, era como si se hubiera convertido en algo parecido a una amiga. También sabía, por sus vídeos y lo que yo mismo había investigado, que era poco probable que su enfermedad remitiera, lo cual significaba que se me acababa el tiempo.

Para entonces ya me había graduado y había empezado a trabajar en la iglesia de mi padre; también había tomado la decisión de continuar con mi formación, lo cual significaba que debía pasar el examen de acceso a estudios de posgrado y enviar mi solicitud a las universidades que ofrecieran el que me interesaba. Tuve la suerte de que me aceptaran en tres instituciones excelentes, pero la Universidad de Chicago era la opción obvia si tenía en cuenta a Abigail. Mi intención era matricularme en septiembre de 2019, como Abigail, pero una visita a mis padres lo cambió todo. Me pidieron que les ayudara a cargar con unas cuantas cajas para guardarlas; tras dejarlas en el desván, casualmente di con una en la que ponía «CUARTO DE MARK», y la curiosidad me llevó a abrirla. Encontré algunos trofeos y un guante de béisbol, archivadores con materiales escolares, guantes de hockey y muchos otros recuerdos que mi madre no había tenido el valor de tirar. En esa caja, además de todo eso, me encontré con la osita-Maggie, el peluche con el que había compartido mi cama hasta que cumplí nueve o diez años.

Al ver el peluche con el nombre de Maggie, me di cuenta de que había llegado el momento de tomar una decisión sobre lo que realmente quería hacer.

Podía no hacer nada, obviamente. Otra opción era sorprenderla en Nueva York y contárselo todo, tal vez comer juntos y luego regresar a Indiana. Supongo que es lo que habría hecho la mayoría de la gente, pero me pareció que eso sería ser injusto con ella, dada su dura situación, puesto que yo seguía sin saber siquiera si ella deseaba conocer al hijo que hacía tantos años dio en adopción. Con el tiempo empecé a considerar una tercera opción: quizá podría volar a Nueva York para conocerla sin contarle quién era.

Al final, tras muchas oraciones, elegí la tercera opción. La primera vez que visité la galería fue a principios de febrero, acoplándome a un grupo de turistas. Maggie no estaba allí, y Luanne apenas me vio, demasiado ocupada en distinguir entre compradores y turistas. Cuando pasé por la galería de nuevo al día siguiente, el público era aún más numeroso; Luanne parecía agobiada y apenas conseguía atender a todo el mundo. Maggie tampoco estaba, pero lentamente caí en la cuenta de que, aparte de tener la oportunidad de conocer a Maggie, tal vez podría incluso ayudar en la galería. Cuanto más pensaba en ello, más me convencía de que era buena idea. Me dije que, si con el tiempo tenía la sensación de que ella deseaba saber quién era realmente, le contaría la verdad.

Pero el asunto era un tanto complicado. Si me hacían una oferta de trabajo (y ni siquiera sabía si necesitaban a alguien, para empezar), tendría que posponer los estudios durante un año, y aunque suponía que Abigail aceptaría mi decisión, probablemente no se mostraría entusiasmada. Y aún más importante, necesitaba el visto bueno de mis padres. No quería que pensaran que estaba de algún modo intentando reemplazarles o que no apreciaba todo lo que habían hecho por mí. Necesitaba que supieran que a mis ojos siempre serían mis padres. Al volver a casa les expliqué mis reflexiones. También les mostré unos cuantos vídeos de Maggie sobre su batalla contra el cáncer, y en última instancia creo que eso fue lo que les convenció. Se dieron cuenta, igual que yo, de que se me acababa el tiempo. En cuanto a Abigail, fue más comprensiva de lo que esperaba, a pesar del giro que eso suponía en lo que llevábamos planeando hacía tiempo. Hice la maleta y volví a Nueva York, sin saber cuánto tiempo me quedaría ni si mi plan funcionaría. Aprendí todo lo que pude sobre la obra de Trinity y de Maggie, y por fin llevé mi currículum a la galería.

Celebrar una entrevista ahí sentado frente a Maggie fue el momento más surrealista de mi vida.


Una vez me contrataron, encontré un sitio donde vivir y aplacé el postgrado, pero admito que en algunos momentos me cuestionaba si no me habría equivocado. Durante los primeros meses apenas vi a Maggie, y cuando nuestros caminos se cruzaban, la interacción era limitada. En otoño empezamos a pasar más tiempo juntos, pero Luanne solía estar también presente. Curiosamente, aunque las razones que me habían llevado a trabajar en la galería eran personales, descubrí que tenía talento para el puesto, e incluso llegó a gustarme. En cuanto a mis padres, mi padre se refería a mi trabajo como «un noble servicio»; mi madre simplemente decía que estaba orgullosa de mí. Creo que se imaginaron que no estaría en casa por Navidad y por eso mi padre organizó el viaje a Tierra Santa con algunos miembros de su iglesia. Aunque siempre había sido su sueño, creo que en parte se decidieron porque no querían estar en casa en esas fiestas si su único hijo estaba ausente. Intenté recordarles con frecuencia mi amor por ellos y cuánto los querría siempre como los únicos padres que había conocido o que me gustaría tener.


Tras abrir su regalo, Maggie me preguntó innumerables cuestiones: cómo la había encontrado y otros detalles sobre mi vida y mis padres. También me preguntó si quería conocer a mi padre biológico. Suponía que sería capaz de darme la suficiente información como para empezar la búsqueda, si eso era lo que deseaba. Aunque mi curiosidad había surgido originalmente por mi raro grupo sanguíneo, me di cuenta de que encontrar a J. no me interesaba lo más mínimo. Llegar a conocer a Maggie había sido más que suficiente, aunque me conmovió su ofrecimiento.

Con el paso de las horas Maggie parecía tan agotada que la acompañé en taxi hasta su casa y la ayudé a acomodarse para la noche. Después no volví a saber de ella hasta media tarde. Pasamos el resto del día de Navidad juntos en su apartamento y por fin pude contemplar la foto del faro directamente.

—Esta foto nos cambió la vida —reflexionó en voz alta. No pude menos que mostrarme de acuerdo.

Pero, en los días y semanas posteriores, me di cuenta de que Maggie no sabía realmente ser una madre y yo tampoco sabía cómo ser su hijo, de modo que simplemente llegamos a ser mejores amigos. Aunque la había llamado «mamá» al darle el peluche, después volví a usar su nombre, lo cual nos hacía sentir más cómodos a ambos. Tenía muchas ganas sin embargo de conocer a Abigail, y los tres fuimos juntos a cenar en dos ocasiones durante su visita. Se llevaban bien, y cuando Abigail envolvió a Maggie en un abrazo de despedida, advertí que Maggie disminuía de tamaño con cada día que pasaba; el cáncer le estaba arrebatando su peso y su esencia.

Justo antes de Año Nuevo, Maggie envió el vídeo con la actualización de su diagnóstico y luego contactó con su familia. Tal como había previsto, su madre le rogó que volviera a casa, a Seattle, pero Maggie no se había equivocado en cuanto a sus intenciones.

Cuando Luanne regresó de Maui, Maggie la puso al día sobre el pronóstico de su enfermedad y sobre mi identidad. Luanne insistió en que se olía que algo pasaba hacía mucho tiempo, y le dijo a Maggie que teníamos que pasar todo el tiempo posible juntos, de modo que enseguida programó mis vacaciones. En calidad de nueva directora de la galería (tanto Maggie como Trinity se mostraron de acuerdo en que era la mejor elección), era decisión suya, y eso nos permitiría tener el tiempo necesario para completar las lagunas sobre nuestras respectivas vidas que todavía no hubiéramos podido compartir.

Mis padres llegaron a Nueva York la tercera semana de enero. Maggie todavía no estaba postrada en la cama y les pidió hablar con ellos en privado en el sofá de su sala de estar. Les pregunté después a mis padres de qué habían hablado.

—Quería darnos las por gracias haberte adoptado —contestó mi madre con una emoción apenas contenida—. Dijo que se sentía bendecida. —Mi madre, curtida por las confesiones que solía escuchar debido a su profesión, casi nunca lloraba, pero en ese instante se sintió sobrepasada, y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Quería decirnos que somos unos padres maravillosos y que pensaba que nuestro hijo era extraordinario.

Cuando mi madre se acercó para abrazarme, supe que lo que más la había conmovido era que Maggie se había referido a mí como «su hijo». Para mis padres, mi decisión de ir a Nueva York había sido más dura de lo que imaginaba, y me pregunté cuánto les habría trastornado.

—Me alegro de que hayas podido conocerla —murmuró mi madre, todavía abrazándome con fuerza.

—Yo también, mamá.


Tras la visita de mis padres, Maggie no volvió a la galería, ni tampoco pudo salir de su apartamento. Le habían aumentado la dosis de calmantes, administrados por una enfermera que iba a su casa tres veces al día. A veces dormía hasta veinte horas seguidas. Yo la acompañaba durante muchas de esas horas, cogiéndola de la mano. Perdió aún más peso y su respiración era entrecortada, un silbido que dolía al oírlo. La primera semana de febrero ya no fue capaz de levantarse de la cama, pero cuando estaba despierta seguía encontrando motivos para sonreír. Normalmente era yo quien llevaba el peso de la conversación (a ella le costaba demasiado esfuerzo), pero de vez en cuando me decía algo que todavía no sabía de ella.

—¿Te acuerdas cuando te decía que deseaba que mi historia con Bryce hubiera acabado de otra manera?

—Por supuesto —dije.

Alzó la vista hacia mí, con un atisbo de sonrisa asomando a sus labios.

—Contigo, ahora tengo el final que habría deseado.


Los padres de Maggie llegaron en febrero y se acomodaron en un hotel boutique no muy lejos del apartamento de Maggie. Al igual que yo mismo, su madre y su padre simplemente deseaban estar cerca de ella. Su padre guardaba silencio, adhiriéndose a lo que decía su madre; pasaba casi todo el tiempo sentado en la sala de estar con la televisión en un canal de deportes. La madre de Maggie ocupaba la silla contigua a su cama y se retorcía las manos compulsivamente; cuando llegaba la enfermera le pedía explicaciones sobre cualquier cambio en la medicación para Maggie, así como otros aspectos de su cuidado. Cuando Maggie estaba despierta, su madre repetía en una constante cantinela que lo que estaba pasando no era justo, y le recordaba continuamente a Maggie que rezara. Insistía en que los oncólogos de Seattle tal vez habrían podido hacer más por ella y que Maggie debería haberla escuchado; conocía a alguien que conocía a otra persona que a su vez conocía a alguien más que había tenido melanoma en estadio IV y que la enfermedad había remitido desde hacía seis años. En ocasiones lamentaba el hecho de que Maggie estuviera sola y no se hubiera casado. Maggie, por su parte, aguantaba la cháchara ansiosa de su madre con paciencia; había oído lo mismo durante toda su vida. Cuando Maggie les dio las gracias a sus padres y les dijo que los quería, su madre se quedó desconcertada por el hecho de que Maggie sintiera la necesidad de expresarlo con palabras. Podía imaginármela pensando: «¡Claro que me quieres! ¡Mira todo lo que he hecho por ti, a pesar de las decisiones que tomaste en tu vida!». Era fácil comprender por qué a Maggie sus padres le resultaban agotadores.

La relación de sus padres conmigo era aún más complicada. Durante casi un cuarto de siglo, habían conseguido fingir que Maggie nunca había estado embarazada. Me trataban con cautela, como un perro que tal vez pudiera morder, y mantenían las distancias, tanto físicas como emocionales. No me preguntaron demasiado por mi vida, pero nos escuchaban cuando hablábamos, puesto que su madre solía estar rondando cerca cuando Maggie estaba despierta. Cuando Maggie le pedía que nos dejara a solas, la señora Dawes siempre se iba de la habitación ofendida, lo que cada vez hacía que Maggie pusiera los ojos en blanco.

Morgan lo tenía más complicado para hacerle una visita porque las niñas todavía eran pequeñas, pero consiguió venir dos fines de semana. Durante su segunda visita en febrero Maggie y Morgan hablaron durante veinte minutos. Cuando Morgan se fue, Maggie me hizo un resumen de la conversación, ofreciéndome una sonrisa irónica a pesar de su constante dolor.

—Me ha dicho que siempre estuvo celosa de mi vida libre y emocionante. —Maggie profirió una débil risita—. ¿Te lo puedes creer?

—Por supuesto.

—Incluso ha afirmado que a menudo habría deseado poder cambiarse conmigo.

—Me alegro de que hayáis podido hablar —dije, apretándole la mano, frágil como la de un parajillo.

—Pero ¿sabes qué es lo más absurdo?

Alcé una ceja.

—¡Me ha dicho que para ella fue dura nuestra infancia porque yo era la preferida de nuestros padres!

No pudo contener la risa.

—No puede creerlo de veras, ¿no?

—Creo que está convencida de ello.

—¿Cómo es posible?

—Porque —respondió Maggie— se parece más a mi madre de lo que es consciente.


Otros amigos y conocidos visitaron a Maggie en las últimas semanas de su vida. Luanne y Trinity iban a verla regularmente, y les dio el mismo regalo que me había hecho a mí. Cuatro editores de imagen pasaron por el apartamento, acompañados de su tipógrafa y alguien del laboratorio, y durante esas visitas escuché algunos relatos más de sus aventuras. Vino su primer jefe en Nueva York y dos ayudantes que había tenido, también su contable, e incluso su casero. A mí, sin embargo, me resultaba doloroso ver cómo transcurrían todas aquellas visitas. Podía percibir la tristeza de sus amigos al entrar en la habitación, su miedo de decir algo incorrecto al acercarse a la cama. Maggie conseguía de algún modo que se sintieran bienvenidos y se salía con la suya al decirles cuánto habían significado para ella. Me presentó a todos ellos como su hijo.

De alguna forma, en los pocos ratos que no estaba en su apartamento, consiguió, además, organizar un regalo para Abigail y para mí. Abigail había vuelto a mediados de febrero y, sentados en su cama, Maggie nos dijo que nos había pagado por adelantado un safari a Botsuana, Zimbabue y Kenia para ambos, un viaje de más de tres semanas. Le dijimos que era demasiado, pero ella le restó importancia.

—Es lo mínimo que puedo hacer.

Nos abrazamos y besamos, y le dimos las gracias, y ella apretó la mano de Abigail. Cuando le preguntamos qué podíamos esperar ver, nos agasajó con historias de animales exóticos y campamentos levantados en plena naturaleza salvaje, y, mientras hablaba, en algunos momentos parecía que volvía a ser la Maggie de siempre.

Sin embargo, a medida que avanzaba el mes, hubo momentos en los que su enfermedad se me hacía insoportable, y necesitaba salir del apartamento y dar un paseo para despejar la mente. Por muy agradecido que estuviera de haberla conocido, una parte de mí ansiaba más. Quería enseñarle la ciudad que era mi hogar en Indiana; quería bailar con ella en mi boda con Abigail. Quería una foto suya con mi hijo o mi hija en sus brazos, con los ojos brillando de dicha. No hacía mucho que la conocía, y sin embargo en cierto modo sentía como si la conociera de forma íntima, como a Abigail o a mis padres. Quería pasar más tiempo con ella, más años, y a veces, mientras ella dormía, me derrumbaba y rompía en sollozos.

Maggie debió percibir mi pena. Una vez, al despertar, me ofreció una tierna sonrisa.

—Esto es duro para ti —consiguió decir con voz ronca.

—Es lo más duro que he tenido que soportar en mi vida —admití—. No quiero perderte.

—¿Recuerdas lo que le dije a Bryce de eso? No querer perder a alguien se basa en el miedo.

Sabía que tenía razón, pero no estaba dispuesto a mentirle.

—Tengo miedo.

—Lo sé. —Alargó la mano para coger la mía; la suya se veía cubierta de hematomas—. Pero no olvides nunca que el amor es siempre más fuerte que el miedo. El amor me salvó, y ahora te salvará a ti también.

Esas fueron sus últimas palabras.


Maggie falleció aquella noche, a finales de febrero. Por respeto a sus padres dejó organizado el funeral que se celebraría en una iglesia católica cercana, aunque había insistido en ser incinerada. Se encontró con el sacerdote en una sola ocasión antes de morir, el cual, siguiendo sus instrucciones, redujo la duración normal del servicio. Hizo un breve panegírico, pero mis piernas parecían estar tan débiles que creí que me iba a desplomar. Como música Maggie había elegido «(I’ve Had) The Time of My Life», de la película Dirty Dancing. Sus padres no pudieron comprender el porqué de su elección, pero yo sí, y mientras sonaba aquella canción, intenté visualizar a Bryce y a Maggie sentados juntos en el sofá en una de sus últimas noches en Ocracoke.

Sabía cuál era el aspecto de Bryce, del mismo modo que conocía el de Maggie cuando era adolescente. Antes de morir me había dado las fotos tomadas hacía tantos años. Pude ver a Bryce sosteniendo un tablero de contrachapado antes de cubrir con él una ventana; y a Maggie besando a Daisy. Quería que las tuviera porque creía que sabría apreciar más que ninguna otra persona lo valiosas que eran para ella.

Curiosamente, para mí eran casi igual de valiosas.


Abigail y yo llegamos a Ocracoke en el ferri de la mañana, y tras preguntar por las localizaciones necesarias alquilamos un carrito de golf y visitamos algunos de los lugares que Maggie había descrito en su historia: vimos el faro y el cementerio británico; pasamos al lado de los botes de pesca amarrados en el puerto y de la escuela a la que ni Maggie ni Bryce asistieron. Tras preguntar a algunos viandantes, encontramos incluso el local donde antaño se ubicaba la tienda en la que Linda y Gwen hacían sus bollos; ahora vendían baratijas para turistas. No sabía dónde había vivido Linda, ni tampoco Bryce, pero condujimos por todas las calles de modo que estábamos seguros de haber pasado por sus respectivas casas al menos una vez.

Abigail y yo comimos en Howard’s Pub y luego fuimos a la playa. En mis brazos llevaba una urna que contenía parte de las cenizas de Maggie; en un bolsillo había guardado una carta que me había escrito. El resto de las cenizas se encontraban en otra urna que se habían llevado sus padres a Seattle. Antes de morir Maggie me había preguntado si podía hacerle un favor; no habría podido negarme.

Abigail y yo recorrimos toda la playa; pensé en todas las veces que Maggie y Bryce habrían estado allí juntos. Su descripción encajaba perfectamente con la realidad: era un lugar austero y virgen, una franja costera intacta, no afectada por la modernidad. Abigail y yo íbamos de la mano, y después de un rato le pedí que nos detuviéramos. Aunque no podía estar seguro, quería buscar un lugar que me pareciera adecuado, que pudiera ser el escenario de la primera cita de Bryce y Maggie.

Le pasé la urna a Abigail y saqué la carta del bolsillo. No tenía la menor idea de cuándo la había escrito; solo sabía con certeza que se encontraba en la mesita de noche cuando falleció. En el sobre había garabateado unas instrucciones en las que me pedía que la abriera cuando estuviera en Ocracoke.

Abrí la solapa del sobre y extraje la carta. No era muy larga, aunque la caligrafía era irregular y a veces difícil de descifrar, como consecuencia de la medicación y la debilidad. Noté que algo más salía del sobre, además del papel, y apenas conseguí atraparlo con mi mano para evitar que cayera a la arena: otro regalo para mí. Hice una respiración profunda y empecé a leer.

Querido Mark:

En primer lugar, quiero agradecerte que me buscaras y que te convirtieras en mi deseo hecho realidad.

Quiero que sepas lo especial que eres para mí, lo orgullosa que estoy de ti, y que te quiero. Ya te he dicho todas esas cosas con anterioridad, pero debes saber que me has dado uno de los regalos más bellos que he recibido en toda mi vida. Por favor, dales las gracias de nuevo a tus padres y a Abigail, por concederte el tiempo que necesitábamos para conocernos y llegar a querernos el uno al otro. Ellos, al igual que tú, son extraordinarios.

Estas cenizas representan lo que queda de mi corazón. Por lo menos de forma simbólica. Por razones que no necesito explicarte deseo que sean esparcidas en Ocracoke. Mi corazón, después de todo, siempre se quedó allí. Además, he llegado a creer que Ocracoke es un lugar encantado, donde lo imposible a veces se convierte en realidad.

Hay algo más que hace tiempo deseaba decirte, aunque sé que en un primer momento te parecerá una locura (quizá ya estoy loca; el cáncer y los fármacos causan estragos en mi mente). Y sin embargo, creo verdaderamente en lo que estoy a punto de decirte, por muy descabellado que parezca, porque es lo único que me parece cierto de forma intuitiva ahora mismo.

Me recuerdas a Bryce en muchos aspectos, algunos que ni siquiera puedes imaginar: tu carácter y amabilidad, tu empatía y encanto. Te pareces un poco incluso físicamente a él y, tal vez porque ambos sois atletas, también te mueves con la misma gracia natural. Igual que Bryce eres más maduro de lo que corresponde a tu edad, y, a medida que profundizamos en nuestra relación, esas similitudes se han hecho más patentes.

Esto es entonces lo que he decidido creer: de alguna manera, a través de mí, Bryce se convirtió en una parte de ti. Cuando me acogía entre sus brazos, tú absorbías una parte de él; cuando pasamos nuestros días más dulces en Ocracoke, por alguna razón heredaste sus cualidades únicas. Eres el hijo, pues, de nosotros dos. Sé que eso es imposible, pero he elegido creer que el amor que Bryce y yo sentimos el uno por el otro de alguna manera tuvo algo que ver en la creación del joven extraordinario que he llegado a conocer y a amar. En mi mente no puede haber otra explicación.

Gracias por encontrarme, hijo mío. Te quiero.

MAGGIE

Tras acabar de leer la carta volví a introducirla en el sobre y después contemplé la cadena que me había dejado junto a la carta en su interior. Ya me la había mostrado antes, y al darle la vuelta al colgante con forma de vieira pude leer las palabras «Recuerdos de Ocracoke». El colgante me pareció demasiado pesado para lo que era, como si albergara toda la relación de Maggie y Bryce, toda una vida de amor condensada en unos cuantos breves meses.

Cuando creí estar preparado, devolví el colgante y la carta a mi bolsillo y cogí con suavidad la urna que sostenía Abigail. Estaba bajando la marea, moviéndose en la misma dirección que el viento. Avancé hacia la arena mojada, mis pies empezaron a hundirse, y pensé en Maggie en el ferri, cuando conoció a Bryce por primera vez. El oleaje era regular y rítmico, y el océano se extendía hasta el horizonte. Su vastedad se me antojaba incomprensible, incluso mientras imaginaba cometas iluminadas flotando en el cielo nocturno. Por encima de mí, el sol iniciaba su descenso y supe que pronto se haría la oscuridad. En la distancia vimos una furgoneta solitaria aparcada en la arena. Un pelícano pasó rozando las crestas de las olas. Cerré los ojos y vi a Maggie de pie en el cuarto oscuro al lado de Bryce, o estudiando sentados a la destartalada mesa de la cocina. Imaginé uno de sus besos y que por lo menos en ese momento todo en el mundo de Maggie parecía perfecto.

Ahora Bryce y Maggie ya no estaban, y sentí que me embargaba una tristeza abrumadora. Giré la tapa de la urna y la abrí; la volqué y dejé que la marea baja se llevara las cenizas. Me quedé ahí de pie, recordando algunos fragmentos de nuestra historia: El Cascanueces, la sesión de patinaje, la decoración del árbol de Navidad. Después me encontré enjugándome unas repentinas lágrimas. Recordé su expresión extasiada al extraer de la caja a osita-Maggie, y supe que siempre creería que el amor es más fuerte que el miedo.

Respiré hondo y finalmente di media vuelta para volver lentamente hacia donde estaba Abigail. La besé suavemente, estreché su mano en la mía y ambos regresamos caminando en silencio por la playa.