«Si sientes el desprendimiento, todavía estás ahí.»
Vals del payaso Piripipí
Café Iris, salón violeta donde mozos decrépitos sirven en vajilla morada vino con canela. Junto a la contrapuerta cuelgan batas púrpuras prestadas por el establecimiento. Los consumidores, hermanados por el color, viven intensas conversaciones. De vez en cuando muere un mesero. El local sigue abierto y se vela al difunto sobre la barra. Entre niebla de cigarros y fragancia de geranio surgen canciones de adiós. Al día siguiente otro anciano ocupa el puesto vacante y nada parece cambiar; la cita con la muerte se anula y los parroquianos tienen la impresión de que, sin que nadie los obligue a avanzar, sentados en el café, podrán llegar a donde termina el tiempo.
Enanita ofrece a Demetrio un ramo de violetas:
–¿Quién eres?
–¡Soy un hombre que me rodea!
–¿Dónde estabas?
–En un túnel, vestido con todos los trajes que había usado en mi vida.
–¿Adónde vas?
–Unos van, otros vienen; sólo llegarán las piedras del camino.
–Cuando niña leía una historieta donde un personaje desordenado perdía sus botones. Una mujer secundaria seguía al héroe para comer esos discos. ¡Así es la relación que tengo contigo, Demetrio!
El poeta anuncia su mutismo untando las flores en el vino. Luego las devora.
Enanita pasó la noche tratando de arrancarse con unas pinzas las líneas de sus manos.
–¿Sabes, Tolín, si Demetrio vendrá a verme? Hace siete días que no salgo ni como, esperándolo.
Enanita es la única mujer que se ha enamorado de Demetrio. Lo conoció cuando eran niños y tenían el mismo tamaño. A los diez años le ofreció su himen y él la idolatró. Pero Demetrio fue creciendo mientras que Enanita permaneció pequeña.
Él comenzó a tener vergüenza y a exigirle que usara tacones cada vez más altos. Desde su metro setenta y ocho, odiaba el metro cinco de Enanita. Para ella, él era Dios y le rezaba a su fotografía. Demetrio no quería ya verla; su estatura exigua lo ponía impotente. Ansiaba conquistar a una hembra de cien kilos, más alta que él, para caer como un erectólito humedorcado y tetaculabrear animalando.
Tolín se sintió incómodo en ese cuarto: corta la cama, miniaturas los cuadros, regadera a un metro diez. El cuerpo de Enanita era proporcionado; por eso, al entrar en su habitación, los amigos se sentían gigantes.
–Vuelvo otro día, Enanita.
–Adiós, Tolín. Si ves a Mi Señor, dile que no saldré ni comeré hasta que venga a verme.
Ha pasado otra semana. ¿El hambre la habrá obligado a salir? Nadie responde. Tolín quiebra los vidrios de las ventanas y cierra las llaves del gas.
–¡Vete! ¡Mi Señor no volverá más!
–Vístete, Enanita, prométeme que harás lo que te diga. Dame la mano, cierra los ojos...
La saca de su encierro y a ciegas marcha con ella por las calles. Da vueltas hasta que ella no sabe por dónde va, atraviesa el Parque Forestal, trepa sobre la pasarela del puente y avanza hacia lo alto, a veinte metros del suelo, en un borde de cincuenta centímetros, y le dice que mire.
Grita, pierde el equilibrio, se aferra a él. Abajo, el río Mapocho no tiene fondo. Ahí espera la muerte: esa muñeca de trapos y botellas que los vagos han construido. Lucha con él y llora cuando la suspende sobre el abismo y patalea y lo insulta hasta que avanza, paso a paso, hacia la orilla venciendo el vértigo. Llegan a la calle. Enanita ríe y abre los brazos sin saber por qué.
En una esquina, alrededor de un farol, vuela una gran mariposa. Al comienzo creen que es un murciélago. Niños silenciosos lanzan una piedra contra el animal. Y la piedra sube, cae y rebota sobre el cemento. Alguien la vuelve a lanzar. Se dan cuenta de que esos niños vagos no están tratando de matar a la mariposa sino de quebrar el foco para liberarla. Tolín toma el trozo de roca, fija la puntería y le da. ¡Estallido! Se iluminan las ventanas, suenan trompas, gruñidos, grandes pezuñas y Enanita, más rápido que él, huye a saltos lanzando piedras y rompiendo vidrios de ventanas sin cesar de reír.
–¡Mira, la mariposa nos viene siguiendo!
Aleteando suavemente, se posa como una corona púrpura sobre la cabeza de Tolín. Llega otra de color verde y se para en la frente de Enanita. Una nube de mariposas amarillas, azules, anaranjadas, viene a prenderse de las ropas. Él y ella regresan por el parque cubiertos de alas aterciopeladas como dos arco iris bestiales.
Y otra vez Tolín está sintiéndose inmenso en una pequeña silla. Enanita, tendida en la cama, lo mira.
–Te regalo mi sexo.
Él no quiere ofenderla: se ve obligado a aceptar.
¡Patean la puerta!
–¡Mi Señor ha regresado!
Demasiado tarde. Fornican hasta el alba mientras Demetrio, observado por una rata de alcantarilla del tamaño de un gato, oye crujir el lecho.
Al amanecer, abren la puerta y lentamente, majestuoso, entra el poeta. No hay explicación. Toman café, escuchan a Bela Bartok, silencio. Demetrio arranca una mariposa de la pared, la estruja hasta que corre líquido verdoso por sus dedos. Y Tolín y Enanita siguen su ejemplo. Con gritos de puerco en el degüello, aplastan a los insectos dormidos llenando el piso de materia viscosa y se dejan caer y frotan las caras con los restos y se les pegan las patas, antenas, membranas... Oculto por esa máscara, Demetrio lee un manifiesto de veinte páginas que escribiera durante la noche oyéndolos fornicar. Con académica literatura los expulsa de él para siempre y él también se expulsa de sí.
En ese momento, Tolín, sin saber por qué, recuerda la tristeza que sintió al saber que Arlequín había sido Hermes: el ex Dios, vestido de payaso, suicidándose a cosquillas ante un público adocenado.
Enanita recibió treinta y tres electrochoques tratando de olvidar a Demetrio. Esas descargas se le convirtieron en vicio y comenzó a vender sus muebles para poderlas pagar. No pudiendo alcanzar el olvido, se entregó a La Cabra como quien se lanza a un precipicio.
A pesar de todo Demetrio contaba con Enanita; su devoción era un pedestal. Ahora, privado del altar que lo elevara, va cuesta abajo, perdido en el mundo, durmiendo en catre ajeno, comprando en restaurantes comida muerta, bistecs marchitos y hojas de lechuga blanda; con el león dentro de la gallina, como dentadura olvidada en un estadio, picoteando migas para que lo crean paloma pero siendo funeral cuervo, el «yo» le pesa más que de costumbre. Hay un tiempo, como esos frascos de mermelada sellados con cera, que no es éste. Allí vive, y hacia fuera abre una ventana profesional e intercambia chistes hablando falsos idiomas. Como cualquiera hunde sus dientes en la piltrafa y roba un miserable pedazo. ¡Un poco de té, un poco de ternura! Se encierra con una coja y trata de violarla pero no tiene erección. Llueve. Muñona las paredes buscando una salida. La lepra tiene olor a hotel. En las esquinas predican rameras con piel de dama. Conquista a la Clora en el bar León de Oro. Quiere dejar de ser sirvienta para vivir con él. Van al circo y ven al payaso Piripipí tocar su vals lanzando monedas sobre un cubo de madera: cada disco da una nota musical distinta... ¡No hay olvido! ¡Ser otro y no él quién sabe hasta cuándo! Se disfraza de profeta. Llena las calles del centro con el eslogan «¡Assis Namur el pobre llegará a la indiferencia!», anuncia en los diarios una charla del santo y en un subsuelo espera sin que nadie venga.
A medianoche llega una gringa cargada de paquetes: la carne para los gatos, las esculturillas de Goethe, el imán de madera, las cabezas de peyote. Se sienta frente al falso Maestro. Él desliza una mano bajo su falda y le introduce el dedo pulgar, el índice, el mediano, el anular y el meñique. Junta las yemas y milímetro por milímetro le va metiendo toda la palma. Cuando los labios húmedos rodean su muñeca, abre la mano lentamente. Y mientras se miran de memoria a memoria, vuelve a juntar los dedos para retirarlos poco a poco. Está ante la Gringa, detenido en sus ojos azules.
(Había vivido veinte años sin darse cuenta de la existencia del color. Cuando fue a la escuela de Medicina para familiarizarse con la muerte y le mostraron esa mujer con su bebé y al hombre, pudriéndose, como un remedo grotesco de la Sagrada Familia aplastada contra el cemento, lo asaltaron el violeta, el verde cálido, el granate. Y los tonos húmedos de la descomposición parecían de terciopelo y bajo ellos nació el gris del suelo y luego, mientras viajaba en el tranvía, la ciudad se cubrió de matices y miró las caras y le aparecieron rosadas, naranjas, amarillas y entonces recordó los iris de su madre y se dio cuenta de que tenían un tono azul zafiro: por temor al color de esos ojos había transformado el mundo en un objeto grisáceo.)
La Gringa se desviste. Debajo de su piel un cuerpo blanco y liso, como cáscara de huevo, ondula llamándolo.
–Las estrellas brillan sin preocuparse de la opacidad de los planetas.
Comienzan a vivir juntos. Durante meses nadie los ve salir del subsuelo. Una mañana la Gringa huye. Lo llama desde un manicomio en Washington, a las cuatro de la madrugada:
–Las palomas se volvieron carnívoras. No quiero dormirme a los treinta y despertar a los cincuenta. He pasado a otro mundo. Cada ruido tiene su color, cada visión su sabor, cada olor su forma. Estudiaré siglos. Subo más escalones de los que bajo y sin embargo desciendo.
Demetrio recibe un telegrama donde le informan del suicidio: la Gringa le ha legado una serpiente de ámbar blanco.
Para seguir pagando los electrochoques, Enanita entró a trabajar de periodista en El Mercurio. Su primer artículo hizo que la actriz entrevistada visitara la redacción, volcara ácido en las máquinas de escribir y abofeteara al director obligándolo a comerse «Un día con Diana Dawson»:
«La Dawson confiesa cuarenta y tres años; tiene sesenta y cinco. Vino a filmar una historia de amor.
La esperé en un palacio donde viviría con sesenta y cinco gatos: uno por cada aniversario.
La actriz bajó de una ambulancia, con capa de armiño hasta el suelo y sombrero-escafandra. De su carne no se veía un centímetro. La capa disparó un manojo de llaves y la escafandra vociferaciones:
–¡Desempaquen y recuerden dónde ponen cada cosa! ¡No quiero ocuparme de objetos! ¡Sólo quiero pensar en mi apariencia!
Pidió a seis obreras que le plancharan su ropa día y noche para no tener que soportar la visión de una arruga. Tuve que ir a comprarle un purgante de ciruelas.
Cuando volví, Diana Dawson estaba desnuda con las rodillas separadas limpiando los labios de su sexo que colgaban como orejas.
Quise comenzar mi entrevista. Ella me interrumpió:
¡Ponme esta lavativa!
Devolvió en una pecera tres litros de limonada y se desmaquilló soltando el elástico, disimulado bajo la peluca, que le sostenía la papada.
Dejé a la estrella dormida y cacareando sobre una fotografía de su rostro cuando era adolescente.
Tal vez mañana conteste a mis preguntas...».
(Continuará.)
Los artículos siguientes fueron quemados ante el abogado de la actriz.
(Cuando los productores perdieron nueve millones de dólares en la versión musical de Dafnis y Cloe, película en la que interpretaba a una virgen de catorce, la Dawson fue a parar a un cabaret de Los Ángeles.
Aparecía desnuda moviendo su pubis blanco. Después el haz de luz se cerraba para iluminarle la boca contraída en O. Los labios eyectaban una larga lengua húmeda, viva como anguila, que temblaba, vibraba, se retorcía espasmódicamente y lamía el aire durante media hora.
El público, galvanizado por ese apéndice pornográfico, lanzaba gritos cuando escurrían hilos de baba.
El nombre de Diana Dawson desapareció de las carteleras siendo reemplazado por «La Lengua-Madre». Acabaron por negarle el prólogo danzado. Desde el comienzo iluminaban la boca dejando el resto del cuerpo en la oscuridad.
La actriz se puso tan celosa de su lengua que una noche la cortó de un mordisco, escupiéndola hacia el público.
El apéndice cayó dentro de un Martini dulce.)
Sentado junto a Enanita en el café Iris, para hacerla hablar e impedir que bebiera su quinta botella de vino, Tolín le preguntó:
–¿Cómo conociste a Demetrio?
Al oír ese nombre, pareció salir de un derrumbe. Limpió las legañas de sus párpados hinchados, se miró en una cuchara, arregló como pudo el vestido salpicado de quemaduras de cigarrillo que aterrizaban en la tela cuando abría la boca para caer dormida en las mesas, y murmuró:
–Nacimos en el mismo puerto, Tocopilla, cerca de una mina de cobre. Cuando soplaba el viento, los carros del andarivel dejaban caer lluvias doradas sobre remolinos de mendigos que vivían extrayendo el metal de esas piedras para fabricar objetos que los americanos, dueños de la mina, les impedían vender. Sus casas, muebles y utensilios eran de cobre. Iban vestidos con armaduras bruñidas y al menor movimiento emitían ruidos de campana.
Vi elevarse a Demetrio aferrado a las varillas de una cometa verde, con las piernas juntas y los brazos abiertos, como crucificado. Salté la verja del erial para ver quién lo estaba encumbrando y encontré a Rosa Cristina, la sirvienta loca que podía fabricar objetos de aire. Todas las noches moldeaba formas en el espacio, pasando las palmas cientos de veces por el mismo sitio, estirando, hundiendo los dedos, presionando. El viento desprendía la harina con que se maquillaba la cara y el polvo blanco caía ante ella para detenerse a medio camino y revelar la forma esculpida.
Demetrio me ordenó trepar a la cometa. «Te voy a mostrar el cementerio de aviones.» Penetramos en una nube hueca y en su interior encontramos los antiguos aparatos. Eran modelos de la guerra del 14. Aviadores momificados, con las manos pegadas a sus manubrios y órbitas vacías bajo las antiparras, mostraban, a través de las casacas hechas jirones, pechos abiertos donde dormían murciélagos. Demetrio lanzó un grito. Los vampiros aletearon entre las costillas haciendo que los cuerpos se movieran. Sus brazos rígidos impulsaron palancas y los aeroplanos hicieron piruetas dentro de la nube hasta que los animales se calmaron.
Visitamos el lupanar. Desde los pisos altos las prostitutas hacían que sus arañas amaestradas, grandes como gatos, escupieran hilos que bajaban hasta pegarse en la calle. Los marinos, al avanzar por la vereda, rozaban las cuerdas produciendo notas casi inaudibles, pero esas vibraciones se sumaban y todo el barrio, convertido en arpa, emitía una queja lasciva.
Fuimos a la fiesta de la Gárgola. Había banderas, cimitarras, turbantes. Nos dio navajas y se dejó caer, desnuda, de espaldas en la cama. Cortamos mechones de su enorme pelvis. Pegamos los pelos en la calva del niño Dios. En el cuarto de al lado, un marinero murió fornicando. Las putas compraron un ataúd y lo velaron. La Gárgola abrió la bragueta del difunto, le rebanó el sexo y se lo regaló a Demetrio, envuelto en papel floreado. Fuimos al cementerio, una torre de nueve pisos construida frente a la mina, hicimos una pequeña tumba y lo enterramos. Demetrio atrapó dos lagartijas rojas y, colocándolas en sus palmas como gotas de sangre, con los brazos en cruz, imitó el canto del Fénix.
Grandes grúas arrancaron las casas de cobre y los mendigos, hundidos hasta la cintura en el mar, gimieron viendo a los carabineros recuperar el mineral para la empresa. Quedaron al descubierto camas doradas, utensilios luminosos, instrumentos musicales. A cada habitación desgajada, avanzaron un paso mar adentro. Cuando vino la aplanadora y redujo todo a láminas, los mendigos se dejaron ahogar por el océano...
Un sollozo permaneció largo tiempo en su garganta sin decidirse a salir. Media botella de tinto lo fue disolviendo.
–¿Cómo te sientes, Enanita?
–Su ausencia cuando estaba presente, ahora que está ausente se hace presencia y necesito que otra vez esté ausente a mi lado para que al tenerlo junto lo olvide.