Ya no hay día ni noche. No hay más que los rumores que percibo.
—ARTHUR LONDON
Las preguntas sin respuesta iban y venían una y otra vez por el riel. Y Héctor, con el peso de la mañana a cuestas, trataba de desentrañar, de armar ese rompecabezas al que faltaban muchas piezas. Había invitado a Elisa a comer y dudaba si llevarla a un restaurante o hacer de comer en el departamento; por otro lado, se había prometido una visita a la oficina para poner en orden los nuevos recortes, y de alguna manera tenía ganas de visitar al plomero para dejarle la mitad de la renta. Había quedado con la bibliotecaria en pasar a recoger a la hemeroteca de la UNAM los recortes sobre asesinos de mujeres que ella había buscado, en particular sobre estranguladores. Pero algo le jorobaba la mañana, le jodía íntimamente: era la rutina en la que se estaba metiendo, un poco la verificación de que incluso en medio del pantano, el hombre se protegía de lo inesperado con rutinas, con constancias y fidelidades a esos actos encadenados que hacían de la vida un confortable seno materno.
Y además, algo le había hecho daño en la noche y tenía diarrea.
Y ahora, por 64 mil pesos, le repetía una voz allá adentro, ¿cómo se llamaban las mujeres a las que victimó el estrangulador de Boston?, ¿cuál era el segundo apellido de éste? ¿Cómo terminó siendo dictaminado su caso en el juicio que se realizó? ¿Cuál fue el nombre del juez? ¿Cuál el del abogado defensor y cuánto cobró por la defensa? ¿Cómo se llamaba el hospital en el que acogieron al estrangulador, y cuál fue su número de celda-estancia? ¿Cuál era el nombre de la enfermera y cuántos años de práctica profesional tenía? Tiene treinta segundos para responder, decía la voz. Y Héctor salió a la calle después de pasar por el baño.
Cuando transbordaba en Pino Suárez hacia la otra línea del metro, sintió una pequeña punzada en la espalda: una mancha de color café claro lo seguía desde el descenso del vagón. Se detuvo, la mancha se detuvo algunos metros atrás. Simuló hojear las revistas de un puesto de periódicos y observó nítidamente la mancha en el espejo del stand de fotografías automáticas.
Era una mujer, de unos 25 años, de pelo castaño, con una falda diminuta, el pelo amarrado en una cola de caballo, un morral negro al hombro, un saco café claro cruzado.
Lo miraba cuidadosamente. El espejo cruzó las miradas, y ella comenzó a caminar.
Héctor arrancó tras ella. Perseguidora perseguida, cambio. Emitió mentalmente. Papeles trastocados.
La mujer avanzó hasta la transferencia a la línea azul. Héctor esperó a que el metro llegara, y abordó tras ella el vagón justo cuando iba a cerrarse.
Durante el camino, a pesar de estar separados por una masa informe de gente, se fueron observando. Héctor incluso creyó percibir la sonrisa de ella cuando un brusco frenazo en la estación Zócalo estuvo a punto de mandarlo al suelo.
Ella bajó en Allende y Héctor la siguió. Los pasos iban con cierta seguridad y precisión hasta la oficina. ¿Para qué el rodeo al dejar el metro un par de estaciones más allá?
La mujer bajó hacia el sur por 5 de Mayo. Héctor la seguía a 20 metros, firmemente, como perro de caza fiel a su pieza.
Y desde atrás, se ve el contoneo de sus muslos, sus nalgas que ascienden, el pelo flotando al vaivén como una burla al perseguidor.
Un fotógrafo ambulante le tomó una foto y Héctor recogió mecánicamente el ticket.
La mujer volteó a mirarlo y le sonrió. Durante un instante, el mundo se detuvo.
En medio de una de las calles más transitadas de la ciudad de México, en medio del humo gris del polvo de los coches, el ruido de los claxons, las manchas azulosas de los orificios, las gentes que pasaban, el mundo se detuvo en la sonrisa fiel de perseguidor y perseguida. Héctor pensó que era la mirada de la leona hacia la mira telescópica lo que le sonreía. Se hizo el silencio y el amor brotó nuevamente. Héctor supo que nunca podría explicarlo, a nadie, nunca. Pero se había enamorado de esa mancha café claro coronada por una cola de caballo color castaño claro.
Y quizá, esa mancha era la muerte.
Al llegar al edificio donde Héctor compartía su oficina con el plomero, la mujer volteó a verlo y luego, tras un instante, entró.
Héctor esperó unos segundos, y luego caminó decidido hacia la puerta.
“Al fin, aquí trabajo; si me pregunta, aquí trabajo”, pensó disculpándose; pero reaccionó a tiempo y decidió que él no tenía que disculparse de nada. Y ella lo sabía. Ella, si ella era el estrangulador, y quién si no, tenía que saberlo. Y ella era.
El elevador señalaba una parada en el 5° piso antes de seguir su vuelo hacia las alturas. Héctor decidió subir a la oficina por la escalera para impedir que la mujer se escurriera.
Al llegar al cuarto, se sintió fatigado, y dudó un instante entre sentarse a fumar un cigarrillo en el rellano o proseguir la ascensión. Optó por sentarse, y mientras fumaba fue calmando el ritmo de su respiración y su angustia.
¿Qué quería la mujer? ¿Cuáles eran las reglas de este nuevo reto? La mano buscó la pistola colocada en la cintura y la reacomodó. Una sombra se fue desplazando sobre el rellano del entrepiso superior. Héctor saltó arrojando el cigarrillo y fijó la vista en la oscuridad. El cubo del elevador transmitió una mancha de luz mientras el artefacto bajaba, y en la luz vislumbró durante un instante a la mujer de la limpieza.
—Buenos días don Héctor. Hacía tiempo que no lo veía.
—¿Cómo está, Conchita?, ¿le debo algo?
—No, ya pagó su socio, don Gilberto. Vea con él.
Y la mujer siguió su descenso arrastrando una escoba y un trapeador. Héctor siguió su ascenso.
BELASCOARÁN SHAYNE: Detective.
GÓMEZ LETRAS: Plomero.
Tocó a la puerta consciente de que la mujer estaría sentada en el recibidor, el sillón viejo en el que Héctor dormía a veces y donde Gilberto hacía el amor sábados y domingos con la secretaria de la Editorial Futuro: cama secundaria de uno, cama chica de otro.
—Quihúbole jovenazo. Qué, ¿aquí trabaja usted?
—¿No ha entrado nadie?
—Qué, ¿ahorita?… Ya lo vi, eh, en la televisión… Dice mi vieja que si no quiere venirse a cenar a la casa un día de éstos.
—¿Hay alguien aquí, Gilberto?
—¿A dónde? ¿En la oficina?, no, no hay nadie.
—¿No ha venido nadie?
—Vino una señorita a encargarme un trabajo, de ésos muy pendejos, de apretar llaves flojas, y de pasada tirarme a la sirvienta.
—¿ Cómo era? Vestida de café claro… con una cola de caballo…
—Ah pillín, conque no quería que yo le apretara las llaves, quería que se las apretara usted… Con razón no sabía muy bien ni qué hacer ni qué pedir. Hasta me hice ilu…
—¿Hace cuánto que salió?
—Como cinco minutos.
Y Héctor salió corriendo por las escaleras, devorando escalones, saltando en los rellanos.
Pero ya no había nada.
Y se quedó nuevamente sentado en el mismo descansillo donde había fumado el cigarrillo y platicado con Conchita, y nuevamente las rutinas lo obligaron a llevar la mano a la bolsa superior de la camisa, tomar el cigarrillo y encenderlo.
Porque quizá no había nada porque nunca lo había habido, se dijo, y espiró una violenta columna de humo.
La ciudad se alimenta de carroña. Como buitre, como hiena, mexicanísimo zopilote, sobre sus muertos nacionales. Y la ciudad estaba hambrienta. Fue por eso por lo que la nota roja chorreó sangre otra vez aquel jueves: un accidente entre un camión de línea y el ferrocarril de Cuernavaca con 16 muertos, y un compadre balaceado por su comadre “para que ya nunca llevara a su compadre de putas”, y una anciana acuchillada para robarle trescientos pesos a la salida del metro y la represión de una huelga en la colonia Escandón con saldo de dos obreros heridos de bala y una vieja de una vecindad cercana intoxicada por los gases.
Pero el estrangulador no había actuado. En los últimos nueve días, ningún recorte se añadió al collage del piso de la oficina. Y Héctor, ante la mirada atenta de Gilberto Gómez Letras de oficio plomero y vecino, fumaba un cigarrillo tras otro e hilaba con una rueca extraña las ideas que le seguían llegando. Grandes y pequeñas, aumentadas y disminuidas por el roer cerebral, se iban yendo entre la brisa y el ruido de claxons que entraba por la ventana.
Una tarde grisácea, Gilberto trabajaba, hacía sus pequeños chanchullos en las notas de cobro. Añadía con la punta chupada del lápiz dos pesos más a una tuerca de media pulgada, y subía el precio de la sosa para destapar caños.
Héctor, tumbado en el sillón de cuero, repasaba sus desconocimientos profundos de la muerte. Los hombres y la muerte.
Había cumplido con ciertas tareas obligadas, se había propuesto en el curso de aquella semana, tras la fugaz aparición que sólo la verificación de Gilberto Gómez confirmaba, cerrar los agujeros, no dejar ninguna de las rutinas indispensables, y había cubierto fiel como perro callejero sus rutinas indescifrables, visita tras visita, alternando el peregrinar con sus estudios del fichero de estranguladores y sus visitas a la biblioteca universitaria.
Los cementerios no le habían proporcionado nada nuevo: ni las tres tumbas del panteón de Dolores, ni la de Ixtacalco, ni las dos de Tlalnepantla ni la del Español le habían añadido una visión más profunda del mundo de las asesinadas. Quizá, sin embargo, habían contribuido a darle una nueva aproximación a la muerte, a verificar un dato que de alguna manera la mente traidora de Héctor trataba de ocultar: que tras el extraño juego entablado entre el estrangulador y él, se cruzaban cadáveres entrañablemente humanos, definitivamente inocentes, si se podía hablar de inocencia en un país donde los inocentes eran habitualmente pasados por las armas.
Pero las tumbas no decían nada. Nadie en torno a ellas, ninguna seña particular que revelara lo que andaba buscando. Sólo manchas grises, lápidas, algunas flores marchitas, nombres simples de ortografía, fácilmente olvidables en la Gran Mancha de los cementerios. Quizá la muerte era lo único sólido, aunque vago, que había penetrado en el cascarón de Héctor, y con ella a cuestas, como una pequeña sombra molesta, deambulaba por los pasillos del cementerio.
Pero las tumbas no dijeron nada, y la tarde grisácea con algunas manchas de sol entre las nubes era el marco del cuadro sobre el que Héctor pasaba entre los trazos suaves de los cementerios.
Luego había rondado por las cantinas de Bucareli, donde los periodistas condenados a la nota roja se juntan, y había intentado sacar algo pagando un par de copas.
También había revisado con la misma intención ya un tanto rutinaria los recortes de periódico.
Y en el sillón exprimía una y otra vez las rutinas, recorría con la memoria los actos y las preguntas que se había hecho esa semana, y una gran bola blancuzca se le iba acomodando sobre los hombros mientras fumaba suavemente mecido por el aire y los ruidos de la ciudad que entraban por la ventana.
—¿Qué, salió algo? —preguntó Gilberto el plomero.
—Usted regrese a sus chanchullos —musitó Héctor con la mirada aún perdida en el techo.
—Pinche detective de mierda —murmuró Gilberto mientras lo miraba de reojo y siguió murmurando por lo bajito, mezclando el desprecio por los huevones pasivos con la admiración por los que salían en la televisión, la mezcla de extrañeza, estupor, desdén, aburrimiento e incomprensión con la que calibraba a su vecino.
—Ha de pensar que porque uno es plomero no sabe estrangular putas —dijo así como quien no quiere, como enseñando el as que falta para estropear la partida de los demás y que pacientemente se ha tenido cubierto.
Héctor no reaccionó. En el fondo se sentía cómodo. Tras largos esfuerzos había logrado colocar su cuerpo confortablemente en el sillón a pesar de que una de las piernas estaba prensada y la otra colgaba y que cada cuarto de hora tenía que moverlas para que no se le durmieran. Tardó en responder.
—Usted se ve muy puto para asesino.
Y volvió tranquilamente a chupar el cigarrillo momentáneamente detenido a mitad del aire.
Gilberto fingió distraerse, abstraerse, encerrarse en las notas, mientras se iba trabando de coraje. Héctor ni siquiera lo había mirado. Ni siquiera lo había mirado de frente.
—A ver si me pasa a su hermana para que vea qué tan puto soy —masculló.
Héctor intentó concentrarse. Había algo bailando entre toda la sopa de letras que estaba armando.
La acción. LA ACCIÓN. Podía violentarse. Pero de una manera u otra, ya había pasado por eso. Porque la acción no era salir a darse de tiros con alguien a mitad de la calle, o saltar de un elevador en marcha, o correr a 140 por hora por Insurgentes en un coche prestado, o acostarse con la asesina antes de descubrir la muerte en medio de un suspiro, un sollozo, una mirada como el hielo a mitad del amor. La acción, o LA ACCIÓN, era salir a la calle a rondar, a esperar que el otro saltara sobre la presa y el accidente lo prendiera a uno en las cercanías.
—No dije puto, dije bruto. Usted no estrangularía a una mujer, le arrimaría de tubazos; hace falta categoría para estrangular suavemente. Usted es el as de los del estilo rudo, con la llave stilson y mocos, ahí acabó —dijo mientras observaba dos moscas cojiendo en el techo. Carajo, pensó, estaré en el umbral de un descubrimiento científico importante, nunca he leído nada sobre las moscas cojiendo, a lo mejor soy el primer ser humano que ve a dos moscas coger. Y yo así como así, tan tranquilo.
—Seré muy bruto, pero usted es muy pendejo. Pinche trabajo que ni le pagan —murmuró el plomero que había decidido no dar la batalla frontal.
¿Habrá estado sabroso?, se preguntó Héctor mientras las moscas elevaban el vuelo ya separadas, y sonrió.
—Ahí cuando estrangule otra me avisa, mi estimado vecino —dijo y se levantó.
Con la gabardina tan arrugada, ya parecía Humphrey Bogart, pensó. Y salió de nuevo a propiciar el accidente.
Había cuidadosamente dispuesto el escenario. Había puesto el amor en las cosas previas al encuentro: una vela aquí sobre un casco de refresco familiar, un bello pedazo de tela anaranjada como mantel, una gran barra de pan blanco y hasta una botella de vino importado. Y todo había ido tomando su lugar en el pequeño cuarto. Había incluso despegado del espejo del baño las fotos de las mujeres muertas que conservaba como necesario redescubrimiento cerca de su cara cuando comenzaba el día. Se había predispuesto a pensar, a no irritarse por no entender, había afinado su paciencia para oír, para oír y entender, para poder amar. Sabía que Elisa no necesitaba la simple presencia de un hermano medio loco, ni siquiera necesitaba una razón de otro para vivir. Y que había que ayudar. Era nuevo esto del amor fraterno, pensó. Y buscó un disco que ayudara a la espera, y recordó que en el pequeño cuarto no había tocadiscos. Encendió la radio sin darle demasiado volumen. Buscó lentamente una estación que probablemente nunca volvería a encontrar, y del pequeño aparato (una radio royal celtic de 236 pesos al contado) salió una canción de amor de los nuevos cantantes cubanos. Una canción de amor muy particular, llena de recodos donde el amor de cada día era algo más. Encendió el cigarrillo final, el que daba pie para decir: “Ya está todo puesto, la mesa está servida”, y caminó a la ventana, ordenando al pasar unos libros en la mesa al lado de la cama.
Una luna de Lorca brillaba en lo alto, el último grupo de niños iba jugando en la calle, de salida hacia la cena y la noche. Una pareja cruzaba el parque, un vecino salía a intentar comprar una cerveza para ver el box en la tele acompañado. Una brisa suave que venía… que venía del mar, pensó Héctor.
hay amor que te vas como ave fugaz
y el plumaje lo has dejado en el nido
hay amor que te vas esperando encontrar
lo que nunca has hallado ni has de hallar.
dijo la radio.
—Carajo —dijo Héctor, sonriente.
Deambuló buscando algo fuera de lugar, algo que reacomodar, buscando un justo equilibrio metafísico, un balance ideal; pero todo parecía estar dispuesto, excepto quizá el propio Héctor Belascoarán Shayne, que parecía un poco fuera de lugar, un poco desplazado del ambiente preciso y amable en el que había convertido su refugio nocturno.
eras un camino muerto por los años
y el dolor
de no ser camino
dijo la radio.
—Carajo —dijo Héctor—. Y si de repente cae la bomba y estalla la revolución, qué carajo hago, pensó, completando la llamarada que crecía nuevamente en el pecho.
Tapó la olla con la carne asada para que no se escapara el calor y escuchó el timbre salvador de tanta mierda y maldita soledad.
Caminó suavemente, reciamente hacia la puerta.
—Hermano lindo —dijo Elisa.
—Familia —susurró Héctor.
—México —dijo Carlos.
Fue una canción de Pablo Milanés, voz nueva de Cuba.
dijo la radio.
“Hasta luego”, resonó la voz del asesino en el cerebro de Héctor, la voz que venía a través de los cables del teléfono.
—Uy, qué elegante —dijo Elisa mientras con los ojos recorría el cuarto en redondo.
—¿Éste es el cubil? —preguntó Carlos.
—Amén —dijo Héctor.
Cuando ya nada se esperaba personalmente
exaltante, más se palpita y se
sigue más allá de la corriente
inició Paco Ibáñez en la radio.
Héctor abrazó sólido y fuerte a sus dos hermanos y después de elevarlos por los aires, los depositó en los asientos y comenzó a servir la cena. Elisa era más Shayne que Belascoarán. Más pelirroja que sólida y robusta, más sonriente y dulce que brutalmente amorosa, más canción de cuna que barco de vela.
Y Héctor pensaba esto mientras servía.
¿Cómo había dicho Carlos?: a uno se lo traga el sistema, a otro lo corrompe y al tercero lo mata. ¿Cómo estarían ahora redistribuidos los roles, después de mi defección de las filas del monstruo?
—Es un huevito, linda pero diminuta tu casa —dijo Elisa.
—El colmo sería si cocinas bien —dijo Carlos.
—¿Y qué locura es ésa del estrangulador, y eso del premio de los 64 mil? —preguntó Elisa.
—¿ Cómo anda mamá? —preguntó Héctor.
La botella de vino rosado hizo “pop” y Héctor contempló un instante la luz suave del farol que entraba por la ventana.
Elisa y Carlos se habían liado en una amable discusión sobre el clima en Canadá, mezclada con apreciaciones sobre las diferencias en acento de los canadienses orientales y los norteamericanos, discusión que se aproximaba lentamente a un intento de apreciación política del colonialismo norteamericano en Canadá. Y Héctor se vio desde lejos, vio el cuadro familiar.
Aún no habían cumplido los treinta años.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó. Se hizo un pequeño silencio. Como un globito en blanco se formó sobre los tres personajes de una revista de caricaturas. Un globito en el que el dibujante debería poner algo. Y puso:
—No sé.
—¿Dónde vas a vivir? —volvió a preguntar Héctor.
—Parece que mamá me ha acogido, pero es evidentemente temporal. Ella quiere mantener su apacible soledad a la que tanto trabajo le ha costado llegar.
—Yo te daría asilo, pero… —dijo Carlos.
—Aquí también —sugirió Héctor.
—Vaya par de mustios solterones —rió Elisa—. Podría vivir una semana en cada cuarto, pero francamente a la hora de despertar íbamos a tropezar unos con otros.
El teléfono sonó cuando los pasos de Carlos y Elisa aún hacían el eco final en la escalera. Tras el primer escalofrío, Héctor comenzó a esbozar una sonrisa. Ahí estaba nuevamente el enemigo, la gota de sangre deslizándose por el filo del puñal en la noche de invierno. Esperó a que sonara dos veces y luego, encendiendo un cigarrillo se acercó a contestar. Tomó firmemente el auricular.
—Buenas noches. Belascoarán Shayne al habla.
—…
—¿Bella noche, no? Una noche en la que el frío apenas si se siente si uno no tiene deudas. Si uno no ha matado a nadie. Si uno no tiene nada que perder.
—…
—Una bella noche, no cabe duda, en la que los jodidos como yo, o como tú, o como nosotros estamos esperando algo… ¿A lo mejor es el final? ¿El desenlace? Y debes pensar que fue un bello juego, como yo lo pensaría si no hubiera visto una y otra vez las fotos de las mujeres que han muerto sin deberle nada a nadie, sin dejar gran cosa atrás… Un novio, una clase en la secundaria a medio terminar, un block de taquigrafía, un peso de pan que nunca llegó a la mesa de la casa.
—No entiendes —dijo de repente la voz que esperaba escuchar. La voz que salió del silencio. Y Héctor estaba esperando la voz, por eso, ahora él hizo el silencio y jugó el resto de su parte del juego.
—No fue así…
Era una voz gruesa, probablemente disfrazada o alterada. Ni de hombre ni de mujer. Sin embargo, una voz cálida en medio del ronquido que soplaba el pecho.
—¿Por qué me buscas?
—No lo sé —respondió Héctor—. Aún no lo sé. Cuando estemos enfrente podremos adivinar si el camino ha sido cubierto, si la pregunta final podrá ser contestada. Por ahora, yo vuelvo al sueño. Buenas noches.
—No estabas durmiendo —dijo la voz.
Héctor depositó el teléfono sobre el sillón sin hacer ruido y salió deslizándose a la calle. A lo lejos los ojos encontraron inmediatamente lo que estaba buscando. Alguien estaba hablando desde la caseta de la esquina. Distinguió una chamarra café. Y corrió ciegamente hacia ella. En medio de la noche, ésa, su noche.
Los pies furiosos arrancan la carrera, pedazos microscópicos de goma y polvo vuelan bajo las suelas de los zapatos. Héctor expulsa angustiado la bocanada de aire. La silueta en la cabina voltea y contempla el vértigo que cae sobre ella, apenas si tímidamente reacciona deteniendo las puertas de la cabina.
—Ahorita la desocupo —dijo el adolescente melenudo de chamarra café—. Ya casi termino.
Héctor sonrió embarazado, y para disimular la metida de pata se puso a silbar el tema de Casablanca que Humphrey Bogart tocaba en el piano.
Y silbe y silbe hizo un mutis, como Humphrey Bogart al acabar de tocar.
Se fue a colgar el teléfono.