IV

¿Quién nos liberará del fuego sordo?

—CORTÁZAR

 

 

¿Si no es el propio juego?

—PIT

 

 

—¿Me permite hablarle de usted? —preguntó amablemente Gilberto Gómez Letras, plomero.

—Sí, este… cómo no —dijo Héctor Belascoarán Shayne, detective, que se encontraba estudiando su fichero de estranguladores célebres—. Si siempre nos hablamos de usted.

—Pues vaya usted y chingue usted a su madre —dijo Gilberto sonriendo.

La oficina era cálida, amable. Un airecito suave y dulzón entraba con los rayos del sol de la mañana. Gilberto trataba de hacer una rosca a un tubo ayudado por una tarraja monumental. En medio de los esfuerzos sonreía. Parecía como si hubiera estado madurando toda una campaña contra Héctor.

—Ya va —respondió Héctor, que tras un instante de duda había optado por el albur francés.

Gilberto continuó peleando contra el tubo.

—Se me hace que usted ni es mexicano —dijo de repente. Héctor lo escuchó, como se escucha una voz que no viene de cerca y a la que no se está obligado a responder.

Pero la voz que venía de lejos venía de cerca. ¿Por qué no? La pregunta era tan buena como cualquier otra. Hijo de madre irlandesa y de padre vasco, en su casa nunca se habían creado ni las raíces reales ni las ficticias de una patria, de una tierra sobre la que poner los pies. Todo su país era una terrible mezcolanza de añoranzas de tierras nunca conocidas, de libros leídos con un afán de que se hicieran sólidos, de que la fantasía tomara suelo y le permitiera volver en la realidad de cada mañana el sueño de cada noche. Porque los primeros años estuvieron poblados de la Gran Incoherencia, de la gran distancia entre lo soñado y un país vagamente real que se suponía fuera real.

Y durante mucho tiempo, la gran alternativa, fue crecer para escapar, llegar a los 20 años para irse a vivir a otro país. Y hubo que crecer, sin acabar de tener tierra bajo los pies. Un país repicando armoniosamente con las suelas de los zapatos. Unos árboles, un viento de frente en la mirada, una historia. Todo parecía prestado, un país prestado había sido éste.

Y Héctor hirvió de amor durante un instante, amor ilimitado que acariciaba la cicatriz de su desarraigo. Amor a la luz del sol, a los hombres y las mujeres que se adivinaban allá abajo, al país al que el estrangulador le había conducido. A las calles y a los hombres recorridos en noches turbulentas, en días grises y acerados, en neblinas percibidas detrás de los párpados agotados.

—¿Sabe qué, mi estimado Gómez Letras?

El plomero lo observó desconfiado.

—Que sí soy mexicano, carajo. Aunque no importe demasiado ahora todo esto, porque la verdad es que… —dijo Héctor Belascoarán Shayne, y luego se quedó en silencio por el resto de la mañana.

 

—¡¡Y se encuentra con nosotros en este estudio el señor Héctor Belascoarán Shayne!!

Una DIANA, sonido de timbales y clarines.

—Que concursa en el tema “Grandes estranguladores en la historia del crimen”.

Aplausos de disco, algunos aplausos del público. Letrero en superposición.

El animador avanzó dos pasos para recibir a Héctor.

—Buenas noches señor Belascoarán.

Héctor sacudió la cabeza afirmativamente.

—¿ Cómo se encuentra?

Héctor volvió a afirmar y sonrió débilmente.

—Muchas cartas han llegado hasta nuestras manos comentando su destreza en las respuestas, y el interés que ha causado en nuestro programa la presencia de un tema de tan lamentable actualidad.

Héctor volvió a sonreír dando a entender que no pensaba hablar fuera de las obligadas respuestas. El animador un tanto desconcertado sonrió ampliamente.

—Y bien, señor Belascoarán, ésta es la pregunta clave: ¿Continúa usted o se retira con los 8 mil pesos ya ganados? Y quiero recordar a nuestra audiencia que el señor Shayne tiene un premio de garantía consistente en una magnífica sala comedor de la casa Reyes, equipada incluso con un tocadiscos estéreo de la marca Panasónic.

—¿Continúa usted por 16 mil pesos?

Héctor afirmó.

—Adelante. Televisa le desea muy buena suerte.

Aplausos de disco.

—Le suplico a usted que pase a la cabina aislada de ruidos como acostumbramos para evitar que exista alguna interferencia del público.

Y Héctor se introdujo en la cabina y se colocó sus audífonos.

La cámara uno se sostenía en un plano general. La dos inició un acercamiento al animador. La tres se amarró en un close up del detective.

El animador caminó a recoger el sobre con las preguntas.

—Y ahora, ¿me escucha bien, señor Belascoarán? (Héctor afirmó en la cabina fielmente seguido por la cámara tres). He aquí la pregunta de los 16 mil pesos, entregada en un sobre cerrado garantizado por el señor interventor de la Secretaría de Gobernación aquí presente. ¿Está usted listo?

Héctor afirmó.

—Entonces, procedo a la apertura del sobre.

Música de tensión pasó de la cabina del máster a los televisores sin tocar el estudio.

—Ésta es la pregunta de los 16 mil pesos… En 1876, en Londres, se sucedieron, desconcertando a la opinión pública, una serie de casos criminales que aterraron a la población… Por 16 mil pesos, ¿cuál fue el nombre que la prensa londinense dio a estos casos? ¿Cómo fue descubierto su autor? ¿Cuántas fueron sus víctimas, y cuáles sus nombres? ¿Cuál era el nombre del autor? y ¿cuál fue la decisión del jurado en el juicio en el que fue condenado? Tiene usted treinta segundos para meditar la respuesta. ¿Desea que le repita la pregunta?

Héctor negó.

Durante los treinta segundos obligados en los que una música de “tensión” se escucha en los televisores, las cámaras buscaron las caras del público y se mantuvieron atentas a las posibles reacciones de Héctor.

Pero Héctor no mostró nada. Se limitó a encender un cigarrillo y a pensar:

¿Frente a qué televisor lo estaría viendo el asesino? ¿Un televisor prestado? ¿El de la casa de su mamá? ¿Un televisor de una cantina? ¿Estaría en ese mismo estudio?

Héctor sonrió en algo que los telespectadores interpretaron contradictoriamente como una sensación de prepotencia, o de lamentable impotencia.

—¿Le repito la pregunta? —dijo el entrevistador rompiendo la pausa.

—No, muchas gracias. Se trata de “la muerte del anochecer” como la llamó el London Evening News y repitieran luego otros diarios. El autor fue descubierto accidentalmente cuando la dueña de la pensión en que vivía localizó los recortes cuidadosamente guardados de todos los casos mientras hacía la limpieza. Esto motivó que lo denunciara y la policía inglesa lo siguiera hasta detenerlo en el momento en que estaba a punto de perpetrar uno de sus crímenes. Entre paréntesis, estrangulaba a mano limpia. Su nombre era Charles D. Conway. Sus víctimas fueron 6 y se llamaban, en el orden en que se dieron los casos: Evelyn Morton, Shirley Wynn, Arabella Lexington, Cristina Warfield, Eloisa Smith y Mary Garruthers. El jurado lo condenó a muerte sin atenuantes a pesar de su evidente desquiciamiento y fue ejecutado en el cadalso en abril de 1878.

El narrador que había seguido fielmente las respuestas lo contempló desconcertado.

—¡¡Perfectamente bien contestado!!

Un aplauso de disco atronó los televisores.

¿Estaría en el estudio? se preguntó Héctor.

—¡Acaba usted de ganar 16 mil pesos! —rugió el animador.

Héctor sonrió. La idea de que estuviera en el estudio lo cautivaba. ¿ Cómo se conseguirían los pases para entrar en el estudio?

 

El taxi parecía haberlo estado esperando. En la luz delantera que marcaba “libre” y en el carro inmovilizado había mucha paciencia, demasiada paciencia.

Sin embargo, Héctor cruzó hacia él directamente desde la puerta de los estudios.

Entró sin preguntar si estaba libre y podía llevarlo. Tampoco intentó verle la cara ni preguntarle cuánto le cobraría. A pesar de que habían sido infringidas las reglas, el taxi arrancó. Héctor no le dio dirección y esperó a que el conductor hablara.

Éste mantuvo el silencio en medio del tráfico. Las ventanillas cerradas no permitían el paso del ruido del exterior.

 

Largo recorrido en las garras de la noche en medio del silencio de ambos. El taxista buscaba a veces los ojos de Héctor en el espejo retrovisor, pero Héctor había clavado la vista centenares de metros más allá. En la niebla gris de la noche y las manchas coloridas de los semáforos, en lo que podría haber pasado si todo se hubiera iniciado de otra forma.

El taxista fue poco a poco buscando la ruta conocida, hasta depositarlo frente a la puerta de su casa.

—Buenas noches, señor Belascoarán. Ojalá y gane sus 64 mil pesos —dijo el taxista.

Y la magia se rompió en mil pedacitos.

 

El sol había marcado la mañana, desde que pegó en el borde de la cama hasta que lo fue empujando poco a poco hacia la regadera, desde que ayudó a freír los huevos y el tocino en la sartén, hasta que encendió el radio. El sol había estado colaborando amigablemente. Por eso, cuando salió a la calle lo hizo sin la ajada gabardina y con unos lentes oscuros de origen desconocido que había encontrado en un cajón. El sol pegaba en las planchas metálicas del puesto de periódicos y hacia allá se dirigió Héctor, víctima de una ilusión (ilusión irracional: el sol me va a guiar durante toda la mañana). El periódico reveló en la página 26 A, que el estrangulador había cobrado una nueva víctima. Su novena víctima. Se había roto la pausa, el interludio. Apretó furiosamente el periódico entre las manos compartiendo la culpa de lo sucedido con el descuido de la víctima.

Rosalba Herrera, demostradora de Avon, ya no volvería a recorrer la ruta siete (colonia del Valle, Narvarte, Taxqueña, Copilco): había quedado muerta sobre las losetas de la parte trasera de la Alberca Olímpica. La muerte había sucedido al atardecer. Sobre el cuerpo mostrado prolijamente por la foto (las piernas entrecruzadas con la falda sobre los muslos ligeramente levantada, una mano caída hacia atrás, el muestrario de Avon férreamente asido por la mano izquierda crispada, un pelo corto peinado de salón, un ojo desorbitado, el otro cubierto por el borde de la bata de un enfermero que se había cruzado en la foto) estaba una nota casi colocada al descuido:

“Cerevro cumple su promesa”

—¿Cuál promesa, mierda, cuál promesa? —masculló Belascoarán masticando la rabia.

Cruzó calles sin mirar hacia adelante, como impelido por una fuerza suicida y negra que lo estaba corroyendo, y al llegar a la Avenida Tacubaya estuvo a punto de quedar bajo las ruedas de un Xochimilco-Villa Coapa.

—¡Pendejo! —le gritó el chofer.

—Tu madre —respondió Héctor y comenzó a calmarse.

En la entrada del metro se detuvo a tomar un jugo de naranja. El sol seguía allí, ahora ya no de acompañante sino de testigo, y empezaba a picar, a volver la mañana plácida y somnolienta, a crear junto con el esmog el ruido de los coches y las manchas de colores de los vestidos de las secretarias madrugadoras, una pasta con olor y sabor a melaza.

Cuando buscaba en los bolsillos del pantalón un boleto para el metro encontró la contraseña de la fotografía.

La fotografía.

La fotografía tomada por el fotógrafo ambulante cuando seguía a la muchacha de vestido café y cola de caballo:

FOTO ARTÍSTICA REAL.


Pasaje del cine Teresa, local tres.
Ciudad de México.
Somos especialistas. Copias cinco pesos.
Calidad garantizada.

Por el camino fue releyendo el artículo y repasó fastidiado las declaraciones del jefe de la policía:

“Tenemos un magnífico cuadro del modus operandi del estrangulador. Las pistas sin embargo son confusas y nos han conducido a varios callejones sin salida. Se mantiene una estrecha vigilancia sobre los delincuentes sexuales que tenemos fichados. Las redes de la ley se estrechan aún más y más. El cerco se cierra. Les suplicamos paciencia y que la prensa no colabore a crear alarmismo, sino a fortalecer la imagen que nuestra corporación tiene entre el público.”

—Eres puto —le dijo un vendedor de lotería a un vendedor de periódicos. Ambos estaban oprimidos codo a codo, sobaco a sobaco, por una oleada de gente que acababa de entrar en la estación Balderas.

—Eso, eres puto —repitió en voz baja Belascoarán refiriéndose al jefe de la policía metropolitana.

Se despegó del vagón a duras penas en la estación Bellas Artes y caminó rumbo a San Juan de Letrán. El sol picaba allá arriba y la idea romántica de que el sol lo acompañara ese día fue abandonándole poco a poco, quizá a su pesar. La ciudad era un charco de asfalto y sudábamos en ella.

—Salió re’bonita, nomás que usted está muy atrás. En la foto que sigue usted sale mejor. Si quiere le amplifico la parte en la que sale usted. Porque vea…

Héctor pagó los cinco pesos y salió del local del fotógrafo. Se sentó en la banqueta a contemplar la fotografía:

En el primer plano, cercana a la pared, estaba la muchacha. La fotografía la había sorprendido levemente porque estaba haciendo un giro con la cabeza hacia la izquierda, la cola de caballo ondeaba suavemente y alcanzaba a cubrir una parte de la cara de Héctor, situado en un tercer plano. La foto había captado también a un vendedor de pájaros que pasaba de espaldas a la cámara y que traía a un niño muy pequeño, tomado de la mano.

Después de observar los detalles laterales, Héctor se concentró en la muchacha de la cola de caballo. De arriba hacia abajo como quien contempla un mapa, o quien observa las instalaciones de la línea Maginot; fue mirando y completando con la memoria.

Zapatos grises (en color, castaño claro), mocasines. Sin medias o al menos eso parecía. La falda corta, las piernas muy pasables (dijo en un susurro), llenas y sólidas. Ancha de caderas, firme sobre las dos piernas, una blusa de un color imprecisable dentro del gris de la fotografía y un saco quizá de un cuero café suave. El cuello oculto por el gesto, un morral en la mano izquierda tomado por las cintas como si fuera un arma, la mano derecha tocándose el mentón ocultaba levemente la parte inferior de la cara. Sin embargo, era una cara cuadrada, nariz sólida no demasiado grande, ojos enormes, duros, fríos. Todo coronado por el pelo estirado por arriba de la frente para culminar en la juguetona cola de caballo.

Héctor se puso en pie y se acercó a una pequeña tienda de abarrotes. Mientras se tomaba un Jarrito rojo y encendía un cigarrillo trató de unir las partes del rompecabezas que había construido.

La sensación lo fue invadiendo poco a poco: una mujer de una sola pieza. En apariencia eso era. Una muchachamujer de una sola pieza, con sus 25 años a cuestas, llena de cosas para ocultar y cosas para descubrir. Héctor sintió que una sensación placentera lo invadía. ¿Qué era ella, un aliado, un enemigo, el estrangulador, la víctima? Sea lo que sea era mucho más de lo que había tenido hasta entonces, era mucho, mucho más que la ausencia de caras que había sido toda esta larga búsqueda, mucho más que las fotos de periódico o la voz en el fondo del teléfono, mucho más que el fantasma. Héctor encontraba al fin el espejo tan ansiado, tan buscado, tan deseado.

Súbitamente decidió que se estaba enamorando de una cara en una fotografía, y se preguntó: ¿Cómo te llamas? ¿Cómo te llamas muchacha de la cola de caballo?

Cara en el espejo de uno mismo, imagen, cebo, trampa, cacería. ¿Por qué en el fondo de todo esa mirada triste?

Y levantó la vista para encontrar frente a sí a la muchacha de la cola de caballo y vestida de café, que hoy vestía de negro y lo miraba entre crispada y lánguida, que le tendió la mano. Héctor estiró la suya, y hubo algo muy masculino, muy de relación masculina de adolescentes en el apretón. Ella tiró levemente de la mano y Héctor la siguió. Ella soltó su mano derecha y le ofreció la izquierda.

El dueño de la miscelánea salió a perseguir a Héctor para que pagara el refresco y éste de repente se vio en la mitad de la calle ante el dilema de soltar a la mujer que seguramente se esfumaría en medio de una niebla verde, o ser perseguido por robar un refresco. La muchacha lo salvó caminando de regreso hacia la tienda.

Héctor pagó, fascinado al descubrir que la muchacha de la cola de caballo era un ser real, que incluso aceptó un cigarrillo con una sonrisa entre los labios.

 

Ella estaba arrullándose contra la ventana, tarareaba algo que Héctor no alcanzaba a distinguir. Mujer-niña. La luz de la tarde daba en la cara de la muchacha de cola de caballo reflejos rojizos, azules, amarillos, ámbar.

La dureza de la cara se suavizaba y se contraía en una pálida tristeza. Un halo de soledad de aproximadamente dos metros rodeaba a la muchacha. Los ruidos del tránsito que crecían como torrente por la hora de salida de fábricas y oficinas le daban de fondo un coro gregoriano al tarareo de la muchacha.

Héctor sentado fuera del alcance del aura de tristeza revolvía pacientemente las tres cucharadas de azúcar que le había puesto al café. El detective Belascoarán Shayne estaba desarmado y tenía conciencia del hecho. Demasiadas tardes y noches de soledad, de mascullar, de acariciar la mira de la pistola, de rumiar pensamientos que recorrían uno tras otro los siete estómagos de la vaca y las siete vidas del gato.

Desde su esquina, sentado en el suelo lánguido, languidecía el detective Belascoarán Shayne. El cigarrillo apagado en las comisuras de los labios era lo único que quedaba del original Humphrey Bogart que había sido esos días. Contemplaba los muslos de la muchacha que acodada en el alero de la ventana reposaba la vista en los cables de la luz allá a lo lejos mientras tarareaba. Mujer-niña, con muslos de mujer entera, pensó Héctor y subió la mirada hasta el perfil fuerte, que salía de la tristeza para irse endureciendo al son del concierto de las luces del atardecer.

No quedaba demasiado claro, quizás porque no se había establecido, si se trataba de una historia de amor o de una historia policiaca. El cuarto se seguía llenando del humo del tabaco de Héctor y de la sonrisa triste de la muchacha de la cola de caballo; y la presencia del estrangulador se había ido borrando paulatinamente como si alguien con una fina goma hubiera dedicado un cuarto de hora de su tiempo a pasarla suavemente una y otra vez sobre los perfiles de las manos de la muerte.

Y aun así, a pesar de que el estrangulador ni siquiera era una sombra, no se habían decidido a hablar. Habían caminado silenciosos por la calle envueltos en los ruidos del tráfico y resintiendo los silencios que se hacían de repente y que ellos no llenaban con palabras. La mujer de la cola de caballo lo había conducido por el camino hasta depositarlo en la puerta de la casa. Había subido sin timidez, como si fuera la dueña, la habitante indiscutible de aquel departamento, y sólo se había detenido un instante para que Héctor pusiera la llave en la puerta y la abriera.

Incluso había preparado el café y abierto la ventana. Desde entonces se habían instalado allí, a contemplar.

Tras la reacción largo tiempo contenida, Héctor había acumulado las preguntas, y sólo la soledad de los últimos tiempos le había permitido almacenar la cantidad de paciencia que necesitó para quedarse callado, observando, dejando que la mujer le entrara por cada milímetro de los ojos, por cada uno de los poros.

El silencio se le había empastado en la garganta y después de tres horas, las palabras ya no salían aunque estuviera listo para empezar a soltarlas.

Héctor entonces escuchó la voz ronca de la mujer-muchacha que contaba su historia…