V

LA HISTORIA DE LA MUCHACHA DE LA COLA DE CABALLO

…Que prefiero contarlo antes de que me lo pregunten.

—FAULKNER

 

 

Casi sin darte cuenta, te viste montando un caballo en un rancho con un lago en el centro bordeado de sauces. No se podía recordar cuando el padre había sido pobre. Se sabía desde lejos, por comentarios oídos al azar, que había sido dirigente del sindicato de Trabajadores de Obras Públicas y que había terminado de socio mayoritario de una financiera. La política rondaba por las mesas de caoba y los puros y los coñaquitos y los visitantes dominicales del rancho. A los 18 años tenías un coche deportivo y te ibas con tu hermana a comprar ropa a Los Ángeles cada año. A los 18 años permanecías virgen y habías restregado meticulosamente tu cuerpo con una docena de muchachos en fiestas de salón familiar, playas acapulqueñas, bosques y discotecas. Habías estudiado ballet clásico en la escuela de danza y sabías tocar pasablemente el piano. A los 18 años tenías a tu nombre sin saberlo el 53 por ciento de una fábrica de muebles, el 67 por ciento de una fábrica de materiales de construcción, el 31 por ciento de un fraccionamiento, acciones de la siderúrgica más grande del país; la propiedad total de una compañía constructora de caminos, dos ranchos tomateros en Sinaloa y una empacadora de frutas en Veracruz. Tenías chequera propia y eso sí lo sabías aunque eras comedida en gastarte el dinero. También tenías un diario abandonado, tres muñecas de infancia sobre la colcha rosa de la cama, una colección de hojas disecadas, un perro french poodle llamado “Alain Delon”, un ejemplar del diario de Ana Frank y una colección de fotos del viaje por Europa. Tenías incluso un novio inestable al que no dabas demasiada importancia, y un afecto entrañable por tu hermana.

¿El mundo era puro? Más bien, era elemental. Resultaba tan fácil, a veces tan aburrido. Porque el papá era una sombra que te acariciaba el pelo y que desaparecía largas temporadas, la mamá alguien a quien las sirvientas recordaban y de la que decían: “La pobre señora sufrió tanto”. La pobre señora de la que conservabas una foto y un nublado recuerdo que casi se confundía con la foto misma.

Pero tenías una hermana mayor que inventaba juegos, que daba consejos, que creaba problemas, que animaba la vida y la hacía complicada. La que le sacaba los permisos a papá, la que jugaba con los adolescentes propios y ajenos, incluso con tus pretendientes, y te introducía en el juego de los coqueteos y las aproximaciones y desviaciones.

¿El mundo era más suave? Quizá simplemente más agradable, más fácil de tomar entre las manos. Por eso, cuando descubriste a tu hermana en fuga a mitad de la fiesta, cuando la seguiste y descubriste a su acompañante (un muchacho hijo de un político profesional, con un bigote incipiente, y que hablaba del sexo y de la psiquiatría y de las casas de juego de Nevada), cuando la viste meterse con él a la cama y sudar, saltar uno sobre el otro, acariciarse torpemente, perseguir un orgasmo simultáneo que tuvo que ser fingido por ambas partes, algo se rompió en tu interior y dejaste de hablar con tu hermana por lo menos una semana. Pensaste en hacer tuya esa experiencia. Elegiste a un muchacho que te perseguía fielmente, al que le sudaban las manos y que tenía un metro noventa de estatura. Lo dejaste hacer, y torpemente te desnudaste no para él, sino para ti misma y para tu propia hermana. Una experiencia desafortunada. Ni siquiera perdiste la virginidad, te ridiculizaste ante ti misma, y todavía tuviste que escuchar cómo él hablaba de una historia que no habías vivido, cómo él contaba a otros que te había llevado hasta la cama.

Quizá fue por eso que llegaste a refugiarte en María Elena, compañera de colegio de faldas escocesas por uniforme, lectora voraz de Dostoievski y de Agatha Christie. Con ella pudiste recobrar la pasión perdida y construir nuevas aventuras (en la cabeza y en los hechos). Inseparables, se escapaban al cine Prado a ver un par de películas pornográficas, telefoneaban al director de la escuela para decirle lo enamoradas que estaban de él, y gozaban anticipadamente las vacaciones, los libros, las películas, las carreras en coche por Tecamachalco burlando tamarindos, las vacaciones en Nueva Orleáns, los viajes a Sao Paulo. ¿Eran la nueva aristocracia? No, quizá tan sólo una parte inconsciente del cáncer. Sin embargo, habían llegado a los 20 ambas vírgenes, refugiadas en un mundo aparentemente superior al del sexo, y despreciaban, se burlaban, avergonzaban a sus posibles conquistadores. Ustedes eran diferentes y cuando ambas se pusieron lentes, y cuando las dos comenzaron a estudiar arquitectura medieval y a leer como desesperadas historias de las sectas religiosas del siglo XIII, cuando dejaron de ir a las fiestas de las compañeras de escuela, cuando se aficionaron a beber jerez español mientras estudiaban, cuando dejaron de ir al cine y abandonaron la insensata idea de comprarse un par de motocicletas para ir a Panamá, entonces, comenzaron los rumores. Porque en la fiesta que se organizaba a la salida de la escuela, donde los coches ruidosos de los adolescentes hijos de millonarios se paraban y ostentaban y lucían esperando la presa, y las muchachitas de la falda escocesa encontraban mil y un artilugios para acortarla, para levantar el busto, para cambiar las calcetas por las medias, ustedes que eran las decanas se rebelaban al juego. Entonces alguien dijo que no les gustaban los hombres. Y hubo que soportar el chisme y asumirlo.

¿Eran dos lesbianas en potencia? No, ni mucho menos. Aunque a fuerza de sentirse aisladas en el rumor, y casi como un juego, llegaron a tener un par de momentos extraños, aparentemente amorosos, sin duda sexualizados, un par de momentos de las dos desnudas, tomadas de la mano contemplándose. No hubo más. Sólo un aislamiento que aumentaba y que no importaba demasiado. Cuando llegó la universidad, tu hermana te trataba como una extraña, y los choques caseros por minucias aumentaban. Tenía un novio odioso, energúmeno, dueño de una cadena de mueblerías, con el que jugaba al gato y al ratón, ofreciéndole una mano, un tobillo, una visión fugaz del muslo entero, para luego acostarse con el jardinero y el chofer sin grandes complicaciones metafísicas.

En la universidad descubriste a tu padre. Diez años tarde. Descubriste su carrera de líder sindical vendido, sus compromisos con el gobierno, la venta de plazas, los grandes negocios al actuar como contratista usando fondos sindicales, la huelga vendida, su carrera como banquero y financiero. No dejó de asquearte, y al volverlo a ver una tarde después de la comida a la que por costumbre no llegaba, lo viste diferente, y no respondiste a su caricia ni a su saludo. La casa había quedado muerta. Sólo tu aventura con María Elena que se prolongaba sin fin. El movimiento de 68 se rompió dentro de ti como un cajón de copas finas. Te acercaste a las manifestaciones; incluso, durante la represión, guardaste un mimeógrafo en el garaje de tu casa. Compañeros anónimos y no por ello menos intensos en la relación, noches en vela discutiendo, trabajo de brigadas, a pie por las colonias populares, fogosas asambleas. Todo como una ola que atrapaba y arrastraba a un océano sin fin. Compartiste con María Elena el azoro y la sorpresa, el choque y la esperanza, aunque siempre guardando una última distancia, manteniendo un cierto territorio reservado ante la entrega total, que te avergonzaba y enorgullecía. Ambas constituían la única población de ese diminuto estado con sede nómada (el coche de una, el rancho, un café descubierto, un parque, el cuarto de ella en el sótano de su casa, una playa, una calle). Cuando la represión se inició te salvaste de casualidad, y aumentaste la distancia. Rotos los lazos con la escuela tomada por el ejército, sin nexos militantes, sin compañeros, te limitaste a pequeñas tareas fraguadas en común con María Elena (pegar unas pegas en los restaurantes de la burguesía, romperle la antena del carro al ministro de Hacienda que comía con tu padre, participar en dos mítines relámpago). Sin embargo, la brecha se iba abriendo y el dos de octubre estabas tomando el sol en Cuernavaca cuando el resto de la gente iba hacia la plaza de las Tres Culturas. Recibiste el shock y la presencia de la muerte de cerca y de muy lejos. Tu padre se congratulaba del país que volvía a sus manos. Pensaste en matarlo, en envenenarlo. Pero el tiempo caía sobre ti, y el único consuelo fue que María Elena compartía fielmente todo aquello. El regreso a clases fue votado. Te abstuviste porque ya no entendías nada. El 4 de diciembre regresaste a la escuela.

Pasaron cuatro años. Y todo se repetía con pequeñas variantes. Una experiencia más triste se sumó a las anteriores. En París hiciste a medias el amor con un checoslovaco exiliado de la Primavera de Praga, que media hora después lo hizo con María Elena. La experiencia fallida unió más, y por vez primera se unieron en la cama en un acto amoroso titubeante y bastante más culpable que exitoso. Se abrió una cercanía pero también una distancia.

En el ínterin se fue al carajo el amor por la arquitectura gótica y las sectas religiosas del siglo XIII, se fueron a la mierda los estudios de psicología, y la universidad entera. Pasó el 10 de junio y la nueva masacre. Y entonces María Elena se casó con un arquitecto alemán, y rumiaste la soledad al negarte a compartir con ellos sus felicidades, sus ronroneos, sus nuevos intereses.

¿Sólo sucesiones de acontecimientos? No, mucho más y mucho peor, porque la vida pasaba y la soledad se convertía en la boca del monstruo que todas las noches llegaba bajo la cama y apenas si lograba hacerlo huir tu despertar inquieto y terrible. Trataste de llenar la soledad y la cama con un pretendiente sacado de los arcones de tu padre, y su prepotencia, su arrogancia, te acabó de hundir.

Por eso, cuando intentaste regresar a tu hermana, inexplicablemente soltera, codiciada, hija de las crónicas del Jet Set, descubriste en ella un interminable vacío. Nada quedaba por hacer. Un largo viaje a la India que terminó en la soledad de las pirámides de Egipto no cambió nada, y sólo hizo más grande el vacío interestelar, amplió tu visión de las estrellas, los atardeceres, los seres humanos vistos como superficies.

Y cuando descubriste que tu hermana en medio de una borrachera atroz se había metido en la cama de tu padre y éste había contestado las caricias, y ahí, envueltos en un nudo maldito… Entonces todo el hogar se volvió un monstruo amenazando tragarte y te encerraste en el cuarto negándote a comer. Sólo para salir al oír la noticia de que tu hermana se había disparado un tiro en la boca con la vieja pistola de cachas nacaradas de mamá. Del cadáver tomaste la cinta de cuero con la que amarraba su pelo y la pusiste en el tuyo.

Entonces, saliste a la calle a buscar a un estrangulador que tomara tu cuello entre sus manos y te liberara al fin.

Y rondaste y rondaste interminablemente, hasta descubrir a ese personaje notablemente seguro llamado Héctor Belascoarán Shayne de oficio detective, que hablaba de la muerte en televisión como si ésta nunca hubiera existido. Y comenzaste a seguirlo para poner tu cuello entre sus manos. Así sea. Así fue.