Las gentes son tan tontas que no saben que es la policía quien las protege y guarda.
—EMILE GABORIU
Cuando la muchacha de la cola de caballo terminó de contar su historia, Héctor tenía la cabeza convertida en un pedazo de queso gruyere, llena de agujeros por donde entraban y salían las ideas más inverosímiles. Ella había vuelto a acodarse en la ventana, las sombras habían caído en la calle y sólo se escuchaba el click del cambio de luz del semáforo de la esquina. Héctor pasó la lengua por los labios resecos del tabaco y contuvo un suspiro. Las manos le sudaban, los pies cosquilleaban, la pistola en su funda reposaba inmóvil, pero situada ahí, en el punto donde debería estar, hacía presión sobre la conciencia.
Intentó varias veces hablar, pero las palabras no salían por la garganta reseca. La muchacha abandonó la ventana y se fue hacia una cafetera eléctrica que debería estar en la cocina. Héctor, inmóvil en las sombras del cuarto, encendió un cigarrillo que le supo como los anteriores, a cobre. La brasa iluminó su cara y sirvió de referencia a la muchacha que traía dos tazas de café en las manos.
Héctor fumaba en silencio, consciente de la presencia de la muchacha ante él, sentada cerca de sus piernas en la alfombra, mirándolo de frente y ahora sí, a la espera de una respuesta.
Héctor tendió la mano y esperó hasta que la mano de ella llegara a la suya. La mano había viajado del regazo hasta sus dedos rompiendo en el camino defensas como telarañas, viscosas enredaderas en el aire cargado de la noche.
—Puta madre, qué mierda —dijo Héctor.
Ella se acercó hasta ti, acomodó su cabeza en el hombro, depositó su cola de caballo en el pecho de Héctor y empezó a llorar.
Habían venido hablando en voz alta mientras subían la escalera, y sólo bajaron el tono de voz cuando se detuvieron ante la puerta del departamento. Venían con bolsas de pan, carnes frías, latas de pimientos, botes de aceitunas y un par de botellas de vino rosado. Lucían un par de sonrisas muy ad hoc para una cena familiar, o al menos para una cena íntima de la parte joven de la familia. Había un aire de complicidad entre ellos que indudablemente pensaban transmitir a Héctor, incorporarlo a esa tarde amable que se estaba volviendo noche, a esas palabras cálidas, a esa discusión suave y sin asperezas (“estamos tan de acuerdo que casi da asco”, había dicho Carlos y Elisa había reído), a ese ambiente mágico que rodeaba los clubes de piratas, los primeros noviazgos, las relaciones entre hermanos afines, los reencuentros en los aeropuertos de los militantes exiliados.
Elisa fue la primera que notó que la puerta estaba abierta. Carlos el que empujó.
Ambos trataron de ubicar algo en la sombra que llenaba el cuarto. La tensión golpeó como un relámpago en la conversación. Dudando, iniciaron la entrada. Carlos iba a gritar en voz alta el nombre de su hermano, cuando vio la sombra sentada en el suelo.
La brasa de una enésima colilla brillaba entre los labios. La muchacha se acababa de quedar dormida en el regazo de Héctor.
—Shhh —dijo Héctor y arrojó la colilla por la ventana entreabierta en un alarde que había podido ensayar varias veces en las últimas horas de la tarde y en cuya experimentación había quemado el piso cuatro veces.
—Volvemos al rato —susurró Elisa.
—Veníamos a… —dijo Carlos y sonrió haciendo un movimiento para salir.
—Pasen y cierren —musitó Héctor con la voz más ronca que de costumbre.
Los hermanos siguieron la orden obedientes. El tono de Héctor imponía.
Tratando de hacer el menor ruido posible, se deslizaron hasta la alfombra y junto con ellos los paquetes de la supuesta “cena familiar”. Fueron rompiendo el ceño duro (ah, el pasado irlandés puritano y ceñudo), hasta que les asomó en la cara una perfecta sonrisa de circunstancias (“¿y qué estoy yo haciendo aquí?” parecían decir con la mirada).
Héctor presentó a la muchacha dormida:
—Ella es la muchacha de la cola de caballo —dijo. Lo demás lo dio por supuesto.
—Ah, bueno —susurró Carlos.
—Mucho gusto —dijo Elisa.
—Se me había olvidado la cena —escupió Héctor. Y luego dejó resbalar suavemente a la muchacha hasta el suelo. Acomodó la chamarra como almohada y se levantó.
Caminó hasta la cocina, encendió la luz y cerró la puerta tras ellos.
Continuaron hablando en susurros un rato aunque ya no era necesario.
—¿Quién…? —preguntó Elisa.
—Una muchacha… —respondió Héctor.
—¿Pero…? —preguntó Carlos.
—No, no es el estrangulador.
—Ah, vaya —suspiraron a coro Carlos y Elisa.
Rieron suavemente los tres.
—Qué, ¿hacemos la cena?
Y mientras descorchaban las botellas y abrían las latas y despegaban el papel de cera del queso amarillo y cortaban el pan negro y desempolvaban cuatro platos, Héctor les contó una teoría.
—Resulta —comenzó Héctor mientras trataba de sacarle el moho a una pipa vieja, recuerdo de la preparatoria, que acababa de aparecer junto a un abrelatas alemán recuerdo de sus ex suegros— que, en todas las novelas policiacas que se dignan serlo, el culpable es uno de los personajes previamente analizado. Para que el lector pueda sorprenderse y decir: “Claro, ya lo pensaba”. El factor sorpresa surge del descubrimiento de la identidad entre ese personaje y su máscara, y el asesino. Es como un caso de solución antiesquizofrénica, la personalidad desdoblada se reúne. Cura mágica. Así, el mayordomo y el asesino son el mismo, la dama inválida y el asesino son el mismo…
Dejó que la idea flotara en la cocina y aprovechó para encender la pipa. Varias toses después, porque el tabaco estaba soberbiamente seco, concluyó:
—Entonces…
Los hermanos lo observaban sonrientes, complacientes, cómplices. Era aquélla una de esas locuras compartidas que unen o separan hasta a las mejores familias, y ellos habían decidido que unían, estrechaba el lazo solidario entre los tres. Habían seguido manipulando entre las ollas y los panes, los vasos y las latas. Sólo Héctor, en su papel de expositor, estaba arrinconado entre el fregadero y la estufa.
—Entonces… —y sacó una lista arrugada del bolsillo superior de la camisa.
—¿Ésos son los personajes? —preguntó Elisa.
—Éstos son. Primero leamos, luego analicemos:
“Mi ex esposa, Claudia.
“El señor Duarte, gerente de mi ex fábrica.
“Gilberto el plomero.
“Ana María y Teodoro (amigos del detective, o sea yo).
“Pedro Ferriz y Juan Ruiz Healy (animadores del Gran Premio).
“El jefe de la policía metropolitana.
“Mónica.”
—¿Cuál Mónica? —preguntó Carlos.
—Una Mónica —respondió Héctor.
—Ah.
—Carlos y Elisa, o sean ustedes.
—La muchacha de la cola de caballo —hizo un gesto hacia la suave presencia de la sala.
Y ya, pensó, ésos son todos. Puta mierda, valiente lista de sospechosos más jodida, pensó Héctor. O más bien, repitió lo que ya había pensado cuando la elaboró.
—¿Son todos? —preguntó Carlos medio decepcionado.
—No parece demasiado serio —comentó Elisa.
—No—reconoció Héctor, y guardó la lista en la camisa.
Pero Carlos, divertido, no quería dejarlo allí.
—Falta alguien—dijo y miró a Elisa sonriente.
—Claro, ¡falta alguien! —gritó Elisa alborozada.
—¿Quién? —preguntó Héctor.
—¡Tú!—respondieron a coro.
Mientras se reían, Héctor, decidido a no dejar cabos sueltos, ni siquiera en los juegos, se prometió a sí mismo confirmar las coartadas del gerente de la General Electric, de Pedro Ferriz y Juan Ruiz Healy.
—Por si las dudas —dijo en un susurro sin esperar respuesta.
Elisa colocó la cena en un par de charolas y tomando una salió de la cocina.
—¿La despertamos? —preguntó Carlos, señalando con la cabeza camino a la sala.
Héctor asintió.
—Se ha ido —Elisa asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Héctor saltó hacia la sala tropezando con sus hermanos. Una sola mirada reveló la ausencia de la muchacha. La chamarra que había usado como almohada estaba solitaria y abandonada en el suelo. La puerta entreabierta permitía el paso de una corriente de aire. Héctor sintió a través de esa pequeña brisa que subía de la calle que la muchacha acababa de salir y se lanzó hacia las escaleras. Descendió los peldaños de tres en tres.
Llegó a la calle con el corazón saltando en el pecho. ¿Por qué carajo era tan importante que no se fuera?, pensó. Porque la necesitaba, porque él la necesitaba. La calle aparentemente estaba desierta. En el semáforo de la esquina se encontraba detenido un taxi y a su lado un Volkswagen rojo. Las luces de mercurio daban un tono verdoso a los coches estacionados, los árboles, las puertas cerradas. En la esquina, la cabina telefónica brillaba como una señal, como un faro. Lo mismo la del anuncio luminoso del Dairy Queen de Avenida Veracruz, dos cuadras más allá.
La muchacha no estaba. Escuchó el arrancar de los dos coches detenidos en el semáforo, los ruidos lejanos del tránsito, una musiquita vaga y dulzona que venía de la televisión de alguno de los departamentos de planta baja del edificio de enfrente. Respiró profundamente llenándose los pulmones de aquella noche brillante.
Entonces sonó el primer disparo para obligarlos a los tres a aceptar que la muerte sí estaba a la vuelta de la esquina.
Sonó como un trueno cercano. De la ventana a tus espaldas saltaron los vidrios. El fogonazo había partido de atrás de una camioneta estacionada: “Huevos de Granja el Rey”. La noche se quebró como un espejo. Las ondas saltaron en tu cabeza como en un estanque roto por una piedra traviesa. ¿Qué te cruzó por la cabeza? ¿Qué pensaste?
El caso es que esbozaste una sonrisa. Y dijiste en un susurro ronco:
—¡Puta madre…! ¡La pistola! —cuando la mano buscó instintivamente el lugar donde debería estar y no estaba. El segundo fogonazo te hizo saltar hacia el interior del edificio. Un golpe en la pierna. Subiste las escaleras corriendo y cojeando. Se oían gritos en el cubo de las escaleras que no pudiste identificar. Tropezaste con tus hermanos que bajaban corriendo y tuvieron que volver a subir tras tu intrépida carrera cojeante. Revolviste los cajones de la cocina hasta encontrar la pistola que habías cambiado media hora antes por la pipa. Los vidrios de tus ventanas volaron hechos pedazos, las balas silbaban. Estaban tirando con una ametralladora. Bajaste el switch en la cocina y te arrastraste hasta la ventana. Los gritos se oían por todo el edificio.
—Atora la puerta —le gritaste a Carlos, que estaba en el suelo.
Desde la ventana, la noche había vuelto a tomar su carácter apacible. Unas sombras se movían hacia la esquina de la tienda de abarrotes. No disparaste por miedo a herir a los mirones que ya se estarían juntando. ¿Estarían subiendo las escaleras? ¿Ya no podías quedarte en la casa? Lleno de súbita resolución te quedaste mirando la calle como navegante español contemplando la tierra desde un galeón.
—Agáchate, güey —dijo Carlos.
—Ya se fueron.
—Tienes una herida.
Elisa se acercó de rodillas hasta tu pierna.
Sonó el timbre de la puerta.
—¿Quién chingaos? —preguntaste.
—¡Policía!—respondió una voz rugosa.
La casa estaba sembrada de vidrios, los muebles tirados en el suelo. Menos mal que no eran muchos. Una mancha de sangre al lado de la ventana. Algunos focos habían saltado, la única luz era la de la entrada.
—No entiendo, señor Belascoarán, que usted que es una persona fina, se haya metido en esos líos. Estas cosas hay que dejarlas para los profesionales. Yo—no hubiera ido a su fábrica a enseñarle ingeniería…
Caminaba pisando los vidrios. Incluso hallaba cierto placer maligno en irlos reventando en pedazos más pequeños. Héctor estaba tirado en el suelo. La pierna extendida. La bala había atravesado la parte carnosa y había salido dejando una herida sangrienta pero sin importancia, quizá hubiera sido sólo un pedazo de bala que había rebotado en la pared. Se prometió a sí mismo buscarla.
—Es más, si yo fuera ingeniero, no andaría perdiendo el tiempo en este oficio… Este oficio ingrato.
Por el ruido que hacían, parecía evidente que los ayudantes del comandante estaban haciendo trizas el cuarto de al lado. Mientras registraban, Carlos y Elisa tomaban café en la cocina vigilados por un sargento patrullero armado con una ametralladora. Por el murmullo, tras la puerta estarían los vecinos.
—Nos pone en una situación molesta, enojosa, ¿sabe usted?
Lo bueno del diálogo de sordos emprendido con el comandante es que hacía evidente que no necesitaba respuesta. De repente se detuvo y se quedó mirando fijamente. Era un hombre robusto, achaparrado, al que los trajes de Roberts que usaba, nunca le quedarían bien; con un bigote de aguacero sólido, imponente, y un pelo muy corto, casi cortado al cepillo, que le quitaba algunos años de encima para ponérselos en las bolsas bajo los ojos. Todo un personaje.
—¿Quiénes eran? Y no me venga con la mamada de que el estrangulador. Los estranguladores no tiran con ametralladora. ¿Quiénes eran?
Héctor alzó los hombros.
—Le estoy haciendo una pregunta.
—No lo sé. Yo tampoco creo eso del estrangulador.
Era cierto, todo desencajaba. Pero ¿cómo explicarle a este hombre formado a la sombra del latifundista, pistolero de pueblo, policía extorsionador de gran ciudad, guardaespaldas de funcionario, mayordomo de academia norteamericana de policía en cursos especiales, ladrón de borrachos, cómplice de la trata de blancas, traficante de heroína, jefe de grupo de policía encargado de detener al estrangulador, cómo explicarle todo?
—Me está cruzando por la cabeza quitarle la licencia, quitarle la pistola y meterlo en la cárcel unos meses mientras se averigua.
—No va a poder —respondió Héctor sonriente—. Tengo que presentarme el sábado a la final del Gran Premio de los 64 mil.
—Cierto, cierto —respondió el policía sonriendo a su vez.
—¡Germán Álvarez! —los subordinados registradores aparecieron por la puerta de la recámara—. Vámonos.
—¿Sabe qué, señor Belascoarán? Yo también me divierto con las novelas policiacas. Que tenga suerte el sábado.
Salieron por la puerta uno tras otro. El comandante que cerró la marcha observó por última vez el cuarto destrozado y sonrió.
—Alguien le tiene mala fe, mi amigo…
Salió. Héctor suspiró a fondo. Iba a necesitar mucho tiempo para que la cabeza pudiera volver a producir pensamientos en orden.
—Pero no es el estrangulador ése de cagada. Ése sólo mata viejas —dijo la cabeza del comandante de la policía que volvió a surgir en la puerta entreabierta para desaparecer inmediatamente.
Héctor esperó un instante antes de levantarse apoyándose en una silla caída en el suelo. Se asomó a la ventana y esperó hasta ver al comandante subirse al coche negro con antenita y arrancar.
Mientras aspiraba el aire frío de la noche, sus hermanos se le acercaron y lo tomaron de los brazos.
¿Qué carajo estaba pasando?
Nunca tan solo, tan endiabladamente solo como ahora. Nunca tan desesperadamente solo como ahora. En el cuarto sin luz, por el que el frío circula alegremente traspasando la ventana con los vidrios rotos; en la noche tensa de silencios y ruidos lejanos, con las muñecas de ambas manos sudorosas, Héctor Belascoarán Shayne contempla su desolada imagen en el espejo roto iluminado suavemente por el neón distante callejero. Y sin embargo, es su soledad la que le da su fuerza, y siempre así ha sido. Mientras el exterior no muestre el avance corrosivo de ese cáncer interno que es la soledad, ésta no existe confirmada desde afuera. Es guardar las apariencias hasta en los momentos en que sólo hay un ser humano ante quien cubrirlas: uno. Este dejar pasar la noche en medio del miedo que lo atrapa, lo alucina, lo cubre. Este seguir viviendo.
Héctor se refugia en el último rincón de sí mismo. Los nervios de la cara agarrotados, ni aun esa sonrisa de último mortal ha roto el cerco de este miedo terrible, de esta soledad despiadada.
Y así, las horas pasan y pasan, y repentinamente, cuando las lágrimas ya salen de los ojos casi sin que éstos lo quieran, Héctor se levanta, enciende un cigarrillo y se reconstruye. Va poniendo pieza a pieza, levanta castillos en el aire que se prenden con los alfileres de la supervivencia. “No regresaré. No volveré. No regresaré.” Casi escucha su voz que nunca ha sido dicha.
Cuando al fin amanece, el espejo confirma y desmiente.
Allá a lo lejos, puede ser que en el Lago de Chapultepec, los barcos quemados continúen ardiendo. El humo se eleva como llevando un mensaje.
El sol te da en los ojos, la barba te ha crecido. Sigues vivo.
Y decides que, por qué no, que unos huevos con jamón en la lonchería La Rosita, que una afeitada, que otro cigarrillo. Que el cazador regresa hacia la caza.
Si Darwin lo viera, diría que ha pasado la prueba de la selección de las especies en esta ciudad de México, en este año del Señor, en este invierno nuevo.
Cuando llegas a la calle, comienzas a silbar una tonada, un tango de Gardel, por qué no. Las huellas de la batalla han quedado borradas.
Pero las huellas de la otra batalla no habían quedado borradas y la portera amenazó muy seriamente con hablar con el dueño del edificio para correrte de ahí, y al salir a la calle un policía bastante torpe comenzó a seguirte, y al caminar cojeabas lamentablemente, y los vidrios rotos estaban regados frente al edificio, y las huellas de bala en la pared, y los niños te seguían como quien sigue a un cirquero. De manera que saliste de ahí lo más rápido que pudiste rumbo a la oficina; y en el metro, aprovechando el run run, comenzaste a ordenar las ideas, o más bien los propósitos:
1.Volver a introducirse en el ambiente de la búsqueda del estrangulador, diseñar un nuevo plan, reorganizar el ataque.
2.Reencontrar a la muchacha —la mujer de la falda diminuta y la cola de caballo—. Y por qué no, terminar de enamorarse de ella.
3.Averiguar quiénes trataron de matarlo y por qué.
4.Ganar el Gran Premio de los 64 mil.
Cuando salía del metro la voz anónima del sistema de sonido local lo sacó de su ensimismamiento. Habitualmente el metro era el lugar más adecuado del mundo para pensar, nada se cruzaba en el orden infrahumano que lo controlaba. Héctor ahí podía dejar de vivir en términos impresionistas y se volvía un aparato pensante hasta que los símbolos de la estación mecánicamente lo obligaban a bajar, a transbordar, a detenerse, a buscar la salida.
Un grupo de obreros pasó gritando a su lado. Iba en fila de tres en fondo. No serían más de cincuenta, pero aullaban como condenados. Había en ellos un algo extraño, un tono festivo poco habitual en lo que Héctor había decidido que era una huelga obrera:
—¡Spicer! ¡Spicer! ¡Spicer! ¡Spicer! ¡Huelga de hambre solución! ¡Huelga de hambre solución! ¡Huelga de hambre solución!
—Señores trabajadores de Spicer, se les ruega que guarden compostura, se encuentran en una instalación…
Un grito desgarrado respondió:
—¡¡¡Ante las transas patronales!!!
Y un aullido colectivo remató:
—¡¡PODER OBRERO!!
Dos policías que se habían asomado al calor de los gritos, prudentemente se hicieron a un lado. Incluso el policía que seguía a Héctor y al que éste descaradamente se le quedó mirando, se hizo ojo de hormiga. Héctor feliz, se juntó con la bola y aprovechó la marcha para que le abrieran camino a la salida de la estación.
Los trabajadores subieron las escaleras del metro Allende cantando una sorprendente canción que repetían como eslogan incansable: “No nos moverán y el que no crea que haga la prueba. No nos moveraaán”.
Los vio irse rumbo a la Cámara de Diputados con una cierta nostalgia, y se encaminó cojeando penosamente hacia la oficina. Subió las escaleras como pudo y se detuvo ante la placa:
BELASCOARÁN SHAYNE: Detective.
GÓMEZ LETRAS: Plomero.
Gilberto interrumpió su meditación trascendental. Venía del baño del fondo del pasillo y manipulaba trabajosamente la bragueta.
—Jefecito santo, ¿ya agarró al maloso de sus pesares?
Héctor le dirigió una mirada despectiva.
Entraron a la oficina juntos y pese a los intentos que Héctor hacía para ocultar su cojera, Gilberto que no en balde era un sagaz plomero, lo cachó a las primeras de cambio.
—Otra vez lo jodieron a usted, mire nomás. Seguro que lo pateó algún hijo de la chingada.
—Tengo una herida de bala, güey —respondió muy dignamente Héctor.
—¡Ah, cabrón! —respondió el plomero muy serio. Y pasando del choteo al respeto, en uno de esos chaquetazos ideológicos tan de Gilberto, hizo a un lado una silla para que pasara más fácilmente el detective.
Le acomodó la mesa y una silla para que pusiera la pierna herida. Abrió la ventana.
Los sonidos infrahumanos subían de la discotienda: “No te quieres enterar, YEEE YEEE, que te quiero de verdad, YEEE YEE YEE YEEE”.
—Ahí le van los recados: Vino una ancianita, una señora ya grande, como su abuelita, yo digo…
—La suya —respondió Héctor.
—Sin mamadas, que bastante hago además de la plomería, con hacerle de secretaria sin sueldo extra.
—¿Qué? ¿Zalamera la ancianita? ¿Le hizo algunas gracias? Porque usted, con lo cabrón que es, seguro que trató de bajarle los calzones…
El plomero Gómez Letras optó por respetar al herido en lugar de arrimarle un tubazo que es lo que se le estaba antojando. Quién quita y a lo mejor el balazo había sido más grave de lo que parecía.
—Dejó dicho que regresaba, que tenía cosas importantes de contar. Luego trajeron estas dos cartas —se las tendió solícito. Héctor las colocó a un lado del escritorio—. Vino el de la renta. Llegó un güey con muy mala estampa, a vender lotería. Y volvió el vecino a ver si quería hacerle usted una chamba. Parece que está convencido de que su vieja le pone los cuernos, y como sé que usted no acepta chambas de ésas, quedé de acuerdo con él en que yo iba a hacerle un trabajo de plomería ahí a su casa, a ver si averiguaba algo; y si la vieja es tan coscolina como dice, pues a ver si cae. Se lo cuento porque le dije que en los trabajos ésos yo actuaba como su ayudante.
—Le pondrá en la nota: “Plomería y anexos”, para que pueda descontarlo de los impuestos.
—Llamó el productor del Gran Premio para decirle que el sábado, recordara usted… Le dije que dejara unos pases para su gran amigo Gómez Letras, allí en la puerta del estudio, o sea que si le vuelven a hablar…
Carajo, pensó Héctor. Qué animada había estado la oficina. Pero Gilberto sólo estaba tomando un respiro antes de continuar:
—Habló un señor, como ruso, que se comunicara a este teléfono —pasó una tarjeta mugrienta con un par de números penosamente anotados—. El número de abajo es de un gachupín que dijo que era su vecino, que lo quería invitar a cenar. Y además, hablaron varias veces sus hermanos. Y vino una güerita bastante pasable, con cara de estudiante. Y… chingue usted a su madre, porque ya me voy a la talacha.
Y dicho y hecho, tomó su bolsa de trabajo y salió:
—Ahí me toma los recados, le confirma al viejo de al lado lo del trabajito, y me aparta los pases para el jueves.
Y ahora, ¿cómo demonios ordeno esto?, se dijo Héctor a sí mismo.
Pero el sol había comenzado a entrar por la ventana. Seguía vivo y de buen humor, y se dio un respiro para resolver el crucigrama del Ovaciones con fecha de hacía un mes, donde había tomado nota de los recados de Gilberto.
Estaba en “Famoso río senegalés, afluente del Nilo” cuando la viejita encantadora a la que Gilberto podía haber intentado bajarle los calzones, asomó por la puerta.
—¿Se puede, joven?
—Pásele usted, señora, siéntese. Disculpe que no me levante—respondió Héctor entre servil, amable y divertido.
La anciana tomó asiento frente a él y lo observó en silencio y con cuidado, buscando una impresión total de todos los detalles. Héctor imitó el procedimiento: una mujer de unos ochenta años, con ojillos vivaces tras unos lentes de aro, un traje negro, largo, hasta el tobillo, con un cuello blanco. Pelo muy blanco, anudado en la nunca en un rodete, pecas en la cara, nariz recta, muy firme, una sonrisa maliciosa. No pudo ir más allá.
—Lo que vengo a decirle es absolutamente confidencial. Lo he observado por televisión, hablé con una señora amiga mía que conoce a su mamá, y he estado averiguando algunas cosas sobre usted. Perdone mi intromisión. El caso es que me inspira confianza. Voy a regalarle el archivo de mi difunto esposo, famoso abogado en lo criminal. Sé que él estaría contento de que alguien como usted conserve ese material tan preciado para él.