Él habla de efectuar sus cálculos contando con un amplio margen de error y con una serie de azarosas coincidencias probables.
—ROBERT VAN GULIK
El regalo de la anciana lo dejó sorprendido. De repente había sentido como que su vida de detective privado no terminaba, como siempre había pensado, en aquel momento tan cinematográfico, frente a frente con el estrangulador, solos, contemplándose, sino que podía ser un oficio.
Cuando la anciana abandonó el despacho, Héctor se quedó meditando. Luego, sacudiendo la indecisión, tomó el viejo ejemplar de Ovaciones donde había anotado los recados de Gilberto y empezó a darle salida, curso, expediente; como si ordenadamente el mundo caótico de Belascoarán hubiera tomado la forma de una oficina burocrática más o menos eficiente.
Dijo en voz alta:
—Dos cartas. Leerlas.
“Señor Héctor Belascoarán Shayne, bla bla bla…
“La Academia Internacional de Detectives Argentinos, registrada en los anales de la Ciencia de la Deducción como la más prestigiosa del Continente, se complace en informarle que tiene a la disposición de usted, así como a la de otros distinguidos colegas suyos, a los que pueda usted poner en conocimiento, un curso especializado sobre detección, ubicación, reflexión inicial y manejo de impresiones digitales.
“Dicho curso que se acompaña con la dotación de un laboratorio casero, típicamente manuable y de fácil adaptación a sus necesidades laborales, está limitado a sólo 16 figuras de la investigación parapolicial en nuestro Continente. Habiendo cedido dos de esas plazas a su país por considerarlo de gran importancia, le suplicamos a vuelta de correo nos informe adjuntando 36 dólares en cheque postal o giro bancario, si desea recibirlo. Queda de usted, Huberto Santoángel Williams, secretario adjunto. Rivadavia 1021… Bla bla bla.”
—Carajo —dijo Héctor—. Huberto Santoángel Williams… Puta, qué buen nombre. Casi tan bueno como Héctor Belascoarán Shayne.
Redactó una notita en la que informaba a la academia argentina que él se encontraba en la línea de los detectives inductivos, cuasimetafísicos, de carácter impresionista, al que le vale verga las huellas digitales. Agradeciendo de antemano sus buenas intenciones. Bla bla bla.
—Otra carta. Leerla.
La carta tenía la dirección mecanografiada. En su interior una hoja de papel de mala calidad con siete letras grandes desiguales y mal escritas:
“CEREVRO”
Un pequeño escalofrío subió por la pierna herida. Aparentando una tranquilidad inexistente, apartó la carta a un lado, cuidadosa, casi cariñosamente.
Volvió a las notas: “Güey malencarado. Lotería.”
Lo tachó, nadie era culpable de que la venta de lotería fuera un negocio tan sórdido que los que lo hacían se fueran poniendo malencarados al paso del tiempo. Siguió adelante:
“Renta.” Lo tachó también. Gilberto debería haberla pagado con lo que él le había dejado. Prosiguió.
“Despacho de al lado, vieja coscolina.” Escribió una breve esquela donde le informaba al vecino abogado que él no aceptaba esos casos pero que su socio, etcétera, etcétera. Decidió llevarla cuando saliera, aprovechando que el despacho estaría vacío por la hora de comer.
Continuó:
“Señor ruso. Vecino gachupín.” Tomó la nota y acercando el teléfono marcó el primero. La ventana dejaba pasar un sol espléndido que le pegaba en la pierna estirada. El calor lo reanimaba. La música de los Beatles de la primera época subía desde la discotienda. ¿En dónde andaría ahora el grupo de obreros ése? ¿Estarían recorriendo la ciudad desafiando el orden, rompiendo la paz social y la concordia que nunca existieron, descascarando apariencias? Les mandó un saludo mental que culminó con un leve movimiento de su mano. El teléfono estaba muerto. Marcó el segundo.
—Servicio Electrónico Merlín Gutiérrez —respondió una voz simpática.
—Habla Héctor Belascoarán, dejó usted…
La voz dicharachera lo interrumpió:
—Hombre, cojones, el detective vecino… Mira, chaval, yo soy Gutiérrez, el del taller de abajo. Donde tiraron un montón de tiros anoche. Y te llamaba porque en vista de que somos vecinos y no tenía ni la más puñetera idea, pues que hoy tengo una cena y celebraríamos…
—¿Celebraríamos?
—La muerte de Franco. ¿Qué cojones otra cosa hay que celebrar? Y además, pensé que en vista de que los tiros te los tiraron a ti, y le dieron al taller, pues éramos ya casi conocidos.
—Pues, este… Encantado. ¿A qué hora?
—¿Te queda bien a las nueve y media?
—Ahí estaré, señor Gutiérrez—dijo Héctor disipando las dudas.
—Hecho, hecho, chaval —y colgó.
Héctor se quedó sonriente. Empezaba a parecerle importante crearse un entorno sólido, lleno de extrañas amistades, extrañas pero sólidas.
Un poco de amparo en tanta jodida soledad. Y un español antifranquista, vecino, y dueño de un taller de electrónica, con el peculiar nombre de Merlín resultaba atractivo.
—Carajo… coño y puñeta —añadió en homenaje al nuevo cuate y siguió la rutina.
“Hermanos.”
Telefoneó a Elisa y como no estaba dejó un recado diciendo que la pierna iba bien y que comería con ella a las tres en un restaurante chino de la calle de Dolores.
Avancemos: “Güerita.” Cerró los ojos, contó hasta diez y sonó la puerta.
—Adelante.
Todo salía burocráticamente, ordenadamente bien aquella mañana. Pero no entró una güerita sino un vendedor de lotería malencarado.
La mañana de trabajo culminó cuando se negó a comprar un billete que seguro sería premiado y se fue a comer. Si el vendedor seguía insistiendo habría que ponerlo en la lista de los sospechosos.
En la entrada del café de chinos, un cantante ambulante despedazaba un corrido. Algunos chinos occidentalizados consumían sopa de fideos, dos familias numerosas comían menús por número, se atascaban de comida china buena y barata. En el baño un chino chaparrito estaba meando. Héctor entró, puso la pierna herida sobre el excusado y verificó la venda: estaba bastante ensangrentada. La cambió por una de repuesto, poniéndole bastante polvo de sulfas sobre la herida y decidió que no recibiría más tiros, dolían un carajal. Mientras buscaba un lugar vacío donde sentarse se ocupó de decidir dónde pasaría la noche. No otra vez en esa casa solitaria con los vidrios rotos. El impacto de esta última noche terrible en la que el miedo y la soledad lo habían cercado, todavía estaba muy cercano. Decidió dejar para más tarde el problema y se sentó en una mesa de la esquina. Recordó la máxima de Billy the Kid: “Siempre con la espalda cubierta por la pared y la mirada hacia la entrada más próxima”.
Se comió un pan relleno de carne mientras llegaba su hermana. Elisa le dedicó su mejor sonrisa al entrar. Vino rondando, ronroneando hacia la mesa.
—Huele sabrosísimo —dijo.
Su hermana siempre lo sorprendía un poco. No había sido la suya una relación estrecha, apenas sus vapuleados instintos comenzaban a abrirse el uno al otro. Pero esos días después de su llegada los habían unido estrechamente. Lo mismo ocurría con Carlos. Probablemente habían descubierto en ellos mismos los complementos ideales de un club de solitarios en crisis. Héctor sin duda lo estaba. Desde que había abandonado el trabajo rutinario y se había hundido en el marasmo de sus relaciones estrechas con el estrangulador, no había tenido un solo momento de estabilidad. Elisa había llegado bastante vapuleada por una experiencia matrimonial demasiado ortodoxa y Carlos parecía vivir en una crisis constante y virulenta a la que su ideología daba cuerda, terminando por encontrarla como un estado natural. Y como del desamparo surgen las relaciones estrechas y fraternales, y como de pilón eran hermanos, y había por ahí un pasado común de juegos y hábitos, pues más sencillo. Ésta era la explicación que Héctor daba a la sensación cálida que le producían sus hermanos, al gusto que le daba verlos aparecer; siempre con ese aire de niños malos entrando a la casa equivocada, que era un poco el reflejo de lo que él pensaba de sí mismo.
Comentaron el menú plato a plato. Elisa preguntó por la pierna, pidieron de comer y luego se hizo un pequeño silencio.
—Bueno, a lo que me trajo… —dijo ella, e hizo una pausa.
—No te voy a poder explicar nada, porque yo mismo apenas si entiendo —respondió Héctor anticipándose.
—No te vengo a pedir explicaciones de lo que estás haciendo, sino a contarte la historia de lo que me pasó.
Se le quedó mirando esperando la sorpresa. Cuando ésta surgió del rostro de Héctor continuó:
—Cuando me decidí a mandar al diablo todo, a dejar que Canadá se hundiese, a que Jeff se acabara de hundir, sabía que no tenía nada de qué agarrarme, ni un salvavidas así de pequeñito. Sabía que iniciaba una carrera larga, llena de noches sin sueño, de una cama vacía y fría a la espera. No me enamoro fácilmente, no me engaño fácilmente. Esos meses allá, y sobre todo el final, me dejaron vacía, hueca por mucho tiempo. No había delante, y el atrás olía a cadáver, a flores secas. Además, me había convertido en una ama de casa moderna, pero ama de casa al fin y al cabo, dependiente, inútil por tanto. Si algo supe hacer, ya casi estaba olvidado. Y ahí me tienes a los 24 años, de nuevo soltera, sin hijos, más vapuleada que un león después de haber peleado con Tarzán, solitaria, con rudimentarios conocimientos de taquigrafía, despolitizada a más no poder, porque Canadá se presta para volverte clase media hasta el tuétano. Todo lo que viví en 68 está oculto en la azotea que me queda por cabeza…
La voz se le había venido quebrando, y empezó a llorar. Héctor se quedó sorprendido. Su propia timidez, su debilidad, no permitía que se acercara a la debilidad de los demás.
Lo que le iba, frente a lo que reaccionaba eficazmente, era ante los diálogos secos, las caras de palo, las cosas que apenas se decían. Le tendió una servilleta. Elisa sonrió, radiante entre las lágrimas.
—No te preocupes. Todo va bien —dijo. Tomó un sorbo de té y volvió a hilar la historia.
—Entonces regresé. Todo se había vuelto desconocido. Ya ni siquiera esta ciudad era mía. Caminaba por las calles y recordaba cosas: Aquí mi primer beso, aquí estudié la secundaria, aquí compraba la leche. Pero hasta los recuerdos pertenecían a otra época, a otra persona.
“Mamá se ha vuelto una ruina, papá ya no está. Los viejos amigos ya no sirven… Y entonces los encuentro a ustedes dos. A Carlos de fábrica en fábrica metido en esa política tan particular, y a ti persiguiendo a un estrangulador, ese estrangulador que no parece de verdad, que todo parece parte de una película; que todo parece una broma divertida. Y de repente comienzan a tirarte balazos, y aparece ese siniestro policía. Y Carlos, mientras tú hablas con el policía, se dedica a destruir en pedacitos una lista de amigos, compañeros de una fábrica, dice, mientras va tirando por el fregadero los pedazos de papel. Y entonces, yo, recién desempacada de mi propia locura, me digo: ¿Te vas a quedar mirando?”
Un nuevo silencio.
—Y ¿qué respondiste?
—Nada, qué quieres que responda. Vine a contarte todo esto.
El mesero depositó cinco fuentes humeantes (pollo almendrado, abulón en salsa de ostión, calamares con verduras, pato agridulce y un fooyong de pollo) sobre la mesa y Héctor pudo encontrar una salida metiendo la nariz en el plato.
Elisa pidió unos palillos y comenzó a comer con ellos. Héctor la observó con el rabillo del ojo, fascinado.
—A ti te estoy hablando, no te hagas el marciano.
Héctor asomó ligeramente desde el interior del plato en el que se había sumido.
—Yo no sirvo para las cosas de los demás, Elisa. Yo estoy mal. Cómo decir. Yo apenas si puedo explicarme lo que pasa alrededor. Soy un egoísta. No…
Elisa sonrió y le tomó la mano.
—Agradezco la explicación. Ahora dime en qué te puedo ayudar. El mesero se acercó con una nueva orden de arroz y entonces la explosión lo lanzó por los aires. Héctor sintió un golpe terrible en la cara. Un mar de fuego inundó la mesa, los platos saltaron en pedazos. Los gritos de las personas que comían tres reservados más allá se volvieron una prolongación del estruendo.
Héctor se puso de pie. La sangre le tapaba la cara, no lo dejaba ver. Se pasó el dorso de la mano por los ojos. Una muchacha borrosa sollozaba ante él. La empujó. Las cortinas ardían. Elisa estaba tirada bajo dos sillas. Comenzó a levantarse.
—¿Estás bien? ¿Qué tienes en la cara?
—Vámonos. ¿Puedes caminar?
—Sólo me siento golpeada. ¿Qué pasa?
Tras ella un cortinaje ardía.
—Una bomba en el reservado de al lado. El mesero ese recibió el impacto.
Salieron corriendo del restaurante, en medio de una valla de comensales y un montón de meseros chinos que corrían de un lado hacia otro.
En la calle los curiosos comenzaban a amontonarse.
Elisa tironeó hacia el lado contrario al que Héctor la arrastraba.
—Traigo una moto que me prestó el jardinero de mamá.
Héctor no podía encontrar la herida en la cara. Un sol espléndido rompía las calles en mil manchas de luz. Elisa le quitó a la motocicleta el candado que trababa la dirección. Héctor se subió tanteando.
Los curiosos volvieron a amontonarse. Cuando la moto arrancó quedó una mancha de sangre en el suelo. Mientras se alejaban sorteando el tránsito comenzó a escucharse el sonido de una sirena.
Apoyó la cabeza en la espalda de Elisa en el primer alto.
—¿Estás mal?
—Tengo una herida en la cara. ¿Cómo estás tú?
—Me duele enormidades el costado y debo tener algo en la pierna.
—Párate en la farmacia de Humboldt… No, espera, hay que llegar un poco más lejos.
—Llamamos mucho la atención también así. Me voy a parar allí aunque sea más arriesgado… ¿No quieres que nos encuentre la policía?
—No. Con una vez basta. Necesito ganar tiempo para pensar. ¿Qué carajo está pasando?
—¿Qué fue lo que pasó en el café? —sorteó hábilmente dos carros que peleaban un lugar para estacionarse.
—Debe haber sido una bomba, o algo así. No tengo ni idea.
La farmacia se llamaba “Rosario Acuña”. El encargado era un hombre viejo con un sucio guardapolvos blanco y unos lentes de fondo de botella. La calle no estaba muy transitada y mientras Héctor entraba en la farmacia. Elisa había llevado la motocicleta a un estacionamiento.
—¿Me permite pasar a la trastienda? Acabo de caerme de la moto. El dependiente dudó. Héctor tomó la iniciativa.
—¿Un espejo?
El dependiente le mostró.
A la madre, qué ruina. El espejo le mostraba una máscara sanguinolenta.
—¿Me permite un trapo limpio, algodón mojado o algo así?
El dependiente optó por la compasión.
—Qué feo fregadazo se ha dado, joven.
—¿Sí, verdad? —respondió Héctor sarcástico.
Elisa había entrado.
—Dejé la moto en el estacionamiento. ¿Cómo estás?
—Jodido. Limpia tú.
Elisa comenzó a limpiarle la cara. Héctor contemplaba en el espejo lo que iba apareciendo.
Dos cortadas, una en el pómulo derecho ¿o era izquierdo visto en el espejo?… La otra sobre la ceja derecha.
—Va a necesitar unos puntos, joven —intervino el dependiente.
—Con unas bendoletas —dijo Elisa.
Las manos hábiles fueron ordenando y reorganizando el rostro magullado de Héctor. Cuando terminó, quedaban dos limpias heridas cubiertas de polvo de sulfas y cerradas por las bendoletas.
—¿Algo más? —preguntó Elisa.
—Tengo algo en el pecho. Y además creo que con las carreras se me abrió la herida de la pierna.
—Quítate la camisa.
—Lo del pecho, si está roto, yo lo veo, joven —dijo el dependiente sintiéndose por un momento efímero el Dr. Kildare.
—Tienes un moretonzote —dijo Elisa. Apretó con dos dedos—. ¿Ahí duele?
—Algo.
—Entonces no hay nada roto. A ver, enseña la pata.
Héctor se bajó el calcetín. Otra vez estaba sangrando. Mierda. Elisa rehizo la curación. El dependiente solícito actuaba de ayudante.
Vaya hospital, pensó Héctor.
Cuando Elisa terminó, trató de encontrar nuevos dolores. No descubrió ninguno fuera de una sensación general de tener el cuerpo molido. Igual que haberse pasado el rato dentro de una licuadora. Un dolor de cabeza miserable subía como una oleada.
—Déme algo para el dolor de cabeza.
El dependiente salió obediente.
—Algo fuerte, para que sirva también como calmante del dolor. Y de una vez traiga dos —pidió Elisa.
—¿Y tú?
Elisa señaló la parte posterior de la pierna.
—Algo raro casi en el borde de la bota.
Héctor observó con cuidado. La bota casi llegaba a medio muslo y cerca de donde terminaba, una astilla de madera se había clavado profundamente.
—Es una astilla. ¿De dónde habrá salido?
—Sepa. ¿La puedes sacar?
—Con cuidado. Con unas pinzas.
El dependiente que había regresado las buscó y se las entregó. Luego les pasó los vasos de agua y las pastillas del calmante.
Héctor desinfectó ayudado por el dependiente y tiró de la punta de la astilla que salió limpiamente.
—Ay nanita —dijo Elisa.
—¿Y esa frase tan mexicana de dónde la sacaste?
—Para que veas.
Una voz infantil pedía a aullidos unos mejoralitos.
El dependiente abandonó la trastienda.
—¿Está muy emocionado el viejito? —preguntó Elisa.
—¿Por el hospital que le hemos armado?
—No, por mi pierna.
Héctor sonrió. No había percibido la sexualidad de su hermana. Carajo, hay que andarse con cuidado. Ni siquiera se atrevió a hacer una broma.
Puso una gasa sobre la herida desinfectada y la cubrió con tela adhesiva.
—¿Te duele algo más?
—Nada grave, creo que sólo son golpes.
—Vámonos de volada.
Salieron de la trastienda. El dependiente estaba sirviendo unos refrescos de un refrigerador cerca de la puerta.
—¿Cuánto le debemos?
—¿Ya quedaron bien? ¿No quieren que les diga dónde hay un médico?
—No, gracias.
Hizo la cuenta.
—Cuarenta y ocho pesos.
Salieron al sol tomados del brazo, sonrientes. O medio sonrientes al menos, porque Héctor no podía dejar que la cara se le estirara mucho. Los dos cojeaban levemente.
—¿Y tú dónde aprendiste todo esto?
—Curando a Jeff, que llegaba hecho talco cada tercer día. Las peleas de cantina en Canadá son tan cabronas como en México… ¿Seguro que sacaste toda la astilla?
—¿Qué le habrá pasado al mesero?
—¿Sabrán que fuimos nosotros lo que estábamos allí? El sol estaba radiante, el dolor de cabeza crecía.
El miedo comenzó a llegar en oleadas; sentía cómo la marea subía y él esperaba en el cayo de arena suave. Había dejado a Elisa en el cine Azteca viendo dos películas de aventuras y reponiéndose del susto. Casi se lo había impuesto.
Pero necesitaba estar solo. En la oficina, con la luz apagada, sin Gilberto que sólo trabajaba las mañanas y que si en ese instante había logrado sus propósitos estaría tirándose a la esposa del vecino.
Y en las sombras de la tarde que caía vertiginosamente el miedo había llegado. Incluso lo había obligado a poner una silla entre el escritorio y la puerta y dejar el revólver sin seguro en el cajón entreabierto.
Nunca había sido un hombre violento. Había respondido fríamente a la violencia cada vez que ésta se le había cruzado en el camino. La había visto pasar, a veces se había metido de contrabando en su vida. No había vivido el miedo, porque nunca había estado tan cerca. Ahora, Héctor estaba consciente de que era un cebo. Pero aún no sabía si ser cebo merecía la pena.
Cuando derrotó la primera oleada, cuando la marea comenzó a descender se sintió más seguro. Más de lo que se había sentido en mucho tiempo.
Ahora tenía un enemigo enfrente, no una sombra. Un enemigo que tenía algo en contra suya. Un enemigo entrañable, personal, al que se podía odiar.
Ahora estaban buscando su pellejo. Ahora podía defenderse. Ya no se trataba de jugar con el peligro, con las sombras chinescas, con la sensación de la muerte.
Ahora se trataba de meterle un balazo en la cara al hijo de perra que poco a poco se perfilaba enfrente.
Sólo había que sacarlo de las sombras. Ponerlo frente al cañón de la pistola.
Nuevamente el cuarto se volvió amable. Los sonidos de la calle ascendían por la ventana. El ruido de un carro de camotes, la música de la discotienda (“El festival de San Remo cantado por sus estrellas”).
Había que reordenar todo. Las cosas habían cambiado rápidamente.
Reposó el cuerpo adolorido en el sillón. Ahí tendido, ordenó:
1.Un asesino (¿asesinos?) me está cazando.
2.Si se trata del estrangulador tiene que tener un motivo para lanzarse sobre mí abandonando sus métodos habituales.
3.Si no se trata del asesino, ¿quién?
4.Si se trata del estrangulador, ¿qué sé que antes no sabía o qué ha sucedido de nuevo en estos días?
5.No sé nada, y si sé algo, no sé lo que sé.
6.¿Qué ha sucedido?
a) Huellas digitales en la carta de hoy en la mañana. (Poco probable, nunca dejó huellas en las notas.)
b)La muchacha güerita que vino en la mañana.
c)El señor con acento ruso según Gilberto, que habló por teléfono.
7.Si no se trata del estrangulador:
a)algo ligado con la muchacha de la cola de caballo y su historia. Quizá su padre.
b)Algo ligado con la historia de la viejita.
c)Algo ligado con la actividad política de Carlos.
d)Algo…
Y entonces sonó un leve golpe en la puerta.
Héctor llegó apresuradamente al escritorio y antes de que la puerta comenzara a entornarse colocó la mano izquierda en el cajón entreabierto.
—Adelante.
La muchacha rubia salió de la penumbra tropezando con la silla. Una parte de su cara quedó en la oscuridad; del pasillo entraba una luz amarillenta que le iluminaba el perfil. Héctor permaneció en las sombras.
—Soy todo oídos, jovencita…
—¿El señor Shayne?
—Belascoarán Shayne.
—Qué romántico, la penumbra, usted sentado allí, yo sin atreverme a pasar. Tal como lo imaginé… Éste es un momento muy importante para mí, señor Shayne.
—Belascoarán Shayne.
La muchacha esbozó una sonrisa maliciosa. Héctor no podía saber si se trataba de un ser meloso, y por lo tanto repugnante, o si se estaba burlando de él.
—¿Tú quién eres? —preguntó secamente Héctor.
La muchacha rubia le guiñó un ojo.
—Me llamo Marina. Estudio Filosofía, tercer año. Debo tener… qué será, unos 19 años. Vivo en casa de mis padres. Él es traductor de alemán, ella toca la flauta en la Sinfónica Nacional… ¿Me puedo sentar?
Héctor se estaba sintiendo a gusto, el bloqueo inicial desaparecía. Señaló la silla frente al escritorio. No sacó la mano del cajón hasta que ella puso sus manos sobre la cubierta metálica y colgó del respaldo de la silla el morral. En la penumbra los cigarrillos que encendieron sabían mejor, los olores de la noche sabían mejor.
La muchacha rubia hizo una pausa y saboreó el tabaco. Era delgada, con el pelo muy corto, nariz respingada y unos lentes diminutos que se había quitado, frente amplia, pómulos salidos, una boca suavemente marcada. Vestía unos pantalones azules deslavados y una sudadera gris de manga corta. La mandíbula fuerte—Héctor la miró con cuidado, tratando de adivinar lo que las luces de la calle y el pasillo no podían precisar. El efecto general ponía frente a sus ojos a una muchacha suave, bonita, recién salida de un anuncio de dentífrico para adolescentes gringos.
—¿Y qué demonios estás haciendo aquí?
—Tendría que explicar cómo llegué hasta acá. Pero… Quiero trabajar aquí, con usted, como secretaria-ayudante… ¿Queda claro? No como secretaria. Como secretaria-ayudante —sonrió.
—¿Por qué?
—Es largo de contar, pero ahí va: Primero, porque me interesa este experimento vital. Segundo, porque el estrangulador ese me pone el estómago erizado. Tercero, porque necesito trabajo. Cuarto, porque necesito probarme a mí misma. Quinto, porque estoy quemada y tengo que reposar un rato.
—¿Quién te dijo que yo ando buscando un estrangulador?
—Carlos…
Anda pues, su hermano, le mandaba una protectora. Ahí se explicaba eso de estar quemada, que Héctor había atribuido al exceso de sol en una playa. No preguntó más. Para él, la política y su hermano eran cosas muy serias.
—¿Estoy contratada?
—¿Cuánto quieres ganar?
—Eso, usted decide.
—Esto se está calentando. ¿Tienes miedo?
—Lo normal.
—¿Sabes defenderte?
—Sé algo de judo. Y sé disparar pistola. Nunca le he tirado a nadie, pero…
—¿Tienes?
—Tengo una de papá.
La sacó del morral. Era una pistolita inglesa de calibre 22. De apariencia tan mortífera como la que más, negra, brillante.
—Hecho —Héctor estiró la mano, la tendió por encima del escritorio—. Vas a ganar el salario mínimo…
—Cochino explotador.
Héctor rió.
—¿Cuánto entonces?… Aquí nadie va a pagarme nada. No hay recompensas, no hay nada.
—Hecho, entonces me conformo con el mínimo. Pero me paga séptimo día. Y trescientos pesos de aguinaldo. ¿Cuándo empiezo?
—Ahora.
Héctor se puso de pie, sacó del archivero los recortes y se los tendió a la muchacha. Luego caminó hasta el apagador y encendió la luz.
—Pero si está hecho un desastre —dijo la muchacha—. Mire la cara…
Se escuchó primero el silbido, instantáneamente después el tiro. Saltó un pedazo de pared. Héctor se tiró al suelo sin esperar más. En un instante le cruzó por la cabeza que debería haberlo adivinado.
Marina se quedó desconcertada. Ofrecía un blanco perfecto. Héctor le dio una patada a la silla y la hizo caer cuando el segundo disparo volaba los papeles del escritorio.
—Están tirando con rifle desde la casa de enfrente.
Gateando llegó hasta el cajón y metió la mano. Un nuevo disparo astilló el escritorio. Los pedazos le saltaron a la cara. Tomó la pistola y salió arrastrándose. La muchacha lo siguió.
Al quedar en el pasillo se miraron sorprendidos. Traían las pistolas en la mano. Corrieron escaleras abajo. Héctor la detuvo.
—¡Arriba, vamos a la azotea!
Subieron corriendo los dos pisos. Una mujer que traía unas cubetas y un mechudo tropezó con ellos y salió huyendo.
La azotea estaba vacía. Entraron caminando con cuidado, cubriéndose tras los tinacos de agua. El único edificio desde donde podían haber tirado estaba regularmente iluminado. Varias ventanas tenían luz.
—¿De dónde salieron los tiros? —preguntó Marina.
—Tiene que haber sido desde la misma altura. Busca en los terceros pisos, y casi en línea recta. Estábamos muy atrás en el cuarto para que pudieran apuntar desde otro lado.
—El tercer piso, la quinta o la sexta ventana.
Estaban oscurecidas las dos.
—Mierda, otra vez. La gente que sale. Las oficinas que hay en ese piso. Las salidas de emergencia. Yo te cubro. Guarda la pistola.
La muchacha rubia salió ni tarda ni perezosa. Héctor bajó a la oficina, apagó la luz y se acomodó tras la ventana. Sólo sombras desde el otro lado de la calle. Observaba alternativamente las dos ventanas y la puerta del edificio.
Comenzó a sonar el teléfono. Lo dejó sonar tres veces. Luego decidió contestar. Había visto a su nueva secretaria rondando la puerta del edificio. Tomó el teléfono con la mano izquierda y continuó mirando hacia la calle.
—¿Belascoarán? —una voz con acento extranjero. “El ruso”, se dijo Héctor.
—Exactamente. ¿Con quién tengo el gusto?
—No importa. Eso no importa.
La voz sonaba agitada. Marina salió por la puerta del edificio de enfrente e hizo un gesto desalentador. Héctor le indicó por señas que subiera.
—¿Entonces? —dijo secamente.
—Le he mandado por correo el diario. Léalo. Ahí está la clave. Click.
El teléfono comenzó a sonar bloqueado. Ya estaba volviéndose costumbre eso de que lo dejaran a uno con el teléfono en la mano.
Bueno, dijo para sí. Al menos ya sé por qué me quieren matar. Para que no llegue el DIARIO a mis manos. Oh, el diario. Seguro que cuenta las confidencias íntimas del señor este con acento ruso. Seguro que es el diario de Fanny Hill, dijo sarcástico. La mano le temblaba. Encendió un cigarrillo. Buscó el viejo ejemplar del Ovaciones y dentro de él la nota que le había dejado Gilberto con los teléfonos. Marcó el teléfono del “ruso”… “El número que usted marcó está desconectado”, dijo una grabación de Teléfonos de México.
—Ya estoy hasta los huevos de que me estén tratando de matar —murmuró cuando entró Marina—. No tengo ni la más mínima intención de morirme.
—Nada. Eran unas oficinas de una compañía importadora. La “México-Indias Orientales, Importaciones Varias”. Están vacías desde hace meses. Ni huellas. Salieron del edificio ejecutivos y dos secretarias. Nadie con un paquete lo suficientemente grande. El portero me mandó al carajo cuando le pregunté si había entrado alguien raro. Nada… Vaya estreno, ¿eh?
—¿Y a dónde puede haber mandado el diario? ¿Aquí o a la casa? ¿Y qué diario es ése que hace que el asesino cambie de método, se olvide de estrangular y se dedique a cazarme…?
Salieron juntos a la calle. Las colas del cine Orfeón bloqueaban el paso.
—¿A dónde vamos? y ¿cuál diario? —preguntó Marina.
—A brindar a casa del vecino por la muerte de Franco —contestó Héctor—. En el camino te cuento del diario.
—Porque se haya muerto —dijo Merlín Gutiérrez.
—Porque se haya muerto —respondieron a coro los invitados y levantaron las copas de champaña.
Una vez culminado el ritual, Héctor se acercó al vecino. Habían llegado justo cuando empezaban a llenarse las copas para el brindis y sólo había tenido tiempo para tomar una y unirse a los demás invitados ante los gestos presurosos del radiotécnico republicano.
—¿Qué pasa, vecino?
—Aquí, haciendo honor a su invitación… Me tomé la libertad de… —señaló a Marina.
—No hay inconveniente… Esas botellas estaban esperando desde hace un mes. Ya creí que el cabrón éste de Franco me las iba a estropear otra vez. Ésta es la cuarta vez que lo hago en mi vida. Una en el 37, cuando corrió el rumor en el frente de Asturias. Otra en el 45 cuando acabó la guerra. Otra en el 74 cuando se enfermó, y ahora otra vez… ya era hora… Pero bueno, pasemos a otra cosa, que el cabrón ese de Franco ya estará negociando con San Pedro la retirada de las bases norteamericanas… Quería hablar con usted porque a raíz de ese desagradable conflicto habido ayer en la noche, pues me he enterado de que usted es un buen detective… Conocí a su padre y me mereció el mayor respeto. Tengo un trabajo que quizá le interese…
Héctor miró atentamente al español. Se lo había cruzado dos o tres veces al salir del edificio en sus rondas diurnas y nocturnas: tenía una facha agradable, una barba cerrada muy corta, unos lentes enormes, de miope, una camisa blanca, enteramente arremangada, una frente amplia y una mirada vivaracha. Le gustaba, le caía simpático. Incluso esto de celebrar la muerte de Franco con champaña le parecía adecuado al estilo del hombre.