Sería bueno ir al mar, dejar estas alturas.
—CARLOS FUENTES
Héctor subió las escaleras lentamente. Estaba muy fatigado. El cuerpo le dolía por todos lados. Las heridas ardían, le dolía la cabeza y sentía revuelto el estómago. Mientras subía, atrás iba quedando el jolgorio de la fiesta en el taller de electrónica. Paso tras paso, escalón a escalón, lo único que quería era encontrar la cama, fría y solitaria pero acogedora y suave. Una leve racha de aire le dio en la cara y le hizo mirar hacia arriba. Detenido en el rellano, iluminado por la débil luz comenzó a despejarse. Sacó la pistola y reinició el ascenso.
Sintió una presencia. Obligando a su corazón a detenerse, tratando de anular los ruidos que subían de la fiesta, logró aislar el sonido de una respiración. No había luz en su piso. Continuó subiendo. El sudor le apareció en la frente, las heridas de la cara se tensaron.
La luz del pasillo del piso de arriba iluminaba suavemente la puerta de su casa. Sentada en el primer escalón, con las manos rodeando las rodillas, con la falda café de cuero de siempre y la cola de caballo, ella levantó la vista cuando apareció Héctor. Éste suspiró y guardó la pistola. La muchacha sonrió. Héctor abrió la puerta y con un gesto la invitó a entrar.
Cerró la puerta con cuidado. Pidió la aprobación con la vista a la muchacha y cerró con el candado nuevo que amablemente le había regalado el vecino. Se quitó el saco, cerró las persianas. Los vidrios estaban en su lugar (¿nuevamente?). Sólo quedaban huellas en la pared.
Se dejó caer en la cama. La muchacha de la cola de caballo trajinaba en la cocina. Se quitó los zapatos y los calcetines, no se atrevió a tocar la herida, se abrió la camisa para contemplar el moretón que tenía un desagradable tono verde con manchas violáceas en los bordes.
Puso la pistola bajo la almohada y se recostó. Cerró los ojos.
La muchacha había encendido la radio: Radio Universidad, Jazz en la cultura. La voz catacumbesca de Juan López Moctezuma, animador del programa, introducía al maestro de la costa Oeste, el saxo de Gerry Mulligan.
Un olor a café comenzó a extenderse por la casa.
No había intercambiado una sola palabra con la muchacha. No había habido explicaciones y sin embargo había tantas cosas que poner en claro. Le gustaba y le repugnaba la forma cómo ella, en su naturalidad, se había puesto en el interior de la casa.
De alguna manera había situaciones respecto a su última relación con una mujer que ese olor de café que nadie había pedido le recordaban. Aun así, el halo misterioso de la muchacha, ese aire de dulzura extraña, lo atraía como un imán. Aun con los ojos cerrados percibió cómo la muchacha entraba en el cuarto, sintió cómo se sentaba a su lado, incluso sintió cómo lo miraba.
—Estoy harto —dijo—. Harto de que me anden cazando como perro —agregó suavemente, casi con un murmullo.
Abrió los ojos sólo para ver cómo la muchacha sonreía.
—Calenté agua para cambiar la venda —dijo.
Héctor señaló el saco y ella caminó hasta allá para pasárselo. Allí había construido un botiquín de emergencia: vendas, sulfas, gasas, algodón, bendoletas.
Héctor dejó hacer a la muchacha, sintió cuando el agua caliente corría sobre la herida lavando la sangre. Luego la venda se iba acomodando y ciñendo a la pierna.
No quería volverse a enamorar. No quería volver a romper la dolorosa intimidad que había logrado. No quería perder el derecho a la soledad que tan caro le había costado. No quería que nadie llorara por él. Quería ser al final de la aventura o un perro solitario o un cadáver solitario.
Y sin embargo, no pudo dejar de abrir los ojos, contemplar detenidamente a la muchacha que lo observaba, tomarle la mano y besársela.
Y luego, caer dormido.
En ese instante en que se está entre el mundo de los vivos y el de los dormidos sintió cómo una manta lo tapaba y cómo la muchacha de la cola de caballo se colocaba a su lado.
Y a pesar de que lo estaban cazando pudo dormir tranquilo.
Cuando la luz que le daba en un lado de la cara lo despertó, lo primero que pensó fue que había dormido profundamente. Buscó con la mano izquierda los cigarrillos en el suelo, sin querer abrir los ojos totalmente, sin querer acabar de despertar. La mano tropezó con un libro, y con ropa. Tiró de ella esperando que fuera su saco, sólo para verse con la falda de cuero entre las manos.
Carajo, pensó, ¿dónde estará la dueña? Y eso hizo que acabara de despertar.
El único habitante de la cama era él. Se sacudió la melena, sacó la pistola de abajo de la almohada y observó el cuarto detenidamente.
Ni huella de la muchacha. Más bien, muchas huellas aunque ni rastro de ella.
El dolor general sentido en la noche había cedido su lugar a una sensación de malestar y a una punzada intermitente en las heridas de la cara.
Una idea cuyo origen podía remontar a la noche anterior le regresó a la cabeza: mientras el estrangulador lo estuviera persiguiendo a él, dejaría en paz a las mujeres.
Al fin encontró los cigarrillos bajo un periódico viejo. Estaban algo secos pero el sabor del primer cigarrillo, el peso del humo en el estómago vacío, lo iba devolviendo a la realidad.
Entonces entró la muchacha de la cola de caballo.
Traía el pelo suelto corriendo sobre la espalda y vestía una camisa vieja de Héctor a la que le faltaba una manga. A la luz de la mañana lucía como esas apariciones de película francesa que dejan al espectador envidiando al actor durante un minuto.
Héctor resopló.
—Puf… ¿De qué se trata?
La muchacha sonrió, se acercó y tomó un cigarrillo.
Héctor pensó: “Me acerco, le acaricio el brazo…”
La muchacha se fue hacia la ventana y se acomodó en el borde. Nuevamente comenzó a tararear esa música extraña e indescifrable.
Héctor pensó: “Ahora, cuando gozo viéndola, cuando paladeo su cuerpo, la canción… Justo ahora va a empezar el tiroteo”.
Pero sólo sonaron varios golpes secos en la puerta.
Héctor sacó la pistola y se puso en pie. Caminó a la puerta. Marina entró como un vendaval.
—Lo hallé. El diario, lo encontré… Claro, pensé, a qué dirección lo puede mandar: a la que dan en el programa de TV, la de la oficina… Y claro, allí. Pero me adelanté.
Y mostraba jubilosa el paquete.
—¿Qué es eso?
—Tiene que ser el diario… Estaba en Correos, a tu nombre. Y antes de que saliera el cartero, con una carta poder falsificada, una buena historia, que estabas en el hospital, que el paquete era para el trabajo, etcétera; y con diez pesos…
Y mostraba jubilosa el paquete.
La muchacha de la cola de caballo asomó la cabeza.
—¿Quién es? —preguntó Marina.
—La muchacha de la cola de caballo —dijo Héctor reponiéndose.
Tomó el paquete y lo abrió.
Era uno de esos diarios para adolescente enamorada, de pastas duras imitación cuero, plástico vil, color café, de unas 150 páginas.
Estaba escrito con una letra pareja y diminuta.
Nada más. Ni una nota, ni una huella exterior. ¿Por qué? Abrió una página y leyó. La cara se fue endureciendo.
—¡Vámonos! —les gritó a las muchachas. Apretó el diario en la mano y salió corriendo hacia el cuarto a buscar una camisa limpia.
Había sentido predilección por los trenes desde la infancia y ahora, sentado en el compartimiento oscuro, recogía aquella sensación original y la dejaba pasar por las venas. Latido de corazón irregular, manos temblorosas mientras esperaba que el tren iniciara su viaje.
A su lado, la muchacha de la cola de caballo se dejaba sentir por los intermitente flashes de luz que emitía la brasa del cigarrillo.
Los ruidos de la estación: un sonido confuso, áspero, voces mezcladas con ruidos indescifrables. Los ruidos del propio tren que, ¿calentaba la máquina?
Al fin, en ascenso comenzó a crecer el ronroneo, el impulso transmitido por la máquina que ponía en marcha la larga cadena de vagones. Era como una idea que se iniciaba. Marina, que rondaba por el andén, levantó la mirada hacia la ventanilla oscura donde viajaba el detective. Cruzaron una última mirada.
El tren comenzó a salir del andén y Héctor abrió la ventanilla. Las luces de neón iluminaban trenes detenidos, hierros inútiles, retorcidos y desperdigados por la periferia de la estación de Buenavista. Mientras abandonaba la ciudad de México, Héctor contempló en silencio las casas rodantes de los peones de vía, adornadas con macetones de plantas, con antenas de televisión; vagones viejos adaptados para la carne de cañón del ferrocarril. Luego la vía recorrió un pasillo angosto de fábricas y colonias de paracaidistas, hasta que después de 20 minutos encontró espacio libre y como si fuera consciente de ello, aceleró para dejar atrás el monstruo urbano.
Necesito un día. ¿Lo ganaremos?, pensó Héctor y encendió la luz.
Estaban solos en el compartimiento. Había alquilado un reservado en el primer vagón pullman. Cuarto pequeño, con dos asientos y una cama empotrada en la pared que se desprendía en las noches.
Colocó contra la pared el sillón móvil en el que estaba sentado y sacó el diario del bolsillo del saco donde había estado depositado haciéndose sentir como un peso temible que lo obligaba casi a ladearse al caminar y que tocaba frecuentemente para confirmar su presencia.
Quemaba el jodido diario. Y necesitaba leerlo antes de que el estrangulador lo encontrara a él. Sólo así cambiarían los papeles, y el cebo de aquellos últimos días se convertiría en cazador.
La muchacha de la cola de caballo le sonrió. Héctor la contempló un instante: la mirada se había desgastado en aquellos últimos días, se había debilitado. Había perdido mucha de la fuerza que le había sostenido. Simplemente se dejaba arrastrar conviviendo con el infierno que traía dentro, un poco ajena a los apasionamientos y las depresiones de Héctor: la falda inarrugable, el peinado de cola de caballo un poco rígido, como estirando el pelo hacia atrás y tensando aún más las suaves facciones de la cara. Toda una aventura esta mujer, pensó Héctor. Se levantó y le acarició las mejillas, como pidiendo disculpas por esa imbécil manía de haber establecido las prioridades de su vida en torno a detener un estrangulador tan inasequible como los discursos oficiales o la neblina londinense.
Ella se acercó al sillón de Héctor. Habló con voz ronca.
—Entiendo por qué estamos en este tren, y todos los extraños movimientos que hicimos para llegar hasta acá: Eso debe ser la clave de toda esta historia —señaló el cuaderno forrado de plástico—. Entiendo incluso que me lleves a cuestas, como un fardo ligero. Lo que no acabo de entender es cómo te metiste en este lío. ¿Por qué? ¿Para qué?
Héctor pensó iniciar una explicación, pero las palabras no salieron.
Se cruzó los brazos sobre el pecho y movió la cabeza lentamente.
—¿Me ayudarás? —preguntó.
Ella asintió.
Héctor sopesó el diario en las manos. No tenía inscripciones en el exterior ni en la primera página. Las palabras comenzaban en la página tres, con una escritura apretada, diminuta, en tinta negra de pluma fuente. Solamente usaba las páginas nones para escribir, y estaba lleno de espacios en blanco. Serían en total unas setenta páginas de las 150 las que estaban escritas.
—Todo puede ser una trampa, un truco. Puede ser un gancho más. Quizá sólo soy parte de la diversión.
Se hizo una pausa mientras manipulaba las hojas de la escritura diminuta, mientras intentaba adivinar qué sentido final tenía aquello que había caído en su mano.
Y entonces comenzó a leer, lentamente, deteniéndose ante cada frase que le parecía significativa, intercambiando miradas con la muchacha de la cola de caballo, haciendo largas pausas en las que contemplaba las sombras de los árboles y las manchas de la luz de luna en el campo mientras el tren engullía kilómetros de riel.