La Viuda Negra no era como la recordaba. Estaba ajada, envejecida, tímida incluso. Tenía unos 45 años, aún guapa. Lejana de la prepotencia de aquella cantante de canciones rancheras, que arrojaba los pechos hacia adelante en el falsete, reconocida en su día por los rumores como la amante del presidente mexicano en turno. Historias del remoto pasado. Era una ex, ex amante, ex joven, ex algo.
Vivía en un edificio de apartamentos lujosos sobre el río Manzanares. Sirvientas con cofia y mandilito blanco. Una vez que lo pusieron ante ella, no causó el esperado pánico que Justo Vasco esperaba. No se asustó ante un detective mexicano tuerto. Todo lo contrario, parecía una mujer feliz de descubrir un compatriota.
—Pase, por favor, pase. Qué bueno ver a un mexicano. Aquí no aprecian del todo nuestra música; les gusta, ¿no?, claro, les gusta mucho, ¿verdad?, pero no acaban…
Lo recibió en una enorme sala, en uno de cuyos extremos había una mesita donde cuatro tipos jugaban al pókar. La Viuda lo condujo hasta el otro extremo de la sala, donde un par de sillones rosas, una alfombra blanca, dos mesitas y un enorme tocadiscos de los años 60 formaban un pequeño salón.
—Si no fuera por Manolo… —dijo la mujer señalando a uno de los jugadores.
Héctor contempló desde lejos al tipo: alto, delgado, nudoso, calvo brillante, con más de 50 años, las mangas de la camisa de seda arremangadas. Algo sabía de él, un par de veces había leído crónicas sobre el buen Manolo en las páginas de sociales y/o en la nota roja de los diarios mexicanos. Manolo, mejor conocido como Manolete, otro personaje singular, español, muy entero, muy desmadrado. Un tipo loco, que ganó muchísima plata en el final de los años 40, cuando era un empresario joven y controlaba la venta de chatarra para los Altos Hornos estatales, que tuvo que irse de México por un fraude.
Manolo a la distancia hizo un gesto de reconocimiento alzando una mano, aunque sin levantar la vista de las cartas. Luego insistió invitándolos a acercarse. La Viuda se movió hacia la otra esquina de la sala a regañadientes, arrastrando al detective tras de sí.
Los otros jugadores parecían ser un par de árabes conseguidores de amas de casa de Aranjuez y de Lérida para la exportación y el tráfico de blancas nalgonas con destino a Kuwait, y el cuarto hombre tenía apariencia de empresario de cavas catalán. Eso parecían y eso eran.
—Yo una vez me jugué mi casa y a mi mujer al pókar y las perdí —dijo Manolo recordando, con un tono que parecía rayar en la complacencia, en la autoadmiración, cuando su mujer y Belascoarán se hubieron acercado.
La mesa estaba colocada cerca de un gran ventanal que daba al río, la luna se reflejaba en las aguas. Héctor no prestó atención a las presentaciones, a las que nadie pareció dar mucha importancia.
Sobre la mesa había unas doscientas mil pesetas en billetes de cinco y diez, y estaban jugando la cuarta carta de un abierto. Héctor hizo el cálculo: unos seis millones de pesos. La Viuda no estaba muy contenta, no sabía dónde poner las manos, y los bolsillos de la bata de vestir rosa le quedaban chicos, probablemente pensaba que a lo mejor Manolo se la iba a jugar en esta noche y la perdería. O que no la perdería, vaya usted a saber, se dijo Héctor.
La mujer lo tomó de la manga del saco de pana con coderas que el detective había comprado enfrente del metro Tlatelolco, en la época del apogeo de las tiendas Milano, y lo arrastró lejos de la influencia de los jugadores. En esos momentos Manolo ligaba un par de reinas a la vista.
—¿Gusta algo de beber? Un refresquito.
Héctor negó con la cabeza.
—Vine a traerle un recado desde México, señora —dijo Belascoarán tratando de poner cara de palo—. Usted no puede vender el pectoral de Moctezuma, porque el escándalo que se armaría…
—¿Otra vez con esas mamadas? —dijo la Viuda Negra escupiendo un poco de saliva por la precipitación.
—Yo simplemente le traigo el mensaje de que las autoridades del Museo de Antropología tienen toda la intención de fundírsela si usted intenta vender el pectoral, porque…
—Ay, mano, ¿de qué me estás hablando?
—A usted se lo dio una persona a la que no le pertenecía…
La mujer se había vuelto otra, perdidas las timideces. Mientras se acercaba a Héctor comenzó a despotricar contra el ex presidente.
—No me dejó ni para galletas marías… Hijo de la rechingada. Sólo me dejó rumores detrás, maledicencias…
La mujer se iba calentando sola. Sus palabras levantaban fantasmas que arrojaban leña a la falsa chimenea.
—Puras mentiras de mierda. Mentiras de mierda me dejó atrás ese hijo de la chingada… Un pectoral de ¿quién?
Manolo y sus compañeros de juego levantaron la cabeza.
—¡Dice este señor que las joyas de Cuauhtémoc, Manolo!
Héctor detuvo el avance de la mujer poniéndole el índice de la mano derecha en uno de los senos. Lo sorpresivo del movimiento paralizó a la Viuda Negra.
—Yo vine hasta Madrid a pasarle un recado. Si usted tiene un pectoral que no le pertenece, más le vale andarlo devolviendo si no quiere meterse en el segundo desmadre más grande de su vida.
—¡Váyase, carajo! ¿No ve que estas conversaciones me hacen daño?
Héctor, camino a la puerta, no pudo menos que estar de acuerdo. Aceleró el paso. La mujer intentaba peinarse con los dedos. Era una bonita despedida.