Telegrama de ida, enviado telefónicamente desde un hotel de segunda en una callejuela que daba a la Gran Vía:
Sujeta dice no saber nada de Moctezuma. Indignada. Besos a Tláloc, Héctor.
A media noche el encargado del turno nocturno, con voz risueña (parecía estarse divirtiendo), le leyó por teléfono un fax urgente llegado desde México:
Rumores confirman. Comprador: Sebastián Irales. Referencias te dará el director del Museo de América, Silverio Cañada, gran compadre mío. Gran aficionado películas de Woody Allen y tequila. Lleva gran botella. A la Viuda no le creas nada. Justo.
Héctor se quedó despierto, contemplando la noche desde una de las ventanas del hotel; las voces de los borrachos que se iban retirando por las calles laterales a la Gran Vía le servían de referencia. Junto a ellas el ruido final de los tablados flamencos de mentiras. El invierno era seco sin humedad, el frío se ponía encima de la piel. Amanecía. Los basureros barrían las calles con mangueras de presión.
Héctor dio vueltas al cuarto hasta gastarlo. No podía dormir. Estaba en otro lado. El sueño no venía.
No sabía que estaba sufriendo de uno más de los males del DF, el más cabrón, el terrible, el que no perdona: la nostalgia. Y al no saberlo, no tenía idea de cómo remediar el insomnio. Cuando se dio cuenta de que cada quince pasos, vuelta a empezar, evocaba al pinchurriento Ángel de la Independencia en un día de esmog y luego lluvia fina, se sentó en un sillón, abrió una cocacola española sacada del servibar, la comparó desfavorablemente con la que se embotella en Tlalnepantla (más gas, más azúcar), y se puso a cantar por lo bajito canciones de Agustín Lara. Farolito que alumbras apenas…
Lara tenía una virtud: no sólo nunca había entendido el DF, tampoco había entendido Madrid.