El director del Museo América tenía dos despachos, uno de lujo, con muebles del siglo XVII, en el que recibía a las visitas, y otro cerca del ático, desde el que se veían los tejados repletos de palomas, en el que trabajaba y recibía a los amigos. Héctor fue recibido en el primero, auscultado, revisado por la mirada ladina del museógrafo español, que estaba ojeando una revista con el original nombre de Muchateta simultáneamente a un catálogo del Museo de la Tecnología de Milán, y una vez aprobado con un farfulleo de frases inentendibles, conducido al despacho del ático.
—Pues sí, lo están vendiendo. Lo están vendiendo en Madrid… Oiga, ¿usted usa pistola?
Silverio Cañada rondaba los cincuenta, usaba una barba patriarcal de clochard, tenía fotos del mítico Quini junto al resto del Sporting de Gijón en las paredes del despacho, que Belascoarán entendía como privado y clandestino, y tomaba melox en las rocas.
—A mí ese pectoral de Moctezuma me importa un güevo —dijo el detective—. Yo vine a Madrid a comprar novelas de Farmer y de Phillip K. Dick en la cuesta de Moyano, a oír un concierto de Joaquín Sabina; a ver si mi padre tenía razón en un montón de cosas… Y a ver un lugar donde mi madre dio un recital de música folk irlandesa.
Cañada no pareció sorprenderse.
—Bueno, pues qué bien, porque a mí el pectoral ése me la trae floja, me importa el otro güevo, me la trae pendulona —dijo, derrotando al detective, que tomó nota de todas esas variantes hispanas de decir que la cosa le venía guanga.
El director del museo contempló al detective que se estaba muriendo de frío. En el ático no había calefacción y las ventanas abiertas por las que entraba el gorjeo de las palomas también dejaban penetrar un viento gélido que cortaba la piel. Nadie en la memoria prestada le había dicho a Héctor que Madrid era como Siberia, que los vientos helados de la sierra bajaban por las avenidas matando pájaros y lesionando las pocas neuronas que les quedaban a los madrileños; acabando con los turistas adeptos al merengue y al trópico.
—Los coleccionistas privados, a mí, como si se la machacan, como si se la guardan en probeta, pero son un gremio en ascenso, y lo único que hacen es aumentar los precios, fomentar el tráfico de objetos robados, estimular a los quinquis. Como hormigas. Y además son bobos. El mercado se llena de copias de tercera.
—¿Irales?
—¿Tequila? Porque recibí un fax del Museo de Antropología de México diciendo que el intercambio de información estaba alcohólicamente condicionado.
Héctor sacó dos botellas de Cuervo compradas en El Corte Inglés, porque la mexicanidad se había vuelto internacional…
—Cuervo añejo. Na’, ni en broma. Si éste lo compra uno en El Corte Inglés. Si fuera un Hornitos reposado, un Siete Leguas, un Orendáin blanco, o un Viuda de Romero extra añejo, entonces esto podría llamarse una conversación.
—Viene en camino una caja de Herradura por valija diplomática —mintió el detective cruzando los dedos a la espalda, como le habían enseñado de pequeño que se decían las mentiras.
—Irales. Un bobalicón, del Atlético de Madrid.
—Que compra arte prehispánico robado.
—Por comprar, compra cualquier cosa. Un pedazo de la pirámide de Keops si lo dejas, las enaguas de Josefina. Y se filtró. En este mundo son todos unas cotillas, parecen sirvientas de pueblo, de las de antes, porteras de novela de Eugenio Sue. Se decía que Irales andaba comprando el pectoral de Moctezuma. Y yo que lo había visto con mi amigo Justo Vasco, allá en el Museo de Antropología. Un museo cojonudo, manito, el que tenéis por allá. Pues me dije…
—¿Y la operación está hecha o se está haciendo?
—Ve tú a saber, rumores viejos, rumores nuevos. En este mundo dan por nueva la construcción de El Escorial.
—¿ Cómo llego a Irales?
—Lo del Herradura de la valija diplomática es coña, ¿verdad? —preguntó Cañada.
—Como que si dios existe nació en Gijón —dijo Héctor adivinando.
—De eso nada. Si dios existe es mexicano, valiente hijoputa mentiroso.
Cañada anotó una dirección en un papelito y se lo tendió al detective.
—No te va a gustar Irales, manito. De eso estoy seguro. No te va a gustar nada. Es un español de los que no les gustan a los mexicanos, de los de antes, de los conquistadores. ¿Cómo los llaman en la ciudad de mierda donde vives? Gachupines. De ésos. Como conquistador. No te va a gustar.
—Le haré la lucha —dijo el detective.