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EL REFRI DEL TIEMPO

Los leones de la Cibeles eran tres y no cuatro.

Las piernas de las muchachas eran generosamente mostradas a pesar del frío desde el asiento trasero de las motocicletas. Pero ojo, aquí las muchachas se llamaban chicas, y los focos, bombillas, y las tlapalerías, ferreterías, y los ganchos, colgadores, y la regadera, ducha y a los pinches enanos les decían pigmeos. Y este debate era el más usual entre padre y hermanos. Si ustedes llaman a las cosas de una manera rarísima. A ver, los ejotes: judías verdes, y los chícharos: guisantes y en España ni siquiera tienen mangos, ni guayabas, ni papayas ni piñas.

En algo sin embargo la memoria no mentía y por lo tanto tenía que estar irremediablemente equivocada: los taxistas oían chotis y pedazos de zarzuelas en las radios del automóvil.

La música dentro del taxi estaba en el refrigerador del tiempo. Su padre no se había equivocado al contarlo. Después de todo había fidelidades a la otra ciudad en esta nueva.

Y entonces Héctor se detuvo en seco.

¿Cómo era posible que su padre supiera lo que se oía en la radio de los carros si los automóviles no habían tenido radio sino hasta los años cincuenta y su padre había dejado Madrid en el 39?

Y riéndose al pasar al lado de la Cibeles con sólo tres leones, se dio cuenta de que él no era el único en tener una memoria fraudulenta.