XVIII

EL JUGADOR DE PÓKAR

Un coche lo estaba esperando a la salida del hotel. Héctor verificó que traía un tenedor robado del comedor, porque mientras no estuviera en territorio conocido había que armarse, y aceptó la invitación para subirse. El chofer era andaluz, pero hablaba poco. Héctor recorrió Madrid contemplando desde la ventanilla trasera del automóvil la escarcha que se estaba formando en las vidrieras de los comercios.

El chofer contradictorio lo dejó frente al edificio donde vivía la Viuda Negra a orillas del Manzanares, le señaló el piso, y con un parco “usted sabe llegar, ¿verdad?”, se desentendió de él.

El propio Manolete abrió la puerta, traía la corbata a media asta, ladeada y con el nudo muy flojo, sobre una camisa rosa ajada y con medialunas de sudor.

—¿No le importaría esperar unos minutos, amigo?

Héctor se quedó parado a mitad de la sala observando la jugada crucial de la partida de pókar. Eran los mismos jugadores de la vez pasada. En el centro de la mesa había un montón de billetes, quizá más que en la otra ocasión. Les gustaba ver lo que se jugaba, nada de papelitos, nada de fichitas.

Héctor se acercó para ver a Manolete perder con tres damas frente a una escalera pequeñita. El tipo sonrió mientras uno de los árabes recogía la pila de billetes. La partida se fue deshaciendo, todos sonrisas, caras de sueño, bostezos, obviamente se habían pasado la noche jugando. Los invitados salieron, tras citarse en Marbella para dentro de quince días, como al descuido, nada en firme.

Manolete cerró la puerta al último, giró hacia Héctor y le soltó en seco:

—Esto es una cabronada. Ella no tiene nada que ver, bastante carga la pobre en las espaldas de penas y basuras por haber estado asociada con aquel imbécil. Me la dejas tranquila, ¡oíste!

Se le había evaporado la sonrisa de gentil perdedor.

—¿Y quién está vendiendo la pieza entonces? ¿Usted?

—¿De qué coño estás hablando?

—Del pectoral de Moctezuma. Un pectoral, ¿sabe?

—Pero bueno, ¿esto es de verdad?… ¿O sea que piensan que ella tiene una pieza de museo y la anda vendiendo?

Héctor asintió.

—Pero, ¡qué locura! ¿Y de dónde se supone que lo sacó?

—Del ex.

—Usted se ve decente, no se ve como un hijo de la chingada cualquiera, ni como un pistolero de esos que acostumbran en nuestra tierra. Usted no es un judicial haciendo horas extras. ¿De veras quiere saber la verdad?

Héctor asintió. Modoso, él ni es un hijo de la chingada, ni un malvado representante de la ley mexicana; como bien dice el otro. Él es un tuerto incrédulo.

—Las cuentas de cheques que le dejó estaban sin fondos. Hasta eso, sin fondos… No le dejó un quinto, ni una estatua, ni un caballito de bronce… Ni los condones usados, joder.

—¿Ustedes se conocieron en México?

—Amigo, nosotros nos unimos en Madrid porque éramos prófugos de nuestros escándalos. Yo de los míos, ella de los suyos. Como que es hora de que nos dejen tranquilos, ¿no?

—¿Y no ha visto usted por ahí en un clóset un pectoral de oro?

El tipo sonrió, encendió un puro que olía a habano auténtico y alzó los hombros.

—¿Y quién paga el departamento, el coche, el chofer? —preguntó Héctor.

—A veces gano al pókar, ¿sabes?