Lo había visto en algún lado. En el rellano del segundo piso, donde estaba su cuarto, enfrente del 28 que estaba en remodelación, sobre una caja de herramientas. Era un martillo cabezón, con una fundacinturón que se amarraba a la cintura y de la que colgaba el mango. Había visto a telefonistas subidos al poste con un cinturón de trabajo igual. Entró en su cuarto y se colocó el cinturón, luego ante el espejo se cubrió con la gabardina. El problema era sacárselo elegantemente. No era un revólver. Nada de técnica de western. Hacía mucho frío en las calles.
Con ese extraño armamento los fue a buscar. Estaban en el mismo lugar, ante la puerta del bar, frotándose las manos. Terminando la noche ya cerca del amanecer. Lo vieron venir.
Cuando estaba a un par de pasos desabrochó la gabardina y la tiró al suelo, luego, lentamente sacó el martillo. Todo era un problema de estilo, se dijo Héctor viendo el desconcierto en los ojos del jefe.
Fue sobre ellos con el martillo en la mano gritando insultos en el más puro mexicano. El largo alcanzó a correr. Héctor le rompió la muñeca al tuerto cuando tiraba de navaja, y girando le abrió la cabeza al jefe de un martillazo en seco. El tipo se desplomó sangrando. La sangre brotaba en serio cubriéndole los ojos. Héctor giró buscando al flaco largo que se desvanecía corriendo al fondo de la calle. Luego se dedicó al tuerto de la muñeca rota que estaba arrodillado tomándose la muñeca con la otra mano. El hueso parecía roto, porque tenía la mano en una posición muy poco natural.
Héctor los revisó con calma, recuperando parte de su dinero en los bolsillos de las chamarras negras. Recogió dos navajas. La adrenalina corría por las venas como en motocicleta. Sintió el ahogo de la angustia.
Dio la vuelta y se alejó caminando. Simuló una calma que no estaba en ningún lado, dejando tras de sí un panorama de campo de batalla similar al de los combates del Ebro.