El Museo de América, que dirigía Silverio Cañada, no recogía ni mucho menos una historia de las glorias de la colonización, sino los elementos de una pesadilla de horrores y masacres envueltos en las fascinaciones de lo exótico. Sólo faltaba una tabla que estableciera la relación entre cada gramo de oro que viajó a España en los galeones y las vidas de indígenas que costó. Era en ese sentido un museo malicioso, que cuidaba el oropel y fascinaba en el brillo de la armadura, que ennoblecía al aventurero barbudo y paria que hacía pequeños imperios con el caballo y la pólvora, pero que no rehuía narrar la historia negra.
Héctor se detuvo azorado ante unas imágenes que narraban la desaparición de comunidades enteras de indígenas de Centroamérica por las epidemias de viruela. Urgido de salir durante un rato a fumar, deambuló por los patios interiores llenos de laureles de la India gigantes, planteándose de la misma manera simplona de siempre: ¿aztecas o españoles? Se frotó las manos para espantar el frío. Debería comprarse unos guantes. Cortés le parecía una figura siniestrona, calculadora, metalizante, y sus huestes un montón de cazadores de cabelleras, ladrones de oro. Por más que hubiera leído las novelas de Laszlo Passuth o Madariaga, por más que simpatizara con el pillete falsificador de Bernal Díaz del Castillo. Pero por otro lado, de aztecoso nada. ¿Cómo sentir alguna simpatía por los imperiales aztecas, madreadores de pueblos vecinos, contaminadores bélicos de Xochimilco, atemorizados ante las ruinas de Teotihuacan, sacrificadores de guerreros, autoritarios cuasipresidencialistas, militaristas ojetes? Como siempre, se descubría buscando espacio y partido en lo marginal. Se prometió buscar imágenes de científicos mayas, bárbaros chichimecas, o del español traidor Gonzalo Guerrero, para saludarlas desde aquella ciudad de Madrid irrecuperable.
No lo hizo. En cambio regresó a los salones buscando a Moctezuma.
Las repetidas imágenes del emperador azteca lo mostraban sin el famoso pectoral, tan sólo mantos de grana, o mantos blancos, con pocos adornos y multitud de tocados, muy complejos algunos, hasta llegar al famoso penacho de plumas de quetzal y adornos de oro que estaba en Viena.
Fue dando vueltas hasta localizar a Cañada en su despacho privado en el ático. El director del museo estaba alimentando a las palomas con restos de churros viejos y hablándoles en quechua. Héctor sacó dos botellas de Hornitos compradas, claro está, en El Corte Inglés.
—No es capaz usted, detective mexicano, de conseguir un tequila superlativo, algo así que me haga feliz… pero bueno…
—¿Y qué hace un coleccionista privado en España con una pieza robada?
—Se hace lo que en Houston. ¡Qué coño! ¿No vienes tú de por allá? Es lo de moda… Tienes un sótano, al que no dejas entrar más que a la gente que quieres impresionar, a tus mejores amigos, a un socio, a un futuro compinche de negocios, diez personas en un año, a otros como tú. Y ahí tienes la pieza en exhibición, en un nicho rodeado de terciopelo negro, con luces directas e indirectas, la hostia de luces… Y al lado, toma nota mexicano, al lado, tienes un recorte de periódico enmarcado con marco de plata, donde dice que la pieza fue robada de tal museo… Viste mucho, es el no-va-más de la elegancia… Y en el lado opuesto una reproducción en pergamino de la mención que hace Bernal Díaz del pectoral: “…barriendo el suelo por donde había de pisar y le ponían mantas para que no tocara el suelo, y venía muy ricamente ataviado según su usanza, destacándose sobre todo aquel magnífico pectoral de oro, que se lo habían hecho los indios de Escapuzalco, que eran todos orfebres del gran Montezuma”.
Belascoarán quedó impresionado, Cañada citaba de memoria. Guardó silencio un instante.
—¿Así, así?
—Así o casi. Leo muchas novelas policiacas y conozco a muchos cabrones, de tal manera que se estimula mi imaginación, pero a mí no me invitan a lugares como ésos. Yo dirijo un museo. Yo soy de los enemigos. Yo pienso que la historia es de todos…
—¿O sea que lo mejor para el comprador sería que el robo se revelara y se hiciera público?
—Si él estuviera seguro de que no hay huellas que conecten entre los ladrones y su persona… Pero ya con las vueltas que tú le has dado al asunto, no me queda muy claro que se pueda hacer una operación en Madrid de este tipo con el Irales de por medio. Le encantaría, chaval, de eso puedes estar seguro.
—¿Y cuánto puede valer una pieza así en el mercado de antigüedades robadas?
—Todo, nada, es invaluable… Cuatrocientos millones. Dos mil millones. Cien millones. Depende de quién venda y quién compre. Una pieza así nunca irá a una subasta pública, por lo tanto no se podrá establecer el precio comparativo en el mercado…