En el pequeño cabaret donde cantaba la Viuda Negra estaban en una pausa entre show y show, por lo que los escasos asistentes aprovechaban para pedir a gritos tequilas dobles, margaritas y “cervezas mejicanas”. Aquello comenzaba a parecerse a una cantina de tercera sin llegarle. Eran pocos, pero ruidosos y de apariencias bastante inofensivas. Héctor buscó la mesa trasera y mal iluminada. Su lugar. Andar amenazando a supuestos ladrones de pectorales aztecas lo volvía conservador.
Manolete andaba bromeando con el barman ante la barra, a la izquierda del pequeño escenario. Parecía estar totalmente borracho: gestos excesivos, palabras dichas más alto de lo necesario, titubeos al apoyarse en una pierna u otra.
Héctor derivó hacia el tipo, y cuando lo tuvo enfrente le enseñó la foto polaroid del pectoral.
—Perdone que le pregunte, ¿los pectorales eran de guerra o de adorno entre los aztecas?
—Y yo qué mierda voy a saber. ¿Ésa es la chingadera que está buscando?
Manolete se zangoloteó. La Viuda Negra aparecía en ese momento en el escenario con sus cuatro mariachis, un parpadeo en las luces de la sala y el resoplido del de la trompeta afinando.
Manolete trataba de enfocar sus ojos de borracho en la fotografía, de estudiarla. Héctor vio cómo la borrachera se amortiguaba.
—No lo he visto en mi vida…
—Préstemela —dijo el detective, y envolvió la polaroid en una servilleta en la que garrapateó una nota: “¿Lo conoce?” Luego se la pasó a un mesero para que la hiciera llegar al escenario junto con las peticiones de
El rey y No volveré.
—¿Qué carajo le está haciendo a mi mujer?
—Le mando un recuerdo, usted ya lo vio.
En el escenario, la Viuda Negra anunciaba muy formal que como siempre trataría de complacer las peticiones del público, claro está, dentro del respeto al repertorio y a la profesionalidad, porque, como les iba a decir, no se cantan canciones que no tienen el arreglo puesto, claro… Y los mariachis se lanzaron con La cama de piedra.
Manolete se las agenció para conseguir mientras tanto un tequila doble. Se emborrachaba adquiriendo la apariencia de un burócrata: corbata torcida, pelo grasiento, escaso y sudoroso, ojos vidriosos, mirada turbia.
La Viuda Negra agradeció los aplausos que Héctor pensaba eran bastante merecidos y tomó los papelitos que le tendía el mesero. Contempló la foto polaroid y buscó a Héctor con la mirada. Luego la tiró al suelo.
—¿Vio lo que le está haciendo? No le gusta cantar cuando se pone nerviosa —dijo el consorte de la cantante.
—No sabe cómo lo siento, porque me gusta como canta —respondió Belascoarán.
—Ya no esté chingando —dijo Manolete tratando de golpear a Héctor con un recto a la mandíbula muy lento y muy telegrafiado. El detective se hizo a un lado y dejó que el impulso llevara a Manolete hasta el suelo. Luego salió del cabaret como quien sale de una de las peores películas de Juan Orol.