¿Era una copia? Se preguntó una y otra vez en el viaje de retorno. ¿Si lo tenía Irales eso quería decir que la Viuda Negra ya se lo había vendido?
Envió un telegrama a Justo en cuanto llegó al hotel:
Irales tiene un pectoral. Dice que es una copia. Yo no distingo. Mándame a Cristóbal de Olid para que eche una mano. Héctor.
Dio vueltas por el cuarto sin saber qué hacer. ¿Era estar en Madrid lo que lo paralizaba? ¿El no saber un carajo de joyas arqueológicas aztecas?
Salió al balcón a fumar y a ver la nieve. La patada del frío lo hacía regresar por la gabardina cuando vio a la vecina pelirroja trepada en el barandal de su terraza en equilibrio.
—¡Espera! —alcanzó a decir Héctor, pero quizá la muchacha sólo estaba esperando a tener un testigo, y dio un paso al vacío. La imagen de la mujer con el pelo revuelto, movido por el aire helado, los brazos separados, como un ángel o un trapecista, el camisón blanco, se le quedó fijada. Tuvo que frotarse y quitarse una lágrima en el ojo bueno antes de poder mirar hacia abajo. Estaban en un segundo piso, y el ruido metálico del impacto anticipó lo que había pasado. Ella se había estrellado contra la cajuela de un ford.
—¿Hay algún médico en el hotel? —preguntó gritando al pasar al lado de un Luis Méndez que se mordía las guías del bigote mientras resolvía crucigramas.
—Una mexicana en el primer piso, la doctora Garnett. ¿Qué coño pasa?
Pero Héctor ya estaba en la calle. La muchacha estaba encajada entre dos automóviles, y se movía. La pierna derecha estaba en una posición muy extraña, seguro rota, y había sangre en el camisón. Héctor no se atrevió a tocarla.
Méndez apareció en la puerta del hotel.
—Ahí viene la mexicana. ¿Qué más hago?
—Llama a una ambulancia.
Un grupo de juerguistas que salían del tablado flamenco de la esquina se acercaron palmeando, hasta que la visión del detective arrodillado al lado de la muchacha los detuvo.
Respiraba. Héctor le levantó la cabeza con cuidado.
—Yo sólo soy pasante de medicina —dijo a su lado una muchacha de pelo corto en pijama de franela.
—Yo ni eso.
—¿La asaltaron?
—No, se tiró del segundo.
La casi médica mexicana lo hizo a un lado. Cuidadosamente buscó el origen de la sangre que manchaba el camisón.
—Tiene una herida en el brazo. ¿Tienes una corbata?
Héctor negó y salió corriendo hacia el interior del hotel. Luego se detuvo, se acercó a uno de los mirones y le pidió la corbata con un gesto.
—Ya viene la ambulancia —dijo el recepcionista.
—Vaya mierda —dijo Héctor.
Un par de horas después, en la Unidad de Vigilancia Intensiva de un sanatorio al que no sabría llegar si tuviera que hacerlo solo, sentado en un sillón gris, Héctor se preguntaba por qué había esperado para verlo antes de tirarse. ¿Cuánto tiempo llevaba subida al barandal del balcón esperándolo la muchachita pelirroja?