XXVII

CHURROS CON CHOCOLATE

No podía dormir en aquella noche de ángeles pelirrojos en vuelos mortales, de inexplicables retiradas de la vida. Por lo tanto terminó frente a la casa de la Viuda haciendo guardia. Contemplando las ventanas iluminadas, la sombra de Manolete que se perfilaba sobre las cortinas dando paseos y fumando; gesticulando.

Amanecía en el Manzanares, en medio de un frío matador, helado, que no podía enfrentar por más que exhalara vaho, se frotara las manos, o caminara golpeando los pies contra el asfalto.

Un automóvil sin luces se detuvo a unos metros de Héctor. El detective pudo ver la antena y los faros del techo apagados. Una patrulla policiaca. Una pareja de policías municipales madrileños descendió del coche. Hacían un par extraño: una mujer joven rubia de pelo ensortijado que le salía por los bordes de la gorra de plato azul y un hombre de unos cincuenta años, calvo, que llevaba la mano molestamente cerca de la empuñadura del revólver.

—¿Qué coño es esto? ¿Qué anda haciendo usted por ahí dando vueltas a mitad de una noche como ésta? Si se va a morir… —dijo ella, que contra lo que las apariencias podrían anticipar iba de dura.

Héctor optó por la sinceridad:

—Agente, es un secreto mexicano. No puedo decir nada sin previa autorización del Museo de Antropología en México. Lo lamento, señorita policía y señor policía que la acompaña.

La pareja siguió acercándose mientras intercambiaban una mirada más de desconcierto que de complicidad.

—¿De qué va el loco éste? ¿Va en serio o de coña? —preguntó el policía.

—¿Podría repetir otra vez la historia? —le preguntó la mujer policía.

—Estoy en misión secreta, vigilando el pectoral de Moctezuma, propiedad de México y los mexicanos —dijo Héctor convencido de que se estaba metiendo en un lío y riéndose un poco de sí mismo por ello.

La mujer policía puso cara de desesperación y con un gesto le indicó al detective que se pusiera de espaldas contra la pared, y como se llevó la otra mano hacia el revólver, Héctor obedeció. Las manos del calvo lo recorrieron rápidamente. No le costó mucho trabajo encontrar el martillo que Héctor había sacado nuevamente a pasear por si las moscas.

—¿Y esto?

—¿Puedo fumar?

El municipal asintió.

Héctor comenzó entonces a explicarles la historia con calma y detalle: pectoral, pieza de ornato y protección… Moctezuma, emperador azteca en el momento.… Imágenes de la invasión… Tenochtitlan, la Malinche trabajando de traductora, Bernal Díaz, el lago, las piraguas, y era nuestro futuro una red llena de agujeros. Alvarado, el malvado. Museo de Antropología. Año de Hidalgo. Verbo carrancear… Tradiciones de ex presidentes, cantantes de ranchero, canciones rancheras… Madrid, navajeros, martillo.

Los rostros de los dos polis sólo reflejaban lo que a juicio de Héctor era un profundo desconocimiento de la historia de México; pero había una media sonrisa de comprensión, o eso quiso ver. Y hablando de canciones rancheras, comenzó a oírse desde la ventana del departamento La cama de piedra, cantada a todo volumen. La Viuda Negra ensayaba con las ventanas abiertas.

Héctor señaló la ventana, como mostrando que después de todo las extrañas cosas que les estaba diciendo eran reales. Que si se podía oír a las tres de la madrugada en Madrid La cama de piedra, bien podía formar parte del territorio de lo realmente existente el pectoral de oro de Moctezuma. Los policías parecieron convencerse ante un argumento así.

—¿Tú le crees, Mariano?

—Yo estoy seguro de que el pectoral ése existe. Alguna vez lo oí en televisión… Pero qué cosas, ¿eh? —dijo el municipal dándole una palmada en la espalda a Héctor.

Y acto seguido, como terminaban la ronda y el frío estaba que pelaba, lo invitaron a tomar unos churros con chocolate.