XXVIII

ELLA DE NIÑA, CANTABA ÓPERA

En la puerta del hotel, que parecía pensión, de la Gran Vía lo estaba esperando el también insomne encargado de noche Luis Méndez, con un telegrama en las manos.

—Joder, lo del pectoral se va calentando, ¿eh?

Héctor leyó:

Llego mañana, Iberia 915. Justo. ¿Me acompañas en la conferencia de prensa?

—¿Sabe algo nuevo de la muchacha ésa?

—¿La que se tiró del balcón? Es canadiense. Dijo el poli que registró que no tenía dinero. La gente se mata por eso, porque no tiene dinero. Vaya planeta —dijo filosófico el Méndez.

Belascoarán se fue a dormir.

Lo sacaron del sueño unos suaves golpes en la puerta del cuarto. El frío lo había hecho dormirse vestido, con una manta encima de su uniforme de gabardina con forro de borrega. Buscó tanteando una pistola, un tenedor, un martillo de jodida, y luego con las manos vacías avanzó hacia la puerta.

La Viuda Negra en persona y vestida de chinaca, con botones plateados y todo, lo miraba.

Héctor contempló la luz grisácea que entraba por la ventana. Hora de amanecer. Era Madrid y no el DF la ciudad. Reptó hacia la cama y se dejó caer en ella cubriéndose con la manta hasta la barbilla.

Trató de abrir el ojo sano que insistía en pegarse pestaña a pestaña dejándole una ranurita y la consecuente cara de chino tuerto… La mujer miraba fijamente la cicatriz que cruzaba la mejilla y la cuenca vacía del ojo muerto. Héctor, consciente de que se estaba poniendo nerviosa, buscó el parche bajo la almohada, lo encontró y se lo puso.

—Yo tomé clases de canto de niña. No soy improvisada, allá en Pachuca teníamos nuestra cultura —la mujer se dejó caer sobre una esquina de la cama, buscó nerviosa sus cigarrillos en la chaquetilla negra—. Claro, estudiábamos ópera, bel canto. Muy superior a la canción vernácula, pero eso les gusta a ellos, ¿sabe?

Ellos. ¿Quiénes serían los ellos de la Viuda Negra?

—Yo extraño el reloj de la plaza de Pachuca, y extraño rete harto el mole poblano; aquí en Madrid nadie sabe hacerlo, ni la más pinche idea tienen de esos platos finos de la cocina mexicana. Venado con guacamole… Cecina roja y negra y tacos de huitlacoche.

—Supongo que hoy en la noche se hará la conferencia de prensa, el subdirector del museo está por llegar a Madrid. Si yo fuera usted devolvía el pectoral ése. Es un negocio que le va a salir mal.

—¿De qué está hablando?

—De nada —respondió Héctor dándose la vuelta en la cama y abrazando la almohada.

Después de un instante giró la cabeza. La mujer todavía seguía ahí: de pie a mitad de la habitación, con su maravilloso e incongruente vestido negro de falda recta y cubierto de bordados y botones de plata, como si estuviera esperando.

—Manolete pierde mucho dinero. No gana desde hace mucho.

—¿Y entonces?

—Si se anuncia que la pieza ha sido robada, pagan el doble.

—También se puede ir a la cárcel por robar piezas arqueológicas y pasarse el doble de años por pendeja. ¿No le da vergüenza? ¿Usted cree que cantar canciones rancheras la vuelve impune? Esa pieza es de todos, no es suya, ni del mamón del ex que se la robó…

—Yo no la tengo…

—Pero…

—Pero sé quién la tiene.

—¿Y entonces?

—¿Podría hablar con el subdirector del museo antes de que se hiciera esa conferencia de prensa?

—Supongo que sí…

La mujer dudó. ¿Iría a ponerse a cantar?

—¿Y ahora me voy o me quedo otro ratito? Podríamos platicar. Desayunar al rato unos huevos rancheros.

Era patética. No porque la vejez o la madurez la hubieran atrapado. El ojo sano de Héctor, muy ecuánime, decidió que tenía un cuerpo que envidiarían muchas de las quinceañeras con las que alternaba en sus clases de merengue. Patética porque flotaba en la nada, no tenía dónde asirse; era una más de las mexicanas que se habían perdido en la nada en aquellos últimos años. Vicios de la modernidad.

—Le agradezco el honor que me hace, señora, de ofrecerme compañía, pero yo soy de otra generación, en las mañanas desayuno un refresco y una bolsa de papas fritas y hago ejercicios de concentración budista y leo a Amado Nervo.

Ella pareció no oír la respuesta y mecánicamente se dirigió a la puerta del cuarto, pero al tomar el pomo de la puerta se giro y recitó:

Semejas esculpida en el más fino
hielo de cumbre sonrojado al beso
de sol, y tienes ánimo travieso,
eres embriagadora como el vino.

Héctor le dedicó una amplia sonrisa como apreciando el detalle y ella se fue muy ufana, sin que el detective la corrigiera informándole que la cuarteta era de Díaz Mirón y no de Amado Nervo.