Mirar a la pelirroja cubierta de vendas y sondas le hacía revivir nostalgias mexicanas. ¿Por qué lo desvalido se asociaba con México? ¿Por qué no aceptaba que la muerte era también patrimonio español, y que por tanto podía estar en Madrid viendo a una jovencita canadiense que se había tirado de una ventana porque tenía poco dinero? ¿Para qué quería la plata? ¿No tenía posibilidad de sacarla de ningún lado?
De cualquier manera las preguntas se quedarían por ahí, porque no lo dejaron acercarse a la cama y sólo pudo verla de lejos. El cuerpo de granaderos mexicano bien pudiera auxiliarse de las enfermeras españolas.
De regreso al hotel, Justo lo esperaba en el pequeño restaurante de la planta baja tomándose unos cuernitos repletos de mantequilla y mermelada de naranja. Era como un buda alto y complacido.
—Los vi en televisión —dijo Luis Méndez sentándose a la mesa y sirviéndose un cuernito, llamado por aquellos lares croissant (recordó Héctor) y poniéndose a rellenarlo de mantequilla y mermelada.
—¿Usted no está en el turno de noche? Se aparece a todas horas.
—Ahora estoy libre, ¿no ves que estoy desayunando?, joder.
—Belascoarán, no irrites a nuestro eficiente portero de noche —dijo Justo con la boca llena.
—¿Y qué, ya apareció el pectoral? —preguntó Méndez también con la boca llena.
—No, pero ya mero. En unos instantes. Es cosa de horas, amigo —respondió Justo.
—Por cierto, los está esperando un chofer.
Héctor miró hacia la puerta del restaurante y reconoció al personaje, el chofer de la Viuda Negra y Manolete.
—Parece que atinaste, mano, creo que tenemos una entrevista —le dijo a Justo.