I

Sólo hay esperanza en la acción.

—J. P. SARTRE

 

 

—Otra más, jefe —dijo Belascoarán Shayne.

Se había escurrido hasta la barra y había anclado los codos en ella desde hacía media hora. Allí, con la vista asida a ninguna parte, había dejado deslizar el tiempo interrumpiendo el trajinar ideológico con breves órdenes al cantinero. El Faro del Fin del Mundo, cantina de postín, estaba situada en el viejo casco de la ciudad feudal de Azcapotzalco, en lo que alguna vez había sido “las afueras”, y hoy era un centro fabril más, con pintorescos pedazos de hacienda, panteones, iglesias de pueblo y una monstruosa refinería, orgullo de la tecnología de los cincuenta.

Apuró la coca cola con limón, y recibió el nuevo vaso. Había estado tirando el ron al suelo aserrinado de la cantina y sirviéndose la coca cola en el vaso vacío, para luego añadirle un toque ácido con el limón. Esas cubas libres para niño que ingería, y que constituían su bebida única desde hacía media hora, impedían que se encontrara avergonzado de no consumir licor en una cantina. Incluso hacían que se sintiera divertido con el subterfugio.

A su alrededor, una banda de pueblo se emborrachaba inmisericordemente con mezcal y tequila. Habían venido a buscar trabajo sin encontrarlo, y estaban celebrando su desventura. Entre ronda y ronda y ronda, tocaban viejas canciones, sazonándolas con trombones asmáticos y trompetas que sonaban a metales viejos.

El estruendo crecía.

Pidió otra cuba libre y repitió el proceso de arrojar el ron al piso. “Con ésta van siete” —se dijo. No sabía a ciencia cierta si estaba muerto de sed cuando entró a la cantina, o simplemente había decidido acompañar la borrachera de los músicos de pueblo. El caso es que sus cubas libres ficticias, en aquel ambiente, comenzaban a producir un efecto sicológico.

—¿Don Belascoarán? —inquirió una voz ronca en medio del bullicio. Empinó el vaso y abandonó la barra siguiendo al hombre ronco. Caminaron sorteando músicos borrachos, prostitutas y obreros de la refinería que iniciaban el sabadazo; llegaron hasta la mesa solitaria que existía al fondo de todas las cantinas y que permanecía siempre solitaria como esperando que Pedro Infante vestido de charro la hiciera suya. El nuevo personaje se dejó caer en la silla y esperó a que Héctor hiciera lo mismo, luego se despojó del sombrero tejano y lo depositó en la silla.

—Traigo una comisión para usted. —Tenía unos cincuenta años, la cara curtida por el sol ostentaba una cicatriz de cuatro o cinco centímetros que le cruzaba la frente; mirada profunda, ojos grises en una cara noble y dura.

Héctor asintió.

—Pero antes, tengo que contarle una historia. Historia vieja es; comienza donde los libros terminaron, en la hacienda de Chinameca, con el cuerpo de Emiliano Zapata allí tendido, comido por las moscas… El cuerpo del que pensaban era Emiliano.

Hizo una pausa y apuró el tequila añejo.

—Pero Emiliano no fue a la hacienda, conocía a los enemigos y no les confiaba ni tantito, mandó a un compadre suyo que le insistió mucho. Pa’ que se le quitara lo jodón. Ése fue el que murió baleado. Emiliano se escondió, y vio cómo la Revolución se moría… Ahora no lo hubiera hecho, pero entonces, tenía quemada la confianza… Ya no creía, ya no quería seguir… Por eso se escondió. En 1926 conoció a un joven de Nicaragua. Se encontraron trabajando en Tampico, en la Huasteca Petroleum Company. Emiliano era un hombre silencioso. No tenía lengua, la Revolución le había cortado las ganas de decir palabras, de hablar. Había cumplido cuarenta y siete años contra veintiocho del joven de Nicaragua que se llamaba Sandino. Pelearon juntos allá contra los gringos… Pelearon bien. Los trajeron jodidos un buen chingo de años. Si usted se fija, puede verlo allá, siempre en una esquinita de las fotos, como no queriendo hacerse notar, como si él no estuviera allí… Pero a las horas de los cabronazos estaba allí y estaba bien puesto. Aprendió de la Revolución, y juntó lo que había aprendido en México con lo que supo en Nicaragua. Pero Nicaragua también se acabó y Sandino quedó muerto. Las fotos quedaron allí para la historia… Por eso Emiliano regresó a México y se metió en una cueva para morirse de hambre, solo.

“Pero el pueblo le dio de comer, y así fue pasando el tiempo. Y cuando se levantó Rubén Jaramillo, don Emiliano le daba consejos. Se veían en la cueva, allí pasaban las horas… Y a Jaramillo lo asesinaron. Y don Emiliano visitó la tumba y volvió a esconderse en la cueva…

“Y ahí sigue… Ahí sigue.”

El bullicio entró en la burbuja de silencio donde Belascoarán y el hombre de la cicatriz habían permanecido. La orquesta de pueblo, disminuida en tres miembros que reposaban la borrachera bajo las mesas, entraban en firme con un bolero lacrimoso en que abundaban los dolientes instrumentos de viento. Y cuanto más avanzaba la música, más serias se iban poniendo las caras, más ganaban al auditorio, compuesto en aquella hora por una docena y media de parroquianos, en su enorme mayoría trabajadores de una pequeña fundidora de la esquina. Hasta los jugadores de dominó dejaron de arrastrar las fichas y las deslizaban suavemente sobre el mármol.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó Belascoarán Shayne, de oficio detective, hijo de una ciudad en la que Zapata nunca había podido escapar del vacío de los monumentos, del helado metal de las estatuas. De una ciudad donde el sol de Morelos no había podido romper las lluvias de septiembre—. ¿Qué quiere de mí? —preguntó Belascoarán deseando creer todo, deseando ver a aquel Zapata que tendría ahora noventa y siete años entrar galopando sobre un caballo blanco por el Periférico, llenando de balas el viento.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó.

—Que lo encuentre —dijo el hombre de la cicatriz, y sacó una bolsa de cuero que depositó suavemente sobre la mesa.

Héctor adivinó las monedas de oro, los viejos doblones, la plata del Imperio. No tomó la bolsa y evitó mirarla. Encariñado con la historia, trataba de convertirla en una alucinación más. En una de sus tantas y mexicanísimas alucinaciones.

—Supongamos que todo lo que usted me ha contado es mentira.

—Demuéstremelo. Traiga pruebas —respondió el hombre de la cicatriz y se levantó de la mesa. Apuró ya en pie el tequila y avanzó hacia la salida.

—Nomás espéreme tantito —dijo Héctor a una puerta de vaivén que se quedó oscilando. La orquesta pueblerina terminó el bolero y se lanzó hacia la barra de la cantina.

—¡Que chingue su madre La Quina! —dijo un petrolero que jugaba dominó.

—¡Que la chingue! —contestaron a coro otros tres que bebían brandy en la barra.

Héctor tomó la bolsa, la puso en el bolsillo interior de la gabardina y salió a la calle. Un chaparrón cerrado que apenas dejaba ver a cinco metros le golpeó la cara, le mojó el pelo, le llenó los ojos de lluvia.

—Puta madre —musitó—. Encontrar a don Emiliano.

El ruido de la lluvia ahogó el ruido de El Faro del Fin del Mundo. Salió caminando sorteando los charcos, evadiendo las cascadas que caían de las canaletas de los edificios, huyendo, burlando, escapando de la tormenta.

En la cabeza traía el sol del estado de Morales, el sol de Zapata.

 

El taxi se detuvo frente a la agencia funeraria. Las luces de neón amarillento iluminaban la calle y creaban un nicho luminoso en el que se depositaba la Agencia Herrera. La tormenta había amainado en aquella parte de la ciudad, aunque sus huellas resplandecían en los charcos saturados de reflejos. Un par de ancianos salían cuando Héctor entraba y trató de recoger algunas palabras claras en los susurros que seguían a los viejos como una cauda. En el patio dos coches fúnebres y una camioneta de una florería que desembarcaba coronas mortuorias.

—¿La sala tres? —preguntó a la recepcionista.

Siguió un par de flechas colocadas sobre pedestales metálicos para ir a dar a un salón iluminado con una luz amarillenta, donde un ataúd gris metálico, colocado sobre una gran mesa de mármol dominaba la sala aun sin quererlo, porque los presentes se habían acostumbrado a la ausencia que representaba, y hacían vida sin él.

De una sola ojeada recorrió el lugar. En la esquina opuesta a la entrada, sus tías vestidas de negro cuchicheaban. Elisa, de espaldas al ataúd, solitaria, pegada a un ventanal por el que entraba la noche, contemplaba las últimas gotas de la tormenta deslizarse por el vidrio. Carlos, su hermano permanecía sentado cerca de la entrada con la cabeza entre las manos; dos sillas más allá, la sirvienta y el jardinero de la casa de Coyoacán, de riguroso traje negro. Ante el ataúd, el abogado de la familia conversaba con el encargado de la agencia en voz tenue.

Caminó hacia el féretro en medio del silencio. Levantó la tapa y miró por última vez a su madre. La cara serena, el gesto dulce como no lo había tenido en los últimos años, el pelo gris recogido en la nuca, una mantilla española, recuerdo de aquellos años terribles, regalo de su padre, le cubría la cabeza.

—Hasta luego mamá —susurró.

Y ahora ¿qué se hace? Se llora por una mujer que es la madre de uno. Se recuerdan los momentos de cercanía, el amor. Se busca en el inconsciente, en la memoria vertebral, los días de la infancia, ¿se recorren los juegos? ¿Se esconden los malos momentos, los enfrentamientos, los regaños, la distancia enorme de los últimos años?

¿Se llora?

¿Se llora aunque sea un poco, se sacuden los sentimientos hasta que salgan las lágrimas?

O dice uno: hasta luego, da la vuelta y se va.

Y eso hizo. Cerró la tapa y salió caminando.

En el patio, mientras contemplaba la descarga de las flores del camión y encendía un cigarrillo, un par de lágrimas mancharon los ojos.

Elisa, su hermana, llegó hasta él y lo tomó del brazo. Permanecieron en silencio, sin mirarse, sin mirar a ningún lado.

Luego se sentaron en los escalones por los que la sala dos daba al patio central de la agencia funeraria. Había dejado de llover.

—El pendejo ése, abogado, quiere citarnos en su despacho mañana a las seis de la tarde, a los tres hermanos —dijo Carlos que se acercó a ellos encendiendo un cigarrillo.

—¿Fue igual cuando murió papá? —preguntó después de una pausa.

—¿No te acuerdas? —respondió Elisa.

—Qué, debería tener como seis años, ¿no?

—Más o menos… Fue peor, mucho peor. Él estaba mucho más cerca de nosotros, además éramos más chicos. Fue diferente —dijo Héctor.

—Ahora la muerte es diferente —dijo Elisa.

Héctor sintió cómo la mano que rodeaba su brazo se apretaba en torno de él.

Hasta luego mamá, pensó. Ya no más angustia del tiempo que se escapa, ya no más noches solitarias en la casa enorme y vacía de tu hombre, ya no más añoranzas de las canciones, ya no más fotos contempladas con nostalgia de cuando cantaban para los internacionales, de cuando cantabas en Nueva York folklore de tu tierra, ya no más ojos en el espejo mirando el pelo gris que algún día fue rojo brillante. Ya no más hijos incomprensibles y descarriados. La vida se jugó, fue toda tuya. Valió la pena.

¿Valió la pena?

—Mierda, la muerte. Mierda la gente que se muera así —dijo.

 

Se dejó caer sobre la cama deshecha. Deshecha de ayer y de anteayer, deshecha de mañana y de varios días más, hasta que el asco le impusiera la pequeña disciplina de arreglarla, de poner sábana contra sábana, de combatir las arrugas que a esas alturas se habrían vuelto inderrotables, de golpear la almohada hasta quitarle las rocas que, quién sabe gracias a qué misterioso artilugio, se habían depositado en su interior, de sacudir el polvo vetusto de la manta oaxaqueña, el único lujo permitido, la única concesión a la estética en el pequeño cuarto de paredes vacías y muebles pelones.

Colocó las manos en la sien y frotó con las yemas de los dedos la cabeza adolorida. Titubeó, se levantó, caminó perezosamente, como se camina cuando dos ideas contradictorias comparten el espacio cerebral, hasta la gabardina arrojada en un rincón. “Tírela como la tire siempre queda como un guiñapo”, pensó mirando aquella prenda insustituible, amiga. Sacó del bolsillo interior el arrugado sobre que lo había acompañado a lo largo del día, que había ganado en los paseos, en la tormenta, en los abrazos de sus hermanos, nuevas muescas. Lo observó con cuidado. La dirección de la oficina escrita con una letra regular y redonda, los timbres italianos mostraban en sepia las ruinas del Coliseo. Un diseño modernista en un timbre de entrega inmediata un poco más alargado hablaba de la premura final, del deseo de que la carta pasara de mano a mano eliminando horas.

La sopesó, la abrió lentamente, y se dejó caer de nuevo en la cama.

Inicio con la esperanza de poder explicarte qué estoy haciendo aquí, y antes de haber logrado escribir la primera línea, sé que nunca nunca nunca nunca nunca podré explicar nada. ¡Como si hubiera algo que explicar! Me convenzo de que las fugas no tienen destino final, sino tan sólo lugar de origen. ¿De qué te escapas? ¿De qué me escapo? Pero cuando una se escapa de sí misma, no hay adonde ir, no hay lugar seguro, no hay escondite. El espejo termina por revelar la presencia de aquella de quien huyes, a tu lado.

Te preguntarás qué estoy haciendo, cómo consumo las horas. Ni yo misma podría decírtelo. A veces una impresión, una persona, una copa de chianti, un plato de ternera con pimientos rojos, una visión del mar, me dejan una pequeña huella. Por lo demás, no soy capaz de recontar mis horas. Tan parecidas, tan diferentes, tan sin sentido son. Se van, vuelan. El enemigo debe estar haciendo algo con ellas.

Duermo mucho.

Duermo sola.

Casi siempre.

Mierda, tenía que confesarlo.

Camino como loca. Loca. Eso debe ser.

Te amo te amoamoteamo mo mo mo.

¿Aún a la caza de estranguladores?

¿Cómo decía aquella estatua del Pípila en Guanajuato?:

“Aún quedan muchas alhóndigas por quemar.” ¿Era así?

Mándame la cita textual. Exacta, si es possible con la foto del Pípila.

Mándame un mapa del DF. Señala las calles que recorrimos, los parques, las rutas de autobuses. Mándame un boleto de camión, una foto de mi coche de carreras. Una foto tuya tomada en San Juan de Letrán.

Al filo de las cinco de la tarde, caminando, como la de aquel día.

Pronto me aburriré de estar huyendo de mí misma y nos veremos de nuevo.

Dime si me esperas.

¿Me esperas?

Yo

La leyó de nuevo, de cabo a rabo, línea a línea. Luego pasó a ver la foto, el boleto de autobús italiano, el mapa de Venecia, el recorte de periódico, el beso impreso en lápiz labial en una servilleta.

Regresó a la foto: Una muchacha solitaria en una calle solitaria. Un vendedor de frutas a lo lejos creaba una referencia humana. Vestía de negro, un traje largo de cuello cerrado, con amplios vuelos la falda descubriendo unas botas negras que tenían incrustaciones de colores en el cuero, en la mano derecha un periódico doblado; un clavel de tallo largo en la otra. Los tres cuartos de perfil coronados por una cola de caballo que remataba una cabeza en la que resplandecía una sonrisa.

Tras dudarlo, tomó la foto y la colocó pegada a la base de uno de los cristales de la ventana aprovechando un pequeño intersticio.

La foto le sonrió desde allí, y Héctor Belascoarán Shayne, de oficio detective, rompió el ceño fruncido, la cara de piedra que le había acompañado todo el día y esbozó una sonrisa.

La vida proseguía.

Caminó hasta la cocina, encendió la radio barata que perdía la onda de vez en cuando y puso a calentar el aceite en un sartén para hacerse un bistec a la mexicana.

Mientras picaba el jitomate y la cebolla, mientras buscaba en el fondo del refrigerador los chiles y salaba y llenaba de pimienta la carne, ordenó la vida.

Era una gran broma. Ser detective en México era una broma. No se podía equiparar a las imágenes creadas y recreadas. Ningún modelo operaba. Era una jodida broma, pero cuando en seis meses había logrado que lo intentaran matar seis veces, cuando la piel tenía las huellas de cada uno de los atentados, cuando había ganado un concurso de televisión, cuando había días en que se hacía una pequeña cola (bueno, será menos, cuando mucho dos gentes al mismo tiempo) en el despacho, sobre todo cuando había logrado descifrar el (suenan fanfarrias) enigma del fraude en la construcción de la basílica, cuando había resuelto el (fanfarrias y dianas) penoso caso del asesinato del portero del Jalisco; incluso, cuando había logrado supervivir aquellos meses, y tomárselo todo tan en serio, y tan en broma, pero sobre todo, tan en serio, entonces, y sólo entonces, la broma dejaba de ser un fenómeno particular y se integraba al país.

Quizá lo único que el país mismo no le perdonaba era que se tomara su propia broma en serio.

Maldita soledad.

“Maldita soledad”, repitió en palabras nunca dichas, y apagó la lumbre.

Y mientras todo esto pasaba, y pasaba, y dejaba de pasar, el Ejército había sacado a tiros a campesinos hambrientos que habían invadido el rancho frutal de un ex presidente en Veracruz.

Mamá no debería haberse muerto.

Yo no debería seguir jugando a los indias y a los vaqueros.

Y sin embargo, era la única forma de depositarse en la vida, de ponerse en el sartén como aquel bistec que poco a poco iba cambiando de color.

¿Seguiría vivo don Emiliano?

Y aun así,

Nosotros,
que desde
que nos vimos
amándonos estamos…
Nosotros
que del
amor hicimos
un sol maravilloso
romance…

dijo la radio, a la que le prestó atención por un instante.

Aun así, toda esta soledad, toda esta broma, seguía siendo mejor que el maratón tras el coche nuevo cada año, la vida a cuentagotas, la seguridad clasemediera, los conciertos de la sinfónica, la corbata, las relaciones de cartón, la cama acartonada, el sexo acartonado, la esposa, la señora, los futuros niños, el ascenso, el sueldo, la carrera, de los que algún día había huido persiguiendo a un estrangulador que a fin de cuentas también estaba dentro de sí mismo.

¿Estaría vivo don Emiliano?

Se quemó la mano al sacar el sartén de la lumbre.

Mamá no debería haberse muerto.

La muchacha de la cola de caballo sonreía desde la ventana.

Carajo, y a eso llamaba ordenar la cabeza.

Nosotros, que nos queremos tanto,
debemos separarnos
no me preguntes
maaás.
No es falta
de cariño…

dijo la radio.

Y Héctor Belascoarán Shayne le sacó la lengua, para después quedarse mirando suavemente un bistec a la mexicana servido en la mesa de la cocina.

El elevador tartamudeó ascendiendo hasta su destino, Héctor llevó consigo el brillo del sol resplandeciente de la calle hasta el descansillo atiborrado de una semiluz azulosa. Caminó hasta la puerta de la oficina, y culminó el ritual deteniéndose enfrente de la placa metálica:

BELASCOARÁN SHAYNE: Detective
GOMEZ LETRAS: Plomero
“GALLO” VILLARREAL: Experto en drenaje profundo
CARLOS VARGAS: Tapicero

Era necesario contemplar la placa mañana a mañana para constatar que nada podía ser demasiado en serio. Que ningún detective de película seria compartiría el despacho con un experto en drenaje profundo, un tapicero y un plomero.

“Aquello parecía un multifamiliar”, pensó.

Y entró con una media sonrisa a la oficina, dejando atrás el chirriante vaivén de la puerta. Acarició el perchero y colgó en él la chamarra de cuero con botones de cobre. Recordó los motivos últimos por los que se había negado a ponerse un traje negro. La sonrisa se marchitó en el rostro.

El despacho había sufrido grandes cambios desde su última visita, una pila de muebles a medio tapizar, esqueletos tan sólo, reposaba en una esquina bloqueando la ventana, dos escritorios nuevos cubrían y reconstruían la geometría del lugar. Su esquina había sido, a pesar del amontonamiento, rigurosamente respetada, el escritorio comprado en la Lagunilla, las dos sillas sacadas de los cuartos de trastes viejos de los estudios de cine, tal y como pensaba que debían ser las sillas de un despacho de detectives, el viejo archivero apolillado con el barniz saltado a diestro y siniestro, el calendario de taco con siete días de retraso, el perchero, el teléfono negro de modelo anticuado.

Se dejó caer sobre la silla y tirando del cordón dejó que la persiana estruendosamente cayera filtrando y cortando en rayas duras de luz la mañana. Entrecerró los ojos.

Sobre su mesa, una nota:

LE SUPLICAMOS CONSIDERE POSIBILIDAD PONER PARED DE ENFRENTE FOTO MECHE CARREÑO ENCUERADA ESTRENANDO MONOKINI. SOMTIDO A VOTACIÓN POR LOS VECINOS DEL DESPACHO. ACLAMADORA MAYORÍA.

PD: LAMENTAMOS LA MUERTE.

PD 2: PINCHE PENDEJO ACUÉRDESE DE PONERLE SEGURO A LA PISTOLA.

GILBERTO, GALLO, CARLOS

Esbozó una sonrisa tristona, y la mirada vagó hasta el techo donde aún se observa nítidamente el agujero del plomazo de la 38. La luz cortada por la persiana daba al cuarto un aire alucinante. Tomó las cartas y revisó la correspondencia: notas del café de chinos de la esquina, una propuesta para ser entrevistado en una revista masculina, anuncios de ropa íntima para señora, un recordatorio para que renovara su suscripción a Excélsior.

Desechó todo. Nada de entrevistas. Mucho menos de suscripciones a Excélsior después de lo mierda que se había vuelto.

Limpió con la bola de papel el escritorio lleno de polvo. ¿Correría la mañana así? Suavemente, dulzona, apacible.

Sacó del bolsillo la foto de Emiliano Zapata que había recortado de una crónica ilustrada de la Revolución Mexicana, la puso frente a sí y se quedó en silencio contemplándola.

Una hora después, la colgó cerca del marco de la ventana con cuatro tachuelas robadas a la caja de herramientas del tapicero. La mirada triste de don Emiliano lo persiguió mientras daba vueltas por el cuarto.

La mirada de Emiliano Zapata traicionado.

Sacó de la chamarra la bolsa de monedas y las dejó caer sobre el escritorio gozando del repiquetear metálico, de los destellos de luz, de los cantos gastados rodando sobre la mesa.

—¿Me permite?

La mujer se apoyaba en la puerta entreabierta, a medio camino entre meterse en la vida del detective y quedar allí, como una foto de Estrellas en su hogar.

—Adelante.

Tenía unos treinta y cinco años, y vestía para estar en otro lado. Sus ajustados pantalones negros que terminaban en botas, la blusa de seda negra transparente, llena de brillos y de señuelos para pez carnívoro, más aún la redecilla negra que ordenaba el pelo. Todo resultaba incongruente con la oficina, con los muebles ajados y los útiles de plomería sobre las mesas.

—Quiero contratar sus servicios —dijo.

Hector le señaló la silla y se quedó contemplándola. La mandíbula fuerte, ojos profundos.

Una cara que en su conjunto respondía mejor a una fotografía de cachondo anuncio de jabón para baño que a un saludo abierto.

—¿Me conoce? —preguntó la mujer cruzando las piernas, poniendo sobre la mesa una bolsa negra y recorriendo el cuarto con la vista.

—No veo telenovelas —dijo Héctor sin poder separar los ojos de los senos que lo miraban bajo la blusa.

—Soy Marisa Ferrer… Y quiero que impida que mi hija se suicide… ¿Ya me admiró a gusto?

—Vistiéndose así, debería estar acostumbrada.

La mujer sonrió. Héctor jugueteó con las monedas que había sobre la mesa.

—No creí que los detectives fueran así…

—Yo tampoco —respondió Héctor—. ¿Cómo se llama la niña?

—Elena… no es niña, es una muchacha… No se deje engañar o dudaré de su habilidad.

—¿Cuántos años tiene ella?

—Dieciocho.

Una fotografía cruzó el escritorio empujada por la mano de la mujer.

—¿Su padre?

—Un dueño de una cadena de hoteles en Guadalajara. La cadena ésa de los hoteles Príncipe. Hace siete años que no se ven… Renunció a la niña cuando nos separamos.

—¿Viven juntas?

—A ratos… A veces vive con su abuela.

—¿La historia?

—Hace como quince días, se cayó desde la terraza de su cuarto, al jardín. Se rompió un brazo y se hizo algunas heridas en la cara. Yo pensé que era un accidente… Es muy atolondrada… Pero luego encontré esto…

Sacó de la bolsa negra un paquete de fotocopias, lo tendió a Héctor y antes de que él pudiera hojearlo, sacó un nuevo paquete de la bolsa: —Luego vino el segundo accidente —le tendió un montoncito de recortes de periódicos sostenidos por una liga. Parecía como si su vida entera, las acciones y los hechos que la envolvían, tuvieran que ser confirmados por la palabra escrita, por el testimonio fotográfico. ¿Una compulsión de vedette a la que le ha costado mucho trabajo subir la escalera del triunfo?, se preguntó Héctor.

Ella sacó una segunda foto, una foto de estudio de la cara de la muchacha, y por último una instantánea en la que se veían una enorme sonrisa y un brazo en cabestrillo.

—No quiero que se muera —dijo.

—Yo tampoco —respondió Héctor contemplando la foto de la adolescente con el brazo enyesado que sonreía a la cámara.

—Señor Belascoarán, lo espero mañana para la cena en la casa, así conocerá a Elena —dijo la mujer, y cerrando la conversación, sacó de la bolsa un cigarrillo americano. Lo puso en la boca y esperó que surgiera el encendedor de una mano galante, que por lo visto no estaba en la habitación.

El sol depositaba una mancha brillante en la blusa negra de la mujer.

—Acepta usted, ¿verdad?

Belascoarán Shayne, de oficio ingrato detective, le extendió unos cerillos de carterita empujándolos suavemente sobre el escritorio, como se impulsa un tren de juguete, sorteando las monedas de plata que aún estaban en la mesa.

¿Por qué esta confianza? No era un confesor, un siquiatra, ni siquiera tenía una sólida imagen paternal. Estaba cerca de los suicidas no por comprensión sino por afinidad. Tomó una decisión y clavó la foto de la muchacha con el brazo enyesado al lado de los penetrantes ojos de don Emiliano.

—¿No trae entre sus cosas su álbum de recortes? —preguntó sabiendo la respuesta.

Ella sacó de la enorme bolsa un álbum de cuero, abultado por el papel entre página y página.

—¿Tiene algo que ver?

—No lo sé, pero si usted me pone papeles en la mesa, prefiero que sean muchos que pocos, para poder sentarme a gusto a leer… ¿Qué vamos a cenar?

La mujer sonrió por primera vez, se levantó y caminó hacia la puerta.

—Es sorpresa —dijo.

Abrió la puerta. Entró la luz azulosa del pasillo. Se detuvo, se quedó un instante, detenida, como si la imagen se hubiera congelado.

—El dinero…

Héctor hizo un gesto con la mano, algo así como, dejémoslo pasar. Cuando la puerta se hubo cerrado, se enfrentó a la montaña de papeles. Mucho más fácil tratar con papeles que con seres humanos.

Caminó hasta el escondite secreto, donde se guardaban los materiales confidenciales, las notas de remisión por cobrar de Gilberto, el martillo de Carlos y las pepsicolas. Sacó un refresco y lo abrió con una navaja de bolsillo, de esas suizas que tienen diecisiete instrumentos.

Saboreó el líquido dulzón. Se quejó mentalmente del aumento del precio. No tenían madre. Todavía se acordaba de cuando costaban cuarenta y cinco centavos, y no hacía tanto tiempo.

Era su forma de mantenerse mexicano. Mexicano de todos los días, compartiendo las quejas, protestando por el alza de las tortillas, encabronándose por el aumento del pasaje en los camiones, repelando ante los noticieros infames de la televisión, quejándose de la corrupción de los policías de tránsito y los ministros. Mentando madres por la situación nacional, por el deplorable estado del gran basurero nacional, del gran estadio azteca en que habían convertido nuestro país. Aunque sólo fuera a partir de hermanarse en la queja, en el desprecio y en el orgullo, Belascoarán ganaba su derecho a seguir siendo mexicano, su posibilidad de no convertirse en una vedette, en un marciano; su oportunidad de no perder distancia con la gente. Esta conciencia social adquirida por motivos emergidos de un humanismo elemental, primitivo, de una valoración de la situación eminentemente superficial, de una conciencia política construida desde el interior del mundo personal del detective, le permitía al menos concebir México desde una perspectiva acre, desde una posición crítica, desde afuera del poder y el privilegio.

Le dedicó un gesto obsceno al responsable del aumento de los refrescos y regresó al cálido escritorio ahora lleno de papeles y monedas.

Las fotos de la muchacha sonriente y con el brazo enyesado y de don Emiliano Zapata lo contemplaron.

¿Para compartir su interpretación del aumento de las pepsicolas? ¿Para solidarizarse con la mentada de madre al ministro o simplemente para constatar el lío en que se estaba metiendo?

El teléfono sonó para crear el tercer lado del triángulo que envolvería sus próximas semanas.

—Belascoarán Shayne…

—Un momentito, por favor, le comunico con el licenciado Duelas. Una voz impersonal cedió su espacio al silencio.

—Señor Shayne…

—Belascoarán Shayne —interrumpió Héctor.

—Perdón, señor Belascoarán Shayne, pero uno tiende a obviar su impronunciable apellido vasco…

Voz melosa, engolada, rastrera.

—Haga unas gárgaras de ensayo con Belaustiguigoitia, Aurrecoechea o Errandoneogoicoechea —dijo Héctor utilizando los apellidos seudovascos que le cruzaron por la mente.

—Ji ji —dijo la voz.

—Y bien…

—Pues bien, hablo a nombre de la Cámara de Industriales de Santa Clara, Estado de México… Tenemos interés en contratarlo. ¿Se encuentran sus servicios disponibles?

—Depende señor Dueñas.

—Duelas.

—Ah, sí, Duelas… ¿licenciado?

—Exacto, licenciado… ¿Cuáles son sus condiciones?

—No lo sé… Todo depende de lo que ustedes quieran que haga.

—Le envío a nombre de la Cámara un expediente donde se precisa el carácter de sus servicios y la información básica que usted podría necesitar para trabajar… En las primeras horas de la tarde estará en su despacho… En cuanto al salario, la Cámara ofrece un adelanto de quince días correspondiente a mil pesos salariodía. Seremos generosos respecto a la paga final que usted designe en caso de que el conflicto quede satisfactoriamente resuelto… ¿Podemos contar con usted, señor Belascoarán?

Héctor tomó unos segundos para decidir, ¿decidir qué? A estas alturas de la conversación, lo que le interesaba era poner las manos en el famoso expediente.

—Envíeme el material, telefonee mañana a esta hora y tendrá mi respuesta.

—De acuerdo, encantado en haber abierto el contacto con usted.

—Un momento… ¿El expediente tiene fotos? —volteó la vista para pedir aprobación a la imagen sonriente de la muchacha del brazo enyesado, y a los taladrantes ojos de Emiliano Zapata.

—¿Fotos del cadáver?

¡Ah cañón!, conque cadáver.

—Tengo interés en que la información que me suministren tenga como anexo material gráfico que la amplíe.

—Con todo gusto, señor Belascoarán.

—Es todo, entonces —dijo Héctor y colgó.

La mano permaneció sin soltar el teléfono. ¿Qué pretendía? ¿Adónde llevaba este camino que lo conducía al pluriempleo? Sintió el dulce calor de una pequeña locura originándose en el interior de la cabeza. Repitió la máxima del viejo pirata que había sido su padre:

Cuanto más complicado, mejor; cuanto más imposible más bello.

Actuar, lanzarse al abismo. No dejar tiempo a que una absurda reflexión impidiera que el río corriera a despeñarse.

Muchacha del brazo enyesado, jefe Emiliano Zapata, cadáver desconocido. Voy a ustedes. Soy todo vuestro.

Guardó las monedas en la falsa pared, recogió la chamarra y cuando avanzaba hacia la puerta regresó hasta el teléfono. Marcó despacio el teléfono del Instituto de Investigaciones Históricas.

—La doctora Ana Carrillo, por favor… ¿Ana? ¿Podrías tenerme para la noche un informe detallado de la muerte de Emiliano Zapata, un par de libros sobre el sandinismo, con fotos si se puede, y algo sobre los levantamientos de Rubén Jaramillo?

Mientras esperaba la respuesta, tomó la nota de sus vecinos y garrapateó:

DE ACUERDO PÓSTER PREVIAMENTE CENSURADO. PISTOLA CON SEGURO. NO TOCAR NUEVA GALERÍA DE FOTOS. SUGIERO ENVIEMOS AL CONGRESO PROTESTA POR EL AUMENTO DE LOS REFRESCOS.

H. B. S.