Comieron en silencio una tortilla de patata que estaba seca, y pasearon fumando hasta el hotel. En la recepción Luis Méndez los esperaba con un paquete envuelto en papel estraza y rodeado de un cordoncito rojo por todos lados. Envoltura de momia. Justo Vasco lo recogió y subieron hasta su cuarto.
Sobre la cama, haciendo a un lado una novela policiaca de Jurgen Alberts en idioma original, Justo comenzó a desenvolver el paquete.
El pectoral de oro brillaba a la luz de los tristes focos de 60 watts de la habitación del hotel. Héctor lo contempló con la fascinación que el pequeño objeto dorado le producía. Comenzaba a encariñarse con él. Unos juerguistas cantaban bajo la ventana aquella canción que decía: “A mí, me gusta el pin pi ri bin pin pin, de la bota empinar…”
—¿Es el verdadero?
—Ajá —contestó Justo puliendo con la manga de su camisa una inexistente motita de polvo del frente del pectoral.
—¿Quién te lo mandó?
—El que nos lo había quitado. A lo mejor se asustó del martillazo que le sonaste al carro.
Héctor se dio media vuelta y salió de la habitación. Estaba dispuesto a jugar el juego, siempre y cuando alguien le avisara de quién era la pelota, dónde era el partido que se jugaba, contra quién jugaban y cuáles eran las reglas.
Tomó un taxi en la puerta del hotel y fue a dar al hospital. En la recepción le informaron que los padres habían venido a recoger a la jovencita canadiense y se la habían llevado.
Vagó toda la noche por Madrid con la negra esperanza de que alguien tratara de asaltarlo para romperle la cabeza a patadas. Extrañó su martillo. A ratos sintió que estaba paseando por el DF. En cierta manera estaba ya regresando.