Al cruzar migración, después de que les sellaron sus pasaportes tuvieron que depositar el pectoral en la cinta del detector de bombas y artefactos. Héctor contempló aterrorizado el paso y desaparición del paquete, que iba acompañado de todo tipo de lacres y sellos oficiales de las autoridades del patrimonio artístico español. Los dos policías secretos que los habían custodiado hasta allí se despidieron con un gesto.
Habían sido breves las demás despedidas. Un par de vasos de vino de Valdepeñas tomados con el conserje nocturno Méndez, una visión fugaz de Madrid en un amanecer gélido.
Se sentaron al lado de unos hippies prehistóricos holandeses que dormían en la sala internacional a la espera de un vuelo de tránsito. Héctor sin soltar el paquete azteca se acercó a una máquina de cocacolas y gastó sus doscientas últimas pesetas en monedas. Luego se dejó caer en un sillón al lado de Justo.
—¿Lo que estoy cargando es una copia? ¿Verdad? —preguntó Héctor de repente.
Justo Vasco lo contempló atentamente, luego se rió.
—¿ Cómo te diste cuenta?
—Hijo de la chingada —dijo Belascoarán Shayne, detective mexicano admirado—. Pero la que se ha quedado en España, la que tiene Irales, también es una copia… —y ahí, en ese instante Héctor musitó, como si se contara a sí mismo las conclusiones—: Le dejaron a Irales otra copia… La pieza buena nunca salió de México. La que le regaló el ex presi a la Viuda era una copia…
—¡Qué bárbaro!, si llego a saber que eras tan inteligente, contrato a otro más pendejo.
—Y a mí sólo me querías para hacerlo todo más real, para engañar a Irales.
—Más cinematográfico. Da mucho caché, da prestigio andar con un salvaje como tú, detective, con acento mexicano tuerto… Que arroja martillos a los automóviles.
—Nos jugamos al pókar una copia, Irales se la roba; pero te la paga para que no la hagas de pedo, y te entrega su copia, la que una vez me enseñó. Él se queda con la que piensa es de verdad. Ya hubo un anuncio de que había sido robada, o sea que su pieza vale un güevo en el mundo de estos pendejetes coleccionistas, y te deja la copia chafa que él había hecho. Pero resulta que el de verdad nunca salió de México, y la que tenía la Viuda era otra copia.
—Así merengues. Qué bárbaro, Sherlock, qué poder deductivo.
—¿Era de oro la copia?
—No es tan caro el oro, sobre todo para chapear.
—¿De a cómo es el cheque que andas cargando?
—Nada de cheque, cash, efectivo, treinta y ocho millones de pesetas, amigo. Tuve que dejarle dos a la Viuda por echarme una mano en el montaje.
—¿Manolete también estaba en la jugada?
—No, cómo va a ser. Sólo la Viuda. Demasiados actores estropean la obra —dijo Justo robándole al detective su lata de cocacola y dándole un largo sorbo.
—¿Y qué vas a hacer con el dinero?
—¿No supondrás que es para mí, verdad?
—Espero que no, porque si es así, primero me cobro los sustos y las desveladas rompiéndote el culo a martillazos, y luego la conferencia de prensa la voy a dar yo llegando a México y al que se le van a caer los güevos por andar traficando con piezas de arte es a ti.
—Yo soy el último de los funcionarios públicos honestos que quedan en México, amigo. El último de los mohicanos, la excepción de las reglas, el Benito Juárez de la arqueología, el llanero solitario de los museos transados. El dinero es para instalar un sistema de defensa contra incendios en el museo… Supongo que no tendrás ninguna objeción.
Héctor se quedó pensando.
—Ninguna. El que roba a un ladrón… Pero nunca jugaría pókar contigo.
—No sé jugar ni canicas, amigo —dijo Justo.