…Confieso que puedo explicar más claramente lo que rechazo que lo que quiero.
—D. COHN-BENDIT
Parecían tres niños regañados en el inmenso despacho de muebles de cuero negro, diplomas en las paredes, alfombra mullida, mesas inútiles, llenas de adornos chinos igualmente inútiles. Héctor buscó un cenicero, y al no encontrarlo, adoptó para iguales menesteres las canastas de bambú de una figura de porcelana.
—¿Qué hacemos con la casa? ¿Tú dónde vas a vivir? —preguntó Carlos con la mirada perdida en la calle, allá, seis pisos más abajo.
—No tengo ni idea —dijo Elisa.
—Esperemos a ver qué dice el mono éste y luego nos sentamos a hablar con calma —propuso Héctor.
El abogado, como llamado al conjuro, entró por una puerta disimulada en la pared, en la parte trasera del enorme escritorio de caoba.
—Señora, señores… —inició ceremonioso.
Los tres hermanos respondieron al saludo en silencio. Elisa y Héctor con un movimiento leve de cabeza, Carlos sacudiendo la mano derecha levemente como si fuera un presidente electo saludando al pueblo.
—¿Desean ustedes una lectura total de las disposiciones maternas, o simplemente un resumen básico?
Se miraron entre sí.
—Un resumen será suficiente —dijo Héctor por los tres.
—Bien, entonces… El material del que debo hacer referencia en esta informal charla, consta de una carta de su madre, legalizada ante notario dirigida a los tres, más un testamento efectuado hace un par de años.
“La carta precisa el origen de los bienes a que ustedes tienen derecho, el testamento precisa la forma del reparto. Para no alargar el asunto, les diré que su madre hace una detallada relación de la herencia que recibió de sus padres en el año 1957, cómo esta herencia fue invertida en diversas instituciones bancarias, y compañías financieras. Luego, pasa a detallar los mecanismos para tener acceso a la caja de seguridad que a su muerte debería entregarles a ustedes en nombre de su padre. Caja de seguridad que su marido le dejó en custodia, condicionada a que no fuera abierta en vida de ella… Operan en mi poder las llaves de la caja, y la carta paterna señalándolos a ustedes tres conjuntamente o por separado como los dueños del contenido de ésta. La carta de su madre, además, especifica los bienes que les cede en terrenos, y en metálico.”
Hizo una pausa.
—El testamento es muy simple. Contiene una primera cláusula optativa que anula las demás. Esta primera cláusula establece que las demás quedan sin efecto en caso de que ustedes quieran organizar la distribución de los bienes de común acuerdo. En este caso, las disposiciones maternas para la distribución de los bienes quedan anuladas, y solamente se añade una lista de personas a las que considera que ustedes deben premiar económicamente por los años que han estado al servicio de la difunta.
“Tengo que preguntarles si prefieren ustedes sujetarse al testamento en sus cláusulas donde se establece detalladamente la distribución, o se acogen a la primera cláusula… Si quieren discutirlo, o conocer la forma en que los bienes están distribuidos en la segunda parte del documento, pueden ustedes pasar a la sala…”
—No hay nada que discutir… Ahórrenos la molestia —dijo Elisa. Los dos hermanos asintieron.
—Bien… entonces, les hago entrega de la copia del testamento debidamente legalizado, del inventario de los bienes, y los mecanismos para tomar poder de ellos, de la llave de la caja de seguridad y el documento de su padre, y de la carta de su madre. Junto a ella encontrarán una nota que debe abrirse en presencia de los tres y que como se aclara en el sobre es de tipo personal.
Elisa tomó todo en las manos, rasgó el sobre que el abogado le había entregado al final.
—Ha sido abierta en presencia de los tres, supongo que esto cumple la petición de mi madre…
El abogado asintió.
Los hermanos se pusieron en pie.
Encontraba un enorme placer en observar la minúscula punta, brasa rojiza, del cigarrillo en medio de la oscuridad total. Sin embargo, el no ver el humo le hacía sentir como si no fumara. Se dolía de la pérdida de sensibilidad en la laringe y la garganta, atascadas de la impresión rutinaria del vicio. Volvía a preguntarse, si no sería mejor de una vez por todas dejar de fumar, si no merecía la pena olvidar y dejar enterradas para siempre las bronquitis una vez al año, los amaneceres con sabor a cobre entre los dientes, la angustia de no tener tabaco en medio de la noche. Se lo preguntaba, y contestaba negativamente. Volvía a la brasa solitaria en el enorme cuarto oscurecido.
Escuchó los pasos de sus hermanos y sintió el click con el que la luz se encendió. Previsoramente había cerrado los ojos y cuando los abrió, el cuarto se encontraba inundado de luz.
—¿Seguro que no quieres cenar? —preguntó Elisa.
—No, tengo enfrente un montón de trabajo… ¿Podrían ustedes hacer un poco de claridad en este lío?
—No hay mucho que arreglar, las notas del burócrata ése son claras. Tenemos como millón y medio de pesos…
—Puta madre, qué asco —dijo Héctor.
—¿No espanta? —preguntó Elisa.
Se había tirado en la alfombra, y estaba comiendo un par de huevos con jamón.
—¿Y qué vamos a hacer con ellos?
—Dan ganas de quemar el dinero… Olvidar que lo tenemos y quemarlo. Yo estaba muy tranquilo sin dinero —dijo Carlos.
—Igual yo —dijo Héctor.
—A mí lo mismo —remató Elisa.
—Pero no nos vamos a atrever… Seguro que si dejamos pasar la noche, vamos a encontrar una buena docena de ideas de cómo usarlo.
—Seguro —dijo Héctor.
—Yo no termino de creerlo, lo más seguro es que si mañana volvemos a sentarnos a hablar de esto, voy a seguir pensando que es una broma —dijo Elisa.
—Es que… —inició Carlos.
—Al diablo ese dinero —siguió Héctor.
—Porque si lo quemamos… —deslizó Elisa.
—…no se puede tener tanto dinero. El dinero corrompe porque… —prosiguió Carlos.
Coincidía con el Eclesiastés, en que hay un tiempo para sembrar y un tiempo para recoger lo sembrado, uno para arrojar y otro para tomar: y en la noche negra que lo rodeaba, no encontraba motivos para pensar que aquél podía ser un tiempo para trabajar. Pero, a pesar del convencimiento, los tres enormes legajos de papel descansaban sobre el escritorio.
Caminó hasta la ventana y contempló la calle. Triste, negra, carbónicamente negra. El cigarrillo brilló entre sus labios. La luna estaba oculta por un par de nubes. No había reflejos, ni lámparas. A lo lejos las partes de la ciudad que no habían sufrido el apagón brillaban difusamente. Llovía con dulzura, con suavidad. No pudo evitar la tentación y abrió la ventana para que entrara el ruido de la lluvia y le mojara la cara.
—Ya están las veladoras, vecino —dijo una voz a sus espaldas.
Giró la cara lentamente, dejando las gotas de lluvia reposar en los ojos, conservando aquella visión de la noche.
Caray, qué noche para ponerse romántico. Y ahí estaban los tres legajos.
El cuarto se iluminó penosamente, las tres veladoras dieron la impresión de construir los vértices del triángulo que iluminaba la cueva primitiva.
Sintiéndose como hombre de Neandertal, Belascoarán avanzó hacia el material que le esperaba.
—¿Qué, mucha chamba? —preguntó el vecino de despacho para las horas nocturnas, el famoso ingeniero Gallo, ingeniero o pasante de ingeniería, experto en la red cloacal de la ciudad de México, al que Gilberto el plomero había subarrendado su parte de local en las horas nocturnas.
Héctor lo contempló detenidamente antes de responder; no tendría más de veinticinco años, botas texanas, pantalones vaqueros, una chamarra muy gruesa siempre sobre los hombros, bigote poblado; permanentemente hundido sobre sus mapas, los que sólo abandonaba para hacer sus extrañas exploraciones por la red de aguas negras de la ciudad de México que parecía constituir su pasión única. Un casco amarillo provisto de linterna en la parte delantera, unos guantes de asbesto y unas botas de hule de bombero reposaban en la silla que tenía al lado de su restirador.
A la luz de la veladora daba la impresión de un antiguo alquimista tratando de descifrar el enigma de la piedra filosofal.
Levantó la vista y por un instante se quedaron mirando el uno al otro. El ingeniero Villarreal, alias el Gallo, como quien espera encontrar en el otro una explicación. Héctor Belascoarán Shayne, detective, una mancha negra perfilada por la veladora que parpadeaba a su espalda.
—¿Usted, ingeniero, cómo se metió en esto?
—Pues ya ve, vecino, son cosas de la vida.
Hizo una pausa y rebuscó en los bolsillos de la chamarra que traía sobre los hombros unos puros cortos y delgados, evidentemente comprados en Sanborns o en un lugar por el estilo.
—En el fondo, usted piensa que no hay pasión en mis mapas, ¿verdad?
Héctor afirmó.
—¿Usted vio de chiquito El Fantasma de la Ópera?
Héctor asintió.
—Usted nunca pensó que la diferencia entre el medievo y la ciudad capitalista consiste básicamente en la red cloacal.
Héctor negó con la cabeza.
—Usted no se da cuenta de que la mierda podría llegarnos a las orejas a los mexicanos del DF si alguien no se preocupara de que no sucediera lo contrario… Usted es de los que cagan y se olvidan de la caca.
Héctor asintió. La conversación vuelta monólogo empezaba a divertirlo.
—Usted seguro odia a los tecnócratas.
Héctor asintió.
—Pues yo también, y maldita sea si me importa que la ciudad se llene de mierda, total un poco más o menos de lo que ya está. Total, si se carga pifas al canal de Miramontes, al gran canal y al complejo de alcantarillados que culminan en el Sistema de Drenaje Profundo, pues me vale reverenda verga…
Héctor asintió con media sonrisa inundándole la cara.
—Lo que pasa es que me pagan dos mil pesos por cada estimación de resistencia y capacidad que hago de cada uno de estos esquemas, y con eso vivo…
Encendió el puro.
—Y si uno tiene que vivir de algo, mejor es construir una mitología del mundo en que trabaja, como por ejemplo del Fantasma de la Ópera que vivía en la red cloacal de París, o Kanal, aquella película de la resistencia antinazi polaca en la que se pasaban los guerrilleros combatiendo en las cloacas… Y en ultimado caso, del servicio social que uno desarrolla. Usted lo llamará amor al oficio, ¿no, vecino?
—Yo era ingeniero electromecánico con maestría en Tiempos y Movimientos, y… —empezó Héctor y rehuyó la posibilidad de adentrarse en la especulación sobre el pasado profundo caminando hacia su escritorio.
—¿Y sabe qué? —dijo para culminar el diálogo— Que hay oficios que mejor van y chingan a su madre.
—De acuerdo —dijo el ingeniero en cloacas, experto en inundaciones de caca.
Como si hubiera hablado del clima, de aquella noche lluviosa y oscura por el apagón, el ingeniero Villarreal comenzó a tararear la marcha triunfal de Aída.
Belascoarán se sentó ante los expedientes y estiró la mano hacia el más cercano.
La noche prometía. La luz oscilante de la veladora inundaba de ritmo el papel.