LAS SUCESIVAS HISTORIAS DE TRES LEGAJOS:
Una adolescente presunta suicida a través de su diario, el cadáver caliente de un gerente, y un héroe del pasado que amenaza con salir de la tumba.
Hay que rastrear durante toda la noche todavía.
—PACO URONDO
La investigación debe apropiarse de la materia en detalle.
—MARX
Desplegó el material del primer legajo: un diario escrito con letra irregular, en hojas fotocopiadas; un paquete pequeño de recortes periodísticos sobre el segundo “accidente” unidos con una liga; dos fotos, una de ellas típica foto de estudio, la otra, una instantánea, en la que se veía una muchacha sonriendo a la cámara con uniforme escolar; un álbum de piel repleto de recortes de prensa.
Decidió comenzar por las fotos. Encendió un cigarrillo, colocó la primera frente a sí, cerca, con las dos manos rodeándola, protegiéndola. Gozó la contemplación, se encariñó con la muchacha.
Fuera de foco estaba el portón de la escuela, un merenguero de espaldas cubría en parte la caja de merengues. Tres muchachas salían tomadas del brazo por el ángulo superior. Un policía de tránsito cubría el ángulo opuesto. En el centro una muchacha de diecisiete años, con blusa blanca y falda escocesa, calcetines largos, una trenza gruesa que caía sobre el hombro, ojos despiertos, vivarachos. Piel de color moreno claro, frente amplia. Tenía un aire heredado de la madre, imprecisable en el origen, pero presente, estable.
La foto de estudio mostraba en detalle la cara, los rasgos adolescentes comenzaban a desaparecer, la imagen de conjunto revelaba a una muchacha si no bella, sí agradable, bonita, y algo más. Antes de seguir, dudó entre el diario de la muchacha y el álbum de recortes de la madre. Prefirió el último. Quería, antes de arrancar, alguna nota de contexto. Intuía que estaba frente a algo más que un simple caso de suicidio. Quería tomar en las manos la historia antes de enfrentar una de sus facetas.
El álbum de recortes de la madre contaba la carrera, repasaba como en un espectáculo audiovisual, el triste proceso que concluía en la existencia de una estrella famosa a la mexicana.
Todo empezaba con pequeños recortes de diario, donde aparecía subrayado un nombre con lápiz rojo. Siempre en las últimas líneas del artículo. Diarios de provincia, de Guadalajara en su mayor parte.
En aquella época usaba el nombre completo: Marisa Andrea González Ferrer. Se trataba de segundos papeles en obras de teatro estudiantil. En ninguno comentaban su actuación. Al fin, un segundo papel en una obra de Lorca. El recorte incluía una foto deslavada por el tiempo, gruesa de grano, donde se veía en segundo plano dentro del escenario a una muchacha flaca vestida de negro con los brazos abiertos.
Seguía un breve comentario sobre su actuación en un papel secundario en una obra comercial, Tres hermanas para un marido, y luego, un espacio en blanco que duraba seis meses, para reiniciar con tres espectaculares fotos de plana entera en revista mal impresa donde por primera vez la muchacha delgada reaparecía como mujer en bikini: TIENE TODO PARA TRIUNFAR. Luego una entrevista en la que ni periodista ni entrevistada decían nada. La última pregunta pretendía ser divertida: PERIODISTA: ¿Y los hombres? MUJER DEL BIKINI: Por ahora, están fuera de mis planes, no interesan… Son un estorbo para la carrera de una actriz. Seguían dos recortes de carteleras cinematográficas, con un subrayado de las películas en las que debía haber participado, en papeles tan pequeños que no aparecía su nombre: La hora del lobo y Extraños compañeros. La primera era una película de luchadores, la segunda una historia de amor entre estudiantes de secundaria según rezaba la publicidad. Primeras apariciones en revistas del Distrito Federal.
El atuendo iba disminuyendo, aunque lo único que permanecía descubierto totalmente era la espalda. Perdió su segundo nombre y su primer apellido, aumentó diez puntos en el tamaño de las letras, mostró al desliz el seno izquierdo, disminuyó progresivamente el tamaño de la trusa, desparramó siete u ocho lugares comunes entre las libretas de notas de seudoperiodistas. Trabajó en cabaret, aprendió a cantar medianamente. Grabó un disco de ranchero. En las columnas de chismes apareció consignada como compañera de turno del dueño de una grabadora. Mostró las nalgas en un reportaje para la revista Audaz. Ganó su primer estelar en una película del nuevo cine.
Trece reportajes gráficos en una semana atestiguaban su éxito. Apareció totalmente desnuda en un reportaje a todo color para las páginas centrales de una revista pornoculta. La entrevista que acompañaba a las fotos estaba escrita con gracia. Héctor tomó nota de algunas respuestas: “En nuestro medio, la guerra es la guerra, gana el ejército con mejores armas…” “¿La soledad? ¿Eso qué es? No hay tiempo para sentirse sola…” “No me gusta estar desnuda mucho tiempo, los fotógrafos son muy descuidados con el clima, y agarra una cada catarro que…” “Me gusta el camino que he elegido.”
Estaba a mitad del álbum cuando se detuvo. ¿Dónde estaba la hija?
Calculó que si tenía diecisiete años debería haber nacido en 1959. Regresó a las fechas alrededor del 59 y se fijó más cuidadosamente en los recortes. Había seis meses vacíos en el principio de la carrera. O sea que la mujer se había echado su carrera con la niña a cuestas.
Cerró el álbum. La idea básica estaba allí, y como continuara contemplando fotos de la mujer desnuda, terminaría envolviéndose en ella, untándose en los senos y las nalgas de la mujer para ya nunca más poderla ver vestida, por más que usara ropa de esquimal.
En el otro extremo del cuarto, el experto en cloacas continuaba contemplando el esquema y sacando notas. Belascoarán fue hasta el escondite-caja fuerte y sacó un refresco.
—Páseme uno, vecino —dijo el Gallo sin levantar la vista de su trabajo.
Héctor sacó un jarrito de tamarindo y destapó los refrescos con las tijeras del tapicero.
Volvió a la mesa y tomó el diario de la muchacha. Antes de empezar contempló la foto de la adolescente con el brazo enyesado y le sonrió como pidiendo perdón por penetrar en la intimidad.
La parte fotocopiada era una pequeña parte del diario original. Comenzaba en la página ciento seis y terminaba en la ciento catorce. Las ocho hojas de fotocopia estaban llenas de una letra extensa, muy elegante, muy de manual de caligrafía. El color de la tinta era el mismo, la pluma fuente usada muy probablemente idéntica. Parecía el diario juvenil, celosamente guardado bajo la almohada o en el cajón último del escritorio blanco, bajo cuadernos y papeles viejos que nadie nunca tocaría y que salía de su refugio instantes antes de dormir para abrir las compuertas emotivas de su dueña.
Las anotaciones eran muy cortas y algunas de ellas estaban en clave, en un lenguaje misterioso que producía en el detective la sensación de estar ante un juego de niños indescifrable. Bajo cada una y para separarlas, dos pequeñas cruces. No había fechas antes de cada anotación, aunque a veces se mencionaban días de la semana.
No quisiera seguir aceptando todo, aguantando todo. Siempre callada. Pero es como si me hubieran tirado al agua y dicho: Ándale, pendeja, a nadar.
¿Qué hago? ¿Qué sigue? Sólo esperar. jueves. Cont. 105 p.
Decirle al maestro de historia todo esto: Es engreído, se siente caifán, tiene un tic, ha de ser impotente, le gusta seguro su madre, y desde chiquito está así… Y no sabe nada de historia.
Mamá no debe saber que lo sé. ¿Cómo hacer para que no se me note? Soy pendeja, no sé actuar. Hoy daba vueltas y vueltas por la casa. Como pelota. Así se dará cuenta enseguida. Debo seguir viviendo en las cosas de siempre. Seguir yendo a la escuela, seguir saliendo al cine, seguir cambiando de novio, seguir leyendo novelas, seguir…
G. dice que treinta y cinco mil. Hay que preguntar por otro lado. A lo mejor lo que pasa es que no me puedo enamorar.
Conseguir éstos: Justine, Las desventuras de una azafata, El cielo y el infierno.
Gisela dice que tiene la copia. Acordarse de decirle a Carolina y a Bustamante.
G. insiste. Le dije para probar que lo menos sesenta. No se espantó.
Quiero vivir en otro lado, cambiar de cuarto. No me gusta lo que veo cuando llego. No me gustan las cosas que me gustaban. No me gustan los helados de ron con pasas como antes. Ya no me gustan los besos de Arturo. No me gustan los coches, ni el olor a tíner. Ya ni me gusta el cine. Soy yo, no son las cosas.
En medio de este lío quién me manda andar leyendo biografías de Van Gogh.
G. aprieta, aumenta la presión. Me presentó a Es. Es un tipo repugnante.
Y mamá, ay mamá, qué te pasa que no te das cuenta. Hubo bronca. El novio de Bustamante y un cuate le aventaron el coche a Es. Porque lo vieron que estaba amenazándome a la salida de la escuela. Es. se quedó mirándome y yo tuve que pararlos.
Ni siquiera les puedo decir nada. No les tengo nada de confianza, aunque se hayan portado bien. Son un par de pendejos. Luego se la quisieron dar de muy héroes y se andaban luciendo de que me salvaron la vida.
Ni a quién irle.
Ya se acabó la época de las tobilleras y las minifaldas. A lo mejor me podrían conseguir una pistola.
Tengo miedo.
Reprobé Inglés y Sociología.
De veras, mamá, que hago un esfuerzo por seguir viniendo y seguir haciendo las cosas todos los días. De veras que no entiendes. De veras que quiero seguir. Pero todo esto me asusta mucho, me empujan. Como dice el tipo de la película esa que vimos hace meses: “La vida me queda grande.”
Reprobé Historia… ¡Ese cabrón!
Toda la tarde llorando. No soy una niña. No puedo actuar así. Tengo que encontrar una forma de enfrentarlos. De hacer algo. ¿Si pudiera irme? Adónde, ¿con quién? Resulta que después de tantos amigos en estos últimos años, no hay nadie. Nadie.
Me aprieto la cabeza para ver si se me ocurre algo.
Si supiera hacer algo. Sería mucho pedo si me lo llevo.
Dicen que me dan cuarenta mil pesos. Pero sé que no es cierto. Que sólo es el anzuelo.
Arturo me cortó. Mamá me regañó como nunca lo había hecho. En la escuela me miran raro porque a la salida me esperan los amigos de G.
Me paso las horas encerrada en el cuarto. Este cuarto ya lo aborrezco.
Si salgo de todo esto lo voy a pintar. Pero no salgo. No voy a salir.
Me van a fregar.
Sólo tengo diecisiete años.
Me voy a morir. Ojalá nunca hubiera empezado esto.
Ésta era la última anotación. Belascoarán lamentó que la madre no le hubiera pasado las primeras páginas del diario. Se sentía entrañablemente unido a la muchacha que le sonreía desde la foto con su brazo quebrado. Si él hubiera tenido su diario propio, hubiera hecho una anotación como ésta: “Se fortalecen instintos paternales. Siento que me necesitan. Soy útil. Deja de comer mierda y lánzate a salvar muchacha desesperada. La vida es bella cuando puedes servir. Afila la pistola, caballero andante.”
Como no era dado a los arranques se limitó a tomar notas en el borde de la fotocopia.
Retiró la liga de los pequeños recortes de periódico. Contaban brevemente y casi todos ilustrando con fotografía, la caída de un elevador en un edificio de condominios.
Los amortiguadores del sótano y una parada accidental en el tercer piso habían salvado al único ocupante de la muerte. “Milagrosamente, sólo contusiones.” “En medio de las maderas destrozadas y tras dos horas de encierro, salió la adolescente.” “Los peritos de la compañía trataban de averiguar las causas de que los mecanismos de seguridad no hubieran operado.”
¿Quién se suicidaría descomponiendo un elevador y metiéndose dentro?
El vecino cambió de pliego y encendió una vela que la corriente de aire había apagado.
—¿Camina?
—Más o menos —respondió Belascoarán rechazando con un gesto el puro que el otro le ofrecía. Sacó sus Delicados largos con filtro y encendió; curiosamente su cascarón se debilitaba y sentía cómo por las venas regresaban galopando las ansiedades de la adolescencia. Esto debería haberle sucedido hace dos o tres años y no ahora. Ahora se suponía que las cosas eran más impersonales, más secas.
“Qué bello oficio —pensó—. Qué bello oficio el mío.” Y luego se avergonzó pensando en la muchacha que no dormía. La muchacha de diecisiete años que quién sabe por qué se iba a morir.
Bostezó. ¿Ahora qué sigue? Sumirse en los otros dos mundos. Diferentes. Totalmente diferentes. En las novelas policiacas todo se junta. Pero, ¿qué demonios tendrá que ver una adolescente desesperada, una petición de la Cámara de Industriales de Santa Clara, y el fantasma de don Emiliano Zapata?
—¿A usted le gusta el futbol? —preguntó el vecino.
—No, ¿por qué?
—Nomás, se me ocurrió de repente.
Abrió el legajo que le había remitido el abogado.
Se trataba de una combinación de actas levantadas en el Ministerio Público, reportes policiales y recortes de diario. Al final, siete páginas de declaraciones y testimonios firmados, todos en diferente papel y con diferente mecanografía. Testimonios seguramente pedidos a los interesados por el propio abogado, porque venían firmados y no iban dirigidos a nadie. Unidos, contaban la historia de un asesinato.
¿Cómo hacen los detectives para cambiar de tema? ¿Simplemente pasan la página?
Pensó, y se fue a mear. El baño estaba al final del pasillo. Caminó adivinando las puertas, los escalones, la boca de la escalera de servicio, la entrada del elevador y al fin la puerta del baño. Empujó sólo para descubrirla cerrada. Y claro, nunca llevaba llaves. Terminó orinando en el baño de mujeres que desconocía y recibió como premio un buen golpe en la boca del estómago al golpearse contra un lavabo.
Escuchó cómo el chorro golpeaba en la loza y se fue guiando con el sonido hasta encontrar el golpear del líquido en el líquido. Al sacudírsela en la oscuridad, se salpicó el pantalón.
Recorrió nuevamente el pasillo oscuro hasta la oficina iluminada por las velas. El legajo abierto esperaba sobre la mesa. Miró el reloj: las tres y dieciesiete de la madrugada.
Se dejó caer sobre la silla que chirrió quejándose.
—¿Cansado, vecino? —preguntó el imperturbable analista de cloacas.
—No, nomás agarrando vuelo. Había perdido la costumbre. Hundió la mirada en los papeles. Con el material que le proporcionaba la lectura fue redactando mentalmente una folklórica crónica policial:
RADIO PATRULLAS RECIBIÓ LA LLAMADA A LAS SEIS Y VEINTE P.M.
Las unidades ciento dieciocho y setenta y seis de la policía de Tlalnepantla se presentaron en la esquina de avenida Morelos y Carlos B. Zetina, en la entrada de la empresa Acero Delex (Planta Matriz). Allí los recibió Zenón Calzada, jefe de turno, ingeniero a cargo de la operación de la planta en la zona de piso. Los acompaña hasta la oficina de la subgerencia donde encontraron el cuerpo del difunto.
YO LO ENCONTRÉ, LA PUERTA ESTABA ABIERTA.
Gerónimo Barrientos, trabajador de aseo localizó el cuerpo veinte minutos antes. La oficina debería estar vacía a esa hora.
EL CUERPO ESTABA TIRADO SOBRE EL ESCRITORIO.
Zapatos de cuero negro, calcetines negros. Un traje gris claro de Roberts, manufactura a la medida. Corbata roja a rayas grises, totalmente ensangrentada. La cara hundida en las colillas del gran cenicero que simulaba una olla de vaciado de metal. Ventana abierta. Los pies colgaban a unos centímetros del suelo, en una posición extranatural. Las manos abiertas y caídas a los lados del cuerpo, las palmas miraban hacia afuera. Lentes rotos bajo el pecho.
LA SECRETARIA DIJO:
Nada estaba fuera de su lugar. Todo se encontraba en orden. “Tal cual.”
ELLA SE HABÍA IDO A LAS CUATRO TREINTA:
Media hora antes que lo de costumbre, porque el ingeniero le había dicho que podía salir media hora antes, que estaba esperando a una persona, que si lo llega a saber, que ella siempre se quedaba hasta después, que normalmente cerraba la oficina, que el ingeniero le dijo que el contador Guzmán Vera puede confirmarlo pues estaba en el escritorio de ella —que comía una dona— cuando lo dijo el ingeniero por el interfón.
¿Qué? ¿Que a quién esperaba? No, eso sí no lo sabe.
Quién sabe, dijo.
LA TERCERA INTERESÓ AL CORAZÓN:
Las otras dos incisiones profundas de instrumento punzocortante lesionaron la primera el pulmón izquierdo y la segunda también el corazón.
Muerte instantánea. Dos o tres segundos a lo más.
SIEMPRE SÍ FALTA ALGO:
La foto de la ex esposa del ingeniero que estaba allí, y ya no está, que como el cuerpo debería haber caído sobre ella no me fijé.
También falta el cuchillo, puñal, bayoneta, navaja sevillana que causó la muerte.
¿HUELLAS?
—Podríamos pasar meses con las huellas digitales de los que entran en esta oficina, imagínese qué güeva —dijo el perito.
Al fin, la foto. La tomó y la contempló cuidadosamente. El cadáver se escondía a la vista, desaparecía bajo la muerte. Esa actitud grotesca, sugerida por las manos a los lados del cuerpo hundido en la mesa con las palmas hacia arriba, le molestaba. Restaba seriedad a la muerte.
Había otras dos fotos en el legajo. Una de ellas mostraba la cara de un hombre de cuarenta años, rígido, con leves canas a los costados de la cabeza, un bigote breve, mirada dura y sostenida.
La otra mostraba al mismo hombre caminando por el interior de la planta, una de sus manos señalaba un enorme horno a un grupo de visitantes entre los que distinguió al gobernador del Estado de México.
Eligió la foto del cadáver tras mucho pensarlo. La tomó cuidadosamente y avanzó hacia la galería que esperaba. Zapata y la muchacha del brazo enyesado contemplaron su viaje hacia ellos tras el breve intervalo que ocupó en robar cuatro tachuelas más en el estuche del tapicero.
—¿No va a poner a la virgen de Guadalupe? —preguntó el ingeniero sin levantar la vista.
—Era un colega suyo, mi estimado Gallo.
—Chinguen su madre mis colegas —respondió lacónico, el Gallo hundido en sus planos. Levantó la vista y lo miró, con una sonrisa amplia que desbordaba el bigote.
Lo menos que se podía decir de aquella esquina del cuarto es que estaba cobrando un carácter surrealista. Volvió al legajo. Y siguió elaborando la crónica roja que no tendría lector y nunca sería escrita.
UN CURRICULUM.
El ingeniero Gaspar Álvarez Cerruli nació en Guadalajara en 1936. Licenciatura en el Tecnológico de Jalisco en ingeniería industrial. Maestría en Iowa State University en control de personal. Trabajos efectuados para compañías méxico-norteamericanas (maquiladoras), de 1966 a 1969 en Mexicali y Tijuana. Gerencia de personal del consorcio Delex en 1970. Subgerente de planta de Santa Clara en 1974.
Propietario de acciones (cuarenta y dos por ciento) en la fábrica de colchones Trinidad administrada por su hermano. Casado en 1973. Divorciado en 1975. Sin hijos.
AL INTERROGAR LA POLICÍA AL PERSONAL DE PLANTA:
Nadie sabía nada. Eran las horas de cambio de turno. El personal de oficina se había ido una hora antes a más tardar. El segundo turno y el mixto se cruzaban con la salida del primero. Todo el mundo andaba en los patios y en los vestidores. Los dos encargados, Fernández, el de personal, y el ingeniero Camposanto estaban en la planta tomando un cafecito del termo del primero, que era mejor que el de la máquina de cafés y chocolates que había en las oficinas a escasos metros de la puerta del cuarto donde se cometió el crimen. “Fíjese si hubiéramos ido a la máquina.”
SIN EMBARGO NADIE RARO PASÓ POR AQUÍ,
dijo el encargado de la puerta, policía industrial Rubio, placa seis mil cuatrocientos cincuenta y tres. Dos camiones de Chatarras el Águila y un cobrador de la compañía Electra, pero salieron antes de las cuatro y media. El resto son los anotados en el checador, personal que labora en la planta. No hay posible descuido, todos checaron en tiempo, menos el ingeniero Rodríguez Cuesta, el gerente, que no checa, pero al que recuerdo haber visto salir porque me dijo que le compusiera el gato del carro.
ESO LIMITA LOS SOSPECHOSOS A:
Trescientos veintisiete trabajadores cuyos nombres están en esta lista.
CONFIDENCIALMENTE… EL LICENCIADO DUELAS ESCRIBE:
“Señor Belascoarán: reconozco que nadie lo estimaba demasiado, era un hombre retraído, de arranques violentos; sus compañeros no lo querían. Era un buen profesional, pero no intimaba con nadie. Adjunto la lista de los trabajadores que aún laboran en la empresa y a los que castigó con rigor durante sus funciones anteriores como jefe de personal de la Corporación. (Siguen sesenta y un nombres, de los cuales veintisiete estaban en la planta.)
SI ESTÁ INTERESADO:
Aquí están informes sobre la Corporación, los mandos de ésta, su poder económico. Se trata de generalidades, pero no pienso que necesite ahondar más.”
ANEXOS ENTRESACADOS DEL INFORME:
a) Nadie fue al entierro.
b) La dirección de la esposa: Cerro dos Aguas número ciento siete, Pedregal.
c) Sueldo del occiso: treinta y dos mil pesos mensuales.
d) La investigación ha sido contratada por la Cámara a petición del ingeniero Rodríguez Cuesta, gerente de Delex, que cubrirá los gastos.
e) Ha habido otro asesinato similar hace dos meses en la planta Química Nalgion-Reyes. Ingeniero Osorio Barba.
f) La fábrica se encuentra emplazada a huelga por el Sindicato Independiente de Trabajadores del Hierro, el Acero, Similares y Conexos de la RM. Hay un sindicato titular al que los patrones describen como “benévolo”.
g) El hoy difunto tenía una sirvienta en la casa, que aún se encuentra allí. Dirección: Luz Saviñón 2012. La sirvienta tiene órdenes de dejarlo entrar. La casa es ahora propiedad del hermano hasta que no se aclare la situación.
h) Padres muertos. No tenía un club. No estaba suscrito a ningún diario. No pertenecía a ninguna asociación profesional.
Se levantó de la mesa y caminó hacia la ventana. Encendió un cigarrillo.
Afuera, ni un solo movimiento en la calle totalmente oscura.
—¿Cuánto hace que dura el apagón?
El ingeniero Gallo miró el reloj a la luz de la veladora.
—Dos horas y cacho.
Héctor abrió la ventana, la brisa de la noche sin luces mercuriales hizo danzar las llamas de velas y veladoras.
De la calle subía el olor denso de la ciudad y de la noche interminable. Bostezó mirando los edificios, los coches estacionados, postes, las vitrinas oscurecidas.
Reconocía que estaba desconcertado. Nuevamente la inercia, esa gran maestra de las ciencias sociales lo había tomado de improviso y lo había lanzado a las historias de otros hombres. De nuevo en el oficio de fantasma recorrió otros mundos. ¿No era eso la profesión de detective? La renuncia a la vida propia, el miedo a vivirla, a comprometerse con el propio pellejo. La excusa de la aventura para vivir de prestado. La inercia que había dejado la muerte de la madre. El vacío de no entender el país y sin embargo tratar de vivirlo intensamente. Todas esas cosas mezcladas las que lo empujaban al extraño caos en que se encontraba sumergido. No podía ser eterno. Algún día se encontraría ante una puerta que definitivamente ostentara su nombre.
Y mientras tanto, ofrecía a sus futuros clientes una máscara impávida que de vez en cuando daba señales de agudeza, que aportaba momentos de humor o reciedumbre pero que lo único que contenía era sorpresa, extrañeza ante la vida que corría.
—Vaya desmadre —dijo optando ante la solución mexicana por excelencia, que consistía en quejarse cuando comenzaba a doler la cabeza.
—Eso digo yo. Vaya desmadre —respondió el ingeniero en cloacas Javier Villarreal, compañero de despacho.
Belascoarán caminó lentamente hacia la mesa y abrió el tercer legajo, un fólder, un par de libros y unas hojas fotocopiadas.
El informe de su amiga Ana era conciso y ágil. Un breve resumen dejó los siguientes elementos sobre la cabeza de Belascoarán:
La historia de que Zapata no había muerto en Chinameca era vieja.
Había tenido gran difusión en los años posteriores al asesinato del caudillo agrarista. Siempre se habían usado argumentos en el rumor popular para justificar que aún estaba vivo. Los más comunes eran:
a) A Zapata le faltaba un dedo que había perdido al disparársele una pistola defectuosa, y el cadáver del supuesto Emiliano los tenía todos.
b) La versión antes escuchada de que tenía un compadre que se le parecía mucho.
c) La historia que comentaba que el caballo de Zapata nunca dio señales de reconocer el cadáver y ese caballo lo quería enormemente.
d) Las informaciones de que el cadáver no tenía una verruga en la mejilla derecha o una marca en el pecho que de ser Emiliano sí hubiera tenido.
Los rumores recorrieron la prensa de la época y el gobierno permanentemente se encargó de desmentirlos. A eso se debía que hubiera película filmada sobre el cadáver de Zapata en la plaza de Celaya y varias fotos en las que las moscas pululaban sobre el muerto,
La nota de la investigadora reportaba el cúmulo de rumores e informes que antropólogos sociales habían recogido en los últimos años con un espíritu de rescate del folklore popular en los que se mencionaba la supervivencia de Emiliano Zapata. Rumores que iban hasta los niveles más grotescos, como uno, que se repetía periódicamente en que se daba la versión de que Zapata había escapado de Morelos unido a un grupo de mercaderes árabes y había recorrido el mundo con ellos vendiendo telas.
Belascoarán desechó el material. Nada consistente. Nada serio, nada más que los rumores que producía un pueblo al que le habían asesinado a un caudillo. La defensa natural contra un enemigo que manejaba los medios de información, y que controlaba hasta los mitos.
Revisó pacientemente las fotos de los libros sobre el sandinismo. Observando cuidadosamente, creyó ver algo en una de ellas: en el primer plano el general Sandino junto a sus lugartenientes, sombreros enormes que cubrían de sombra las frentes y los ojos. Agustín Farabundo Martí sonriendo tras el bigote espeso y el general hondureño Porfirio Sánchez, y el general guatemalteco María Manuel Girón Ramos. Y allá en el segundo plano una cara morena, un bigote breve, recortado, los ojos totalmente cubiertos por la sombra del ala del sombrero: “Zenón Enríquez, capitán mexicano”, dice el pie de foto.
La única alusión que podía encontrarse.
Si las historias de la muchacha del brazo enyesado y del subgerente muerto mostraban una extraordinaria complejidad a primera vista, al menos señalaban algunos hilos conductores, algunos fragmentos de donde tirar; pero esta locura sobre Zapata no tenía pies ni cabeza.
Levantó la vista y contempló las tres fotografías, como si pudieran ofrecerle alguna clave.
Dejó a un lado de la mesa los libros sobre Jaramillo prometiéndose una lectura seria al día siguiente.
Se puso en pie y avanzó hacia el sillón de cuero café que había visto pasar mejores días, pero nunca arropado tan profundos sueños. Al paso apagó las veladoras sobre el escritorio.
—¿Se va a dormir, vecino?
—Algo hay de eso… ingeniero, ¿usted trabaja hasta qué hora?
—Más o menos hasta las seis, ex ingeniero —respondió con sorna. Se dejó caer en el sillón y se arropó con la vieja gabardina que reposaba en el suelo. Encendió un cigarrillo y cerró los ojos después de ver la primera bocanada de humo subir hacia el techo donde bailaban las sombras a la luz de las veladoras.
—¿Y qué hace?
—Aquí nomás, verificando si otra lluvia como la de anteayer revienta la red del noroeste y se ponen a nadar en meados los ciudadanos de Lindavista.
—Carajo, esta ciudad es mágica, qué putamadral de cosas pasan…
—Nunca hubiera usted utilizado esa palabra cuando era ingeniero, colega —dijo el Gallo.
—Forma parte de la magia —respondió Héctor.