Es mejor encender un cirio que maldecir la obscuridad.
—ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
La hora de los lecheros, la llamaba su hermana cuando caminaban juntos a la escuela hacía años. Esa hora en que el sol no se atrevía ni a asomarse. Sin embargo, fieles al reloj, los mexicanos tomaban por asalto la calle. Salió con el ingeniero del despacho y caminaron juntos hasta la esquina. Allí el experto en cloacas se despidió y desapareció en la neblina. El frío acongojó a Héctor; el frío y las dos horas largas que apenas había dormido. El alumbrado público estaba encendido después del largo apagón de la noche. Encendió un cigarrillo y caminó con paso rápido jugando a adivinar los oficios de los hombres que se amontonaban en las esquinas esperando el camión.
Ése, maestro; ése, albañil; ése, obrero; ése, estudiante de normal; ése, ayudante de carnicero; ése, periodista, y se va a dormir. Ése, detective, dijo de sí mismo al ver su imagen reflejada en una vidriera. La negrura comenzaba a ser sustituida por un grisáceo color preludio del amanecer.
Con el cambio de luz aumentó la violencia de los ruidos. Contempló, en el espejo exterior de una farmacia cerrada, las ojeras que le había dado la noche en vela. Los ojos, dos puntos brillantes. Decidió que estaba contento, a pesar de los bostezos y el frío. Era la ciudad, esa ciudad a la que amaba tan profundamente, tan sin motivo, y que lo acogía con aquel amanecer gris sucio. O más que la ciudad, era la gente.
Quizá lo que pasaba era que el frío y la hostilidad del amanecer volvían más solidarios a los seres humanos. En las seis cuadras que llevaba caminando, había encontrado seis sonrisas, al paso; sonrisas de esas que se regalan en la mañana fría, al primero que pasa.
Logró subir a un Artes-Pino, de los que acababan de marcar con el letrero de Refinería. En medio del apachurre trató de cubrir la pistola que llevaba en la funda del sobaco con el brazo, pero lo más que logró fue evitar metérsela por el ojo con todo y funda y brazo a una secretaria chaparrita, sacarse del culo un portafolio, y evadir una regla T que amenazaba con botarle los dientes al primer frenazo brusco.
Bajó en Artes y caminó por Sadi Carnot hasta la entrada del colegio. Las muchachas en pequeños grupos le advertían de la proximidad, y cuando estaba a media cuadra el cambio de los ruidos del tráfico sustituidos por la algarabía controlada y alborozada de las muchachas le indicó que había llegado la hora de detenerse. Se apoyó en la pared de enfrente de la escuela al lado de un vendedor de tamales. El calor del carrito a los pocos minutos le aumentó la somnolencia.
En la puerta, un grupo de muchachas discutían moviendo mucho las manos, aprovechando los últimos minutos antes de ingresar a la cárcel. Una monja joven y tremendamente miope se asomaba de vez en cuando con el único propósito de mostrar a las remisas su presencia allí.
Faltaba un cuarto para las siete y ya el amanecer, la luz limpia que combatía contra la luz gris, iba ganando la partida.
Unos metros adelante de Héctor se detuvo una camioneta. Una Rambler verde claro de la que bajaron dos muchachos. Abrieron la parte de atrás y de una caja sacaron un par de refrescos. Uno de ellos los abrió con un desarmador.
Héctor vio al sujeto de su espera desde lejos. Caminaba sola con paso apresurado, aún traía el brazo enyesado y lo sujetaba con una cinta morada que le colgaba del hombro.
Traía ladeada la boina del uniforme y su falda larga de tela escocesa ondeaba al paso. Los libros bajo el brazo sano en un montón difícil de manejar. Un morral gris le colgaba del hombro. Traía la cara seria, el mensaje de la prisa en el ceño fruncido. Héctor la dejó pasar a su lado sin moverse. Los dos jóvenes de los refrescos se separaron del coche y caminaron hacia ella para cortarle el paso cuando cruzaba la calle. La muchacha levantó la vista que traía puesta en los libros y se sobresaltó. Uno de los muchachos tiró al suelo el refresco cerca de los pies de la muchacha. El refresco explotó y los vidrios saltaron por todos lados. El otro le cerró el paso y le tomó el brazo sano. Los libros cayeron al suelo.
Héctor se desprendió de la pared a la que parecía que había estado pegado. El muchacho que había tirado el casco al suelo tomó el refresco de su compañero y repitió el juego. Los vidrios saltaron de nuevo.
Tras Héctor, el vendedor de tamales dejó su carrito y siguió al detective.
De la camioneta bajó un tercer muchacho con otros tres refrescos en las manos. Héctor lo observó con el rabillo del ojo sin cesar de acercarse.
El juego aterrorizaba a la muchacha que trataba de desprenderse, sin decir nada, en silencio, como en una película muda del brazo que la atenazaba.
—Se acabó la pachanga —dijo Héctor al llegar al lado del trío.
—A usted le vale madres —respondió uno de los muchachos. Un suéter guinda bajo la chamarra de pana verde. Alto, de cabello castaño, con una pequeña cicatriz bajo el ojo derecho.
Allí fue donde Héctor le puso el primer golpe. Con la mano abierta, con el dorso. El tipo se tambaleó y Héctor aprovechó el desconcierto para darle una patada en el muslo al tipo que sostenía el brazo de la muchacha.
El tipo gritó y cayó al suelo en medio de las cocacolas destruidas.
El tercer muchacho que se acercaba fue detenido por el tamalero que se cruzó en su camino con un fierro sacado de quién sabe dónde en la mano.
Chamarraverde que estaba en el suelo sacó el desarmador.
—Quién te mete cabrón —dijo.
—El arcángel San Gabriel —dijo Héctor muy a tono con la monja que contemplaba espantada la escena.
Le dio una patada en la barbilla y oyó como crujía la mandíbula.
Lo desconcertante de Héctor y que le permitía mantener el control de la situación era que golpeaba sin avisar, sin indicar que iba a hacerlo. Sin calentar el ambiente, sin preparar. Inmóvil, con la mano derecha metida en el bolsillo, sin mirar a los dos tipos, contemplando los libros caídos en el suelo, de repente soltaba el golpe.
El que había tirado los refrescos retrocedió.
—¿Por qué le pega, pendejo? —dijo mientras caminaba hacia el coche.
—Así de cabrones somos los mexicanos —dijo Héctor, y sin mediación sacó la pistola y disparó contra la caja de refrescos del coche. Saltaron en pedazos, líquido desparramándose. Tres colegialas que llegaban tarde a clases corrieron hacia el portón gritando.
Los tres jóvenes salieron corriendo hacia el carro.
Chamarraverde cojeaba, y Aprietabrazo escupía sangre con la mano cubriéndose parcialmente la cara.
Héctor guardó la pistola en la bolsa y le sonrió al hombre de los tamales.
—Fue un tiro de suerte —dijo. Normalmente no le pego a esta distancia.
El hombre de los tamales sonrió también y se retiró hacia su carrito. La Rambler había arrancado en reversa y así siguió hasta el fin de la cuadra. La muchacha estaba recogiendo los libros y lo veía con una mezcla de espanto y admiración.
—¿Tú quién eres? —preguntó cuando se disponía a reiniciar camino hacia el portón de la escuela, al fin el portón y su seguridad.
—Belascoarán —dijo Héctor entretenido en pisar los vidrios y mirando el suelo.
—Belascorán, el ángel guardián —rió la muchacha y se despegó de él.
—…coarán, Belascoarán Shayne —dijo Héctor levantando la vista del suelo—. ¿A qué horas sales?
—A las dos —dijo ella deteniéndose un momento.
—No te vayas, a lo mejor llego tarde —Héctor metió las manos en los bolsillos y sin esperar respuesta salió caminando lentamente, sin mirar atrás. La muchacha se quedó un instante contemplándolo y luego corrió hacia el portón de la escuela. La monja la tomó en sus brazos y la abrazó.
El hombre del carrito de tamales lo vio alejarse.
En el Monumento de la Revolución tomó un Carretera Norte. Viajó de pie colgado de la barra con la mano derecha. La izquierda le dolía por el revés y se le estaba poniendo roja.
Al pasar por avenida Hidalgo cambió de planes y se bajó. Caminó en medio de la gente que entraba a la oficina del PRI del DF hasta llegar a una de las librerías de viejo. Si iba a pasar la mañana en camiones quería tener algo que leer. Tras mucho hurgar en una pila compró Manhattan Transfer de Dos Passos, en una edición vieja y con la portada rota que en sus mejores días había estado dedicada a “Joaquín, con amor de Laura Flores P.”; se la dieron tras un buen regateo en ocho pesos.
Nuevamente en un Carretera Norte, logró sentarse en los asientos de hasta atrás y así viajó hasta el Rancho del Charro. Pudo leer un par de capítulos y ver de vez en cuando en qué basurero se había convertido el norte de la ciudad desde que él venía a hacer prácticas de geología a Indios Verdes en sus días de estudiante.
Recurrentemente la sonrisa le inundaba el rostro al recordar la pelea.
No era un hombre de violencia. Nunca lo había sido. Había sobrevivido a la violencia que le rodeaba sin mancharse, desde lejos. No recordaba más que un par de peleas en los últimos días de ingeniería y una pelea en un cine una vez que habían intentado robarle la bolsa a su ex mujer. Pelea en la que por cierto había salido mal parado porque le habían roto la boca con el puño de un paraguas. Por eso quizá le fascinaba más que el resultado, el estilo que había encontrado. Esa violencia seca, fría, que salía de ninguna parte. Cada vez que la mano adolorida se lo recordaba sonreía. Hasta que terminó por avergonzarse ante una actitud más que infantil, tan reiterativa. Cambió de camión en Indios Verdes donde tomó un San Pedro-Santa Clara, verde. Alcanzó a leer otro capítulo de Dos Passos mientras el camión se abría paso a través de Xalostoc, traqueteante, evadiendo hoyos y amenazando ciclistas. Tiró del cordón y se dejó golpear por el aire en la cara colgando del estribo, hasta descolgarse cerca de la esquina de la Brenner. Lloviznaba.
La zona no era nueva para él. Durante cuatro años pasó en coche por allí tratando de mirar lo menos possible hacia los lados, odiando el polvo y el mercado, las obras de ampliación de la calzada Morelos, y las masas que asaltaban los camiones a las cinco y media. Había tratado de ignorar que existía mientras salía de allí rumbo a la confortable seguridad apestosamente clasemediera de la Nápoles. Había tratado de no inmiscuirse en la multitud de cosas que adivinaba o intuía. De no tener nada que ver con aquella zona fabril crecida en el polvo y la miseria que había tragado en los últimos cinco años cien mil emigrantes del campo, incorporándolos a los charcos de azufre, el polvo suelto, los policías borrachos. Los fraudes en terrenos, el matadero de reses ilegal, los salarios por abajo del mínimo, el frío que venía con el aire del este, y el desempleo.
Allí la industria seguía oliendo a siglo XIX. La trampa sutil de la industria modelo, limpia y eficaz, no tenía lugar ni espacio. El hierro tenía herrumbre, los cascos de seguridad no habían sido inventados, las rayas de fin de semana se anotaban en libreta que luego desaparecía, las materias primas eran de segunda y los patrones robaban las cajas de ahorro. Ahí, el capitalismo mexicano mostraba la cochambre, la suciedad intrínseca que en otros lados disimulaba tras ladrillos blancos y fachadas higiénicas.
Belascoarán lo conocía y, a pesar de conocerlo, sabía que sólo había arañado la superficie, que nunca había querido saber mucho más. El coche siempre esperaba en la puerta de la gran empresa donde había trabajado y había cruzado aquellos cinco kilómétros sin abandonar la calzada principal, con las ventanillas cerradas y el estéreo del coche funcionando.
Había cerrado oídos y ojos.
Por eso, cuando descendió del camión, un vago sentimiento de culpa lo invadió y se lanzó velozmente hacia un puesto de jugos donde cuatro o cinco obreros completaban el desayuno.
—Uno de naranja.
—¿Con huevo?
—Nomás solo —dijo. La mezcla no le atraía.
Tomó el jugo mirando la nube de polvo que se formaba a media calzada.
Los obreros se habían hecho a un lado cuando llegó y continuaban bromeando en una conversación que Héctor pescó inconexa, donde las nalgas de uno, los granos que tenía en la cara un capataz y un cabrón médico del Seguro Social que recomendaba aspirinas para los reumas, se mezclaban.
Después de pagar aventuró una media sonrisa que fue ignorada por los trabajadores. Caminó adentrándose en la zona fabril.
—Pase usted, jefe —dijo el vigilante.
Héctor grabó la cara en la memoria.
Los patios interiores tenían un color gris plomo contrastando con la fachada azul llena de pintas rojas: ABAJO LIRA, AUMENTO HUELGA, ZENÓN PERRO PUTO, HUELGA…
Tras el vigilante encargado del tarjetero dos policías industriales con cara de pocos amigos, uno de ellos con una escopeta de dos cañones cortos, hacían guardia.
Caminó recorriendo la planta, un laberinto de patios y pasillos que terminaban en grandes galerones techados de ocho metros de alto. Obreros a medio uniformar con overoles o sólo camisas azul oscuro circulaban sin aparente orden.
Al fondo del patio central, tras una zona de carga y descarga en que operaban seis o siete camiones pesados, una línea de pequeños edificios de dos pisos, pintados de blanco cremoso con los detalles en azul oscuro, esperaban.
—Licenciado Duelas, para servirle.
—Belascoarán —dijo Héctor aceptando la mano tendida.
—No lo esperábamos…
—Decidí aceptar su oferta.
—Pase usted, no lo hago esperar, hay una reunión del consejo en estos momentos.
Recorrieron oficinas interiores despertando la mirada de las secretarias distraídas.
¿Cuál sería la que estaba comiendo una dona?
Tras la puerta de madera clara, una sala de juntas con sillones negros de cuero. Cuatro hombres sentados.
—El señor Guzmán Vera, contador de la empresa —un hombre delgado, atildado, con lentes de aro cabalgando sobre la nariz—. El ingeniero Haro —un joven ejecutivo. Héctor conocía a cien como él, recién salido de la escuela…—. El ingeniero Rodríguez Cuesta, gerente general
—pelo blanco, plateado, traje inglés, bigote blanco poblado, moreno—. El ingeniero Camposanto —sonrisa fácil dentro de una cara redonda excesivamente bien afeitada para su gusto, cuarenta años.
—Muy buenos días, señor Shayne —dijo el gerente a nombre de todos. Los otros tres asintieron con la cabeza como si las palabras lo ameritaran.
—Belascoarán Shayne —corrigió Héctor.
El gerente afirmó.
Tras los personajes sentados se adivinaban los patios de la empresa, los hornos funcionando, el ruido de la maquinaria, los obreros sudando.
Héctor sin esperar invitación se sentó. Duelas se acomodó a su lado.
—El problema es sencillo —arrancó sin esperar orden de fuego el licenciado.
Parecía como si hubiera sido nombrado previamente portavoz de la empresa.
—Tenemos graves conflictos laborales entre las manos, la zona de Santa Clara vive una gran inquietud. Los negocios, como usted sabe, no han ido excesivamente bien este año ingrato. Y en dos meses ha habido dos asesinatos… La policía no nos inspira confianza. Queremos saber si hay una conexión entre los dos, y quién lo hizo… En esto puede resumirse la postura de la empresa… Y desde luego la de la Cámara en cuyo nombre hablo.
Tengo que añadir, que si bien no lo mencionaba el informe, en ambas empresas tenemos intereses, y en ambas hemos tenido problemas con el mismo sindicato… —dijo el gerente.
—Si quieren culpar al sindicato no veo para qué me necesitan… La policía suele hacer esas cosas.
—Probablemente lo hagamos… Pero además queremos saber quién es el culpable y qué hay atrás —respondió el gerente.
“¿Qué traen en la cabeza, qué les pasa?”, pensó Héctor.
—Su pago puede usted arreglarlo con el señor Guzmán Vera.
El aludido asintió.
—¿Podría saber por qué me contratan a mí?
—Sabemos que usted trabajó en una gran planta industrial, que tiene un título de ingeniería y una maestría en Estados Unidos… No nos interesan los motivos por los que abandonó su carrera… Pensamos que usted es… cómo decirlo… un miembro de la familia, que usted conoce tan bien como nosotros una planta industrial, y sabe los problemas que hay en ella, así como en términos generales, entiende nuestra forma de pensar… “Entre gitanos no se leen las manos”, pensó Héctor.
—De acuerdo.
Dijo, y casi inmediatamente se arrepintió. En qué puta cloaca iba a meter las manos.
Los cinco hombres sonrieron levemente y se quedaron esperando a que Héctor se levantara.
Al fin, éste se puso de pie y seguido por el contador abandonó la oficina sin despedirse.
Lo había jodido íntimamente la respuesta. Recordó que sobre la mesa había un paquete de Philip Morris y otro de Benson & Hedges. Nadie fumaría Delicados sin filtro allí. El populismo de López Mateos no cabía en esa realidad. ¿No se podría olvidar? ¿Estaría condenado a vivir siempre del mismo lado de la barda? ¿Esa especie de sello masónico, que lo marcó sin saberlo cuando entró a la Facultad de Ingeniería y que le daba patente de capataz, cómplice de patrones de por vida, no se borraba?
Estuvo a punto de mentarle la madre en voz alta a aquel ingrato día en que en lugar de irse al café de Arquitectura a ver las piernas de las muchachas había entrado a su primera clase.
Guzmán tomó la iniciativa y con una sonrisa de superficie lo guió a través de los corredores hasta una diminuta oficina. Abrió con llave, se dejó caer en un sillón y mostró a Héctor el de enfrente.
Héctor se cuidó de dejar caer la ceniza de su cigarrillo sobre la alfombra.
—¿Le parece a usted bien mil pesos por día durante los primeros quince días más gastos justificados?
—Creo que no les voy a cobrar —respondió Héctor—. Déjeme pensarlo.
El contador se quedó mirando sorprendido.
—Siempre sí les voy a cobrar, ya lo pensé. Son mil quinientos día por diez días. Si para entonces no sé quién fue, lo dejamos. No hay gastos. Viajo en camión.
Se levantó y salió hacia la puerta.
—Al final cobro, no se preocupe.
Cerró la puerta y salió caminando, recorriendo nuevamente el laberinto.
—¿A qué hora salen los trabajadores a comer? —preguntó al encargado de la puerta.
—A la una y media los encuentra. Se van a comer a esa lonchería de allá, o comen en la banqueta, o en esos puestos —dijo señalando.
—¿No tiene comedor la empresa?
—Tiene, pero en estos días no lo usan —respondió enigmático el encargado.
—¿Y por qué no lo usan?
—Desde el emplazamiento a huelga comen acá… Aquí se reunían antes… —dijo la mujer de la lonchería.
Héctor había venido caminando despacio y se había dejado caer en la mesa con mantel de plástico roto en varios sitios. Tomaba un Jarrito rojo, extraño refresco de color brillante al que se había aficionado por una mezcla de gusto por el azúcar y amor a las costumbres patrias.
—Como quien dice, ya no comen en el interior de la empresa para poder platicar a gusto…
—Como quien dice… —respondió la mujer que perseguía a una niña pequeña para quitarle los mocos. Después de sonarla levantó la mirada, puso las manos en las caderas y preguntó:
—¿Usted trabaja para la empresa?
—Sí, señora… Pero no de oreja, es más: quisiera hablar con los muchachos del sindicato…
—Ellos no se esconden, aquí los tiene a la hora de comer.
La mujer dio la vuelta y se metió en la trastienda.
Héctor sacó una libreta ajada y tomó algunas notas:
¿Por qué dicen que Zenón es perro puto?
Los sandinistas pasaban por Costa Rica, ¿habrá algún pasaporte extendido allá por el año 32 que dé pistas de don Emiliano?
¿Por qué llevaban una caja de refrescos en la camioneta?
¿Qué trae en la cabeza el gerente, qué además del sindicato les preocupa?
—Al terminar la última nota se quedó pensando.
En México no había guerras por problemas de competencia. O si las había, él nunca había oído; la burguesía se había civilizado en los últimos años.
Más bien, el Estado había acumulado sobre sus espaldas la responsabilidad de generar violencia. El Estado o el sindicalismo charro. Por ahí tenía que andar la cosa.
Al principio la breve reunión con los industriales le había dejado la idea en la cabeza de que tenían miedo de algo, y que mostraban demasiado cerca de la superficie los problemas que tenían con el sindicato independiente. Si sólo era eso, la policía colaboraría gustosamente para hacer de los crímenes y del sindicato un mismo paquete navideño.
Héctor se preciaba de haber podido mirar de frente su pasado, y aunque no le había resultado fácil la ruptura con trabajo, mujer y vida entera, se había convertido en detective en un país en el que la lógica negaba su existencia, pero que al mismo tiempo admitía cualquier irracionalidad y por lo tanto, ésa; había podido convertir la negación brutal e intuitiva de su vida de ingeniero en tiempos y movimientos con casa en la Nápoles y veintidós mil pesos de salario mensual, en una negación racional aunque por eso no menos apasionada.
Sabía que una empresa fuerte no suele tener miedo. Sabía que el miedo surge del enfrentamiento al Estado, o de una oleada apabullante de la competencia. Pero la violencia solía asociarse con la primera perspectiva y no con la segunda. También es cierto que en los últimos años las patronales enfrentaban el fenómeno del sindicalismo independiente desde una perspectiva feudal. No sabía por qué, factores sumados en su cabeza sin que él mismo los organizara, decían que la cosa andaba por otro lado.
Le quedaban dos horas y media muertas por enfrente y decidió cambiar de planes.
—Señora… ¿A qué hora es la salida?
—La salida de turno… A las tres y media, joven.
Dejó cuatro pesos sobre la mesa y salió no sin antes dedicarle una sonrisa franca a la niña que gateaba cerca de la mesa, la cual, para sorpresa, quizá porque no le habían dicho que seguía siendo un extraño, se la devolvió.
—Buenas, vecino. ¿Qué haciendo? —preguntó el tapicero cuando Héctor lanzó la gabardina hacia el perchero.
—Nomás de paso.
El hombre repasaba atentamente las páginas del aviso oportuno. Cazador de talachas, buscador de subempleos. Con un plumón rojo subrayaba.
—¿Salió algo? —preguntó Héctor mientras se dejaba caer en el sillón.
—Nada… Una pinche remendada de un sillón a un güey de aquí junto que tiene una papelería, pero el muy ojete sólo quiere dar el material y cien pesos.
El tapicero, al que Gilberto le había subarrendado el despacho en las mañanas, siempre estaba de buen humor; y parecía que además, siempre estaba buscando empleo. Si le hubieran pedido a Héctor una definición hubiera dicho: Chaparrito, barbón, siempre anda de buenas, siempre hundido en el Aviso Oportuno.
—Le dejó allá arriba de la mesa un recado su hermano.
En el centro de la ciudad el sol dominaba. La llovizna se había quedado atrás, en Santa Clara.
“Estoy en el café La Habana hasta las doce y media”, decía la nota.
Volvió a ponerse la gabardina y caminó hacia la puerta.
—Tiene cara de sueño, maestro —dijo el tapicero.
—Algo hay de eso… Que haya suerte.
Cuando abría la puerta, dio de frente con Gilberto, el plomero compañero de oficina desde los días buenos.
—Órale pues, sin atropellar, mi buen.
—Dijo la señora que le debía usted lo de la lavada —contestó imperturbable el detective.
—Le debía la lavada de nalgas —respondió más imperturbable el plomero.
—¿Mande usted? —dijo Carlos el tapicero sin levantar la vista del periódico.
—La de mear —dijo el plomero dejando caer sobre la mesa del escritorio una bolsa café llena de tubos viejos.
—Será lo que sea, pero páguele, no sea cabrón —dijo Héctor saliendo.
—Ahí se sienta —acotó el tapicero.
—Lo veo triste —escuchó Héctor mientras cruzaba raudo al elevador antes de verse inmiscuido en el combate verbal.
Caminó por Artículo 123 hacia Bucareli. Era la hora de “la corte de los milagros” de los voceadores de periódicos. Había un partido de futbolito enfrente de la iglesia extraña de Artículo 123 y una pelea a patadas unos veinte metros más allá. Con la gabardina bajo el brazo y con los ojos llorosos un poco por el sueño y otro poco por el smog, Héctor se fue pensando en el despacho. No lo cambiaba por nada. El contacto con los dos artesanos y con el extraño experto en cloacas de las noches, le remitían a su verdadero lugar en México. Él era un artesano más, con menos oficio que los otros tres, con menos capacidad profesional. Él era un mexicano en la jungla mexicana, y tenía que impedir que el mito del detective, cargado de sugerencias cosmopolitas y de connotaciones exóticas se lo comiera vivo. Los albures y las referencias al canal del desagüe le aportaban diariamente una dosis de mexicanidad inevitable reafirmada por las discusiones sobre el aumento de precio de los refrescos y los cigarros, los debates sobre lo ojetes que eran los dueños de tlapalerías de origen vascogachupín, los informes sobre los estrenos de las carpas y los triunfos de televisión del último cómico. Además, desde un aspecto puramente práctico, se había conseguido tres eficientes secretarias, que no protestaban por recoger recados, dar mensajes, cuidar archivo. En retribución Héctor se veía obligado a tomar encargos de tapicería y plomería, a informar sobre precios de reparación de love-seats en pliana, o de llaves trasroscadas; y de pasada a recoger mensajes de la novia del ingeniero.
Si hubiera que seguir sumando factores positivas habría que añadir que el despacho conservaba un clima de agilidad mental notable que lo desembotaba; una luz excelente en las mañanas, y una versión de la ciudad, esas calles del centro atestadas de ruido y gente, de la que estaba enamorado.
Al llegar a Bucareli en lugar de girar a la izquierda se robó un instante y fue hacia la derecha, para comprar una paleta de fresa, de las mejores que se hacían en el maldito DF.
Carlos, su hermano, estaba sentado ante un café express y una novela de Howard Fast.
—Quihúbole viejo —tiró la gabardina y se sentó.
Pidió un café y unas donas a la mesera y se quedó esperando que Carlos abriera el fuego.
—¿Puedes venir a la noche a la casa?
—¿Qué tan noche?
—Como a las nueve.
—Antes.
—A las ocho.
—Hecho. Así estamos los tres y hablamos un rato de la famosa herencia.
—¿Te chinga mucho, no?
—Bastante —dijo Carlos.
—¿Qué sabes de Procesadora de Acero Delex?
—¿Qué haces metido allí?
—Tú primero.
—Es una empresa con tres plantas en el DF y otras dos en Guadalajara. Atascada de transas. Tiene mala fama en el medio industrial. Muy fuerte económicamente. No sé quiénes son los mandos.
—¿Sabes algo del sindicato?
—¿El charro?
—No, el de ustedes.
—Algo.
—Carajo, dímelo ya… No soy agente de la patronal.
—Eso ya lo sé… —levantó la mano y pidió a la mesera, señalando la taza vacía, otro café.
—Le quieren poner un cuatro al sindicato. Quieren usar el asesinato del ingeniero para fregarlos —dijo Héctor abriendo el fuego.
—Ya nos lo olíamos.
—¿Me puedes poner en relación con alguien?
—Mañana.
—¿Hoy no?
—No conozco personalmente a los compañeros de allí.
—¿Me puedes acompañar?
—¿Qué estás haciendo? —dijo Carlos. Héctor sorbió lentamente el café antes de responder.
—Estoy intentando saber quién mató al ingeniero ése. Me contrataron hoy.
—Es un trabajo medio mierda. Se cruza la bronca con el sindicato.
—Ya lo sé.
—Tengo que llevar las pruebas de imprenta que corregí ayer a la editorial. Ando muy jodido de dinero —Carlos sonrió.
—A las tres y media en la lonchería que está enfrente de la planta… ¿Cinco minutos?
—Órale pues… ¿No te creará problemas que te vean con los nuestros?
—Me importa un reverendo cacahuate.
—Allá nos vemos… Tú pagas —Carlos se levantó de la mesa—. ¿Sabes algo de tu muchacha de la cola de caballo? —preguntó a modo de despedida.
Héctor alzó los hombros.
—Llegan cartas.
—Poca cosa, viejo.
Le pasó la mano por la nuca en un gesto entre fraternal y paternal.
En el café saturado de ruidos por las conversaciones Héctor bostezó y se quedó pensando que de alguna manera inexplicable los papeles se habían trastocado entre él y su hermano menor para dejarlo convertido en el benjamín de la familia.
La muchacha del brazo enyesado esperaba apoyada en el portón, y al verlo desde lejos se desprendió avanzando hacia él. Al caminar balanceaba el morral que colgaba del mismo hombro donde se sujetaba el pañuelo que sostenía el brazo inmóvil.
Héctor contemplaba fascinado la algarabía de las muchachas de blusa blanca y falda escocesa que se desplegaban como plaga por la calle entera. El viejo de los tamales le sonrió al paso, reconociéndolo.
—¿Estuvo fuerte, eh?
Héctor asintió con la cabeza.
—Ángel guardián —dijo la muchacha a modo de saludo haciendo una leve reverencia.
—Hola —respondió Héctor sin encontrar nada más que decir. Caminaron juntos sin hablar hasta Insurgentes. El sol de mediodía sacaba chispas en las vidrieras. Por tres veces pareció que Héctor diría algo, pero se limitó a dar rabiosas chupadas al cigarrillo. La muchacha lo miraba sorprendida, desconcertada, de reojo.
—¿No vienes? —preguntó con el pie en el estribo del autobús.
—Más tarde. Tengo cosas que hacer.
Y se quedó parado en la esquina, mirando a la muchacha que recorría el autobús hasta sentarse en el asiento trasero y mirar hacia atrás.
No había sabido qué decir y cómo empezar. Héctor se daba cuenta de que su aire profesional no era otra cosa que la expresión del desconcierto en que vivía. ¿Qué hubiera dicho un detective de novela?
Probablemente hubiera hecho lo mismo que él, hubiera permanecido callado realizando la silenciosa custodia de la muchacha. Pero lo hubiera hecho por motivos diferentes, no por timidez.
Bostezando tomó de nuevo rumbo al norte.
Irregulares filas salían de la fábrica. Algunos grupos se dirigieron de inmediato a la lonchería. Las mesas se fueron llenando.
Héctor se levantó de la mesa.
—¿Quién es del sindicato del hierro? —preguntó a un obrero gordito, de gorra de lana con pompón azul.
Éste señaló la mesa de enfrente. Se hizo un leve silencio en la lonchería. Todas las miradas cayeron sobre él, sólo el ruido de los refrescos al caer sobre las mesas. Avanzó decidido.
—Quisiera hablar con ustedes.
Un hombre alto, con bigote de zapatista, le indicó la silla. Dos más compartían la mesa: un obrero de overol azul, que empezaba a quedarse calvo, con mirada chispeante y una media sonrisa eterna en la boca, junto con el cigarrillo que colgaba, de unos cuarenta años, y un chaparrito barbón, con suéter guinda y pantalones de Milano del mismo color, sólo delatado por un par de manos enormes y callosas.
Héctor miró hacia la puerta esperando la entrada de su hermano. El flujo continuaba desde la fábrica, la lonchería estaba cada vez más llena y silenciosa en contraste con el bullicio de afuera.
—La empresa me contrató para descubrir quién asesinó al ingeniero Álvarez Cerruli… Probablemente traten de echarles el muerto encima a ustedes… Aunque trabajo para ellos, voy a tratar de evitarlo, y la única forma que se me ocurre es encontrando al verdadero asesino… Necesito que me ayuden.
Los hombres se miraron entre sí.
—¿Usted quién es?
—Me llamo Héctor Belascoarán Shayne.
El nombre no produjo reacción.
—¡Por qué no le pregunta a Camposanto! —dijo una voz mesas más allá.
Los hombres de la mesa rieron.
—¿ Por qué no le dice a Camposanto que lo invite a una fiesta? —dijo la voz del gordito a sus espaldas.
Nuevas risas.
—Dígales que nos vale verga que nos quieran echar el muerto encima —dijo el hombre alto, y dio por terminada la conversación.
Héctor se levantó y salió después de dejar unos pesos al lado del refresco que había tomado.
El sol le pegó en la cara haciéndolo parpadear. Tenía sueño. Caminó hacia la entrada de la fábrica. Un grupo de obreros jóvenes vendía El Zopilote, un pequeño periódico sindical, ante la mirada hosca de los policías industriales que flanqueaban a un empleado de confianza. Compró uno, echando en el bote rojinegro que le pusieron enfrente cinco pesos.
—Gracias compa…
Con el periódico en la mano entró a la empresa ante la mirada de reconocimiento del vigilante, entre obsequiosa y molesta.
¿El aire vibraba sacudido por una gran tensión? ¿O era simplemente que el cansancio estaba empezando a dominarlo y lo hipersensibilizaba?
La secretaria accedió a entregarle la lista de las direcciones particulares del personal de confianza, tras consultar por teléfono. Héctor fumó un nuevo cigarrillo mientras esperaba que la muchacha pasara a máquina nombres y calles.
—¿Quién era la secretaria del ingeniero Álvarez?
La muchacha señaló hacia un escritorio situado diez metros adelante sobre el pasillo. Una muchacha de unos veinticinco años trataba de bajar unos fólders de un archivero mostrando las piernas bajo una falda verde esmeralda.
Héctor caminó hacia ella.
—¿Le ayudo?
—Ay, por favor… Nomás los fólders amarillos.
Héctor se estiró para tomarlos y los pasó.
—¿Usted era la secretaria de Álvarez Cerruli?
La muchacha lo miró por primera vez.
—¿Policía?
Sobre el escritorio un envoltorio de panquecitos abiertos. Migas en abundancia.
Héctor negó con la cabeza.
—Nadie lo quería, ¿verdad?
—Era muy seco, muy, cómo decirle… rígido.
—¿ Cómo se llamaba el otro ingeniero que murió hace un par de meses, recuerda?
—El ingeniero Osorio Barba, sí, cómo no… Trabajó aquí hace dos años… El ingeniero Álvarez Cerruli lo conocía bien.
—¿Sabe si estaban relacionados de alguna manera?
La muchacha bajó la vista.
—Se conocían bien.
—¿ Cómo reaccionó su jefe cuando supo que había muerto?
—Se pasó encerrado todo el día en la oficina.
—Una última pregunta.
—Perdóneme tantito, tengo que entregar esto.
—Sólo una pregunta —dijo Héctor tomándola del brazo, el músculo se tensó bajo el suéter.
—¿Alguien lamentó la muerte de Álvarez…?
—Ahorita vengo… —dijo la muchacha librándose de la mano.
Héctor caminó hasta el escritorio y tomó la lista que le tendía la muchacha.
Carlos lo esperaba en la puerta de la empresa platicando con los vendedores del periódico. Se apartó para interceptarlo.
—Los del comité ya se fueron. Disculpa la tardanza, pero no encontraba al cuate que podía conectarme con la gente de aquí.
—No entiendo un carajo… Cuéntame la historia de lo que pasa con el sindicato.
Caminaron juntos en medio del polvo. En las puertas de la fábrica sólo quedaban los vendedores del periódico esperando a los rezagados del segundo turno, y un par de trabajadores jugando volados con un jicamero cerca de la esquina.
La sensación de ajenidad, de extrañeza al ambiente empezaba a ponerlo nervioso.
En Relaciones Exteriores no trabajaban en la tarde, de manera que después de echarse un sueño en el camión de regreso y de leer El Zopilote (¡TITULARIDAD DE CONTRATO O HUELGA!, GALERÍA DE PERROS, UN PARO EN EL DEPARTAMENTO DE AJUSTE TERCER TURNO, SOLIDARIDAD CON LA IEM) en el segundo camión, alquiló un coche en una agencia de Balderas y compró el periódico para buscar un cine donde meterse hasta las siete. Si las cosas seguían así, hoy sería otra noche en blanco. La idea no le gustaba nada. Abandonó la posibilidad del cine mientras revisaba el diario cambiándola por la perspectiva de darse un baño y comer bien. En ésas andaba cuando descubrió el estreno de Chinameca: Los últimos momentos del zapatismo de Gabriel Retes, Cine Insurgentes. Estreno.
Tomó nota mentalmente del horario y sonrió. ¿No será buena idea encontrar a don Emiliano a la salida del cine? Don Emiliano atestiguando cómo contaban su historia.
No pudo menos que ampliar la sonrisa ante el extraño triángulo de problemas que había metido en su vida.
Había algo que no terminaba de gustarle, decidió mientras se secaba violentamente. La estación de radio que había captado al azar en el momento de entrar al baño se iba del aire a cada rato. Tendría que llevarle el aparato al vecino radiotécnico. Afuera se había levantado una tolvanera y el árbol frente a la ventana sacudía las ramas melodiosamente.
No le gustaban los mil y un personajes que habían cruzado la historia en tan poco tiempo. No le gustaban tantas caras en sólo dos días. Y se temía no sólo que siguieran apareciendo caras y nombres, sino que además comenzaran a cruzarse en sus caminos hasta armar un gigantesco carrusel de caras, una madeja humana.
Por un lado los muchachos de la puerta de la escuela, por otro los ingenieros, por otro los del sindicato. Habría que sumar al otro muerto, a las caras sandinistas que acompañaban al supuesto Zapata. Tendría que incorporar a la galería al padre de Elena, a la esposa del ingeniero muerto, a una sirvienta en la Narvarte, a un jefe de turno “perro puto”, y sobre todas ellas, el rostro de su madre que no acababa de irse, que aparecía en los cabeceos del camión, en medio de las páginas de Dos Passos, y las cartas que traían la ausencia de la muchacha de la cola de caballo.
Desfiles de nombres: Duelas, Camposanto, Guzmán Vera, Osorio Barba… Y más nombres en la trayectoria mítica de Zapata: Farabundo Martí, Porfirio Sánchez, Girón Ruano… Y más nombres en las páginas del diario.
Y rondando allí, piernas de secretaria tratando de alcanzar los fólders y la muchacha en Italia en cama ajena, y la sonrisa suave de Elena con brazo enyesado, más las blusas transparentes de Marisa Ferrer.
El cansancio podía convertir todo aquello en un maremoto.
Tras la reunión familiar, la cena. Se puso una camisa blanca y buscó en el clóset una corbata. Encontró en un cajón atascado de calcetines una corbata de color gris tejida, hija de otros tiempos. La tomó y cuando la estaba anudando, decidió quitársela. No habría conciliaciones de nuevo. Terminó optando por tirarla en el bote de la basura adonde habían ido a parar momentos antes las listas de nombres.
Se fue de la casa sin apagar la radio.
Carlos había estado explicándole a Elisa cómo el echeverrismo había tratado de reorganizar el sustento económico de la clase media tras el 68. Héctor entró al diminuto cuarto de azotea, se sentó en el suelo y sirviéndose un café se quedó escuchando tras el beso de su hermana.
—…¿Dónde están tus cuates de generación? ¿O los tuyos? —señaló a Héctor—. En un cincuenta por ciento han pasado a formar parte, con magníficos sueldos, de extrañas instituciones. Han ido a engrosar institutos mágicos donde no se hace nada, pero se ocupan cargos. Para ellos se reinventó el país, para darles empleo. Por eso, y por un afán tecnocrático que en lugar de modernizar el capitalismo mexicano lo único que hizo fue aumentar el peso de la burocracia estatal.
No niego que cuando entraron, algunos querían hacer cosas… Se les acabó pronto la gana, se los tragó la nueva burocracia elegante de técnicos intelectuales… Ahí están dando de comer a los gusanos en el Instituto de Conservación de las Espinas del Nopal… En el Centro de Recuperación de Recursos Recuperables… En el Centro de Estudios Inexactos para la Transformación del Agua de Barril… El Centro de Cómputo de Cosechas de Camote…
Y siguió con una letanía de nombres de instituciones reales e inventadas que a Héctor no se le hizo diferente de la mágica enumeración del rosario.
—…El Centro de Adiestramiento de Mogólicos… El Instituto de Transformación del Pedo… El Fomento Nacional para la Organización de la Cosecha de Capulines… El Instituto de Recursos Ambientales… El Centro de Estudios Atrasados… El Fideicomiso para la Utilización del Plátano… Tengo una lista que me hizo un cuate que está haciendo su tesis sobre esto en la que tiene sesenta y tres mierdas de éstas… Con ochenta y seis que yo inventé, ya hay para un diccionario de instituciones falsas y reales…
—Suena como a los niños que leen la lotería —comentó Héctor.
—En Canadá, cuando estaba encabronada de aburrimiento, organizaba listas de santos inventados: San Heraclio Fournier, San Clemente Jacques, San Doroteo del Valle, Santa Anchoa de Vigo, San Chícharo del Gigante Verde.
Los hermanos rieron.
—Tengo una lata de atún grande —dijo Carlos.
—No puedo quedarme a cenar, hay una cena por ahí… —dijo Héctor.
—¿ Cómo andas? —preguntó Elisa.
—Metido en líos, como siempre.
—¿Quieres ayuda?
Héctor negó con la cabeza.
—Y bien, entonces, ¿qué vamos a hacer?
—A mí me fastidia esto, ¿por qué…?
—No, ni madres, a mí me fastidia también, y a Héctor supongo que lo mismo.
—No te zafes. Hay que hacer algo y listo —dijo Carlos.
—Bueno, pues ahí va.
Elisa sacó un par de sobres del morral.
Héctor caminó hasta la cocina para buscar un cenicero. Al fin encontró uno entre los trastes sucios y empezó a lavarlo.
—Sigan, oigo bien.
—Es una carta de mamá para los tres, ¿quieren leerla o la lee alguien en voz alta?
—Léela tú —dijo Carlos.
—Ajá —asintió Héctor desde la cocina.
Queridos hijos:
Sé que cuando estén leyendo esta carta yo no estaré ya viva. Odio las fórmulas literarias, por eso no digo: “Me habré ido” y cosas así. Estaré muerta y espero que haya sido una muerte suave, sin problemas. No fue así la vida. Ustedes sólo conocen una parte. Pero no quiero cargarlos de recuerdos, cada uno tendrá los suyos propios. Ya estoy desviándome… La historia es simple: hay una serie de bienes que he reunido a lo largo de mi vida. A estas alturas habrán decidido si los reparten de mutuo acuerdo o los distribuyen de acuerdo a mis disposiciones. No me preocupa. Sé que ninguno de los tres ama el dinero. Por otro lado, tengo que hacerles entrega de la herencia de su padre. Por voluntad de él, he guardado estos últimos años una carta para ustedes tres. Esa carta acompaña esta nota e incluye una llave de una caja bancaria. Fue su deseo que hasta ahora recibieran ustedes esto. Sea así. Les deseo la mejor de las suertes. Recuérdenme.
Shirley Shayne de Belascoarán
—Carajo —musitó Carlos.
Los hermanos se quedaron en silencio. Alguien en el piso de abajo puso a todo volumen la televisión.
—Bueno, dan ganas de llorar. No hace daño reconocerlo… ¿ahora qué sigue? —dijo Elisa rompiendo el silencio.
—Abre la carta de papá.
—Es sólo una nota con una llave. Dice:
“Cuanto más complicado mejor. Cuanto más imposible más bello.”
Banco de las Américas, caja 1627. Sucursal Centro: Por medio de la presente autorizo a cualquiera de mis 3 hijos a abrir y utilizar el contenido de la caja de seguridad arriba señalada. José María Belascoarán Aguirre
—¿Qué nos tendrá esperando el viejo? —preguntó Carlos.
—¿Te acuerdas de él?
Héctor asintió saliendo de la cocina. Miró el reloj.
—Lo único que se me ocurre hacer con el dinero es que tú te quedes con él… Tú lo necesitas más que nosotros —dijo Héctor dirigiéndose a Elisa.
—Esa lana quema —respondió quitándose un mechón rebelde de la cara.
—Me tengo que ir. ¿Qué hacemos? —dijo Héctor.
—¿Cuándo nos podemos sentar a hablar con calma?
—Mañana en la mañana, en el despacho.
—A las doce —sugirió Elisa.
—De acuerdo.
Besó a su hermana, palmeó la espalda de su hermano y salió al frío.
Tras andar revoloteando con el coche por la colonia Florida, encontró la calle y el número. Una casa sola de dos plantas con un pequeño jardín al frente. El piso de arriba iluminado como si ahí no pasaran el recibo de la luz con las nuevas tarifas. Tocó el timbre pensando que lo primero que haría al entrar sería apagar las luces de la sala donde no habría nadie viendo la tele. Seguiría apagando luces: la del baño, la del desayunador y las de las dos recámaras. De alguna manera el inconsciente y los tres meses de continencia sexual, aunados a las imágenes del álbum de Marisa Ferrer, se conectaron en su cabeza con la idea de apagar las luces y se vio a sí mismo apagando la luz de la mesita de noche y girando en la cama hacia el cuerpo desnudo que esperaba. Tocó el timbre de nuevo mientras pensaba en que le daba lo mismo encender que apagar la luz para hacer el amor. Es más, que lo mejor sería dejarla encendida. Sería quizá por tan turbulentos pensamientos que cuando Elena, brazo en cabestrillo y sonrisa tímida abrió la puerta, Héctor Belascoarán Shayne, de oficio detective y de formación un tanto puritana, se sonrojó.
—El ángel guardián…
—Vengo a cenar.
—Ah, conque tú eres el invitado… caray, caray —dijo la muchacha abriéndole paso hacia el interior de la casa.
“Casa horrorosa”, pensó, dejando de lado la idea de apagar las luces. Casa llena de venados de porcelana y de lámparas que no alumbraban, de ceniceros en los que no había ceniza y cuadros que no contaban historias. Conocía el ambiente, incluso recordaba el olor de una casa similar, de un ingeniero con veintidós mil pesos de sueldo y una mujer que insistía en cambiar la alfombra de la sala. Recordaba incluso que había vivido en ella, pero lograba ver ese otro yo como a una tercera persona que alguna vez había conocido.
—Llega puntual señor Shayne.
—Belascoarán Shayne. El primer apellido es Belascoarán.
—Perdone usted a mamá, es que no ha estudiado el libreto a fondo —dijo la muchacha sonriente.
—¿Qué hace una con una hija inteligente? En la época de mis papás las mandaban a un colegio de monjas. Parece que a mí no me funcionó el recurso.
La mujer vestía un traje de noche negro y reluciente. Algo tenía que ver con una frase hecha: COMO UN GUANTE. Un sabor de rumba peliculesca se desprendía de la silueta que traía untado el traje sobre la piel. Héctor se imaginó con un cuchillo de mantequilla, poniendo material negro sobre la piel de la mujer que adivinando, o intuyendo, o suponiendo, o simplemente por galantería profesional dejó tiempo en silencio para que el detective contemplara y luego lo tomó del brazo para llevarlo a la sala. Un biombo doblado separaba la sala del comedor donde tres servicios esperaban dueño. Sobre el gran sofá un cuadro de la anfitriona, desnuda, claro está, tendida sobre una piel de oso blanca. Dos fotos de una niña de cinco y diez años aproximadamente y un paisaje marino.
—¿Horrible, verdad? —sugirió Elena.
—Algo hay de eso.
—Te dije mamá que lo quitaras de ahí.
—Habrá notado señor Belascoarán —pronunció suavemente, como deletreando el nombre— que no nací para decoradora de interiores.
La mujer ofreció cigarrillos de una caja de música que emitió tres acordes de una polonesa.
Héctor sacó sus Delicados con filtro y encendió el cigarrillo de la mujer.
—Quiero agradecerle lo que hizo usted hoy por mi hija. Me hablaron de la escuela, y aunque ella no ha querido decirme nada, me he dado cuenta de que usted intervino. ¿No es así?
Héctor asintió agradeciendo a la muchacha su silencio. No había nacido para salvar gatos atrapados en una cornisa. Jugaba limpio y esperaba el mismo juego. Desde luego, le interesaba más la hija que la madre. Aunque no podía dejar de admitir que la mujer tenía gracia y capoteaba bien los vendavales. De cualquiera manera, ¿por qué se fijaba en él? ¿Coquetearía por instinto con los hombres que tenía enfrente? Porque resultaba evidente que podía conseguírselos a puñados.
—Vamos a cenar —dijo la mujer.
Héctor dejó la gabardina a un lado, para que la muchacha la tomara y la pusiera en un perchero de pared.
—Así ya no parece detective. Lamento decirle que tiene apariencia de pasante de arquitectura que trabaja en una mesa de dibujo para ganarse la vida —dijo la muchacha.
En el momento en que se sentaron a la mesa, una mujer con delantal blanco comenzó a servir la comida.
—Hija, ya conoces al señor, lo he contratado para que nos ayude. En vista de que no quieres decirme nada y que sé que estás en problemas…
La muchacha interrumpió el viaje de la cuchara hacia la boca. Se puso en pie. La servilleta se deslizó al suelo.
—Me gustaba más como ángel guardián que como asalariado —dijo y lentamente caminó hacia la sala. La cuchara se cayó sobre la mesa.
Héctor se puso en pie.
—Ahora vuelvo —dijo dirigiéndose a la madre.
—Parece que se fue a la chingada la cena —dijo Marisa Ferrer, sonriendo.
Héctor siguió la sombra de la muchacha a través de un pasillo, con dos baños a los lados, hasta una puerta.
El cuarto tenía las huellas de su dueña. Libros en las paredes, un cubrecamas azul celeste, cojines anaranjados en el suelo, muñecas de hacía cuatro años todavía relucientes, una suave alfombra de peluche.
La muchacha dejó los zapatos y saltó descalza sobre la cama para acomodarse cerca de la almohada las piernas bajo el cuerpo.
Héctor permaneció de pie. Encendió un cigarrillo. Dudó un instante y se sentó en el suelo a fumar, apoyado en la pared.
—¿Tienes un cenicero?
La muchacha le arrojó uno de latón que había sobre la mesita de noche.
—Las cosas claras, Elena. No voy a trabajar para ti si tú no quieres… El contrato con tu madre me importa un rábano si no quieres que te eche una mano. Tú eres la de los problemas. Los de hoy en la mañana querían fregarte a ti… Tú eres la que tienes que decidir si quieres que meta las manos en tus problemas. Así de fácil.
La muchacha lo miró en silencio.
—¿Qué es lo que sabe?
Héctor dudó un instante. Luego decidió que no podía hipotecar la relación a nombre de la eficacia profesional. Juegos limpios eran más sanos.
—Leí un álbum de recortes de tu madre, unos recortes de periódico del accidente y unas páginas de tu diario.
—¿El diario?
—Fotocopiadas.
—Soy una pendeja.
—Yo suelo decir eso de mí todos los días. Que sirva de consuelo. ¿Hay trato o no hay trato?
—¿Tú quién eres?
—Larga historia. Una larga, muy larga historia que no sé si entenderías porque yo mismo no la acabo de entender. Una historia que no sé contar.
—Si tú quieres saber la mía, tengo que saber la tuya.
—El problema es que yo no tengo diario —dijo Héctor.
—Te debes haber reído de mí.
—Me río pocas veces.
—Déjame pensarlo… Das confianza. Tienes cara de que quieres ayudar… Y, ¡ah chirrión!, me cae que necesito ayuda.
—No pensé que hablaran tan mal en los colegios de monjas.
—¿Tú dónde estudiaste?
—En prepa seis años hace… diez años.
—En la escuela les damos tres y las malas…
—¿Mañana a la hora de la salida?
La muchacha asintió. Héctor salió dejando tras de sí la mirada clavada en su espalda.
La mujer esperaba en el comedor, pero no sola.
—Señor Belascoarán. El señor Burgos, un viejo amigo de la familia.
Héctor recibió la mano. Sudorosa, de apretar fuerte. Tras ella un hombre moreno, de unos cuarenta años, con chamarra de piel y gazné, de pelo rizado, muy negro.
Burgos. Otro nombre a la lista. Con ojos fríos, licuados, de serpiente. Bueno, bueno. Ya parece novela de Graham Greene. Detente.
El tipo es feo. ¿Y qué?
—¿Ha decidido seguir adelante?
—Así es. Sabrá más tarde de mí.
La mujer lo acompañó a la puerta tras un previo “espérame, Eduardo”.
Al llegar a la salida depositó su mano entre las de Héctor que rápidamente se soltó para encender un cigarrillo.
—Una sola cosa, señora. No quiero que nadie sepa que trabajo para usted. Nadie —Héctor señaló hacia la sala.
—Nadie lo sabe. Descuide usted… ¿Le dijo algo?
Héctor negó.
—Le agradezco de nuevo lo de hoy. No sólo porque evitó que Elena fuera lastimada. Ella se siente más segura. Pasó la tarde bromeando sobre las conveniencias de tener un ángel guardián.
“Ángel guardián, mis nalgas —pensó Héctor ya en la calle, ya con el frío golpeando en la cara. Viento del Ajusco, de ese que sacaba sueño, que sacudía la modorra—. A mí ¿quién me cuida?”
El Volkswagen alquilado tenía un aparato de radio con bocinas estéreo en la parte de atrás y una luz en el espejo. Combinando ambos elementos, revisó la lista que le había dado la secretaria en la fábrica. Mientras escuchaba un blues melancólico y rítmico.
Camposanto: Insurgentes sur 680, departamento L.
Enfiló hacia la Nápoles por Insurgentes. Las dos ventanillas abiertas le permitían prolongar el aire del Ajusco en la cara.
Si el corazón late más de prisa que de costumbre, si estás completamente convencido que la noche es la mejor amiga del hombre. El Cuervo te acompaña.
Las palabras surgidas del estéreo lo sorprendieron. Una campanita sonó en la cabeza.
Atahualpa Yupanqui lo cantó alguna vez: La noche la hizo Dios para que el hombre la gane.
Así es. No hay lugar para el desconsuelo. Ni siquiera para la soledad. Solos pero solidarios, es la consigna. Aquí el Cuervo en XEFS. Con un saludo para los trabajadores del tercer turno de la empresa Vidriera México, a los que no les pagan las horas extras como es justo.
Ánimo, raza. Para ustedes, una canción de lucha de los campesinos peruanos: Tierra libre, con el conjunto Tupac Amaru.
La música invadió el coche. Al detenerse ante el semáforo en rojo una cara le vino a la memoria: Valdivia, el flaco Valdivia. Tenía que ser esa voz. Aquella voz que recordaba desde la secundaria ganando los concursos de recitada: “Con diez cañones por banda, viento en popa, a toda vela.”
El coche respondió al acelerador. Y saltó hacia adelante sobre Insurgentes.
Serían cerca de las diez. Miró el reloj: diez y veinticinco. Amagó un nuevo bostezo.
Probablemente ya no agarraría al ingeniero.
Aquí, XEFS, en Las horas del Cuervo. El dueño de la noche. Desde ahora hasta el momento exacto en que el amanecer nos lo estropee todo. El único programa que termina cuando el conde Drácula cierra el ataúd. No regido por la dictadura absurda del reloj, sino por la más absurda rotación de la Tierra… Tengo en la línea uno una llamada de un amigo que se va de su casa y quiere discutir sus argumentos con nosotros. Están abiertas las líneas dos y tres. Recuerde: cincuenta y uno doce dos cuarenta y siete, y cincuenta y uno trece ciento diecinueve. El Cuervo al habla.
Detuvo el coche ante el número seiscientos ochenta de Insurgentes y pasó los siguientes diez minutos entre bostezos, tareas de localización especulativa del departamento L, las historias del tipo que se quería ir de su casa y la desesperación por su falta de previsión que ahora lo obligaba a racionar los seis cigarrillos. La casa tenía un garaje amplio, cubierto por una reja. Cuatro coches esperaban, dos Ramblers, un Datsun y una camioneta Renault. ¿Cuál de ellos? Trató de recordar si había visto en la mañana alguno en el interior de la fábrica.
Nuevamente música, para hacer más placenteras las horas de verdadera vida.
Y conste que parte del supuesto de que usted está despierto porque quiere. Claro, si no es así, si el trabajo lo tiene esclavizado, recuerde que la noche es la mejor hora para vivir. Cámbiese al segundo turno y duerma de mañana.
“Ganas dan —pensó Héctor—. Caray con el Cuervo.” Ya tenía compañía para la espera.
Porque la noche es la gran hora de los solitarios, es la hora en que la mente trabaja más rápido, en la que el egoísmo disminuye, en la que la melancolía crece. La hora en que sentimos la necesidad de una mano amiga, de una voz que nos acompañe, de ayudar a nuestra vez y tender la mano.
Aquí Las horas del Cuervo, con su servidor y amigo el Cuervo
Valdivia, dispuesto a servir de puente entre hermanos de las profundidades.
Tengo en mis manos una carta de una muchacha que quiere volverse a enamorar. Su nombre es Delia.
Parece ser, por lo que dice, que las cosas no marchan bien. Que se ha divorciado por segunda vez y que se está consumiendo en un cuarto de azotea. ¿Alguien quiere tender la mano?
Diez minutos más tarde el teléfono había proporcionado seis voluntarios para volver a tratar. Delia después de todo tenía alguna posibilidad.
Tras esto, un poema de César Vallejo, cantos de la guerra de España, una tanda de canciones de Leonard Cohen, un llamado para donar sangre AB negativa, una petición de comida para la guardia de una huelga en la colonia Escandón que recibió la oferta de tres desayunos en la lonchería Guadarrama y de una olla de chocolate caliente de los habitantes de una vecindad. Una tanda de crípticos mensajes personales: “Germán, no se te olvide comprar eso”. “Anastasia espera a sus cuates en su cumpleaños”. “A los que tengan apuntes del curso de física experimental del C.C.H. comunicarse con Gustavo a tal teléfono porque tiene examen mañana y no encuentra los suyos”, etcétera.
Una pareja de mediana edad salió en el Rambler guinda. El Datsun abandonó el garaje conducido por un muchacho con chamarra que llevó a dos viejos probablemente de regreso a su casa y regresó de nuevo.
A las doce y media, una vez que el Cuervo hubo tomado por asalto las ondas y que Héctor hubo fumado tres de los cigarrillos de su reserva, el ingeniero Camposanto, con traje gris oxford y corbata roja salió de la casa.
Una mano amiga en el aire. Las horas del Cuervo. Una voz para combatir el insomnio, la soledad, la desesperación, el miedo, las horas de trabajo nocturno mal pagado, el frío.
Un compañero en el aire.
La ciudad duerme, dicen. Nada de eso. Y si es cierto, dejémosla dormir a la muy ingrata. Nosotros seguimos vivos. Somos los centinelas de la noche, los que velamos por los malos sueños de esta ramera llamada DF. Los que vigilamos sus pesadillas y tendemos un manto de solidaridad en medio de la oscuridad.
Por cierto, los policías que están en la esquina de Michoacán y
Nuevo León, que ya pongan el automático en el semáforo, que no pensamos seguir pagando mordida porque el rojo lleva más de diez minutos.
Para más datos se encuentran en la patrulla veintiséis, tomando unas tortas, en una lonchería.
El ingeniero dejó su coche en la esquina de Niza y Hamburgo, frente al Sanborns y salió caminando. Héctor lamentó tener que desconectarse de el Cuervo. Su intuición le decía que esa noche correría en blanco, sin premio alguno. Seguro que el ingeniero tomaría solitario un par de copas en un cabaret. Nadie se le acercaría, nadie hablaría con él. Noche perdida.
Y así fue.
Si usted es de los que piensan que las horas de la noche pertenecen al reino del terror, si se despierta sudando, si escucha el sonido de la sirena de la Cruz Roja y se sobresalta, si los niños tienen pesadillas; si vive el momento más difícil de su vida, si hay que tomar una decisión fundamental… No olvide. El Cuervo está esperando su llamada… Hermanos, la noche es aún larga.
Y así fue también.