Y pensaba también que él debía ser de éstos, de los que trabajan al sol, no de los que buscan el placer de la sombra.
—PÍO BAROJA
—No, la libreta primero —dijo Carlos.
Elisa estiró las ligas y abrió la libreta.
Es la mía una historia de lucha porque así fue mi época. Yo bien hubiese querido no manchar mis manos de sangre de otros hombres.
No pudo ser así. He matado de frente en nombre del ideal, y el ideal se alejaba de mi vida.
A los trece años me hice socialista y pienso que lo sigo siendo. Al socialismo me empujó la justicia, el afán de justicia y el hambre de mi pueblo. Era yo fogonero de pequeño vapor que hacía escala en varios puertos de la costa cantábrica trabajando para empresas farmacéuticas en una época en que era más fácil organizar comercio en barco que por tren en el norte. El vaporcito no despreciaba labores de otro tipo, y más de una vez hicimos pequeño contrabando o pescamos con red. Tengo el orgullo de haber sido fundador a los catorce años cortos del Sindicato de Trabajadores del Mar, de San Sebastián, que agrupó en aquella época a más de mil portuarios, marinos, pescadores y trabajadores del muelle de la región costera en el País Vasco.
Tenía fama de terco, de cabezón, y lo era sin duda. Pero también tenía fama de ser gente de una sola palabra.
Eso me causó muchos disgustos y muchas veces me tuve que quedar en tierra sin trabajo. Situación grave porque tenía que llevar las manos vacías a una humilde casa donde mi padre con su salario de hambre como trabajador del muncipio no podía cubrir deudas ni mejorar la triste situación del hogar.
Pasamos hambre.
Nunca he contado esto, porque se ha quedado muy atrás. Como nunca les he contado en detalles las historias que hacen mi vida, porque pienso que cada uno de ustedes tiene la suya propia, y que los recuerdos de un viejo estorban más que ayudan a formar el carácter.
En octubre de 1934, a bordo de un velero carcomido, me encontraba en el puerto de Avilés cumpliendo órdenes del Partido Socialista y transportando armas para la insurrección que ahí se preparaba contra el intento fascista de copar el poder gubernamental. La revolución me tomó en ese bello puerto asturiano y le di la cara por primera vez en mi vida. A resultas de mi pequeña y humilde participación en aquellos hechos que acabaron con nuestra derrota, me vi obligado a permanecer más de un año trabajando en el sur de España como marinero en buques que viajaban a Marruecos bajo un nombre supuesto y desconectado de familia que me hacía on Francia Reanudadas las relaciores con el Partido, me mantuve en contacto y colaboré en tareas editoriales escribiendo y distribuyendo El Marino del Sur, reorganizando los cuadros de los sindicatos portuarios y transportando compañeros huidos hacia África. En estos menesteres llegué a conocer como la palma de mi mano, o mejor aún si se puede, la costa marroquí, la tunecina y la agrestre costa del Sahara Español, Guinea y Sidi Ifni. Hice grandes amigos, y descubrí que el mundo de los blancos no lo es todo. Para un vasco de veinticinco años esto es algo grande. Pero juro que hubiera querido ser vasco-africano, porque a lo vasco no renuncié nunca ni nunca renunciaré, al contrario, es motivo de orgullo. En el puerto de Túnez conocí a mi primera mujer, y en aquella dura época me hice hombre.
Amé el mar como pocos, pero amé mucho más la causa que había elegido.
La amnistía me permitió volver a San Sebastián y participar en la reorganización de nuestros sindicatos. El alzamiento fascista me tomó desprevenido cuando descansaba en un pueblo de montaña junto con mi padre enfermo, que allí habría de morir un par de días más tarde, y al que no pude ver porque inmediatamente me incorporé pidiendo un lugar en la primera fila. Hice la guerra como capitán de milicianos socialistas y anarcosindicalistas que lucharon bravamente. Cuando cayó el frente del Norte me hice cargo del traslado de muchos compañeros en barcazas que burlando el bloqueo llegaron hasta Francia. Regresé cruzando la frontera y se me asignó la colaboración en el abastecimiento de víveres y pertrechos a las fuerzas leales por mar.
Burlando a los barcos fascistas y a los intrusos alemanes e italianos mantuvimos la costa de la España Leal siempre atendida.
Es mi orgullo decir que en aquellos dos años no tuve un día de descanso ni lo quise. Muchos no fueron así. Pero no es la hora de las quejas. Muchos al igual que yo cumplieron. Muchos más están muertos y su sangre nos mancha a todos y nos hace tener deuda con ellos.
La guerra terminó con nuestra derrota y salí de Valencia en un pesquero, el María Engracia al que le habíamos adaptado dos motores ingleses capaces de poner a caminar un acorazado. Mis fortuitos compañeros de salvación y yo nos juramentamos a mitad del Mediterráneo, frente a las costas africanas, a no perdonar, a no olvidar, a seguir luchando. Éramos diecisiete.
Con la guerra perdida, nuestros compañeros en África fueron internados en campos de concentración por los franceses que no querían problemas, y que por no quererlos tuvieron más de la cuenta.
Usando viejas amistades cambiamos la matrícula del barco por una de Costa Rica y operamos con papeles falsos que nos proporcionó una red que el Partido Comunista había montado desde Casablanca en la que trabajaban dos compañeros judíos alemanes muy queridos de nosotros y que sabían más que María Castaña en el arte de la falsificación.
Los meses que mediaron desde el fin de la guerra hasta el estallido de la segunda guerra mundial los empleamos mejorando nuestro barco, contrabandeando cigarrillos con los puertos franceses para poder comer, haciendo labor de cabotaje que nos llevó hasta Albania, y pertrechándonos de armas. Dos compañeros nos abandonaron en aquellos días porque intentaron reencontrar a sus familias.
De la época en que combatí en Valencia había dejado un cariño muy grande en la mujer que hoy es vuestra madre. La conocí cantando en una velada recreativa y cultural de las Brigadas Internacionales y pasamos varios días juntos de amor en medio del huracán de la guerra. Juré que cuando fuera libre otra vez la iría a buscar a su tierra. Ella, como sabréis, era irlandesa, de una familia de buenas costumbres, encabezada por un maestro de letras antiguas que se sentía orgulloso de que la hija menor hubiera ido a cantar para los hombres de España.
Durante toda la guerra cada vez que pude le escribí avivando nuestro amor.
Fuimos piratas. Atacamos cargueros italianos en puerto y en alta mar, incluso llegamos a destruir un guardacostas alemán cerca de Trípoli.
No teníamos bandera, cambiábamos de nombre y de apariencia, éramos lobos solitarios. En estos combates murieron Mariano Helguera y Vicente Díaz Robles, dos compañeros anarcosindicalistas de Cádiz muy queridos de nosotros, y resultó herido de gravedad, tanto que tuvimos que desembarcarlo y nunca más volvimos a saber de él, Valeriano Corral, catalán y hombre sin partido, pero más bueno que el pan y más entregado a la lucha que cualquiera.
Los ingleses utilizaron nuestra experiencia, y nosotros nos dejamos usar por ellos porque nuestra causa no admitía pequeñeces. Contrabandeamos armas para los partisanos yugoslavos, y transportamos comandos canadienses en misiones que se realizaron primero en el norte de África y más tarde en la costa francesa.
En nuestro pequeño barco que más tarde se convirtió en uno de los dos de nuestra flota pirata, y que en la intimidad habíamos bautizado como El Loco, así como el segundo fue llamado Aurora Social aunque se llamaba oficialmente El Pez Barbudo en signos árabes con matrícula de Liberia. En nuestro pequeño barco, digo, vivíamos en absoluta democracia y libertad, y si bien yo fungí como capitán lo era por libre decisión de los compañeros. Así fueron decididas algunas acciones contra puertos españoles en manos del franquismo, y llegamos a asaltar una comandancia de carabineros en las islas Baleares y a dinamitar dos pequeñas naves de guerra de la marina facciosa en el puerto de Alicante.
A pesar de la diversidad de nuestros actos y nuestras relaciones con los grupos antifascistas que operaban en la costa norte de África, nos sentimos muy atraídos por las acciones que venía realizando la Resistencia francesa, el maquís, donde colaboraban muchos compatriotas nuestros. Trabajamos estrechamente en particular con el grupo de un griego que actuaba desde Marsella y que se llamaba Tsarakis, aunque su nombre de guerra era Christian. Participamos en un ataque a la comandancia naval alemana de Marsella que culminó exitosamente, y en varias acciones de transporte de armas para los resistentes. En el camino se quedaron otros tres compañeros cuyos nombres quiero poner aquí para guardar su memoria: Valentín Suárez, mecánico de Burgos, socialista; Leoncio Pradera Villa, leonés del Partido Comunista, simpático a carta cabal y amigo fiel, y el andaluz Beltrán que era sindicalista y tuerto.
En el 44, sorprendimos una cañonera italiana cerca de la costa de Albania. Intentaron abordamos pensando que transportábamos frutas frescas con la intención de apropiarse de nuestra carga. Combatimos veinte minutos, amarrado nuestro barco al de ellos, hasta que no quedó uno solo.
Allí encontramos veintitrés kilos de monedas de oro de diferentes nacionalidades que se transportaban a Italia por órdenes precisas del mariscal D’Ambrosia. Ese pequeño tesoro fue ocultado por nosotros en la costa del norte de África. Habíamos pensado en dedicarlo tras la liberación europea a financiar la liberación española. Creíamos firmemente en que nadie podría dejar de ayudarnos a terminar con el último reducto fascista en Europa.
Yo desembarqué a principios del 45 en Francia y me sumé a un batallón casi íntegramente formado por españoles que combatía en la punta de lanza de la División Leclerc. Junto conmigo desembarcaron Simón Matías, que murió en territorio checo en un contraataque alemán, y Gervasio Cifuentes, de Mieres, un gran amigo que ha muerto en soledad hace unos pocos años en México.
Seis compañeros más permanecen a bordo de El Loco colaborando con la marina inglesa en las labores de limpieza de minas en los alrededores de Malta.
Al final de la guerra supimos que habían muerto, y con ellos se había hundido nuestro querido barco. Abierto en canal a mitad del Mediterráneo.
Azares del destino me trajeron a México. Ya casado con vuestra madre, trato de descansar de tantos años de sangre y guerra. La derrota y las traiciones de los aliados me descorazonaron, y terminé haciendo lo que tantos otros: anclando mi barco en costa tranquila, haciendo del exilio un tiempo de espera que nunca terminó.
Cifuentes y yo comentamos muchas veces la historia de los veintitrés kilos de monedas de oro. Él trabajaba como contador en una empresa de calzado y yo, como sabéis bien, me coloqué en una editorial de la que en el momento de escribir estas notas soy subgerente.
Ésta es la historia. Ahora, sois hombres. No quiero cederos el ejemplo. No hay mejor ejemplo que el propio, quiero legaros un puñado de anécdotas para que no podáis decir que vuestro padre era un viejo tranquilo que pasaba las tardes leyendo en una mecedora en el jardín de la casa de Coyoacán. No siempre fue viejo. Lo que sucede es que el tiempo pasa.”
“¿Qué hacer frente a una historia como ésta? ¿Cómo integrarla a la vida propia y conectar el pasado con el presente?”, pensó Héctor. Los documentos que hojearon poco a poco eran recortes de periódicos franceses e ingleses, entrevistas, artículos de diarios italianos y españoles que confirmaban pedazos de la historia del viejo Belascoarán, incluso dos documentos del ejército francés en que se certificaba la participación de El Loco en acciones de apoyo a la resistencia por las que se concedía al capitán Belascoarán y a su tripulación la Medalla de la Resistencia.
El mapa mostraba un fragmento de la costa africana enormemente ampliado y señalaba la ubicación del lugar donde enterró el oro.
—Y ahora qué, ¿es cosa de irse al norte de África a buscar un tesoro? —preguntó Elisa.
—Me voy a volver loco —dijo Héctor.
—Todo suena a una novela de aventuras, pero me cae que si papá quiere que vayamos a sacar el oro ése, yo voy —dijo Carlos.
—Abre el sobre, Elisa.
Elisa rompió el borde del sobre y sacó una carta muy breve.
Queridos hijos, es mi voluntad que dado que mi amigo y compañero Cifuentes murió sin descendencia, os hagáis cargo de nuestro último deseo. Leed el cuaderno que acompaña esta carta y recuperad el oro. Descontando los gastos que os tome hacerlo, entregadlo a aquellas organizaciones sindicales españolas que se encuentren en lucha abierta contra el régimen y velen por la causa de los trabajadores.
Confío en vosotros y sé que cumpliréis esta deuda que en vuestro nombre he contraído con mi vida.
JMBA
—¿Tienes refrescos? —preguntó Héctor a su hermano.
—Yo quiero un café —dijo Elisa.
—El viejo tiene razón, es justo… Pero lo único que faltaba es que ahora se me meta en los sueños la costa del norte de África —dijo Héctor.
—Tómalo con calma hermano. No tenemos que salir mañana.
—Y después de todo, ¿por qué no? —preguntó Héctor sonriendo.