Nada de fuerza bruta. Éste es un juego cerebral.
—GEORGE HABASCH (Citado por Maggie Smith)
—Es posible que en un par de meses pueda tirar el bastón a la basura. Yo pienso que si usted no se apresura irá poco a poco recuperando el uso normal de la pierna, no creo que deba preocuparse por eso. En cuanto al ojo izquierdo, no creo que deba hacerse ilusiones. Algunos de mis colegas han sugerido que quizá una operación en Suiza… pero, francamente, la visión está totalmente perdida, el ojo ha muerto, señor Shayne.
—Belascoarán Shayne —dijo una voz ronca desde la silla de enfrente del doctor.
—Perdón, señor Belascoarán.
—¿Podría conseguirme un parche negro, doctor? Me molesta ver en el espejo ese ojo, muerto como usted le dice.
—Sí, cómo no, le extiendo de inmediato una orden para el depósito de ortopedia.
Héctor salió cojeando, apoyado en el bastón negro de mango redondo. Después de todo, en términos de imagen había mejorado notablemente. Un parche en el ojo izquierdo, una barba crecida, un bastón sólido que con la ingeniería adecuada podría ocultar un estilete, como el del conde de Montecristo.
Regresó al cuarto donde había pasado las últimas tres semanas y guardó los libros y el pijama en la pequeña maleta de cuadros escoceses, colocó nuevamente la pistola en la funda y la colgó con cuidado del cuerpo.
La sacó de nuevo para revisar el cargador y el seguro. Tomó la última carta de la muchacha de la cola de caballo y se dejó caer sobre la cama. Del buró tomó el último cigarrillo, arrugó el paquete y lo tiró al bote de la basura. Falló lamentablemente. “Tendría que adaptarse a calcular distancias con un solo ojo”, pensó.
Tengo que organizar una fiesta interminable para tus vecinos plomero y tapicero. Gracias a sus extrañas cartas sé que mejoras y que no puedes aún escribir. Ellos me enviaron maravillosas notas que empezaban: “Estimada señorita de la cola de caballo, aquí Gilberto y Carlos, vecinos y amigos fieles del detective Héctor…”
Con ellas llegaron los recortes de la prensa mexicana.
Lograste ser material de la nota roja.
¿Cómo estás?
Yo regreso. Y no quiero que pienses que vuelvo a convertirme en enfermera de ese extraño personaje que anda dejando pedazos por el camino. Vuelvo porque la búsqueda se agitó y no había nada al final del camino, sólo una noche estrellada en la terraza de un hotel de Atenas, evadiendo los galanteos de un diplomático alemán y un capitán americano con destino en una de las bases de la OTAN.
Eso, y una crema de menta helada en un vaso enorme entre las manos. Triste destino al fin de la búsqueda. Por eso a las once de la noche encontré una agencia de viajes que trabajaba doble turno y reservé los boletos a París para de ahí salir hacia México.
Te doy una semana de chance después de que llegue esta carta para que te vayas haciendo a la idea.
Anexo una lista de los reyes visigodos de España para que resuelvas problemas detectivescos subrayando los nombres de los asesinos:
Alarico, Ataúlfo, Sigerico, Valia, Teodoredo, Turismundo, Teodorico, Eurico, Alarico II, Gasaleico, Amalarico, Teudis, Teudiselo, Agila, Atangildo, Liuva, Leovigildo, Recaredo, Liuva II, Viterico, Gundemaro, Sisebuto, Recaredo II, Shintila, Sisenando, Kintila, Tulgo, Kindasvito, Recesvinto, Vamba, Ervigio, Egica, Vitiza, Akila y Rodrigo.
Si dejaste de subrayar uno solo la cagaste, porque esta bola de asesinos se despacharon entre todos millares de ciudadanos en su época.
Una mariposa se ha quedado dormida en el alféizar de la ventana.
Te ama:
Yo
En el borde de la carta escrito con lápiz un recado: Vuelo de Iberia 727 desde París, miércoles 16. Héctor sonrió y arrugando la carta la arrojó hacia la papelera. Ahora cayó en el borde, dudó y después se fue hacia adentro. Con ese primer triunfo en el día, salió del cuarto para dejar el hospital.
—Usted se va a volver loquito, jefe —dijo Gilberto que hacía laboriosas cuentas en un presupuesto para un desagüe.
—¿A poco le tiene que calcular tanto para un pinchurriento desagüe? —intervino el tapicero que había vuelto la sección del aviso oportuno de El Universal su biblia portátil.
Héctor guardó en el maletín los legajos y papeles que dieron origen a las tres historias. Dejó las fotos en la pared, para que alguna huella quedara si todo salía mal. Recogió los cartuchos de dinamita.
—La cueva puede estar en la ciudad de México, no tiene que estar en Morelos —dijo en voz alta. Tomó el teléfono.
—¿Carlos?… ¿Algún amigo que conozca las colonias más jodidas de la ciudad de México?
Se sorprendió al ver que el cura no usaba el uniforme de rigor. Era un muchacho joven, con unos lentes gruesos, un suéter gris con cuello de tortuga, deshilachado en los codos, y el pelo alborotado.
—¿Cuevas? Conozco dos lugares, puede haber muchos más… Pero yo conozco dos… ¿Quiere que pregunte a algunos compañeros?
Héctor afirmó. El cura salió. El sol entraba por el cristal roto de la ventana de la sede parroquial. En la pared un par de carteles: CRISTIANOS PARA EL SOCIALISMO, LA PALABRA DEL SEÑOR LIBERA O ADORMECE. ¿CÓMO VAMOS A USARLA?
—Me han dado el nombre de otra colonia —dijo el cura entrando—. No la conozco personalmente, pero…
Héctor alcanzó un Delicado con filtro que el sacerdote aceptó; fumaron juntos en silencio.
—Le agradezco… —dijo Héctor al levantarse con las direcciones en un pequeño papel que el otro le había tendido.
—No hay nada que agradecer. Recuerdo que usted nos hizo un gran favor levantando el lodo en aquella historia de la Basflica…
—No encontré ningún motivo para retenerla… ¿Qué hubieras hecho tú?
Héctor alzó los hombros.
—La muchacha quería levantar vuelo sola. Pero ella misma se sentía inútil, impotente. La madre le dijo: “Aquí está el boleto de avión. Vámonos juntas a empezar de nuevo…” Y a mí me pareció lo menos malo…
—Lo menos malo… —repitió Héctor.
—¿Sabes qué?, que te ves bastante guapo, hermanito.
Héctor sonrió. Levantó el brazo para pedir un nuevo café express.
De las semanas anteriores al tiroteo, conservaba sólo la sensación de que había estado hundido en el sueño, y la nueva costumbre de tomar cafés cargados.
—¿Adónde se fueron?
—Creo que a Polonia. Ella consiguió una beca para trabajar en el teatro polaco, y Elena estaba muy ilusionada con ponerse a estudiar diseño.
“En la casa te dejó un pedazo del yeso del brazo, autografiado”.
Héctor pagó la cuenta y se puso en pie.
—¿Qué vas a hacer?
—Ajustar cuentas por ahí.
—¿Quieres que te ayude en algo?
Héctor negó con la cabeza y se alejó cojeando.
—Rompieron la huelga como a los tres días después que entraste al hospital. Cargas de la policía montada y todo… Entraron los esquiroles a trabajar, pero la gente se negó a entrar si había represalias, y entraron todos con un convenio. Ahí sigue la bronca adentro. Estire y afloje. Hubo algunos despedidos…
—¿Es una derrota? —preguntó Héctor.
—Pues… la gente aprende en la lucha. No ha sido una victoria, pero en esta ciudad cuesta mucho trabajo… En fin, no sé cómo explicarlo, ni victoria ni derrota… —dijo Carlos pasándole al detective una taza de café cargado y humeante.
—Sino todo lo contrario… —dijo Héctor.
—Por cierto, Elisa ingresó el dinero en el Banco en una cuenta a nombre de los tres… ¿Qué vamos a hacer con eso?
—Yo no pienso tocarlo…
—¿Si agarro de ahí algo para las familias de los despedidos hay bronca? —preguntó Carlos.
—Ninguna conmigo… ¿Soltaron a los presos?
—Al día siguiente de romper la huelga.
—Menos mal —dijo Héctor quemándose al dar un sorbo al café humeante.
—Y al fin, ¿sabes quién mató al ingeniero?
—Sé quién, por qué y cómo. No es nada del otro mundo sumar los datos.
Se bajó del camión cuidando en apoyar primero el bastón y caminó hacia el edificio de dos pisos. Enfrente de una refaccionaria tres hombres jugaban rayuela.
—¿Dan chance?
Lo miraron de pies a cabeza, sonriendo entre ellos.
—Lléguele.
Héctor tiró primero y su moneda quedó a más de veinte centímetros de la raya en el asfalto. Perdió el primer peso.
La segunda vez, la moneda rodó alejándose de la raya. Perdió el segundo peso.
La tercera vez, la moneda cayó limpiamente en la raya y se movió un par de centímetros escasos. Recogió los pesos de sus dos adversarios, agradeció con un gesto y entró al edificio de departamentos.
—Para ser tuerto es mucha verga —dijo uno de los jugadores.
Tocó el timbre. El mayordomo (tenía que ser el mayordomo con esa apariencia) abrió la puerta.
—¿Lord Kellog? —qué horror, como las zucaritas de maíz, igualito.
—¿A quién anuncio?
—Héctor Belascoarán Shayne, detective independiente.
—Un instante.
La puerta entreabierta dejó escuchar los pasos cansados del viejo diplomático.
—¿Sí? —hablaba un español suave, perfecto, quizá con un acento demasiado académico, impersonal por tanto.
—Quiero que me acompañe. Voy a cometer un acto ilegal y quiero que usted y su mayordomo sean testigos.
—With pleasure. ¡Germinal!
El mayordomo acudió presto a la llamada. Eso era lo bueno con los ingleses. No se perdía el tiempo en explicaciones vacuas. Descendieron al piso de abajo. Héctor sacó la pistola y disparó sobre la cerradura dos veces, las astillas volando casi le arrancan la mano. La cerradura cedió. Empujó la puerta con el bastón y entró.
Tras él, el inglés, siempre arrastrando los pies, con una sonrisa oculta tras los lentes de miope y el mayordomo. Empujó la puerta de la recámara. Una cama matrimonial, un buró, un librero sin libros, con pilas de revistas viejas, una mesa con un cajón. Dudó un instante, abrió el cajón. Aún con el marco de plata, la foto de la ex esposa de Álvarez Cerruli lo miraba sonriente, complaciente, como orgullosa del triunfo del detective.
—Quiero que redacten lo que han visto hasta este momento en palabras sencillas y lo firmen. Quedándose con una copia.
—¿Me puede mostrar su identificación?
Héctor sacó la ajada credencial de academia mexicana. Probablemente por diez corcholatas de pepsi y dos pesos le darían una nueva, incluso podía mejorar la foto ahora con el parche.
El británico sacó una pluma fuente de oro y se sentó a la mesa. En un par de minutos redactó brevemente lo visto, con una letra grande, regular, puso la fecha y firmó al calce, el mayordomo firmó tras él.
—Le agradezco muchísimo el servicio.
—Espero ser de utilidad señor…
—Belascoarán Shayne
—¿Shayne?
—De origen irlandés.
—Ah, ah —dijo Lord Kellog.
—Lamento mucho… —dijo Rodríguez Cuesta en la acogedora penumbra de la oficina. Héctor interrumpió la frase moviendo el puño del bastón.
—Aquí están las pruebas que demuestran que el comandante Federico Paniagua mató al ingeniero Álvarez Cerruli.
Lanzó sobre el escritorio las copias de los legajos. Luego dejó caer la hoja firmada y con huellas de sangre de Camposanto que flotó en el aire; por último deslizó sobre la mesa la limpia hoja caligrafiada por el inglés y su mayordomo.
—Me abruma, señor Shayne, pensé que…
—Usted se me atraganta señor Cuesta… —dijo Héctor y poniéndose en pie le asestó un tremendo bastonazo en la mandíbula. Oyó el nítido crac del maxilar al quebrarse.
El gerente cayó hacia atrás rebotando la cabeza contra el respaldo del sillón de cuero negro. La bocanada de sangre que escupió arrastraba un diente.
—Diga que se tropezó con el cable de la lámpara… —dijo Héctor tirando al suelo el cuadro del consejo directivo de la empresa con la punta del bastón.
Porque los finales felices no se hicieron para este país, y porque tenía un cierto amor infantil por la pirotecnia, Héctor fue empujado por esas y otras oscuras razones hacia el desenlace; guiado también por la idea de que todo debería terminar bajo el signo de la hoguera. Así, la tribu Belascoarán compuesta por un solo hombre, podría bailar en torno al fuego. Era la forma de cobrar un ojo y una pierna que cojeaba, era el mejor final para tanta basura.
Esperó pacientemente hasta que los últimos jugadores abandonaron el Bol Florida, hablando de las chuzas que podrían haber sido hechas pero qué lástima que el pino se ladeó tantitito, y de aquellos pinos solitarios y separados por el ancho de la mesa pero con el efecto, qué chingón eres, se vinieron abajo.
No apartó los ojos de la camioneta Rambler mamey con placas chuecas estacionada y adivinó en el interior del boliche, en el cuarto trasero, al gordito, Chamarraverde y a Esteban Aprietabrazo, quejándose de lo cerca que habían estado de pudrirse de lana, de atascarse de billetes que devaluados y todo, de la cantidad de viejas, coches, hoteles, comida, Estados Unidos, mota, buen rock que podrían haber sido.
Cuando la noche entera dominó el escenario descendió del coche. Era la brasa solitaria de su cigarrillo en la calle vacía. Amorosamente colocó el cartucho de dinamita bajo el carro y encendió la mecha con la lumbre del cigarro. Retrocedió despacio, un poco aceptando el riesgo y jugando con él.
Se sentó en el Volkswagen y arrancó el motor.
El fuego llenó la cuadra, la camioneta se levantó en el aire y pedazos de ella volaron hasta traspasar los vidrios recompuestos de la fachada del boliche.
Mientras se alejaba, lamentó que el destrozo se hubiera hecho extensivo hasta un Renault verde que estaba atrás. Deseó que el dueño fuera el gordito o cualquiera de sus cuates. Y dijo:
—La guerra es la guerra —esbozando una sonrisa amplia, satisfecha.
Se detuvo ante un teléfono y marcó el número de radio patrullas.
—Abusados, acaban de volar una camioneta robada frente al Bol Florida, en el interior del local está una peligrosa mafia de ladrones de autos, dense prisa… —y colgó.
Le comenzaba a encantar esta pachanga que sazonaba telefónicamente con voz de melodrama.
La dirección en el Pedregal que Marisa Ferrer le había dado la noche en que intentaron matarlo respondía a un triste castillo feudal de piedra fría en las calles solitarias. Una gran reja verde dominaba la entrada, tras ella árboles y un pasto lleno de hojas secas. Habría que organizar todo como una operación comando, pensó Héctor divertido. Encendió el cigarrillo y guardó los dos últimos cartuchos de dinamita bajo el cinturón, quitó el seguro a la pistola abriendo la chamarra para dejar libre la funda.
—¡Órale! —gritó dándose ánimos.
El primer cartucho voló la reja que se arrugó en el aire como si hubiera estado hecha de alambre.
Héctor corrió entre los árboles cojeando. Una sombra revólver en mano se cruzó con él en la entrada de la casa y el detective disparó sin pensar a las piernas. Vio la llamarada pasar a centímetros de la cabeza. Al pasar junto al hombre tirado en el suelo que se tomaba la pierna lamentándose, pateó la pistola.
Era una especie de juego con reglas nuevas. Ahora había que correr a la segunda base, pensó y entró disparando al aire dos tiros.
Tropezó con una lámpara de pie y rodó por el suelo. Desde allí vio dos mujeres desnudas que pasaron corriendo a su lado y se encerraron en un baño.
Con el bastón golpeó la puerta del baño:
—¿Me dan chance, porque me anda de ganas de mear?
No esperó la respuesta. Corrió arrastrando la pierna por pasillos hacia el lugar de donde habían salido. Un hombre se ponía los pantalones de espaldas a la puerta.
—Con permiso —dijo Héctor.
El hombre se dejó caer al suelo.
Allí estaba la cama redonda que en los días de hospital le había quitado el sueño. Si la cama estaba allí, desde… ¡allá! tomaban las fotos. Un gran espejo que ocupaba la mitad de la altura del cuarto y casi la totalidad de la pared le devolvió su imagen.
Disparó tres veces contra él hasta que se desmoronó en pedazos. Quedó al descubierto un notable estudio fotográfico con cámaras y aparatos extraños, incluso una cámara de dieciséis milímetros montada en tripié. Burgos en mangas de camisa miraba desconcertado al detective.
El hombre en el suelo se quedó mirando con los ojos abiertos como platos el nuevo suceso.
—Y ahora, a correr, porque en veinte segundos vuela todo esto —dijo Héctor prendiendo el cartucho de dinamita y arrojándolo al interior del estudio.
Fue rebasado por fotógrafo y hombre desnudo a medio poner los pantalones en su carrera hacia el jardín.
Al pasar al lado del herido volvió a empujar la pistola a unos metros más allá de donde se había arrastrado. A sus espaldas se desató el infierno. Llamaradas de fuego mordieron los árboles más cercanos a la casa. Las muchachas salieron por la puerta corriendo aún desnudas.
“Vaya fiesta”, se dijo el detective. Y continuó su carrera hacia el coche con el motor encendido que lo esperaba.
—Safe —dijo al cerrar la puerta.
Tomó un café aguado e hirviente en el Donidonas de Insurgentes servido por un mesero lleno de barros y de cara tristona que le ofreció unas donas arrugadas como pidiendo perdón por el servicio, pero que aceptó de buena gana un cigarrillo y luego habló de la última pelea de box.
Héctor tuvo que reconocer que no jugaría el mismo juego otras dos veces en esa noche ni aunque le dieran un millón de pesos. El corazón todavía saltaba y el miedo seguía rondando por el interior de las costillas por más que lo había escondido antes de comenzar el baile.
Después de todo, ¿qué había logrado? Que el gordito y sus cuates tuvieran que cargar las cajas de refrescos, y andar en Metro hasta que la suerte los pusiera sobre otra movida jugosa. Que Burgos se retirara temporalmente de la fotografía artística. Por su cabeza cruzaron las nalgas sonrosadas, cuatro de ellas, corriendo por los pasillos de la casa. ¿Quién sería el hombre del pantalón a medio poner?
El mesero le llevó dos donas para celebrar las carcajadas del detective.
Cruzó caminando hasta el Núcleo Radio Mil.
El Cuervo Valdivia detrás del cristal contaba la historia de la caída del Sacro Imperio Romano de Occidente en una versión muy particular. Le guiñó un ojo a Héctor y le hizo una seña para que lo esperase.
Recostado en un sillón ante los mandos de la cabina de sonido, Héctor esbozó los últimos elementos del plan. Entró a la delegación con el aparato de radio de trescientos pesos bajo el brazo, el bastón abriendo el camino y marcando el paso. Cojeaba un poco más y la pierna se resentía del cansancio del ballet dinamitero de la noche.
—¿El comandante Paniagua?
Un oficial uniformado le señaló una oficina.
Héctor entró sin tocar. En torno a una mesa redonda siete u ocho policías de civil tomaban café y panes dulces.
—Con permiso —dijo el detective y buscando un contacto conectó la radio… Buscó la estación y puso el volumen al máximo.
—¿Qué se trae? —preguntó un hombre al que reconoció como el chofer de Paniagua.
—¿El comandante Paniagua?
—Está en el baño… ¿Quién es usted?
—Un conocido. Dígale que se apure porque van a hablar de él en la radio.
Cuando salía del cuarto se cruzó con el hombre. Se quedaron mirándose un instante. Héctor sintió que el miedo le subía por la columna vertebral.
—Una pregunta comandante: ¿Estaba cómodo el asiento trasero del coche de Camposanto cuando él lo metió en la Delex escondido?
Sonrió y se alejó dando la espalda.
Era entonces cuando el hombre podía sacar el revólver y disparar. Y Héctor sintió en su espalda el lugar preciso donde entraría la bala. Tras él, el aparato de radio a todo volumen dejaba oír la voz pausada y seca, penetrante, de el Cuervo Valdivia.
…Es una historia de todos los días. La historia de cómo un comandante de la Policía Judicial del Estado de México, de nombre Federico Paniagua, mató a tres hombres para poder seguir chantajeando a una empresa…
Dejó el paquete en el escritorio del jefe de redacción de Caballero diciendo al salir:
—A ver si se atreven a publicarlas. Si no, véndanselas a una revista inglesa, o francesa, o métanselas en el culo…
Pero a fin de cuentas ¿no era la suya la misma impunidad que la de los otros? ¿No había podido tirar cartuchos de dinamita, balear pistoleros, volar camionetas sin que pasara nada?
Casi estaba por aceptar la tesis del tapicero que repetía una y otra vez: “En este país no pasa nada, y aunque pase, tampoco”.
Porque sabía que después de todo quizá Paniagua sería encarcelado en medio de un buen escándalo de prensa, y que saldría dos años después cuando la nube se hubiera hecho polvareda. Y Burgos volvería al oficio porque siempre habría políticos que querrían nalga de actriz y actrices que caminarían la carretera de la cama continua. Y el escándalo de las fotos sería resuelto con lana de por medio; y al fin y al cabo él lo único que había hecho era enriquecer a un nuevo intermediario. Rodríguez Cuesta se repondría de la mandíbula rota y seguiría contrabandeando. Y habría más maricones escondiendo su situación detrás de fachadas de tecnócratas, y los pinches muertos eran eso: pinches muertos de tumba solitaria. Y la huelga había sido rota, y Zapata seguía muerto en Chinameca.
La cueva tenía luz eléctrica. Una reja de madera verde, de poca altura, apuntalada por piedras cubría la entrada haciendo de primera puerta. Una cortina roja deshilachada funcionaba como una segunda puerta. Entre una y otra, una jaula para pájaros vacía colgaba clavada de la roca.
—¿Se puede pasar?
—Adelante —dijo la voz cascada.
—Buenas noches.
—Sean también para usted —respondió el viejo recostado en el catre. Sobre los hombros traía una manta verde desecho del ejército, las botas descansaban unidas a un lado del jergón.
—Ando buscando a un hombre —dijo el detective, tratando de penetrar la penumbra con el ojo sano.
—Puede ser que lo haya encontrado.
—Dicen sus vecinos que se llama usted Sebastián Armenta.
—Cierto es.
Los ojos del viejo lo miraron taladrándolo. ¿Eran los ojos húmedos y persistentes de Zapata? ¿Eran esos ojos con sesenta años más y muchas menos esperanzas?
—El hombre que busco salió de Morelos en el año 19 porque ya no se le quería bien.
—Algo hay de eso… El gobierno no lo quería bien.
—Luego estuvo en el 26 en Tampico con un joven de Nicaragua que se llamaba Sandino.
—General de hombres libres, el general Sandino —afirmó el viejo.
—Contrabandeó armas para él en ese mismo año a bordo de una barcaza que se llamaba Tropical.
—Había otras dos llamadas Superior y FOAM. Buenos barquitos, dieron su servicio…
—Se llamaba por aquel entonces Zenón Enríquez, y era capitan del ejército libertador.
—El capitan Enríquez; el callado, le decían… Así es.
—En 1934 de paso por Costa Rica se hizo un pasaporte a nombre de Isaías Valdez para regresar a México.
—Isaías Valdez —repitió el viejo como confirmando.
—A mediados del año 44 entró a trabajar en el mercado Dos de Abril. Se llamaba entonces Eulalio Zaldívar. Gran amigo de Rubén Jaramillo.
—Gran amigo de un gran compañero, el último de los nuestros.
—Dejó el mercado en 47 y volvio a él en el 62, para irse de nuevo en el 66. En 1966 regresó el hombre al Olivar de los Padres y vivió de hacer reatas bajo el viejo nombre de Isaías.
—Estuvo en Morelos de 1947 a 1962.
—En 1970 un viejo que se llamaba como usted, Sebastián Armenta, llega a vivir a esta colonia, hace su cueva y vive de vender dulces a la salida de los cines de Avenida Revolución. Dulces de coco, alegrías, ates.
—Así fue.
—¿Conoce a ese hombre?
El viejo hizo una pausa, Héctor extendió un Delicado con filtro. El viejo aceptó, cortó el filtro con los dientes y se puso el cigarrillo por la punta de la boca, esperó que se lo encendieran y dio una larga chupada. Luego echó el humo hacia el techo de la cueva.
—Usted anda buscando a Emiliano Zapata —dijo al fin.
—Así es.
Durante un instante, el viejo continuó fumando, como si no hubiera oído la respuesta. Los ojos más allá de la cortina roja, en la noche cerrada a las espaldas del detective.
—No, Emiliano Zapata está muerto.
—¿Está seguro, mi general?
—Está muerto, yo sé lo que le digo. Murió en Chinameca, en 1919 asesinado por traidores. Las mismas carabinas asomarían ahora… Los mismos darían la orden. El pueblo lloró entonces, para qué quiere que llore dos veces.
Héctor se puso en pie.
—Lamento haberlo molestado a estas horas.
Extendió la mano que el viejo apretó ceremoniosamente.
—No hay molestia cuando hay buena fe.
Héctor cruzó la cortina.
Afuera. una noche negra, sin estrellas.