No es culpa tuya, no es culpa de nadie. Sólo es la forma en que las cartas van saliendo.
—Doc Holliday en Ok Corral, de L. URIS
No había intimidación en los gestos de los dos guardaespaldas mientras el coche tomaba el Circuito Interior y salía luego al laberinto de calles de la San Miguel Chapultepec. Estaban cumpliendo un rutinario trabajo de mensajero-chofer. Héctor se tranquilizó mientras con el antebrazo presionaba el lugar donde se encontraba su pistola. El auto se detuvo frente a un terreno baldío. El chofer y su acompañante se bajaron del coche y esperaron a que Héctor descendiera por la puerta trasera. Luego sin preocuparse si los seguía, cruzaron el baldío bajo la luz de un poste solitario, hasta el costado de una casa de donde salía una escalera metálica de caracol que subía directamente a la azotea. La casa tenía dos pisos sobre la planta baja y al final de la escalera un hombre de unos cincuenta años y torpes gestos lo registró y le quitó la pistola ante la impasibilidad de sus dos acompañantes.
—Aquí se la guardo, joven —dijo muy amable, y tras tirarla en una silla metálica que las lluvias habían herrumbrado, se desentendió de él. El chofer que lo había traído lo guió por entre las vacías jaulas de tender la ropa y los tanques de gas y al fin empujó una puertecita metálica por la que entraron a la casa. Bajaron por una escalera de madera que se amplió al pasar el primer piso, y en cuyas paredes colgaban reproducciones chafas de Modigliani y Van Gogh, hasta ir a dar a un gran salón en la planta baja cuyos muebles estaban cubiertos con telas blancas; la casa olía a deshabitada. De una puerta de vaivén que parecía dar a una cocina, salió un camarero uniformado que llevaba una charola con platos y vasos. El chofer le señaló uno de los sillones.
—Ahí se puede sentar, ahora lo recibe el licenciado.
Héctor se dejó caer sobre la tela que recubría el sillón y esperó.
—Pase ingeniero Belascoarán —dijo la voz de La Rata saliendo de atrás de una puerta corrediza que quedaba a un lado del salón. Héctor se puso en pie y abrió la puerta. En un cuarto casi en penumbra, tras un escritorio metálico lleno de recortes de periódicos, notas de consumo, papeles con membrete del PRI y notas manuscritas en tarjetas, sentado en un sillón de ejecutivo de cuero negro, se encontraba La Rata. Sobre la mesa, curiosamente, no había teléfonos.
—Siéntate, mano, por favor —dijo La Rata cuya miopía había crecido desde los recuerdos de Héctor hasta convertir sus lentes en dos gruesos cristales montados en una armadura de plástico negro. Se le habían acentuado los rasgos, la mandíbula colgaba un poco, la nariz se había inclinado hacia adelante, el pelo escaseaba, muy fino y descuidado sobre la cabeza, no tenía bigote, ni barba, aunque dejaba que las patillas crecieran un poco más de lo normal. El conjunto daba la impresión de un adulto aniñado y enfermo.
—Ya casi no me acordaba de ti. Porque tú eres de mi generación, ¿no? Fuimos compañeros en la Facultad, ¿verdad?
Héctor asintió.
—Ya lo sabía yo, ese pinche apellido tan raro que tienes mano, no se me podía olvidar. De ninguna manera. Y tú, ¿terminaste verdad?, ¿terminaste la carrera? No, cómo no vas a terminar, si eras de los buenos, maestro, de los buenos. ¡Ah, qué buenos tiempos, esos de la Facultad! Ya llovió, maestro ¿verdad?
Héctor asintió.
—Pues lo mandé a llamar —dijo La Rata mirando hacia otro lado, quizá adivinando la calle que debería estar tras las cortinas corridas—, porque me dije, este Belascoárán ha de ser mi viejo compa, mi… Y digo, no, ¿cómo va a ser? Fácil nos vamos a entender, maestro ¿verdad?
Héctor asintió.
—¡Ah, que los viejos tiempos!… Todo era más fácil ¿no?
Y La Rata se quedó en silencio esperando una respuesta, de Héctor o de la voz interior que seguro le hablaba en las noches y lo regañaba por sus pecados, o lo felicitaba por sus éxitos, o simplemente le daba buenos consejos sobre modales, higiene y hábitos alimenticios. Los hijos de la chingada siempre tienen una voz interior que les echa una manita. Luego volvió a decir:
—Dígale a la muchachita esa para la que trabaja, que el dinero no es suyo. Que el dinero no era del viejo, ni de sus hijos… Que él, ¿cómo dijéramos?, nomás, simplemente lo guardaba, ¿verdad? Mire maestro, usted si es banquero no se queda con el dinero de sus ahorradores, eso es de economía simple, ¿verdad? Ya le dejamos su parte, y hasta más creo. Creo que hasta más le dejamos, pero bueno, que sea el pago por los servicios del banquero, digamos eso, digamos eso, maestro.
—Bueno, ya lo dijimos. ¿Y luego? —dijo Héctor.
—No, pues luego ahí murió todo. Ella se queda con su parte y no mueve lo demás. De eso yo me encargo, ni va a tener que hacer nada. Yo me arreglo con su abogado, sin problemas, sin impuestos, todo tranquilito.
—¿Y los muertos? —dijo Héctor mirando fijamente a La Rata.
—¿Usted qué le preocupa, la lana, o los muertos? Porque en México, maestro, nomás hay de dos: o la lana o mis muertitos que quiero vengar, que tengo que ajustar. Tantos muertos me deben, tantos muertos les hago, y me emparejo. Y ya. Pero usted, ¿qué quiere de los muertos? Eran muertos pinches. Es más, uno de muerte natural… Y además, no son míos, yo no le puedo responder por ellos, pídaselos a quien los hizo.
—¿Y quién los hizo?
—Pues otros, otros que creen que el dinero también es de ellos… Hay gente que piensa que cuando un banco quiebra todos pueden ponerse de luto y jugarle a las viudas ahorradoras… —La Rata se rió—. Las pinches viudas… Mire, ingeniero, usted sálgase de esto. Ni es su lana, ni es su vieja, ni es su banco, ni son sus muertos. Ni son míos. Yo me hago cargo de la lana y deje que ellos se arreglen conmigo, que para eso me pagan los dueños de la lana, para que salga limpiecita de tanto lío, sin manchitas, ¿verdad?
—¿Y a quién le pido cuentas?
—¿En México? A la virgen de Guadalupe, ¿a quién si no? —dijo La Rata. De un bolsillo sacó un pañuelo sucio y se sonó, muy suave, como si fuera a desbaratarse.
—A ver, déjeme repasar para ver si no se me olvida nada —dijo Héctor sonriente—. El señor Costa era el banquero de un montón de dinero sucio perteneciente a alguien que le paga a usted. Digamos el señor X. Bien, el señor Costa muere y el señor X quiere su dinero. Bien. Los hijos del señor Costa mueren y el señor X sigue queriendo su dinero, pero antes de que esto sucediera, el señor Z habría matado a los hijos del señor Costa porque también quería el dinero. Y usted quiere que la viuda del último hijo del señor Costa se vaya de México y deje la lana tranquila, y según esto, usted trabaja para el señor X, pero resulta que los que trabajan para el señor Z también quieren que la viuda se vaya…
—Bueno, ya párele de mamadas, ingeniero. Como fuimos compañeros, lo invité a echarnos una platicada y le pasé un mensaje: Usted fuera, ella fuera. Se lleva su lana. Todos tranquilos.
—¿Y los muertos? —dijo Héctor poniéndose de pie.
—¿Cuáles muertos mi buen, cuáles? —respondió La Rata mirando nuevamente hacia las cortinas.
Héctor salió sin que La Rata le dirigiera la mirada. El chofer que estaba leyendo una revista de automovilismo se levantó del sillón para acompañarlo.
—¡Fernando! —gritó la voz aguda de La Rata desde el interior de la oficina.
El chofer se disculpó con Héctor con un gesto y entró al cuarto. Héctor tomó la revista y trató de leer el índice, pero las palabras de La Rata llegaron claras a través de la puerta corrediza abierta.
—Dejan al ingeniero donde él les diga y luego se van a hacer el otro encargo que les hice. Ya se los expliqué. No se vayan a pasar de tueste. Que parezca un accidente, algo que se le cayó encima cuando cruzaba al lado de un edificio, un coche que le dio un golpe, un asalto para robarle la lana. Pero mucho cuidado con matar al novelista pendejo este; nomás quiero que lo saquen de la circulación unos días, una semana, un mes a lo más. No lo vayan a matar… Y sobre todo, que no parezca que van tras él, tiene que parecer accidente… Nada de pendejadas, ¿eh?
Héctor se quedó pensando si La Rata había hablado en voz alta para que él oyera y confirmara que se encontraba perdonado, absuelto por un poder que podía matar, descagalar, meterse en vidas y estropearlas, un poder que no le respondía a más reglas que a las de la selva en la que se había convertido su ciudad.
El chofer reapareció por la puerta y le sonrió a Héctor.
—Cuando usted quiera, ingeniero.
Hicieron a la inversa el extraño camino por el que habían entrado, le devolvieron su pistola y fueron a dar al automóvil donde el segundo pistolero estaba esperando.
—¿Dónde lo dejamos ingeniero?
—¿Hacia dónde van ustedes? Me puedo quedar en el camino.
—No, para donde usted diga —respondió ceremonioso el chofer.
—Es que todavía no quiero irme a mi casa, tengo mucho en que pensar y voy a dar un paseo.
—Siempre pasa así cuando se platica con el licenciado, ¿verdad? Tiene muchas cosas que decirle a la gente y perdone que me meta —dijo el chofer destilando sabiduría gangsteril—. Nosotros vamos cerca de donde lo recogimos, de su casa, una colonia más allá. En lugar de en la Roma, en la Condesa.
—Oye tú, y si lo dejamos para mañana, porque no va a salir de la casa ahora —dijo el otro pistolero ignorando a Héctor.
—No, mejor de una vez lo esperamos. Si no sale, ahí nos quedamos.
—Vas jodido, mano, ¿toda la noche? Volvemos a la mañana, no seas güey.
—Perdone ingeniero, ¿entonces? —dijo el chofer. El automóvil entraba por Benjamín Franklin y frenaba apenas en el semáforo de Saltillo antes de acelerar para alcanzar el de Nuevo León.
—Déjeme en la panadería de la esquina, por favor.
El automóvil frenó donde Héctor se lo indicaba, y luego aceleró. Héctor buscó desesperadamente un taxi. Si no pasaban el semáforo de Nuevo León, los podía seguir en un taxi y advertirle a la víctima la que se le venía encima. No tuvo suerte. Entró en la panadería cuando el automóvil había desaparecido de su vista y buscó en su agenda el teléfono del UnomásUno.
—Redacción.
—Con Marciano Torres, señorita.
—Déjeme ver, creo que salió.
Un silencio. En la calle los neones brillaban en los charcos creando el aire fantasmagórico que tanto le fastidiaba. La ciudad era fantasmal sin trucos de artificio debidos a las gracias del Departamento del D.F.
—Torreeees.
—Héctor.
—¿Quién?
—Héctor Belascoarán.
—Quihúbole maestro, años sin oírte. Ya creía que te habías ido de este mundo.
—Necesito un favor, mano, uno muy urgente. Necesito saber quién es un novelista que vive en la Condesa y que puede estar en bronca con… en broncas pues, por hacer una investigación o algo así.
—Puta madre, qué cosas pides mano. ¿De dónde saco yo eso? ¿Para qué quieres a un novelista? ¿Le vas a contar tus memorias? Cuéntamelas a mí. Tú eres de nota roja de periódico chafa, no de novela, hijo mío. Ni sé si las pudiera publicar en este diario, porque son medio refinados. Lo tuyo es la nota roja de La Prensa… Espera, deja hablar con el García Junco, ese sabe de novelistas…
Héctor masticó el tiempo que estaba corriendo. Quienquiera que fuese, hubiera leído o no una novela de él, debía llegar antes que los pistoleros de La Rata.
—Dice el culto de la redacción, que novelistas en la Condesa, dos, José Emilio Pacheco y el Paco Ignacio, que vive en Etla. Ha de ser el segundo, porque escribe novelas policiacas. Ya te decía yo que eso no es lo tuyo… Es cuate de tu hermano Carlos.
Héctor colgó sin el obligado “gracias mano”. El teléfono de Carlos estaba ocupado. Volvió a tratar.
—¿Carlos?
—¿Se me oye voz de hombre?
—¡Marina!
—Esa mera, ¿quién habla? ¡El Héctor! Milagro, milagro. ¿Dónde andabas?
—Luego te cuento. ¿Está Carlos?
—Está dormido. Pero ahorita mismo lo despierto. Ahora duerme siestas de siete a nueve ¿Qué, si una se equivocó se lo cambian por otro?
—No hay mucho para cambiar, estoy yo y soy peor.
—No, entonces no dije nada. Espera ¿eh?
La voz de Carlos emergió ruinosa del teléfono.
—Hermanito, ¿para qué soy bueno?