VII

Yo creía que la gente sólo pensaba en esas cosas en las novelas.

—NAZIM HIKMET

 

 

—¿Tú eres el hermano de Carlos? Pasa, mano —dijo el escritor tendiéndole la mano a Héctor y rompiendo el apretón casi de inmediato como si otra cosa le hubiera cruzado la cabeza.

Debía tener la misma edad del detective, aunque se parecían poco. El escritor pesaba 78 kilos y le fastidiaba bastante que lo llamaran gordo, quizá porque no acababa de serlo. Midiendo menos de 1.70, con una buena mata de pelo que tendía a caerle sobre un ojo y que constantemente se quitaba de la frente; lentes dorados encima de una nariz larga que a su vez se apoyaba en un bigote poblado pero sin disciplina. Cuando abrió la puerta, tenía un vaso de cocacola en la mano y un cigarrillo en la otra que tuvo que ponerse en la boca para saludar. Vaso y cigarrillo rondaban eternamente a su alrededor como si fueran una extensión de sus manos, y así habría de recordarlo siempre Héctor. Eso, y una mirada huidiza, que se escapaba como siguiendo más que el rostro de su interlocutor, el hilo de sus propias palabras.

—Siéntate por favor —dijo entrando a una sala llena de libreros y quitando un suéter viejo y papeles de un sillón blanco—. Carlos me dijo que tenías que contarme algo “muy importante”. Así dijo, y si no me equivoco, será, porque Carlos no es dado a las solemnidades.

Héctor tomó aliento y contó la historia. Trató de usar las exactas palabras de La Rata.

Cuando terminó, el escritor le tendió su cajetilla de delicados con filtro y empujó un vaso vacío de dudosa limpieza hacia él, para que sirviera coca de la botella familiar.

—Ya me chingaron —dijo.

—No es para tanto. Estás advertido y yo los conozco. Hasta que te vayas de aquí por un tiempo, yo te puedo cubrir. Además, La Rata fue bastante claro, les dijo a sus guaruras que no quería que te hicieran mucho daño, nomás que te sacaran de la circulación por un mes, o así. Si te sacas tú solo, con eso…

—Pinche consuelo. Ya me chingaron. Ya saben en qué ando y ya no me van a dejar seguir más allá. Si corro, ya valí, y si no corro ya me valieron.

—Si en esas andamos, ya valimos los dos, porque yo también quedé al descubierto —dijo el detective sonriendo. Su mirada pasaba por los libreros tratando de adivinar el orden, los temas, la errática manera de organizarlos que los había dispuesto así.

—Pero tú no tienes una hija de seis años.

Héctor lo miró. El escritor hundió la cabeza en un cenicero atascado de colillas.

—¿Toda tuya? ¿Y la madre?

—En Lisboa, la pendeja. Tú no escribes, ¿verdad? No, tú eres del estilo protagonista, no del estilo autor… Resulta que aquí, tu pendejo, se le ocurrió un día enamorarse de la esposa del embajador de Filipinas y zás, que tienen una hija. Y la señora embajadora, que tuvo su hija a escondidas, me dejó la niña y se fue con su marido, que había sido transferido por cornudo a Lisboa, y todos tan contentos.

—¿Aquí está la niña? ¿Se puede ver? —preguntó Héctor.

—No faltaba más —dijo el escritor y con el vaso en una mano y el cigarrillo en la otra, condujo a Héctor por un pasillo laberíntico también cubierto por libreros, hasta un cuarto blanco donde en una cama dormía una niña enfundada en un camisón de ositos.

—Es una belleza, ¿no?

—¿Cómo se llama? —preguntó Héctor contemplando a la niña de suaves rasgos asiáticos que dormía chupándose un dedo.

—Flor de Perlas, como un personaje de Salgan que era jefe de guerrilleros en las Filipinas. Ahí se la peló su mamá. Así quería yo y así se quedó. Pero le puedes decir “la araña”, aquí, en familia.

Héctor y el escritor recorrieron la casa en camino inverso. Al llegar al cuarto, el escritor se dirigió al tocadiscos, dudó y regresó a sentarse en su silla, de espaldas a la mesa de trabajo atascada de fólders, fotos, libros, papeles, plumones de colores…

—¿De qué año eres tú?

—Yo del 49, ¿y tú?

—Igual, yo de febrero…

—No, yo de enero, del 11… Entonces soy un mes mayor que tú —le dijo el escritor al detective—. Ya te chingaste, desde ahora me hablas de usted.

—¿Y usted en qué andaba metido para que La Rata le echara a sus perros?

—Dando y dando. Yo le cuento mi historia, usted me cuenta la suya.

—Un refresco, ¿no?… Pero le advierto que mi historia es bastante zonza, no le va a servir para novela. Nació con la trama vendida.

El escritor desapareció del cuarto para buscar otro refresco. La mirada de Héctor vagó por la habitación. A un lado de la mesa un letrero: “Nunca te cases con una mujer que deja los plumones destapados”, las portadas de tres novelas policiacas enmarcadas, una foto de la huelga de Spicer. En el librero al alcance de su mano, todo Mailer, Walrauff, Dos Passos. John Reed, Carleton Beals, Rodolfo Walsh, Thorndyke, Thompson. Algunos nombres hacían eco, otros eran un misterio. Se prometió adentrarse por ahí en cuanto tuviera tiempo.

—Sale una coca. Viene una historia.

—Un tal señor Costa, que tiene tres hijos y es mueblero, se muere un día… —inició Belascoarán con la sensación de que estaba reeditando caperucita roja.

A lo largo de la narración, el escritor permaneció inmóvil y en silencio, forzándose en no interrumpir a Héctor. Encendió dos cigarrillos uno con otro y de vez en cuando se rascó la cabeza. El detective trató de contar su historia con precisión, pero una parte de su cabeza revoloteaba estudiando al escritor. Era evidente la necesidad que su tensión expresaba, de meter baza en la historia que le estaban contando, a pesar de que se contenía y mantenía en su lugar, con una serie de gestos y pequeños actos.

—Y eso fue todo lo que pasó.

—No, pues la tienes clarísima. Como tú dices es dinero negro, pero ve tú a saber quién está detrás. A lo mejor La Rata tiene razón y es más de uno, el que él representa y los otros, los que violan y matan. ¿Y qué vas a hacer?

—Tengo que hablar con Anita y contárselo en orden.

—Pinche país, no tiene nombre esto. Estamos encuerados los ciudadanos de a pie. No hay por dónde.

—¿Y tú?

—No, lo mío es parecido, nomás que yo soy un pendejo. Empecé por una historia terrible: 14 muertos aparecidos, en un colector del canal del desagüe. Forrados de tiros, en ropa interior, torturados. No uno, ni dos, catorce. Los periódicos decían mamada tras mamada. Luego que las etiquetas de la ropa interior daban una clave: calzoncillos venezolanos tenía uno. Entonces empecé a seguir la historia en la prensa. ¿Por qué, si bastantes líos tiene uno por otros lados? Pues porque la curiosidad es cabrona, porque no se acaba de creer que esto es de verdad aunque se lo diga uno en voz alta todos los días. En lugar del padre nuestro, los ateos del D.F. amanecemos con la retahíla de: sálvame mano de esta pinche cloaca en que me metiste, protégeme de la bola de ojetes que quieren acabar con nosotros, sálvame de la ley y sus guardianes.

—No te lo acabas de creer, por más que lo lees y te lo cuentes y cuando tienes mala suerte, lo ves y lo vives… Luego apareció la mamá de uno de los catorce, una señora humilde, que podía ser la que vende tacos de canasta de acá a la vuelta. Que su hijo era taxista, que él no tenía nada que ver con los otros trece, que él estaba trabajando, ¿y para quién trabajaba? Para unos muchachos bien simpáticos que le habían alquilado el taxi por horas. ¿Extranjeros? Pues como veracruzanos, pero no eran de México. Entonces, una declaración de la policía del D.F. me movió el piso. Decían que podía tratarse de un ajuste de cuentas de guerrilleros sudamericanos: salvadoreños, colombianos, en México. Me dije: date, una cortina de humo, una cortina de mierda, de smog. Fueron ellos, fue la tira. Lo terrible de la historia es que los muertos no pertenecían a nadie, no eran de nadie, no tenían nombre. Revisé todas las notas de prensa y me dije en voz alta: Éste, éste es. El subjefe de la judicial que aparecía declarando mamadas un día sí y otro no. Éste es el que los asesinó. ¿No? Y es cosa de verlo en las fotos. Ese tipo mató a su madre a biberonazos. Se le caen pedazos de piel de pura mierda. El comandante Saavedra: Anillo de rubí en el dedo índice y de esmeralda en el corazón.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Por las fotos en colores del Por Esto. Una mirada de desprecio en general por el género humano, y en particular por el mexicano que tiene más cerca. Ese era. Me faltaba el motivo, pero no era muy difícil. Colombianos, droga, cocaína, una red para pasarla a Estados Unidos desde México. El tipo éste les cayó, los mató y se quedó con el botín. ¿Qué sería? Dos, diez millones, veinte millones. Los contactos para convertir la droga en dólares le habrían de sobrar. La judicial pone las redes, más claro ni el agua. Ya tenía todo, nomás necesitaba armar la novela. Contarlo. Pero no, en lugar de eso quería saber más, confirmar, ver caras, lugares y como estoy de vacaciones en la universidad, fui y hablé ácon la mamá del taxista, fui y busqué en los hoteles de cuarta de la ciudad y luego en los de tercera, y luego en los de segunda, y encontré el hotel. Fui y encontré a dos putas amigas de los colombianos. Fui a ver a un cuate de Relaciones Exteriores a buscar colombianos que hubieran entrado a México un mes antes del asesinato. Y los encontré. Fui a la embajada de Colombia y me pasé diez días leyendo la nota roja de allá, puta, es como la de aquí. Y ahí estaban dos de ellos. Fui y encontré un coche rentado, que un judicial había devuelto una semana después del asesinato con una disculpa pendeja, ya en ésas, encontré un mesero que había visto al subjefe de la judicial platicando con dos de los colombianos en un restaurant por la salida a Toluca. Como ves, demasiado fácil. Y en esas estaba cuando llegas tú y me dices que o me meto en el culo todo o me componen la de pensar.

—¿La Rata?

—No había aparecido ese señor. Sé tanto como tú de él. Es recadero. Irregular. Como los de Baker Street. Trabaja por fuera para los de dentro.

—¿Y la novela?

—¿Cuál novela? A estas alturas, ya me había olvidado de ella.

El escritor se quedó mirando la noche por la ventana.

—¿No le dan ganas de huir de aquí? De pirarse… Antes de esta loquera, había estado escribiendo un artículo sobre un cuate mío y dos amigos de él, que se quemaron gacho en la fábrica en la que trabajaban, y entonces la raza hizo una huelga por guantes y equipo de seguridad y los corrieron a todos. ¿No es lo mismo?

Héctor asintió. Durante un buen rato fumaron en silencio, regresando cada uno de la historia ajena y metiéndose en la propia.

—¿Por qué no se va?

—¿Por qué no se va usted?

—Yo porque soy un necio. Además, la violencia me desconcierta, me saca de quicio, pero no me paraliza —dijo Héctor sorprendiéndose de sus palabras.

—No, a mí sí me paraliza. Todo menos el culo. Me da chorrillo —dijo el escritor muy orgulloso de su confesión—. Soy un mexicano con miedo.

—No, miedo tenemos todos.

—Yo bastante… ¿Estarán ahí?

—Por ahí deben estar, un datsun negro con placas del estado de México.

El novelista siguió mirando por la ventana.

—Me gusta esta calle. En las mañanas, hasta pajaritos hay… Ahí está el datsun.

—¿Quiere que vayamos a echarles una platicada? —dijo Héctor.

—¿Cómo?

—Usted venga, ya verá. ¿Tiene gasolina?

—Qué, ¿me vio cara de estación de Pemex?

—Algo que arda.

—Puta madre, líquido de encendedores, y eso un bote medio vacío. ¿Qué va a hacer?

—¿Cómo decía Kalimán? En los programas de radio…

—“Serenidad y paciencia, Solín”. Yo debería decir esas cosas, detective. Ya me chingó.

—Deje la luz de aquí arriba encendida, mientras no la apague no se van a preocupar. Tampoco se fijan en los que entran. Yo pasé tranquilo con una señora y sus niños.

—Son los del tres.

—Pero sí se fijan en los que salen, con todo y la luz, a lo mejor si ven abrirse la puerta de abajo, echan una miradita. ¿Dónde está el coche?

—Adelantito de la puerta, en la banqueta de enfrente. Como diez o quince metros adelante.

—¿Hay alguna forma de salir que no sea por la puerta del edificio?

—No. Espera. Cómo chingaos que no. Por la ventana del Elías que da a Benjamín Hill.

Belascoarán y el escritor se escurrieron por la ventana del sorprendido vecino, y se quedaron inmóviles un instante, acuclillados bajo la ventana.

—Cuando los tenga fuera, se acerca. Usted espere aquí —dijo Héctor, y se escurrió entre los automóviles estacionados. La calle estaba muy oscura. Un par de faroles en las esquinas, y la luz de algunas ventanas encendidas, de manera que le resultó fácil hacerse sombra entre las sombras y reptar hasta la parte trasera del datsun. “¿Dónde tienen el motor los datsun, adelante o atrás?” se preguntó, no fuera a armar una explosión marca diablo a lo pendejo. “Adelante”, decidió, y sin que los adormilados pistoleros lo vieran, regó el líquido de encendedor sobre la parte trasera del automóvil, más por el método de apretar el bote de metal y dirigir el chorrito que por el de vaciarlo, que lo hubiera hecho mucho más visible a los ojos de los perseguidores del escritor. Luego sacó su encendedor y lo pegó al lugar donde pensaba que había dejado una estela del líquido. El flamazo poco más lo deja ciego para siempre. Medio asustado, se dejó caer de espaldas sacando la pistola.

Pero si Héctor se había espantado, los dos individuos en el interior del coche saltaron como personajes de Plaza Sésamo. El flamazo del líquido de encendedor, aunque sólo estaba sobre la cajuela del automóvil, levantaba unas llamas brillantes e intensas.

—Sóplenle a ver si se apaga —dijo el detective mostrándoles el negro agujero del cañón de la pistola a los dos personajes.

—Caray, ingeniero, yo pensé que usted era una persona fina —dijo el chofer que tenía estilo.

—Este hijo de la chingada nos va a dejar sin carro —dijo su acompañante.

Era un fuego bonito, con movimiento, porque el líquido ardiendo descendía por los costados del automóvil.

—Las pistolas en el suelo, y sóplenle, no es mamada —dijo Héctor pero no hicieron caso.

—¡Puta, qué buen incendio hizo, detective! —dijo el escritor aproximándose mientras de reojo observaba a los dos guaruras dejar sus pistolas en el suelo, sosteniéndolas delicadamente, con dos dedos, como si estuvieran embarradas de caca.

Tal como había surgido, el fuego se fue. Algunos vecinos que estaban asomados a sus ventanas, aplaudieron.

—Miren señores, este es el escritor que andaban buscando, y él ya los conoce a ustedes, y él ya sabe quien les da las órdenes a ustedes; de manera que el asunto ya se fregó. O sea que vayan y díganle a La Rata que mejor ahí muere —dijo Héctor.

Una llanta comenzó a desinflarse produciendo un pequeño silbido. La pintura del automóvil se había ampollado y botado en varias partes.

—Al licenciado no le va a gustar nada.

—Ni modo, amigo, así es la vida —dijo Héctor, y tomando las dos pistolas del suelo, entregó una al escritor y se echó a caminar hacia el edificio de departamentos.

—¿Qué tal me salió? —preguntó Héctor.

—No tan bien como en las novelas, pero bastante a toda madre, yo diría. El flamazo, ese sí que estuvo bien. Voy a comprarme dos cajas de líquido de encendedores.

—Cómpreme una a mí también —dijo Héctor sonriente.