No creo en la naturaleza mala del hombre; creo que comete aberraciones por falta de fantasía, por pereza del corazón.
—E. TOLLER
Un hijo de la chingada, es un hijo de la chingada, y más te vale que no se te olvide.
—CARLOS LÓPEZ
El vendedor de coches usados Jacinto Saavedra tenía 22 años, se peinaba con brillantina polainds, usaba traje en horas de trabajo y fuera de ellas y se había aficionado a las putas de Guadalajara. Por eso aceptó meterse a negociar carros chuecos que dos judiciales del estado de Jalisco le hacían llegar al lote, todo ello sin que el dueño se diera cuenta. Les ponía placas de coches destrozados, y éstos los vendía como chatarra; quitaba, ponía, pagaba a sus amigos y en medio siempre quedaban al mes cinco o diez mil pesos extras, para írselos a quemar en Tequila.
No es una historia demasiado complicada. Un día aceptó acompañar a sus amigos a darle una golpiza a un tipo que le debía dinero a otro tipo. Y le gustó. Le gustó el hombre ensangrentado y babeante que les pedía perdón, suplicaba en el suelo que lo dejaran en paz. Quizá lo único malo de aquella primera experiencia, es que se manchó el traje y no hubo tintorería que se lo arreglara. Poco a poco los trabajos de “madrina” se hicieron más frecuentes y Jacinto Saavedra adquirió fama en el ambiente, de hombre echado pa’lante, que por poco dinero pegaba mucho y bien. Una vez un par de judiciales lo llevaron a Durango, a buscar a tres secuestradores de un ganadero. El secuestrado estaba muerto, los secuestradores ofrecieron la mitad del botín, y Saavedra y sus amigos decidieron que la mitad era poco y dispararon sobre los miserables. Saavedra tenía una escopeta en las manos y la apuntó a los huevos de su víctima, luego disparó. El cuate tardó seis horas en morir desangrándose. Ya no había camino de regreso, ni Saavedra lo hubiera visto aunque se lo pusieran en frente de los ojos. Fue guardaespaldas de un gobernador, ganó dinero, puso una tienda de electrodomésticos que quebró por falta de atención, entró a la judicial, compró dos caballos de carreras que corrían en ferias de pueblo y contrabandeó autoestéreos con unos amigos de la policía de Tijuana. Una vida variada, como quien dice. Así iba pasando los días a la espera de un buen “trancazo”, un buen “apunte”, un buen “padrino” que lo sacara de “la transa ranchera”, la segunda división. O eso, o la jubilación ya de jodida. Se casó con la hija de unos abarroteros españoles para que le cuidara la casa y le diera un par de hijos varones y siguió frecuentando burdeles en los alrededores de La Perla tapatía. La lotería le llegó cuando la judicial federal lo reclutó para operaciones de cacería de guerrilleros urbanos que tenían una organización con ramificaciones en Guadalajara, Monterrey y la ciudad de México. Pasó a ser jefe de grupo, torturó, asesinó mujeres, niños y parientes lejanos y cercanos, robó refrigeradores de casas de seguridad de la guerrilla, pescó de rebote botines de asaltos bancarios de los que entregó a la superioridad la mitad con fotógrafos de prensa enfrente y repartió entre cuates y superiores la otra mitad, ya sin fotógrafos de prensa. Y un día, al entrar en un edificio de departamentos en la ciudad de México, a la busca de los hermanos de un normalista de Jalisco de apellido Ruiz, le soltaron una descarga de M16 que lo mandó al hospital dos meses con un pulmón perforado y cagándose de miedo en las noches solitarias. Conjuró el miedo volándole la cabeza a una hermana de 16 años de Ruiz. En esas andaba cuando la casualidad le sonrió. Lo mandaron a hacer guardia frente a un hotel en el centro de Guadalajara con su grupo, formando parte de una operación destinada a capturar un embarque de cocaína. La historia tenía cola: dos operadores gringos se habían negado a cubrir la cuota del jefe de la judicial de Michoacán, éste le había ido con el soplo a sus cuates de Jalisco, que en principio se habían arreglado con los narcos, pero estos desde Sinaloa traían cola de Federales, que no estaban en la movida; de manera que los de Jalisco, pactaron con los narcos gringos que se hiciera una venta de la tercera parte que se estaba moviendo, a dos traficantes locales de Guadalajara, que querían abrir negocio en una zona ya ocupada, o sea que sobre estos últimos iba el madrazo, aunque ellos habían tratado de cubrirse con un amigo banquero que era compadre del presidente municipal; así es que los estatales podían darse de tiros con los locales; de manera que se pactó en el bar que la mitad del tercio quedaba libre y que sólo un primo de los otros iba a caer, junto con un mesero del restaurant del hotel que operaba por libre, lo que era un pecado mayor en ese ambiente. Como se verá: cosa sencilla. Pero todo este movimiento, había dado horas de sobra a los participantes en la operación, que se habían empedado de mala manera en un burdel, a tres cuadras del hotel donde se iba a armar el escándalo. Total que cuando empezó el movimiento, salieron tiros de más y sólo el grupo de Saavedra sabía qué estaba haciendo, aunque no qué estaba pasando. Así, una parte de los policías dispararon un par de ráfagas en el cuarto equivocado, detuvieron al primo que no era, con la coca que no era y Saavedra se vio a mitad de la noche con tres kilos de cocaína en las manos y sin nadie que pidiera cuentas en medio del desmadre. La coca según descubrió, abría puertas y ventanas. Eso y su historial, lo llevaron a la ciudad de México muy pegado al nuevo jefe de la judicial al iniciarse el sexenio. En el catálogo de miserias, que el ex vendedor de automóviles usados había recopilado, las reglas se perfilaban con deliciosa claridad:
Servil con los de arriba, cabrón con los de abajo; no meter las manos sin antes ver de quién era el fundillo; tener muchos amigos y muchos casi amigos; joder al distraído, pegar duro y pegar dos veces, estar siempre dispuesto; vender al mejor cuate; hablar como si se supiera; no fracasar y cuando se fracasaba, mover el escenario lo suficiente para que se dijera que ahí no había sido; ser tan listo como el que más pero sin pasarse; controlar la bragueta con la vieja ajena; repartir las ganancias; sobrevivir pisando huevos, cráneos, manos, sesos, sangre. En 1976, había llegado, y decidió que quería quedarse ahí, pero ya tocaba armar un negocio propio en el que se repartiera menos. Si en la historia de los narcos colombianos no le iba a quedar más de la cuarta parte, porque para arriba se iba la mitad y para abajo la mitad de la mitad, en los bancos de Reyes, se iba a quedar con todo. Una vez que decidió eso, en su despacho pusieron una alfombra malva, asistió a un curso de sistemas policiacos en Indianápolis y se compró varias corbatas italianas.