Hombre que come su corazón, se envenena.
—SABÚ
Héctor despertó a Elisa a las cuatro de la mañana en la vieja casa familiar de Coyoacán. La verdad es que no era a Elisa a quien había venido a ver, sino la escuadra 22 de su padre, que el viejo había dejado al morir junto con papeles y libros en la biblioteca. Era esta la segunda vez que hacía el viaje sentimental a la búsqueda de la pistola. Elisa con un camisón blanco que llegaba hasta el suelo y la melena alborotada, lo acompañó en silencio hasta la biblioteca dominada por un retrato del padre con uniforme de la marina mercante española.
Héctor tomó la caja de cuero y sacó el arma, la sopesó y se dejó caer en un sillón. Al apoyarse, se le escapó un grito apagado.
—¿Qué te pasa?
—Me dieron una patada en el muslo hace un rato. Dos puñetazos en el estómago, me botaron el ojo malo a la mierda, me abofetearon, una patada en las costillas y luego un hijo de su reputa madre me quiso dar la mano. Creo que eso todo —dijo, sólo para arrepentirse casi de inmediato de tanta palabra.
—Perdona, hermano, no me di cuenta de lo que significaba meterte en esto.
—Estuvo bien. No es contigo. Es con…—y se quedó pensando con quién era. Desde luego con Saavedra. El tic de la boca torciéndose le volvía una y otra vez a la mente; una imagen nítida, casi cinematográfica. Pero era con la violencia, con el miedo, con el terror de Anita.
—¿Te doy algo? —dijo Elisa.
—Dos aspirinas y un vaso de leche, ¿no era lo que decía mamá siempre?
La biblioteca estaba en penumbra. Elisa había apagado la luz central y sólo dejó encendidas las dos lámparas con focos de 60 y amplias pantallas, que el viejo siempre había tenido sobre su mesa. Ese era el decorado, ella también lo recordaba.
—Me va a matar. Ese hijo de su puta madre, me va a matar.
—¿Quién Héctor? Carajo, ¿qué hice? ¿Cómo te metí en esto? —Elisa se llevó una mano al pelo y trató de arreglarlo con un gesto nervioso.
—Basta ya, si te vuelves a quejar me cierro como ostra y no me abre ni Dios —la frase sonó bien en ese cuarto, no era de Héctor, era de su padre—. Lo mismo me podía morir atropellado por una bicicleta en la playa donde me encontraste hace una semana.
—Diez días nada más. Sólo diez días —dijo Elisa angustiada.
—Déjame aquí, Elisa. Déjame aquí, porque me estoy quebrando y necesito rehacerme de nuevo. Cuando miré a Saavedra le vi mi muerte en los ojos.
—¿Y Anita?
—Está bien. Está en casa de mi casero. Con el Mago y con los dos luchadores. No creo que le pase nada esta noche. No va a ser con ella, va a ser conmigo, lo vi en los ojos de ese cabrón.
Elisa contempló a su hermano atentamente. Estaba pálido, un resto de dolor se le notaba en los ojos apagados y en los labios febriles. Se quedó de pie al lado del sillón de cuero verde sin saber qué hacer. Como velando a un muerto.
—Hermanita, por favor, vete a dormir. Yo necesito arreglarlo todo. Es por dentro. Necesito saber cómo reventarlo, cómo romperlo en tantos pedacitos que ya no pueda volver a rehacerse. No debe ser tan grave. Él tampoco duerme ahora. Se da vueltas en la cama o en un sillón, pensando que a lo mejor se le cae todo encima. Que si se arma el escándalo sus jefes lo dejan al descubierto, que a lo mejor hacen algo más y le abren la cabeza con una engrapadora. Porque no se castiga el delito, sino lo pendejo de dejarte descubrir. Esas son las reglas de ellos, y él está violando las reglas. Tampoco duerme el comandante Saavedra —dijo Héctor y en su boca apareció una sonrisa que acabó de espantar a Elisa.
—¿Qué te doy, hermanito? ¿Qué hago por ti?
—Consígueme una coca con limón —dijo Héctor ya declaradamente sonriente.
Héctor comenzó a reírse al ver la mirada escudriñadora que Carlos, su hermano, le dedicó. Seguro aquel par de cabrones habían estado hablando de él. Estiró las piernas en el sillón e hizo a un lado la manta escocesa que su hermana le había puesto encima. Al fin y al cabo él se había dormido y ella no; por las ojeras que traía, se había pasado el resto de la noche en vela, mirándolo, culpándose. “Carajo, no debí haber venido aquí. Elisa no tiene la culpa”, se dijo el detective y luego para soportar el chaparrón que Carlos le iba a soltar, bostezó.
—Tú lo que pasa es que tienes una perspectiva panista, manito —dijo Carlos muy serio después de oír la historia—. Una visión de clase media piruja ante la violencia del sistema.
Héctor, ya repuesto, se había desayunado un jugo de naranja y huevos con jamón en el patio trasero con sus dos hermanos, había llamado por teléfono al Mago para confirmar que Anita estaba bien, y sentía que la vida volvía a correr por dentro.
—Lo que me jodió es que el tipo me quiso dar la mano, y yo por puto estuve a punto de dársela —dijo—. Eso es lo que me jode íntimamente, en el fondo.
—No, para, es que ves mal el asunto. Piensas que la ciudad se está desmoronando, que los gángsters están en el poder. Bueno sí, pero no es de ahora. Quizá estén más desatados que de costumbre. Hay más guaruras que nunca en este país. Cada funcionario grande o chico tiene 40 que andan aventando el automóvil, cierran calles al tráfico para que la hermana del presidente desayune en una churrería; cuando se emborrachan matan a un primo suyo en una fiesta porque jugando se les fue el tiro, destrozan a un cabrón en el Periférico porque no se hizo a un lado a tiempo. Cierto. La tira del D.F. es una cloaca en grande porque hay dinero en grande rodando por el país. Supongo que sí. ¿Sabes qué hace el inofensivo motorista que te baja 300 pesos porque te pasaste un alto? Le entrega 1.500 ó 2.000 al final del día al sargento, porque ése le dio la buena esquina y si se niega, a barrer o se queda de pie en un crucero a tragar mierda. Él paga las reparaciones de su moto porque si llega a meterla al taller de la jefatura le roban hasta las bujías y se queda a pie, y sale a la calle con 8 litros en el tanque en lugar de los doce por los que entregó un vale, porque los otros cuatro se los roba un mayor en combinación con el jefe; paga un fondo de pensión que no existe y un fondo para defunciones que tampoco. Su sargento entrega 25.000 pesos al jefe de zona, que a su vez maneja el negocio de las placas chuecas y lleva una comisión sobre el fondo de retiro. ¿Sabes cómo pasan lista en la delegación los jefes de zona? Con un sobre en la mano, hijo mío. Presente, y ahí van los billetes en el sobre. El jefe de la policía debe recibir a diario medio millón de pesos. Tiene dos agentes que sólo se dedican a cobrar… Eso es el sistema, no una mordida de trescientos pesos… Tienes que tomar altura, para entrar al sistema.
—Carlangas, no le des vueltas, no me ilustres. Te creo todo, pero o encuentro cómo parar a Saavedra o me vas a tener que prender veladoras.
—Échale filosofía al asunto, hermano —dijo Carlos quitándose el pelo de la frente y encendiendo un cigarrillo—. Sólo tienes que encontrar una fisura. La nacoburguesía lo usa, lo tiene ahí, si le estorba lo tira a la basura. Sólo tienes que hacer que lo tire.
—Lo único que se me ocurrió no sirve. Lo más simple. Juntar todo y ponerlo enfrente de los periódicos. Algunos jalarán. Torres me dijo que él cita a los corresponsales de los diarios y revistas extranjeros para que haya más presión; pero le dimos vueltas juntos y la historia que tengo no se sostiene. Yo sé que es cierta. Torres sabe que es cierta. Saavedra sabe que es cierta, pero no hay pruebas. Si no hubieran llegado las patrullas les sacaba a los asaltabancos si tenían el libro mayor de Costa, pero a estas alturas, si lo tenían ellos, ya lo tiene Saavedra bien guardadito en su escritorio. No puedo reventarlo por ahí. Puedo quitarle el motivo de que nos joda a Anita o a mí. Ella puede bloquear el dinero. Regalarlo a Unicef como decía Vallina, o a los guerrilleros hondureños.
—Salvadoreños. Si eso quiere no está muy difícil.
—Pues a ésos. Pero a Saavedra no le voy a quitar la venganza.
—Tómate un avión. Tenemos el dinero que dejó papá. No lo hemos usado.
—Toma un avión tú y otro Anita —dijo Elisa que había dejado de morderse las uñas—. Si quieres agarro la moto y te llevo de nuevo a tu playa.
—Ya no se puede volver, hermanita.