¿Sobre qué muerto estoy yo vivo, sus huesos quedando en los míos?
—ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
Esperó hasta que la pequeña pelirroja desapareció en las escaleras mecánicas, y luego rondó por el aeropuerto hasta que vio despegar el avión de KLM. Como un juguete, reluciente, atronando el aire. Héctor pensó que los finales son abruptos, sólo los principios se desenvuelven graciosamente. Los finales son cortantes, sin gracia, sin tiempo extra para protestar por las formas como las cosas se han sucedido.
Luego caminó hacia el metro. Sentía en la espalda la mirada de sus perseguidores, pero no se tomó la molestia de librarse de ellos. Sólo lo seguían, de lejos. Manteniendo sobre su espalda el peso de miradas cuyos ojos no veía de frente. Caminó por Bucareli sorteando las bicicletas acrobáticas de los vendedores de periódicos. Al llegar a la entrada del edificio de Donato Guerra donde estaba su despacho, descubrió a don Gaspar el tortero entrando en el elevador y desistió.
Regresó a la casa dando rodeos por distracción, como si no tuviera prisa por llegar a ningún lado.
El vidrio de la foto del barco en que su padre había navegado seguía roto sobre la alfombra y el marco en el suelo. Recogió poniendo sobre un periódico viejo los cristales y volvió a colgar la fotografía. Luego se dejó caer en su cama. ¿Qué estaba esperando? El dinero estaba bloqueado. Torres no se atrevía a contar la historia sin más pruebas que ligaran a Saavedra con los asaltantes bancarios o con el dinero de Costa. Anita a diez mil metros de altura estaba segura. Había renunciado a la herencia, por lo tanto no podía tocarla nadie, excepto el Instituto de Cancerología que al final había sido el beneficiado.
¿Qué estaba esperando Saavedra?
Héctor sacó la pistola y jugueteó con el cargador. Quitó el peine y sacó las balas una a una, luego las volvió a colocar. Sonó el teléfono.
—Está muerto, hermano. Se mató o lo mataron en un accidente de coche en la carretera de Querétaro.
—¿Quién, Saavedra?
—Sí, pero también el escritor. A los dos. Se mataron o los mataron juntos. Un choque en la carretera. Lo dieron las noticias de la tarde en la tele. Iban juntos en el automóvil a más de cien y se embarraron contra un tráiler… Eso dicen, ve tú a saber —dijo la voz de su hermano Carlos en el teléfono.
—¿Juntos?
—Sí. Sólo los dos en el coche.
—No se merecía morir con ese hijo de la chingada —dijo Héctor y luego colgó.
Dos días después, un lacónico telegrama que llegó con retraso, fue deslizado bajo la puerta del departamento de Belascoarán, mientras el detective se estaba haciendo un caldo de pollo de cubito. Decía: “Fui a preguntarle. Paco Ignacio”.
Cuando salían del panteón de Dolores, Elisa levantó la mirada hacia el cielo y frenó a Héctor tomándolo del brazo. Dieciséis días antes, ella había mirado el cielo a través de las palmeras. Otro cielo.
—Mira qué nubes, va a llover en grande.
—Han de ser nubes de mierda —dijo Héctor sin alzar la vista.