II

La sangre nunca para hasta que llega al río.

—ALBERTO HIDALGO

 

 

—¿Éstos le gustan, joven?

Héctor asintió. Sobre la plancha quedaron los cuerpos de los dos hombres degollados.

—¿Han sido identificados? ¿Se sabe algo de ellos?

—Uno aquí no sabe bien, nomás cuida que no regalen los muertitos a las taquerías… —dijo el encargado riendo.

Héctor sacó un billete de cien pesos y lo tendió al hombre, que lo guardó en el bolsillo del uniforme.

—Los encontraron en el mismo lugar, juntitos y ya encuerados, allá por el Molinito, en la carretera de Toluca. Vino a verlos el judicial que hace aquí los trámites, y luego vino uno más caca grande, un jefe de grupo. A ese no lo había visto nunca por aquí. Será que les gustó el caso… Ya vio que les cortaron la garganta casi igual, y uno tiene marcas en las muñecas, como si lo hubieran tenido amarrado…

Héctor observó los dos cadáveres desnudos, ya medio azulados. Hombres de cincuenta años, fuertes pero gastados, morenos ambos, ya con canas, tristes, quizá por bien muertos. Dos muertos conocidos, uno salía de la fotografía, el otro extrañaba el casco de romano.

—¿El comandante ese que estaba a cargo de la investigación?

—El jefe de grupo… Creo que le dicen mayor Silva… Ha de ser por mayor pendejo; nomás los vio y dijo: ahí guárdenlos. Ni se fijó bien en las marcas. Yo sí me fijé.

Héctor salió caminando del depósito. Pensó en silbar una melodía y se detuvo un instante a escogerla. Tenía que ser una que le quitara el mal aliento y la visión de las dos gargantas cortadas. Una como bossanova, como samba… Tras darle vueltas optó por Corcovado y se fue.

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La casa de Bolívar estaba rodeada de cantinas, una relojería rascuache y un tallercito donde hacían ganchos de ropa en madera y los pulían a la vista del que se quisiera asomar. Enfrente de la casa había un taller de herrajes, donde un obrero jugaba al yoyo y se ventilaba la panza, agobiada por el calor de la fundición. Allí se situó el detective independiente Héctor Belascoarán Shayne para estudiar el escenario.

No se sentía particularmente inteligente, particularmente agresivo o audaz. Simplemente, trataba de afilar los sentidos, empaparse del ambiente y romper la apatía con la que se había incorporado a la vida ese día. Apatía reforzada por la visión de las dos gargantas cercenadas.

Se desprendió de la pared y avanzó hacia la casa. Pasó por la entrada de la vecindad brincando a dos niños que jugaban canicas. Subió por unas crujientes escaleras de madera sucia. Un piso, otro. La azotea. Dos mujeres lavaban ropa.

—¿La letra b, la carpintería?

Una de las mujeres señaló un portón en la misma azotea.

El ruido de una sierra cinta mordiendo la madera lo condujo hasta el tallercito. Dos hombres desnudos de la cintura para arriba trabajaban, entre una polvareda de aserrín, a toda velocidad.

—Ni me diga nada, ya vamos a cerrar —le dijo uno cuando Héctor se situó en el vano de la puerta.

—Se acabó la jornada, tronó el maestro, y vamos a celebrarle el velorio —dijo el otro, que mostraba una sonrisa reluciente bajo una gorra de beisbolista colocada al revés.

—¿Velorio en la casa?

—No, velorio en La Numantina. Para puros cuates. ¡Nosotros dos!

—Yo era amigo del maestro, ¿dan chance?

—En esa cantina, el que paga, pega, jefe.

 

Entre la primera y la tercera copa, Héctor, que a pesar de los esfuerzos no pudo cambiar el maderito por un pato de toronja, comenzó a introducirse en los intrincados laberintos de la reflexión íntima.

Si la vida es el lapso que corre entre el momento en que lo levantan a uno pescado de las patas y esperan que aulle, hasta el momento en que los viejos amigos brindan por tu reciente cadáver, todo estriba en ver cuántos buenos y viejos amigos podían hacerse en ese tiempo. La vida iba a ser medida por los amigos que uno lograra obtener y sostener a lo largo de los años. Eso lo hacía todo complicado, porque no sólo se trataba de que fueran fieles, sino de que estuvieran vivos en el mejor sentido de la palabra. Y para tener amigos nobles hacía falta convivir en términos de nobleza con el país y con ellos. Era evidente que el maestro y dueño del taller de carpintería había fracasado si su vida se juzgaba por el par de alcohólicos desenmascarados que hoy brindaban por la fortuna de que se hubiera muerto. Pero, ¿él? ¿Cuántos locos harían del velorio de Héctor Belascoarán Shayne un motivo de reunión, nostalgia y amor? Pidió otro maderito y ante la mirada hostil del cantinero, que adivinaba en él un odiado paria de la casta abstemia, se lo echó de un solo trago. Luego, contó con los dedos. Estaban sus tres vecinos de despacho: Gilberto el plomero, Carlos Vargas el tapicero y el Gallo Villarreal, ingeniero experto en drenaje profundo. En estos tres últimos años habían creado una íntima solidaridad basada en las diversidades de sus oficios y de sus actitudes ante la vida; pero había más que la solidaridad, había una forma de tomar distancia sobre el país y separarse de la parte más jodida de la patria. Estaba el cuervo Valdivia, locutor de radio, y estaban Elisa y Carlos, sus hermanos, con los que había creado un reducto mafioso de solidaridad familiar. Estaba el cura de Culhuacán, el padre Rosales, con el que se había metido en el lío de la Basílica; y estaba el cantante de tropical, Benigno Padilla, Beni el rey, al que había salvado la vida; y estaban los hermanos Reyna (el chico y el grande), sindicalistas con los que había trabajado; y estaba Mendiola, el periodista, que había surgido del pasado preparatoriano, al igual que El Cuervo y que Maldonado, licenciado en derecho afecto a las drogas heroicas, poeta al borde del túnel permanentemente, al que le unía la fidelidad a la presencia de la muerte. Y ya. Todos ellos nuevos o recuperados en los últimos tres años de andanzas detectivescas. No había salvado nada más del remoto pasado. Ahí, Héctor Belascoarán Shayne, detective, dudó: ¿podía agrandarse la lista con las mujeres que había amado y lo habían amado?

Los responsables del velorio eran los dos trabajadores de la carpintería. Nadie más se había sumado a ellos en la cantina, que estaba particularmente solitaria. En una esquina, un estudiante bebía tequila bajo el absoluto convencimiento de que eso es lo que hay que hacer cuando se queda uno sin novia; había un viejo burócrata jugando al solitario, y luego el trío formado por los carpinteros y Héctor, empujándose un maderito tras otro.

—¿No tenía más cuates don Leobardo? —preguntó Héctor.

—Pinche viejo mamón, con perdón si usted lo conocía bien.

—No, yo más bien lo conocía poco.

—Era de Durango, y le había hecho de todo, y aun así no tenía amigos, fíjese como era de cabrón.

—¿Ni un amigo?

—Pues se llevaba con los dos changos esos que habían sido del equipo de Zorak con él. ¿Cómo se llamaban, tú? —le preguntó el más joven al otro.

El carpintero más viejo eructó antes de contestar.

—Ahí fue sus glorias del Leobar… Cuando le cargaba la maleta al Zorak.

—¿Qué le hacía al Zorak? —preguntó Héctor intrigado.

—Le soplaba los huevos cuando salía del incendio —le respondió enigmático el hombre.

—Y le pasaba la lima de uñas para romper las pinches cadenas.

—Y le tapaba el barril donde lo echaban al lago de Chapultepec.

—Y seguro él amarró el cable del helicóptero.

Se había establecido un peloteo entre los dos carpinteros mientras Héctor trataba de imaginarse al tal Zorak y de establecer las confusas relaciones que tenía con el muerto.

—Seguro le amarró el cable —dijo el más joven y se soltó riendo.

—¿Y se puede ver al Zorak ese? —preguntó tímidamente el detective.

—Sí, como no, ahí con don Leobardo —dijo el joven.

—¿Está muerto?

—Se cayó de un helicóptero hace dos años cuando andaba haciendo mamadas por las alturas.

—Andaba de angelito —dijo el joven que ya estaba bastante borracho.

—Y don Leobardo, ¿qué tenía que ver con eso?

—Era chícharo del Zorak… Que ahora tráigame la capa don Leobar, que consígame unos cuchillos filosos para metérselos en el fundillo a mi ayudante, que ahora una de magia con esposas inglesas y los pies atados… Y ahí iba el Leobar… Eran los dos de Durango, por eso lo había contratado el Zorak.

—¿Y quiénes eran los otros dos amigos?

—Deme otra joven —dijo el más viejo saliéndose de la conversación y caminando con la copa en la mano hacia el jugador de solitarios.

—El primo del Zorak, que le hacía de guardaespaldas, pinche mamón, muy creído con la cuarenta y cinco ahí nomás colgando…

—¿Y el otro?

—El administrador, el agente de publicidad… ¿Así le dicen? Tiene una carpa ahora en San Juan de Letrán… Se le fue el Zorak y se le acabó el cuento… Ahí se pasaban horas en la maderería los tres tragando caca y pensando que ya la habían hecho, que ya tenían los billetes en la mano, ¡y zas! que se les muere el Zorak y se les acabó la lotería… Y ellos muy culeros chillaban y bebían tequila añejo, pero no invitaban… ¡Échese otra, chingá!

Héctor aceptó, total de cuatro a cinco. El suelo se movía un poco.

—¿Cómo se llama la carpa?

—La Fuente de Venus… Buenas viejas ahí. ¡Uta!… Vámonos compadre, ya me anda… —dijo el joven gritándole al viejo y señalando la bragueta.

 

Héctor paseó su solitaria borrachera por la colonia San Rafael. En la bruma alcohólica, las ideas adquirían una densidad muy peculiar, todo era transparente, nítido. El problema era, ¿qué era todo? ¿Qué era transparente? Ahí estaba el problema, en que no lograba hilvanar la aparente claridad con nada. Era como ser listo y no tener para qué. Y mientras se reía un poco de sí mismo en el laberinto del maderito, caminaba entre las taquerías y las zapaterías, las tiendas de discos y juguetes, ruido sobre la multitud. Había oscurecido. Manchas violetas pringaban el horizonte hacia Tacuba. De repente, Héctor se detuvo, estaba caminando hacia algún lado, no estaba vagando sin rumbo; la borrachera y el paseo tenían un objeto, un destino: la casa de Mendiola.

El descubrimiento mejoró su humor y lo hundió más en la nebulosa alcoholera. Sonrisa de oreja a oreja rematada con eructo. Bajó por Miguel Schultz rumbo a la funeraria. Mendiola vivía en una vecindad, en un primer piso; desde la ventana de la cocina se veía la carga y descarga de difuntos, los furgones fúnebres, las coronas relucientes, las flores ajadas, los ataúdes brillantes con chapeados de bronce, los uniformes, los hombres y las mujeres llorando.

A lo mejor por eso Mendiola era como era; por eso y por hacer de periodista. Las dos cosas se le mezclaban a Mendiola cuando iba a darse una liberada en la lucha libre. Por treinta y cinco pesos, se ahorraba lo del psiquiatra.

Fue allí donde lo había conocido Héctor hacía un par de años. Mientras el detective seguía al second del Mil Máscaras, Mendiola aullaba (entre caída y caída, piquetes de ojo y patadas voladoras) mentadas de madre contra los que le pagaban los embutes, contra el director que le mochaba las crónicas y le daba encargos de lamebotas, contra él mismo por aceptarlo. Ajenos a la lucha libre, sus gritos no desentonaban en medio del aullido colectivo, sino que hacían un buen coro con los demás, por ejemplo con los de la vieja de al lado que gritaba:

—¡Chínguelo enmascarado, mátelo, chínguelo, chínguelo! ¡Es puto! ¡Es puto!

Estaba fresco en la cabeza de Héctor cuando la cara redonda y abotagada de Mendiola apareció.

—¿Quihúbole, cabrón? —dijo lacónico y caminó hasta la cama cayendo entre libros y platos sucios.

—Me emborraché —contestó el detective, y se dejó caer a un lado del periodista lanzando un plato con chicharrones mohosos al suelo.

—¿A poco? Pues si no bebe.

—No bebo, nomás me emborracho.

—¿Por motivos profesionales?

—École.

—Ah, bueno, así, sí.

—Así, sí, ¿qué? —preguntó Héctor y empezó a reír.

—La borrachera. Yo por puros motivos profesionales bebo.

—Ya estás pedo, Mendiola.

—Totalmente Belascoarán. Totalmente pedo… Por motivos profesionales.

Los dos comenzaron a reírse. El periodista se puso en pie y caminó hasta la ventana.

—Mire, Belascoarán, un entierro.

Héctor se puso en pie, tropezó con un par de zapatos y llegó tambaleándose a donde lo esperaba el periodista.

Bajo el balcón se iniciaba un entierro.

—Mendiola, ¿quién era Zorak? —preguntó Héctor estimulada la memoria por el reluciente ataúd negro.